Antonio Labriola

 

FILOSOFIA Y SOCIALISMO

(1899)

 

 

CARTAS A G. SOREL

 

 

I

 

Roma, abril 20 de 1897.

Querido señor Sorel:

Desde hace tiempo tengo la intención de hablar con Vd. en una especie de conversación por escrito.

Será la mejor y más conveniente forma de asegurarle mi gratitud por el Prefacio con el cual me ha honrado.

Evidentemente no quiero sólo recordar las palabras halagadoras con las cuales Vd. ha sido pródigo en extrema abundancia con respecto a mí. A eso no puedo responder inmediatamente y pagar mi deuda sino por carta privada. No se trata de explayarme aquí en cumplidos en cartas que podrían parecer útil a Vd. o a mí, el publicarlas más tarde. ¿De qué servirán ahora, por otra parte, mis protestas de modestia; para qué sustraerme a sus elogios? Vd. me ha obligado a renunciar en adelante a estos esfuerzos. Si mis dos ensayos, apenas rudimentarios, sobre el materialismo histórico han sido leídos en Francia casi en forma de libro, no es más que gracias a Vd., quien ios ha presentado al público bajo esa forma. Nunca he tenido idea de hacer el libro, en el sentido que Vds. los franceses, siempre admiradores y discípulos del clasicismo literario, dan a esa expresión. Soy de aquéllos que ven en esta conservación del culto de la forma clásica una especie de traba — tal un vestido que no ha sido hecho para quien lo lleva — a la expresión cómoda, apropiada y correcta de los resultados de un pensamiento rigurosamente científico.

Dejando, pues, todo cumplimiento, deseo volver sobre las cosas de las que habla Vd. en el Prefacio para discutirlas libremente, sin cuidarme de componer una monografía acabada. Elijo la forma epistolar porque sólo ella permite discutir sin gran orden, un poco a tambor batiente, casi dándole el movimiento de la conversación. No tengo, en verdad, el coraje de escribir todas las disertaciones, memorias y artículos que fueran necesarios para responder a las numerosas cuestiones que Vd. se pregunta o que propone en ese pequeño número de páginas[1].

Pero si escribo un poco al correr de la pluma, si no quiero sustraerme en absoluto a la responsabilidad de lo que diré, deseo, sin embargo, librarme de la obligación de la prosa cerrada y concisa, que conviene cuando se discute y se diserta por afirmaciones y demostraciones. Hoy no hay docto en el mundo que, por pequeño que sea, no se imagine edificar para sus contemporáneos y para la posteridad, cuando logra fijar en un opúsculo indigesto o en una discusión sabia y embrollada una de esas numerosas ideas y observaciones que, en el cuiso de una conversación o de una enseñanza sostenida con verdadera maestría didáctica, tienen siempre más grande eficacia intuitiva por el efecto de esta dialéctica natural, la que es propia de aquellos que están en tren de buscar por sí mismos la verdad o de insinuarla por primera vez en el espíritu de los otros.

Sin duda: en este fin de siglo, entregado a los negocios y a las mercancías, el pensamiento no puede circular n través del mundo si no se lo fija y se lo presenta también baje la respetable forma de mercancía, que acompaña a la factura del librero, y que aureola, ágil mensajero de sinceros elogios, la honesta reclame del editor. Quizá en una sociedad futura, a la que nos transportamos con nuestra esperanza, y más aún gracias a ciertas ilusiones, las que no sen siempre el fruto de una imaginación bien ordenada, haya un núm.ero tal, que se los creerá legión, de hombres capaces de discutir en el divino goce de la investigación, con el heroico coraje de la verdad que actualmente admiramos en Platón, en Bruno y en Galileo, y haya una multiplicación infinita de Diderot. cnpaces de escribir las profundas extravagancias de Jacques le Fataliste, que por el momento tenemos la debilidad de creer incomparables. La sociedad futura, en la que los momentos de abandono, razonablemente aumentados para todos, nos darán, con las condiciones de la libertad, los medios de civilizarnos y el derecho a la pereza — dichoso hallazgo de Lafargue — . hará brotar a cada vuelta de los caminos perezosos del genio, que, como nuestro maestro Sócrates, serán pródigos de actividad libremente empleada y no asalariada. Pero actualmente . . , en este mundo, donde sólo los locos tienen la aliicin.ictón del millenium próximo, innumerables son los perezosos y los desocupados que explotan, como un derecho que les pertenece y como una profesión, la estima pública con sus ocios literarios. . . y el mismo socialismo no puede impedir que se le adhiera una discreta muchedumbre de intrigantes, de interesados y resentidos.

Así, casi chanceando, llego a mi objeto. Usted se queja de la poca difusión que hasta ahora ha tenido en Francia la doctrina del materialismo histórico. Usted se queja de que esta difusión halle obstáculos y resistencias en los prejuicios que provienen de la vanidad nacional, en las pretensiones literarias de algunos, en el orgullo filosófico de otros, en el maldito deseo de parecer ser sin ser y. en fin, en la débil preparación intelectual y en los numerosos defectos que se encuentran también en algunos socialistas. ¡Todas estas cosas no pueden ser tenidas por simples accidentes! La vanidad, el orgullo, el deseo de parecer ser sin ser, el culto del yo, la megalomanía, la envidia y el furor de dominar, todas estas pasiones, todas estas virtudes del hombre civilizado, y aún otras, no son de ningún modo bagatelas de la vida; mucho más a menudo parece que ellas son su substancia y nervio. Se sabe que la Iglesia, por lo común, no atrae las almas cristianas a la humildad sino haciendo de ésta un nuevo y más altanero título de orgullo. Y bien . . . , el materialismo histórico exige, de aquellos que quieren profesarlo con plena conciencia y francamente, una extraña especie de humildad; en el momento mismo en que nosotros nos sentimos ligados al curso de las cosas humanas, donde estudiamos las líneas complicadas y los repliegues tortuosos, es necesario que seamos, a la vez y al mismo tiempo, no resignados y dóciles, sino, por el contrario, llenos de actividad consciente y razonable. ¡Pero. . ., llegando a confesarnos a nosotros mismos que nuestro propio yo, al que nos santimos tan estrechamente unidos por un hábito corriente y familiar, sin ser verdaderamente alguna cosa que pasa, un fantasma o la nada, como lo han imaginado los teósofos en su delirio, por grande que sea o que nos parezca, no es más que una pequeña cosa en el engranaje complicado de los mecanismos sociales, por lo que debemos llegar a esta convicción: que las resoluciones y los esfuerzos subjetivos de cada uno de nosotros chocan casi siempre con la resistencia de la red enmarañada de la vida, de suerte que, o bien no dejan ningún rastro de su paso, o bien dejan uno muy diferente del fin originario, porque éste es alterado y transformado por las condiciones concomitantes; mas, debemos reconocer la verdad de esta fórmula: que nosotros somos vividos por la historia, y que nuestra contribución personal a ella, bien que indispensable, es siempre un hato minúsculo en el entrecruzamiento de las fuerzas que se combinan, se completan y se destruyen recíprocamente; no obstante, ¡todas estas maneras de ver son verdaderamente inoportunas para todos aquellos que tienen necesidad de confinar el universo entero al campo de su visión individual! Conservemos, pues, en la historia el lujo de los héroes para no quitar a los enanos la esperanza de poder ponerse a caballo sobre sus propias espaldas, a fin de exhibirse, aun cuando, como decía Jean Paul, no sean dignos de llegar a la altura de sus propias rodillas.

Y, en efecto, ¿no se va a la escuela, desde hace siglos, a aprender que Julio César fundó el imperio y que Carlomagno lo reconstruyó; que Sócrates casi inventó la lógica y que Dante casi creó la literatura italiana? Recientemente la creencia mitológica en los autores de la historia ha sido poco a poco sustituida, y hasta aquí de una manera imprecisa, por la noción prosaica de procesos histórico-sociales. ¿Es que la Revolución Francesa no ha sido querida y hecha, siguiendo las variadas versiones de la imaginación literaria, por los diferentes santos de la leyenda liberal, santos de la derecha, santos de la izquierda, santos girondinos y santos jacobinos? Esto es tan cierto que el señor Taine — y yo no he podido comprender jamás cómo, a pesar de la poca resignación que muestra para la cruel necesidad de los hechos, se pueda decir que ha sido un positivista — ha gastado gran parte de su poderoso talento en demostrar, como si escribiera las erratas de la historia, que todo este alboroto hubiera podido no tener lugar. Afortunadamente para ellos, la mayor parte de estos santos, vuestros compatriotas, se han honrado y concedido recíprocamente, y en su tiempo y lugar, la corona del martirio; y así las reglas de la tragedia clásica han quedado para ellos gloriosamente intactas: sino,  ¡quién sabe cuántos imitadores de Saint-Just (hombre superior en verdad) hubieran caído en la categoría de secuaces del infame Fouché, y cuántos cómplices de Dantón (este fracasado gran hombre de Estado) , hubieran disputado a Cambaceres su librea de canciller, cuántos otros no se hubieran contentado con disputar al aventurero Drouet y a ese ambiguo comediante Tallien los modestos galones de subprefecto!

En una palabra, la carrera hacia los primeros planos es obligatoria para todos aquellos que, habiendo aprendido la historia de viejo estilo, repiten aún con el retórico Cicerón que ella es la gran educadora de la vida. También es necesario "moralizar el socialismo". ¿Desde hace siglos no nos enseña la moral que es necesario dar a cada uno según sus méritos? Y me parece oír preguntar: ¿no quiere usted saborear un poco de paraíso?; y si es necesario renunciar al paraíso de los creyentes y de los teólogos, ¿no es necesario conservar un poco de apoteosis pagana en este mundo? ¡No nos desembaracemos de toda la moral de las compensaciones honestas; guardemos al menos un buen sillón o un palco de primera fila en el teatro de la vanidad!

He aquí por qué las revoluciones, necesarias e inevitables por tantas otras razones, son útiles y deseables desde este punto de vista también: a grandes golpes de escoba eliminan a los advenedizos, o al menos hacen el aire más respirablc, lo mismo que cuando las tormentas barren el polvo.

¿No dice usted, muy justamente, que toda la cuestión práctica del socialismo (y por práctica entiende, sin duda alguna, lo que se inspira en los antecedentes intelectuales de una conciencia iluminada por el saber teórico), se reduce y se resume a estos tres puntos?: 1°) ¿Ha adquirido el proletariado una conciencia clara de su existencia como clase indivisible?; 2°) ¿Tiene bastante fuerza para entrar en lucha contra las otras clases?; 3°) ¿Está en estado de derribar, con la organización capitalista, todo el sistema de la ideología tradicional?

Y bien, ¡esto es así!

Luego, el proletariado que llega a saber con claridad lo que puede, es decir, que comienza a saber querer lo que puede; ese proletariado, en suma, que se pone en buen camino para llegar a resolver (y me sirvo aquí de la jerga un poco hecha de los publicistas) la cuestión social, ese proletariado deberá proponerse eliminar, entre todas las otras formas de explotación del prójimo, también la vanagloria y la presunción y la singular suficiencia de aquellos que se incluyen a sí mismos en el libro de oro de los benefactores de la humanidad. Ese libro también debe ser arrojado al fuego, como tantos otros de la deuda pública.

Pero por el momento sería esto una obra tan vana como la de tratar hacer comprender a todos aquellos el principio elemental de la moral comunista: se debe esperar que el reconocimiento y la admiración nos sean concedidos espontáneamente por los otros, aunque muchos no querrán oír decir, en nombre de Baruch Spinoza, que la virtud halla su recompensa en sí misma. Esperando, pues, que en una sociedad mejor que la nuestra sólo sea objeto de la admiración de los hombres las cosas verdaderamente dignas — ¿qué diré?, por ejemplo: las líneas del Partenón, los cuadros de Rafael, los versos de Dante y de Goethe, y todo lo que la ciencia nos ofrece de útil, de cierto y de definitivamente adquirido — , no nos es posible por el momento rechazar aquellos que han tenido tiempo que perder y papel impreso para poner en circulación, pavoneándose en nombre de tantas y tantas cosas bellas — la humanidad, la justicia social, etc. — . Tampoco podemos rechazar, en nombre del socialismo, aquellos que ingresan a sus filas para ser inscriptos en la "orden del mérito" y en la "legión de honor" de la futura, pero no muy próxima, revolución proletaria. ¿Cómo es que todos esos no han presentido en el materialismo histórico la sátira a todas sus vanas arrogancias y a sus fútiles ambiciones, y cómo imaginarse que no hayan tenido horror a esa nueva especie de panteísmo, de donde ha desaparecido — y esto porque es ultraprosaico — hasta el santo nombre de Dios?

Es necesario tener en cuenta todavía una circunstancia grave. En todas partes de la Europa civilizada los talentos — verdaderos o falsos — tienen muchas posibilidades de ser ocupados en los servicios del Estado y en lo que puede ofrecerles de ventajoso y prominente la burguesía, cuya muerte no está tan cercana, como creen algunos amables fabricantes de extravagantes profecías. No es necesario asombrarse si Engels (página 4 del prefacio al tercer volumen de El Capital, observe bien, con fecha 4 de octubre de 1894), escribía: "Como en el siglo XVI, lo mismo en nuestra época tan agitada, no hay, en el dominio de los intereses públicos, puros teóricos más que del lado de la reacción". Estas palabras tan claras como graves bastan por sí solas para tapar la boca a los que gritan que toda inteligencia ha pasado a nuestro lado, y que la burguesía baja actualmente las armas. La verdad es, precisamente, lo contrario: en nuestras filas son muy raras las fuerzas intelectuales, bien que los verdaderos obreros, por una sospecha explicable, se levanten contra los "habladores" y los "letrados" del partido. No es necesario extrañarse si el materialismo histórico está aún en las fórmulas generales de sus primeros pasos. Y despreciando aquellos que no han hecho más que repetirlo o disfrazarlo, y a veces dado un tono burlesco, es necesario confesar que, en el conjunto de lo que ha sido escrito en serio y correcto sobre este particular, no hay aún una teoría que haya salido del estado de primera formación. Nadie osaría compararlo al darwinismo, que en poco menos de cuarenta años ha tenido un tal desarrollo intensivo y extensivo, que, por la cantidad de m.ateriales, por la multiplicidad de los agregados con otros estudios, por las diversas correcciones metódicas y por la interminable crítica que le ha sido hecha por partidarios y adversarios, tiene ya una historia gigantesca.

Todos aquellos que están fuera del socialismo tienen o han tenido interés en combatirlo, en desnaturalizarlo o al menos en ignorar esta nueva teoría, y los socialistas, por las razones ya expuestas y por otras muchas aún, no han podido dedicar el tiem.po, los cuidados y los estudios necesarios para que tal tendencia mental adquiera la amplitud de desenvolvimiento y la madurez de escuela, como la que alcanzan las disciplinas que, protegidas o al menos no combatidas por el mundo oficial, crecen y prosperan por la cooperación constante de numerosos colaboradores.

¿El diagnóstico del mal no es casi un consuelo? ¿No es así que proceden actualmente los médicos con sus enfermos, desde que se inspiran más, como ocurre ahora en su práctica terapéutica, en el criterio científico de los problemas de la vida ?

Por otra parte, de los diferentes resultados que pueda producir el materialismo histórico, algunos solamente podrán tener cierto grado de popularidad. Gracias a esta nueva orientación doctrinal se llegará a escribir libros de historia menos vagos que los que escriben los literatos que no están preparados para este arte más que con lo que les puede enseñar la filología y la erudición. Y, sin hablar de la conciencia que los hombres de acción del socialismo puedan formarse por el análisis profundo del terreno sobre el cual trabajan, no es dudoso que el materialismo histórico, directa o indirectamente, haya ejercido sobre muchos espíritus una gran influencia y que ejercerá con el tiempo una más grande todavía, siempre que se sujete a los estudios verdaderos de historia económica y a la interpretación pragmática de los móviles y de las razones íntimas y, por lo tanto, más ocultas, de una política determinada. Pero toda la doctrina en su esencia o en su conjunto, toda la doctrina, en fin, en tanto que filosofía (y me sirvo de esta palabra con mucha aprehensión, porque temo ser mal comprendido, aunque no hallaría otra que la reemplace; si escribiera en alemán diría de buen grado: Lebens und Weltanschauung, es decir, concepción general de la vida y del mundo) no me parece que pueda entrar en el programa de la educación popular. Para aprender esta filosofía es necesario, en verdad, un cierto esfuerzo, aún para los habituados a las dificultades del pensamiento, pues servirse de ella sin gran conocimiento puede exponer a los espíritus demasiado simples o demasiado inclinados a las conclusiones fáciles, a disparatar lindamente; y nosotros no queremos hacernos los promotores o cómplices de una nueva especie de charlatanería literaria.

 

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[1] En la edición italiana hay aquí una nota a un apéndice (página 157, 68) que reproduce, para la comodidad del lector italiano, el Prefacio de Sorel. Basta, en esta edición, remitir al lector a mis Ensayos, París. Giard y Bricre, 189 7, págs. 1-20. — (Nota de la ed. francesa).

 

 

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