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Karl Marx


LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA DE 1848 A 1850




II.
El 13 de junio de 1849


El 25 de febrero de 1848 había concedido a Francia la República, el 25 de junio le impuso la Revolución. Y desde Junio, revolución significaba: subversión de la sociedad burguesa, mientras que antes de Febrero había significado: subversión de la forma de gobierno.

El combate de Junio había sido dirigido por la fracción republicana de la burguesía. Con la victoria, necesariamente tenía que caer en sus manos el poder. El estado de sitio puso a sus pies, sin resistencia, al París agarrotado. Y en las provincias imperaba un estado de sitio moral, la arrogancia del triunfo, amenazadora y brutal, de los burgueses y el fanatismo de la propiedad desencadenado entre los campesinos. ¡Desde abajo no había, por tanto, nada que temer!

Al quebrarse la fuerza revolucionaria de los obreros se quebró también la influencia política de los republicanos demócratas, es decir, de los republicanos pequeñoburgueses, representados en la Comisión Ejecutiva por Ledru-Rollin, en la Asamblea Nacional Constituyente por el partido de la Montaña y en la prensa por "La Réforme". Conjuntamente con los republicanos burgueses habían conspirado contra el proletariado el 16 de abril [45], y conjuntamente con ellos habían luchado contra el proletariado en las jornadas de Junio. De este modo, destruyeron ellos mismos el fondo sobre el que su partido se destacaba como una potencia, pues la pequeña burguesía sólo puede afirmar una posición revolucionaria contra la burguesía mientras tiene detrás de sí al proletariado. Se les dio el pasaporte. La alianza aparente que, de mala gana y con segunda intención, se había pactado con ellos durante la época del Gobierno provisional y de la Comisión Ejecutiva fue rota abiertamente por los republicanos burgueses. Despreciados y rechazados como aliados, descendieron al papel de satélites de los tricolores, a los que no podían arrancar ninguna concesión y cuya dominación tenían necesariamente que apoyar cuantas veces ésta, y con ella la república, parecían peligrar ante los ataques de las fracciones antirrepublicanos de la burguesía. Finalmente, estas fracciones —los orleanistas y los legitimistas— se hallaban desde un principio en minoría en la Asamblea Nacional Constituyente. Antes de las jornadas de Junio, no se atrevían a manifestarse más que bajo la careta del republicanismo burgués. La victoria de Junio hizo que toda la Francia burguesa saludase por un momento en Cavaignac a su redentor, y cuando, poco después de las jornadas de Junio, el partido antirrepublicano volvió a cobrar su personalidad independiente, la dictadura militar y el estado de sitio en París sólo le permitieron extender los tentáculos con mucha timidez y gran cautela.

Desde 1830, la fracción republicano-burguesa se agrupaba, con sus escritores, sus tribunos, sus talentos, sus ambiciosos, sus diputados, generales, banqueros y abogados, en torno a un periódico de París, en torno al "National". En provincias, este diario tenía sus periódicos filiales. La pandilla del "National" era la dinastía de la república tricolor. Se adueñó inmediatamente de todos los puestos dirigentes del Estado, de los ministerios, de la prefectura de policía, de la dirección de correos, de los cargos de prefecto, de los altos puestos de mando del ejército que habían quedado vacantes. Al frente del poder ejecutivo estaba Cavaignac, su general; su redactor-jefe, Marrast, asumió con carácter permanente la presidencia de la Asamblea Nacional Constituyente. Al mismo tiempo, hacía en sus recepciones, como maestro de ceremonias, los honores en nombre de la república honesta.

Hasta los escritores franceses revolucionarios corroboraron, por una especie de temor reverente ante la tradición republicana, el error de la idea de que los monárquicos dominaban en la Asamblea Nacional Constituyente. Por el contrario, desde las jornadas de Junio, la Asamblea Constituyente, que siguió siendo la representante exclusiva del republicanismo burgués, destacaba tanto más decididamente este aspecto suyo cuanto más se desmoronaba la influencia de los republicanos tricolores fuera de la Asamblea. Si se trataba de afirmar la forma de la república burguesa, disponía de los votos de los republicanos demócratas; si se trataba del contenido, ya ni el lenguaje la separaba de las fracciones burguesas monárquicas, pues los intereses de la burguesía, las condiciones materiales de su dominación de clase y de su explotación de clase, son los que forman precisamente el contenido de la república burguesa.

No fue, pues, el monarquismo, sino el republicanismo burgués el que se realizó en la vida y en los hechos de esta Asamblea Constituyente, que a la postre no se murió ni la mataron, sino que acabó pudriéndose.

Durante todo el tiempo de su dominación, mientras en el proscenio se representaba para el respetable público la función solemne [Haupt—und Staatsaktion], al fondo de la escena tenían lugar inmolaciones ininterrumpidas: las continuas condenas en Tribunal de guerra de los insurrectos de Junio cogidos prisioneros o su deportación sin formación de causa. La Asamblea Constituyente tuvo el tacto de confesar que, en los insurrectos de Junio, no juzgaba a criminales, sino que aplastaba a enemigos.

El primer acto de la Asamblea Nacional Constituyente fue el nombramiento de una Comisión investigadora sobre los sucesos de Junio y del 15 de mayo y sobre la participación en estas jornadas de los jefes de los partidos socialista y demócrata. Esta investigación apuntaba directamente contra Luis Blanc, Ledru-Rollin y Caussidière. Los republicanos burgueses ardían en impaciencia por deshacerse de estos rivales. Y no podían encomendar la ejecución de su odio a sujeto más adecuado que el señor Odilon Barrot, antiguo jefe de la oposición dinástica, el liberalismo personificado, la nullité grave [*], la superficialidad profunda, que no tenía que vengar solamente a una dinastía, sino incluso pedir cuentas a los revolucionarios por haberle frustrado una presidencia del Consejo de Ministros: garantía segura de que sería inexorable. Se nombró, pues, a este Barrot presidente de la Comisión investigadora, y montó contra la revolución de Febrero un proceso completo, que puede resumirse así: 17 de marzo, manifestación; 16 de abril, complot; 15 de mayo, atentado; 23 de junio, ¡guerra civil! ¿Por qué no hizo extensivas sus investigaciones eruditas y criminalistas al 24 de Febrero? El "Journal des Débats" [46] contestó: el 24 de febrero es la fundación de Roma. Los orígenes de los Estados se pierden en un mito, en el que hay que creer, pero que no se puede discutir. Luis Blanc y Caussidière fueron entregados a los tribunales. La Asamblea Nacional completó la obra de autodeporación, comenzada el 15 de mayo.

El plan de crear un impuesto sobre el capital —en forma de un impuesto sobre las hipotecas—, plan concebido por el Gobierno provisional y recogido por Goudchaux, fue rechazado por la Asamblea Constituyente; la ley que limitaba la jornada de trabajo a diez horas, fue derogada; la prisión por deudas, restablecida; los analfabetos, que constituían la gran parte de la población francesa, fueron incapacitados para el Jurado. ¿Por qué no también para el sufragio? Volvió a implantarse la fianza para los periódicos y se restringió el derecho de asociación.

Pero, en su prisa por restituir al viejo régimen burgués sus antiguas garantías y por borrar todas las huellas que habían dejado las olas de la revolución, los republicanos burgueses chocaron con una resistencia que les amenazó con un peligro inesperado.

Nadie había luchado más fanáticamente en las jornadas de Junio por la salvación de la propiedad y el restablecimiento del crédito que los pequeños burgueses de París: los dueños de cafés, los propietarios de restaurantes, los marchands de vin [*], los pequeños comerciantes, los tenderos, los artesanos, etc. La tienda se puso en pie y marchó contra la barricada, para restablecer la circulación, que lleva al público de la calle a la tienda. Pero del otro lado de la barricada estaban los clientes y los deudores; del lado de acá, los acreedores del tendero. Y cuando después de deshechas las barricadas y de aplastados los obreros, los dueños de las tiendas retornaron a éstas, ebrios de victoria, se encontraron en la puerta, a guisa de barricada, a un salvador de la propiedad, a un agente oficial del crédito, que les alargaba unos papeles amenazadores: ¡Las letras vencidas! ¡Las rentas vencidas! ¡Los préstamos vencidos! ¡¡Vencidos también la tienda y el tendero!!

¡Salvación de la propiedad! Pero la casa que habitaban no era propiedad de ellos; la tienda que guardaban no era propiedad de ellos; las mercancías en que negociaban no eran propiedad de ellos. Ni el negocio, ni el plato en que comían, ni la cama en que dormían eran ya suyos. Frente a ellos precisamente era frente a quienes había que salvar esta propiedad para el casero que les alquilaba la casa, para el banquero que les descontaba las letras, para el capitalista que les anticipaba el dinero, para el fabricante que confiaba las mercancías a estos tenderos para que se las vendiesen, para el comerciante al por mayor que daba a crédito a estos artesanos las materias primas. ¡Restablecimiento del crédito! Pero el crédito, nuevamente consolidado, se comportaba como un dios viviente y celoso, arrojando de entre sus cuatro paredes, con mujer e hijos, al deudor insolvente, entregando sus ilusorios bienes al capital y arrojándole a él a aquella cárcel de deudores, que había vuelto a levantarse, amenazadora, sobre los cadáveres de los insurrectos de Junio.

Los pequeños burgueses se dieron cuenta, con espanto, de que, al aplastar a los obreros, se habían puesto mansamente en manos de sus acreedores. Su bancarrota, que pasaba desapercibida, aunque desde Febrero venía arrastrándose como una enfermedad crónica, después de Junio se declaró abiertamente.

No se había tocado a su propiedad nominal mientras se trataba de empujarlos a ellos al campo de batalla en nombre de la propiedad. Ahora, cuando ya el gran pleito con el proletariado estaba ventilado, podía ventilarse también el pequeño pleito con el tendero. En París, la masa de los efectos protestados pasaba de 21 millones de francos y en provincias de 11 millones. Los dueños de más de 7.000 negocios de París no habían pagado sus alquileres desde febrero.

Si la Asamblea Nacional había abierto una investigación sobre el delito político a partir de febrero, los pequeños burgueses, por su parte, exigieron ahora que se abriese también una investigación sobre las deudas civiles hasta el 24 de febrero. Se reunieron en masa en el vestíbulo de la Bolsa y exigieron, en términos amenazadores, que a todo comerciante que pudiese probar que sólo había dado en quiebra a causa de la paralización de los negocios originada por la revolución y que el 24 de febrero su negocio marchaba bien, se le prorrogase el término de vencimiento por fallo del Tribunal comercial y se obligase al acreedor a retirar la demanda por un tanto por ciento prudencial. Presentado como propuesta de ley, la Asamblea Nacional trató el asunto bajo la forma de concordats à l'amiable [*]. La Asamblea estaba vacilante; pero de pronto supo que, al mismo tiempo en la Puerta de Saint Denis miles de mujeres y niños de los insurrectos preparaban una petición de amnistía.

Ante el espectro redivivo de Junio, los pequeños burgueses se echaron a temblar y la Asamblea volvió a sentirse inexorable. Los concordats à l'amieble, los convenios amistosos entre acreedores y deudores, fueron rechazados en sus puntos más esenciales.

Y así, cuando ya hacía tiempo que los representantes demócratas de los pequeños burgueses habían sido rechazados en la Asamblea Nacional por los representantes republicanos de la burguesía, esta ruptura parlamentaria cobró un sentido burgués, real, económico, al ser entregados los pequeños burgueses, como deudores, a merced de los burgueses, como acreedores. Una gran parte de los primeros quedó arruinada y al resto sólo le fue dado continuar el negocio bajo condiciones que le convertían en un siervo incondicional del capital. El 22 de agosto de 1848, la Asamblea Nacional rechazó los concordats à l'amiable; el 19 de septiembre de 1848, en pleno estado de sitio, fueron elegidos representantes de París el príncipe Luis Bonaparte y el comunista Raspail, preso en Vincennes, a la vez que la burguesía elegía al usurero Fould, banquero y orleanista. Y así, de todas partes al mismo tiempo, surgía una declaración abierta de guerra contra la Asamblea Nacional Constituyente, contra el republicanismo burgués contra Cavaignac.

Sin largas explicaciones se comprende que la bancarrota en masa de los pequeños burgueses de París tenía que repercutir mucho más allá de los directamente afectados y desquiciar una vez más el tráfico burgués, al mismo tiempo que volvía a crecer el déficit del Estado con las costas de la insurrección de Junio y disminuían sin cesar los ingresos públicos con la producción paralizada, el consumo restringido y la importación reducida. Cavaignac y la Asamblea Nacional no podían acudir a más medio que el de un nuevo empréstito, que les habría de someter todavía más al yugo de la aristocracia financiera.

Si los pequeños burgueses habían cosechado, como fruto de la victoria de Junio, la bancarrota y la liquidación judicial, los genízaros [47] de Cavaignac, los guardias móviles, encontraron su recompensa en los dulces brazos de las prostitutas elegantes y recibieron, ellos, «los jóvenes salvadores de la sociedad», aclamaciones de todo género en los salones de Marrast, el gentilhombre de los tricolores, que hacía a la vez de anfitrión y de trovador de la república honesta. Al mismo tiempo, estas preferencias sociales y el sueldo incomparablemente más elevado de los guardias móviles irritaban al ejército, a la par que desaparecían todas las ilusiooes nacionales con que el republicanismo burgués, por medio de su periódico, el "National", había sabido captarse, bajo Luis Felipe, a una parte del ejército y de la clase campesina. El papel de mediadores que Cavaignac y la Asamblea Nacional desempeñaron en el Norte de Italia, para traicionarlo a favor de Austria de acuerdo con Inglaterra, anuló en un sólo día de poder dieciocho años de oposición del "National". Ningún Gobierno había sido tan poco nacional como el del "National"; ninguno más sumiso a Inglaterra, y eso que bajo Luis Felipe el National vivía de parafrasear a diario las palabras catonianas Carthaginem esse delendam [*], ninguno más servil para con la Santa Alianza, y eso que había exigido de un Guizot que desgarrase los tratados de Viena. La ironía de la historia hizo de Bastide, ex redactor de asuntos extranjeros del "National", ministro de Negocios Extranjeros de Francia, para que pudiera desmentir cada uno de sus artículos con cada uno de sus despachos.

Durante un momento, el ejército y la clase campesina creyeron que con la dictadura militar se ponía en el orden del día, en Francia, la guerra en el exterior y la «gloria». Pero Cavaignac no era la dictadura del sable sobre la sociedad burguesa; era la dictadura de la burguesía por medio del sable. Y lo único que por ahora necesitaban del soldado era el gendarme. Cavaignac escondía, detrás de los rasgos severos de una austeridad propia de un republicano de la antigüedad, la vulgar sumisión a las condiciones humillantes de su cargo burgués. L'argent n'a pas de maître! ¡El dinero no tiene amo! Cavaignac, como la Asamblea Constituyente en general, idealizaron este viejo lema del tiers état , traduciéndolo al lenguaje político: la burguesía no tiene rey; la verdadera forma de su dominación es la república.

Y la «gran obra orgánica» de la Asamblea Nacional Constituyente consistía en elaborar esta forma, en fabricar una Constitución republicana. El desbautizar el calendario cristiano para bautizarlo de republicano, el trocar San Bartolomé en San Robespierre, no hizo cambiar el viento ni el tiempo más de lo que esta Constitución modificó o debía modificar la sociedad burguesa. Allí donde hacía algo más que cambiar el traje, se limitaba a levantar acta de los hechos existentes. Así, registró solemnemente el hecho de la República, el hecho del sufragio universal, el hecho de una Asamblea Nacional única y soberana en lugar de las dos Cámaras constitucionales con facultades limitadas. Registró y legalizó el hecho de la dictadura de Cavaignac, sustituyendo la monarquía hereditaria, estacionaria e irresponsable, por una monarquía electiva, pasajera y responsable, por una magistratura presidencial reelegible cada cuatro años. Y elevó asimismo a precepto constitucional el hecho de los poderes extraordinarios con que la Asamblea Nacional, después de los horrores del 15 de mayo y del 25 de junio, había investido previsoramente a su presidente, en interés de la propia seguridad. El resto de la Constitución fue una cuestión de terminología. Se arrancaron las etiquetas monárquicas del mecanismo de la vieja monarquía, y en su lugar se pegaron otras republicanas. Marrast, antiguo redactor-jefe del "National", ahora redactor-jefe de la Constitución, cumplió, no sin talento, este cometido académico.

La Asamblea Constituyente se parecía a aquel funcionario chileno que se empeñaba en fijar con ayuda de una medición catastral los límites de la propiedad territorial en el preciso instante en que los ruidos subterráneos habían anunciado ya la erupción volcánica que había de hacer saltar el suelo bajo sus mismos pies. Mientras en teoría la Asamblea trazaba con compás las formas en que había de expresarse republicanamente la dominación de la burguesía, en la práctica sólo se imponía por la negación de todas las fórmulas, por la violencia sans phrase , por el estado de sitio. Dos días antes de comenzar su labor constitucional, proclamó la prórroga de éste. Antes, las constituciones se hacían y se aprobaban tan pronto como el proceso de revolución social llegaba a un punto de quietud, las relaciones de clase recién formadas se consolidaban y las fracciones en pugna de la clase dominante se acogían a un arreglo que les permitía proseguir la lucha entre sí y al mismo tiempo excluir de ella a la masa agotada del pueblo. En cambio, esta Constitución no sancionaba ninguna revolución social, sancionaba la victoria momentánea de la vieja sociedad sobre la revolución.

En el primer proyecto de Constitución [48], redactado antes de las jornadas de Junio, figuraba todavía el «droit au travail», el derecho al trabajo, esta primera fórmula, torpemente enunciada, en que se resumen las reivindicaciones revolucionarias del proletariado. Ahora se convertía en el droit à l'assistance, en el derecho a la asistencia pública, y ¿qué Estado moderno no alimenta, en una forma u otra, a sus pobres? El derecho al trabajo es, en el sentido burgués, un contrasentido, un mezquino deseo piadoso, pero detrás del derecho al trabajo está el poder sobre el capital, y detrás del poder sobre el capital la apropiación de los medios de producción, su sumisión a la clase obrera asociada, y, por consiguiente, la abolición tanto del trabajo asalariado como del capital y de sus relaciones mutuas. Detrás del «derecho al trabajo» estaba la insurrección de Junio. La Asamblea Constituyente, que de hecho había colocado al proletariado revolucionario hors la loi, fuera de la ley, tenía, por principio, que excluir esta fórmula suya de la Constitución, ley de las leyes; tenía que poner su anatema sobre el «derecho al trabajo». Pero no se detuvo aquí. Lo que Platón hizo en su República con los pactas lo hizo ella en la suya con el impuesto progresivo: desterrarlo para toda la eternidad. Y el impuesto progresivo no sólo era una medida burguesa aplicable en mayor o menor escala dentro de las relaciones de producción existentes; era, además, el único medio de captar para la república «honesta» a las capas medias de la sociedad burguesa, de reducir la deuda pública, de tener en jaque a la mayoría antirrepublicana de la burguesía.

Con ocasión de los concordats à l'amiable, los republicanos tricolores sacrificaban efectivamente la pequeña burguesía a la grande. Y este hecho aislado lo elevaron a principio, prohibiendo por vía legislativa el impuesto progresivo. Dieron a la reforma burguesa el mismo trato que a la revolución proletaria. Pero, ¿qué clase quedaba entonces como puntal de su república? La gran burguesía. Y la masa de ésta era antirrepublicano. Si explotaba a los republicanos del "National" para volver a consolidar las viejas relaciones en la vida económica, de otra parte abrigaba el designio de explotar este régimen social nuevamente fortalecido para restaurar las formas políticas con él congruentes. Ya a principios de octubre Cavaignac viese obligado, no obstante los gruñidos y el alboroto de los puritanos sin seso de su propio partido, a nombrar ministros de la República a Dufaure y Vivien, antiguos ministros de Luis Felipe.

Mientras rechazaba toda transacción con la pequeña burguesía y no sabía captar para la nueva forma de gobierno a ningún elemento nuevo de la sociedad, la Constitución tricolor se apresuró, en cambio, a devolver la intangibilidad tradicional a un cuerpo en el que el viejo Estado tenía sus defensores más rabiosos y fanáticos. Elevó a ley constitucional la inamovilidad de los jueces, puesta en tela de juicio por el Gobierno provisional. El rey que ella había destronado, que era uno solo, renacía por centenares en estos inamovibles inquisidores de la legalidad.

La prensa francesa ha analizado en sus muchos aspectos las contradicciones de la Constitución del señor Marrast; por ejemplo, la coexistencia de dos soberanos: la Asamblea Nacional y el presidente, etc., etc.

Pero la contradicción de más envergadura de esta Constitución consiste en lo siguiente: mediante el sufragio universal, otorga la posesión del poder político a las clases cuya esclavitud social debe eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeños burgueses. Y a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder. Encierra su dominación política en el marco de unas condiciones democráticas que en todo momento son un factor para la victoria de las clases enemigas y ponen en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa. Exige de los unos que no avancen, pasando de la emancipación política a la social; y de los otros que no retrocedan, pasando de la restauración social a la política

Estas contradicciones tenían sin cuidado a los republicanos burgueses. A medida que dejaban de ser indispensables —y sólo fueron indispensables como campeones de la vieja sociedad contra el proletariado revolucionario—, se iban hundiendo y, a las pocas semanas de su victoria, pasaban del nivel de un partido al nivel de una pandilla. Manejaban la Constitución como una gran intriga. Lo que en ella había de constituirse era, ante todo, la dominación de la pandilla. El presidente había de seguir siendo Cavaignac, y la Asamblea Legislativa la Constituyente prorrogada. Confiaban en lograr reducir a una ficción el poder político de las masas del pueblo y en saber manejar lo bastante esta ficción para amenazar constantemente a la mayoría de la burguesía con el dilema de las jornadas de Junio: o el reino del «National» o el reino de la anarquía.

La obra constitucional, comenzada el 4 de septiembre, se terminó el 23 de octubre. El 2 de septiembre, la Constituyente acordó no disolverse hasta no haber promulgado las leyes orgánicas complementarias de la Constitución. No obstante, se decidió a dar vida, ya el 10 de diciembre, a su criatura más entrañable, al presidente, mucho antes de que estuviese cerrado el ciclo de su propia actuación. Tan segura estaba de poder saludar en el homúnculo [*] de la Constitución al hijo de su madre. Por precaución, se dispuso que, si ninguno de los candidatos reunía dos millones de votos, la elección pasaría de la nación a la Constituyente.

¡Inútil precaución! El primer día en que se puso en práctica la Constitución fue el último día de la dominación de la Constituyente. En el fondo de la urna electoral estaba su sentencia de muerte. Buscaba al «hijo de su madre» y se encontró con el «sobrino de su tío». El Saúl Cavaignac consiguió un millón de votos, pero el David Napoleón obtuvo seis millones. Seis veces fue derrotado el Saúl Cavaignac [49].

El 10 de diciembre de 1848 fue el día de la insurrección de los campesinos. Hasta este día no empezó Febrero para los campesinos franceses. El símbolo que expresa su entrada en el movimiento revolucionario, torpe y astuto, pícaro y cándido, majadero y sublime, de superetición calculada, de burla patética, de anacronismo genial y necio, bufonada histórico-universal, jeroglífico indescifrable para la inteligencia de hombres civilizados, este símbolo ostentaba inequívocamente la fisonomía de la clase que representaba la barbarie dentro de la civilización. La república se había presentado ante esta clase con el recaudador de impuestos; ella se presentó ante la república con el emperador. Napoleón había sido el único hombre que había representado íntegramente los intereses y la fantasía de la clase campesina, recién creada en 1789. Al inscribir su nombre en el frontispicio de la república, el campesinado declaró la guerra exterior e hizo valer en el interior sus intereses de clase. Para los campesinos, Napoleón no era una persona, sino un programa. Con música y banderas, fueron a las urnas al grito de: Plus d'impôts, à bas les riches, à bas la république, vive l'Empeureur! ¡Basta de impuestos, abajo los ricos, abajo la república, viva el emperador! Detrás del emperador se escondía la guerra de los campesinos. La república que derribaban con sus votos era la república de los ricos.

El 10 de diciembre fue el coup d'état [*]* de los campesinos, que derribó el Gobierno existente. Y desde este día, en que quitaron a Francia un gobierno y le dieron otro, sus miradas se clavaron en París. Personajes activos del drama revolucionario por un momento, no se les podía volver a reducir al papel pasivo y sumiso del coro.

Las demás clases contribuyeron a completar la victoria electoral de los campesinos. Para el proletariado, la elección de Napoleón era la destitución de Cavaignac, el derrocamiento de la Constituyente, la abdicación del republicanismo burgués, la cancelación de la victoria de Junio. Para la pequeña burguesía, Napoleón era la dominación del deudor sobre el acreedor. Para la mayoría de la gran burguesía, la elección de Napoleón era la ruptura abierta con la fracción de la que habían tenido que servirse un momento contra la revolución, pero que se hizo insoportable tan pronto como quiso consolidar sus posiciones del momento como posiciones constitucionales. Napoleón en el lugar de Cavaignac era, para ella, la monarquía en lugar de la república, el comienzo de la Restauración monárquica, el Orleáns tímidamente insinuado, la flor de lis [50] escondida entre violetas. Finalmente, el ejército, al votar a Napoleón, votaba contra la Guardia Móvil, contra el idilio de la paz, por la guerra.

Y así vino a resultar, como dijo la "Neue Rheinische Zeitung", que el hombre más simple de Francia adquirió la significación más compleja [51]. Precisamente porque no era nada, podía significarlo todo, menos a sí mismo. Sin embargo, por muy distinto que pudiese ser el sentido que el nombre de Napoleón llevaba aparejado en boca de las diversas clases, todos escribían con este nombre en su papeleta electoral: ¡Abajo el partido del "National", abajo Cavaignac, abajo la Constituyente, abajo la república burguesa! El ministro Dufaure lo declaró públicamente en la Asamblea Constituyente: el 10 de diciembre es un segundo 24 de febrero.

La pequeña burguesía y el proletariado habían votado en bloc [*] en pro de Napoleón para votar en contra de Cavaignac y para quitar a la Constituyente, con la unidad de sus votos, la posibilidad de una decisión definitiva. Sin embargo, la parte más avanzada de ambas clases presentó candidatos propios. Napoleón era el nombre común de todos los partidos coligados contra la república burguesa; Ledru-Rollin y Raspail, los nombres propios: aquél, el de la pequeña burguesía democrática; éste, el del proletariado revolucionario. Los votos emitidos a favor de Raspail —los proletarios y sus portavoces socialistas lo declararon a los cuatro vientos— sólo perseguían fines demostrativos: eran otras tantas protestas contra toda magistratura presidencial, es decir, contra la misma Constitución, y otros tantos votos emitidos contra Ledru-Rollin. Fue el primer acto con que el proletariado se desprendió, como partido político independiente, del partido demócrata. En cambio, este partido —la pequeña burguesía democrática y su representante parlamentario, la Montaña— tomaba la candidatura de Ledru-Rollin con toda la solemne seriedad con que acostumbraba a engañarse a sí mismo. Fue éste, por lo demás, su último intento de actuar frente al proletariado como un partido independiente. El 10 de diciembre no salió derrotado solamente el partido burgués republicano; salieron derrotados también la pequeña burguesía democrática y su Montaña.

Ahora, Francia tenía una Montaña al lado de un Napoleón, prueba de que ambos no eran más que caricaturas sin vida de las grandes realidades cuyos nombres ostentaban. Luis Napoleón, con su sombrero imperial y su águila, no parodiaba más lamentablemente al viejo Napoleón que la Montaña a la vieja Montaña con sus frases copiadas de 1793 y sus posturas demagógicas. De este modo, la fe supersticiosa en la tradición de 1793 fue abandonada al mismo tiempo que la fe supersticiosa tradicional en Napoleón. La revolución no llegó a ser revolución hasta que no se ganó su nombre propio y original, y esto sólo estuvo a su alcance desde el momento en que se destacó en primer plano, dominante, la clase revolucionaria moderna, el proletariado industrial. Puede decirse que el 10 de diciembre dejó atónita a la Montaña y la hizo dudar de su propia salud mental, porque, con una burda farsa aldeana rompía, riéndose, la analogía clásica con la vieja revolución.

El 20 de diciembre, Cavaignac abandonó su cargo y la Asamblea Constituyente proclamó a Luis Napoleón presidente de la República. El 19 de diciembre, último día de su autocracia, la Asamblea rechazó la propuesta de amnistía para los insurrectos de Junio. Revocar el decreto del 27 de junio, por el que, esquivando la sentencia judicial, se había condenado a deportación a 15.000 insurrectos, ¿no hubiera equivalido a desautorizar la misma matanza de Junio?

Odilon Barrot, el último ministro de Luis Felipe, fue el primer ministro de Luis Napoleón. Y del mismo modo que Luis Napoleón no fechaba su mandato el 10 de diciembre, sino en la fecha de un senadoconsulto de 1804 [*], encontró un presidente del Consejo de Ministros que no consideraba el 20 de diciembre como fecha del comienzo de su ministerio, sino que lo remontaba a la promulgación de un real decreto del 24 de febrero. Como legítimo heredero de Luis Felipe, Luis Napoleón amortiguó el cambio de Gobierno, conservando el viejo ministerio que, por lo demás, no había tenido tiempo de desgastarse, por la sencilla razón de que no había tenido tiempo de empezar a vivir.

Los jefes de las fracciones burguesas monárquicas le aconsejaron tomar este partido. El caudillo de la vieja oposición dinástica, que había formado inconscientemente la transición a los republicanos del "National", era todavía más adecuado para formar con plena conciencia, la transición de la república burguesa a la monarquía.

Odilon Barrot era el jefe del único viejo partido de oposición que, luchando siempre en vano por la cartera ministerial, no se había desacreditado todavía. La revolución había ido alzando al Poder, en veloz sucesión, a todos los viejos partidos de la oposición para que se viesen obligados a renegar de sus viejas frases y a revocarlas, no con sus hechos, sino incluso con la misma frase. Y, por último, reunidos en repulsivo montón, fueron arrojados todos juntos por el pueblo al basurero de la historia. Este Barrot, encarnación del liberalismo burgués, que se había pasado dieciocho años ocultando la miserable vaciedad de su espíritu tras el empaque grave de su cuerpo, no escatimó ninguna apostasía. Y si en algunos momentos el contraste demasiado estridente entre los cardos de hoy y los laureles de ayer a él mismo le aterraba, una mirada al espejo le bastaba para recobrar el aplomo ministerial y la admiración humana por sí mismo. En el espejo resplandecía la figura de Guizot, a quien siempre había envidiado y que siempre le había tratado como a un escolar; Guizot en persona, pero un Guizot con la frente olímpica de Odilon. Lo que no veía eran las orejas de Midas.

El Barrot del 24 de febrero sólo se reveló en el Barrot del 20 de diciembre. A él, orleanista y volteriano, fue a juntarse, como ministro de Cultos, el legitimista y jesuita Falloux.

Pocos días después, el ministerio del Interior fue entregado a Léon Faucher, el malthusiano. ¡El derecho, la religión, la Economía política! El ministerio Barrot contenía todo esto, y además, una fusión de legitimistas y orleanistas. Sólo faltaba el bonapartista. Bonaparte ocultaba todavía su apetito de representar a Napoleón, pues Soulouque no representaba todavía el papel de Toussaint Louverture [52].

El Partido del "National" fue apeado inmediatamente de todos los altos puestos en que había anidado. La prefectura de policía, la dirección de correos, el cargo de fiscal general, la alcaldía de París: a todos estos sitios se llevó a viejas criaturas de la monarquía. Changarnier, el legitimista, obtuvo el alto mando unificado de la Guardia Nacional del departamento del Sena, de la Guardia Móvil y de las tropas de línea de la primera división militar; Bugeaud, el orleanista, fue nombrado general en jefe del ejército de los Alpes. Y este cambio de funcionarios continuó ininterrumpidamente bajo el gobierno de Barrot. El primer acto de su ministerio fue restaurar la vieja administración monárquica. En un abrir y cerrar de ojos se transformó la escena oficial: el decorado, los trajes, el lenguaje, los actores, los figurantes, los comparsas, los apuntadores, la posición de los partidos, el móvil, el contenido del conflicto dramático, la situación entera. Sólo la Asamblea Constituyente antediluviana seguía aún en su puesto. Pero, a partir del momento en que la Asamblea Nacional instaló a Bonaparte, Bonaparte a Barrot y Barrot a Changarnier, Francia salió del período de constitución de la república y entró en el período de la república constituida. Y, en la república constituida, ¿qué pintaba una Asamblea Constituyente? Después de creada la tierra, a su creador ya no le quedaba más que huir al cielo. Pero la Asamblea Constituyente estaba resuelta a no seguir su ejemplo; la Asamblea Nacional era el último refugio del partido de los republicanos burgueses. Aunque les hubiesen arrebatado todos los asideros del poder ejecutivo, ¿no le quedaba la omnipotencia constituyente? Su primer pensamiento fue conservar a cualquier precio el puesto soberano que tenía en sus manos y desde aquí reconquistar el terreno perdido. No había más que substituir el ministerio Barrot por un ministerio del "National", y el personal monárquico tendría que evacuar inmediatamente los palacios de la administración, para que volviese a entrar en ellos, triunfante, el personal tricolor. La Asamblea Nacional decidió la caída del ministerio, y el propio ministerio le brindó una ocasión de ataque como no habría podido encontrarla la misma Constituyente.

Recuérdese que Luis Bonaparte significaba para los campesinos: ¡No más impuestos! Llevaba seis días sentado en el sillón presidencial, y al séptimo día, el 27 de diciembre, su ministerio propuso la conservación del impuesto sobre la sal, cuya abolición había decretado el Gobierno provisional. El impuesto sobre la sal comparte con el impuesto sobre el vino el privilegio de ser el chivo expiatorio del viejo sistema financiero francés, sobre todo a los ojos de la población campesina. El ministerio Barrot no podía poner en labios del elegido de los campesinos ningún epigrama más mordaz contra sus electores que las palabras: ¡Restablecimiento del impuesto sobre la sal! Con el impuesto sobre la sal Bonaparte perdió su sal revolucionaria; el Napoleón de la insurrección campesina se deshizo como un jirón de niebla y sólo dejó tras de sí la gran incógnita de la intriga burguesa monárquica. Y por algo el ministerio Barrot hizo de este acto desilusionante, burdo y torpe, el primer acto de gobierno del presidente.

Por su parte, la Constituyente se agarró con ansia a la doble ocasión que se le ofrecía para derribar al ministerio y presentarse, frente al elegido de los campesinos, como defensora de los intereses de éstos. Rechazó el proyecto del ministro de Hacienda, redujo el impuesto sobre la sal a la tercera parte de su cuantía anterior, aumentó así en 60 millones los 560 de déficit del Estado y, después de este voto de censura, se sentó a esperar tranquilamente la dimisión del ministerio. Esto demuestra cuán mal comprendía el mundo nuevo que la rodeaba y el cambio operado en su propia situación. Detrás del ministerio estaba el presidente, y detrás del presidente estaban 6 millones de electores, que habían depositado en las urnas otros tantos votos de censura contra la Constituyente. Esta devolvió a la nación su voto de censura. ¡Ridículo intercambio! Olvidaba que sus votos habían perdido su curso forzoso. Al rechazar el impuesto sobre la sal, no hizo más que madurar en Bonaparte y en su ministerio la decisión de «acabar» con la Asamblea Constituyente. Y comenzó aquel largo duelo que llenó toda la última mitad de la vida de la Constituyente. El 29 de enero, el 21 de marzo y el 8 de mayo fueron las grandes jornadas de esta crisis, otras tantas precursoras del 13 de junio.

Los franceses, por ejemplo Luis Blanc, han interpretado el 29 de enero como la manifestación de una contradicción constitucional, de la contradicción entre una Asamblea Nacional soberana e indisoluble, nacida del sufragio universal, y un presidente que, según la letra de la ley, es responsable ante ella, pero que, en realidad, no sólo ha sido consagrado por el sufragio universal y ha reunido en su persona todos los votos que se desperdigan entre cientos de miembros de la Asamblea Nacional, sino que además está en plena posesión de todo el poder ejecutivo, sobre el que la Asamblea Nacional sólo flota como un poder moral. Esta interpretación del 29 de enero confunde el lenguaje de la lucha en la tribuna, en la prensa y en los clubs, con su verdadero contenido. Luis Bonaparte, frente a la Asamblea Constituyente, no era un poder constitucional unilateral frente a otro, no era el poder ejecutivo frente al legislativo; era la propia república burguesa ya constituida frente a los instrumentos de su constitución, frente a las intrigas ambiciosas y a las reivindicaciones ideológicas de la fracción burguesa revolucionaria que la había fundado y que veía con asombro que su república, una vez constituida, se parecía mucho a una monarquía restaurada. Y ahora esta fracción quería prolongar por la fuerza el período constituyente, con sus condiciones, sus ilusiones, su lenguaje y sus personas, e impedir a la república burguesa ya madura revelarse en su forma acabada y peculiar. Y del mismo modo que la Asamblea Nacional Constituyente representaba al Cavaignac vuelto a su seno, Bonaparte representaba a la Asamblea Nacional legislativa todavía no divorciada de él, es decir, a la Asamblea Nacional de la república burguesa constituida.

El significado de la elección de Bonaparte sólo podía ponerse de manifiesto cuando se sustituyera este nombre único por sus múltiples significados, cuando se repitiera la votación en la elección de la nueva Asamblea Nacional. El 10 de diciembre había cancelado el mandato de la antigua. Por tanto, los que se enfrentaban el 29 de enero no eran el presidente y la Asamblea Nacional de la misma república; eran la Asamblea Nacional de la república en período de constitución y el presidente de la república ya constituida, dos poderes que encarnaban períodos completamente distintos del proceso de vida de la república; eran, de un lado, la pequeña fracción republicana de la burguesía, única capaz para proclamar la república, disputársela al proletariado revolucionario por medio de la lucha en la calle y del régimen del terror y estampar en la Constitución los rasgos fundamentales de su ideal; y de otro, toda la masa monárquica de la burguesía, única capaz para dominar en esta república burguesa constituida, despojar a la Constitución de sus aditamentos ideológicos y hacer efectivas, por medio de su legislación y de su administración, las condiciones inexcusables para el sojuzgamiento del proletariado.

La tormenta que descargó el 29 de enero se había ido formando durante todo el mes. La Constituyente había querido, con su voto de censura, empujar al ministerio Barrot a dimitir. Frente a esto, el ministerio Barrot propuso a la Constituyente darse a sí misma un voto de censura definitivo, suicidarse, decretar su propia disolución. El 6 de enero, Rateau, uno de los diputados más insignificantes, hizo, por orden del ministerio, esta proposición a la Constituyente; a la misma Constituyente que ya en agosto había acordado no disolverse hasta no promulgar una serie de leyes orgánicas, complementarias de la Constitución. El ministerial Fould le declaró redondamente que su disolución era necesaria «para restablecer el crédito quebrantado». ¿Acaso no quebrantaba el crédito prolongando aquella situación provisional que de nuevo ponía en tela de juicio, con Barrot a Bonaparte y con Bonaparte a la república constituida? Ante la perspectiva de que le arrebatasen, después de disfrutarla apenas dos semanas, la presidencia del Consejo de Ministros, que los republicanos le habían prorrogado ya una vez por un «decenio», es decir, por diez meses, Barrot, el olímpico, convertido en Orlando Furioso, superaba a los tiranos en su comportamiento frente a esta pobre Asamblea. La más suave de sus frases era: «con ella no hay porvenir posible». Y, realmente, la Asamblea sólo representaba el pasado. «Es incapaz —añadía irónicamente— de rodear a la república de las instituciones que necesita para consolidarse». En efecto. Con la oposición exclusiva contra el proletariado se había quebrado al mismo tiempo la energía burguesa de la Asamblea y con la oposición contra los monárquicos había revivido su énfasis republicano. Y así, era doblemente incapaz de consolidar con las instituciones correspondientes la república burguesa, que ya no concebía.

Con la propuesta de Rateau, el ministerio desencadenó al mismo tiempo una tempestad de peticiones por todo el país, y de todos los rincones de Francia lanzaban diariamente a la cabeza de la Constituyente fajos de billets-doux [*], en los que se le pedía, en términos más o menos categóricos, disolverse y hacer su testamento. Por su parte, la Constituyente provocaba contrapeticiones en que se le rogaba seguir viviendo. La lucha electoral entre Bonaparte y Cavaignac renacía bajo la forma de un duelo de peticiones en pro y en contra de la disolución de la Asamblea Nacional. Tales peticiones venían a ser un comentario adicional al 10 de diciembre. Esta campaña de agitación duró todo el mes de enero.

En el conflicto entre la Constituyente y el presidente, aquélla no podía remitirse a la votación general como a su fuente, pues precisamente el adversario apelaba de ella al sufragio universal. No podía apoyarse en ninguna autoridad constituida, pues se trataba de la lucha contra el poder legal. No podía derribar el ministerio con votos de censura, como lo intentó todavía el 6 y el 26 de enero, pues el ministerio no pedía su voto de confianza. No le quedaba más que un camino: el de la insurrección. Las fuerzas de combate de la insurrección eran la parte republicana de la Guardia Nacional, la Guardia Móvil y los centros del proletariado revolucionario, los clubs. Los guardias móviles, estos héroes de las jornadas de Junio, constituían en diciembre la fuerza de combate, organizada de la fracción burguesa republicana, como antes de junio los Talleres Nacionales habían constituido la fuerza de combate organizada del proletariado revolucionario. Y así como la Comisión Ejecutiva de la Constituyente dirigió su ataque brutal contra los Talleres Nacionales cuando tuvo que acabar con las pretensiones ya insoportables del proletariado, el ministerio de Bonaparte hizo lo mismo con la Guardia Móvil, cuando tuvo que acabar con las pretensiones ya insoportables de la fracción burguesa republicana. Ordenó la disolución de la Guardia Móvil. La mitad de sus efectivos fueron licenciados y lanzados al arroyo, y a la otra mitad se le cambió su organización democrática por otra monárquica y se le redujo la soldada a la corriente de las tropas de línea. Los guardias móviles se encontraron en la situación de los insurrectos de Junio, y la prensa publicaba diariamente confesiones públicas en que aquéllos reconocían su culpa de Junio e imploraban el perdón del proletariado.

¿Y los clubs? Desde el momento en que la Asamblea Constituyente ponía en tela de juicio en la persona de Barrot al presidente, en el presidente a la república burguesa constituida y en la república burguesa constituida a la república burguesa en general, se agrupaban necesariamente en torno a ella todos los elementos constituyentes de la república de Febrero, todos los partidos que querían derribar la república existente y transformarla, mediante un proceso violento de restitución, en la república de sus intereses de clase y de sus principios. Lo ocurrido quedaba borrado, las cristalizaciones del movimiento revolucionario habían vuelto al estado líquido y la república por la que se luchaba volvía a ser la república indefinida de las jornadas de Febrero, cuya definición se reservaba cada partido. Los partidos volvieron a asumir por un instante sus viejas posiciones de Febrero, sin compartir las ilusiones de entonces. Los republicanos tricolores del "National" volvían a apoyarse sobre los republicanos demócratas de "La Réforme" y los empujaban como paladines al primer plano de la lucha parlamentaria. Los republicanos demócratas volvían a apoyarse sobre los republicanos socialistas (el 27 de enero, un manifiesto público anunció su reconciliación y su unión) y preparaban en los clubs el terreno para la insurrección. La prensa ministerial trataba con razón a los republicanos tricolores del "National" como los insurrectos redivivos de Junio. Para mantenerse a la cabeza de la república burguesa, ponían en tela de juicio a la república burguesa misma. El 26 de enero, el ministro Faucher presentó un proyecto de ley sobre el derecho de asociación, cuyo artículo primero decía así: «Quedan prohibidos los clubs». Y formuló la propuesta de que este proyecto de ley fuese puesto a discusión con carácter de urgencia. La Constituyente rechazó la urgencia, y el 27 de enero Ledru-Rollin depositó una proposición, con 230 firmas, pidiendo que fuese procesado el Gobierno por haber infringido la Constitución. El pedir que se formulase acta de acusación contra el Gobierno, era el gran triunfo revolucionario que, de ahora en adelante, había de jugar la Montaña-epígono en cada momento de apogeo de la crisis. Pero lo hacía en una ocasión en que este procesamiento sólo podía significar una de dos cosas: o el torpe descubrimiento de la impotencia del juez, a saber, de la mayoría de la Cámara, o una protesta impotente del acusador contra esta misma mayoría. ¡Pobre Montaña agobiada por el peso de su propio nombre!

El 15 de mayo, Blanqui, Barbés, Raspail, etc., habían intentado hacer saltar la Asamblea Constituyente, invadiendo el salón de sesiones a la cabeza del proletariado de París. Barrot preparó a la misma Asamblea un 15 de mayo moral, al querer dictarle su autodisolución y cerrar su salón de sesiones. Esta misma Asamblea encomendó a Barrot la investigación contra los insurrectos de mayo y ahora, en este momento, en que Barrot aparecía ante ella como un Blanqui monárquico, en que la Asamblea buscaba aliados contra él en los clubs, en el proletariado revolucionario, en el partido de Blanqui, en este momento, el inexorable Barrot la torturó con la propuesta de substraer los presos de mayo al Tribunal del jurado y entregarlos al Tribunal Supremo, a la Haute Cour, inventada por el partido del "National" ¡Es curioso cómo el miedo exacerbado a perder una cartera de ministro puede sacar de la cabeza de un Barrot ocurrencias dignas de un Beaumarchais! Tras largos titubeos, la Asamblea Nacional aceptó su propuesta. Frente a los autores del atentado de mayo volvía a recobrar su carácter normal.

Si la Constituyente se veía empujada, frente al presidente y a los ministros, a la insurrección, el presidente y el Gobierno veíanse empujados, frente a la Constituyente, al golpe de Estado, pues no disponían de ningún medio legal para disolverla. Pero la Constituyente era la madre de la Constitución y la Constitución la madre del presidente. Con el golpe de Estado, el presidente desgarraría la Constitución y cancelaría al mismo tiempo su propio título jurídico republicano. Entonces, veríase obligado a optar por el título jurídico imperial; pero el títudo imperial evocaba el orleanista, y ambos palidecían ante el título jurídico legitimista. En un momento en que el partido orleanista no era más que el vencido de Febrero y Bonaparte sólo era el vencedor del 10 de diciembre, en que ambos solo podían oponer a la usurpación republicana sus títulos monárquicos igualmente usurpados, la caída de la república legal sólo podía provocar el triunfo de su polo opuesto, la monarquía legitimista. Los legitimistas tenían conciencia de lo favorable de la situación y conspiraban a la luz del día. En el general Changarnier podían confiar en encontrar su Monk [53]. En sus clubs se anunciaba la proximidad de la monarquía blanca tan abiertamente como en los proletarios la proximidad de la república roja.

Un motín felizmente sofocado habría sacado al ministerio de todas las dificultades. «La legalidad nos mata», exclamó Odilon Barrot. Un motín habría permitido, bajo pretexto de salut public [*], disolver la Constituyente y violar la Constitución en interés de la propia Constitución. El comportamiento brutal de Odilon Barrot en la Asamblea Nacional, la propuesta de clausurar los clubs, la ruidosa destitución de cincuenta prefectos tricolores y su sustitución por monárquicos, la disolución de la Guardia Móvil, los ultrajes inferidos a sus jefes por Changarnier, la reposición de Lerminier, un profesor ya imposible bajo Guizot, y la tolerancia ante las fanfarronadas legitimistas, eran otras tantas provocaciones al motín. Pero el motín no se producía. Esperaba la señal de la Constituyente y no del ministerio.

Por fin, llegó el 29 de enero, día en que había de adoptar un acuerdo sobre la propuesta presentada por Mathieu de la Drôme de rechazar sin condiciones la proposición de Rateau. Los legitimistas, los orleanistas, los bonapartistas, la Guardia Móvil, la Montaña, los clubs, todo conspiraba en este día, cada cual a la par contra el presunto enemigo y contra los supuestos aliados. Bonaparte, a caballo, revistó una parte de las tropas en la plaza de la Concordia; Changarnier representaba una comedia con un derroche de maniobras estratégicas; la Constituyente se encontró con el edificio de sesiones ocupado militarmente. Centro de todas las esperanzas, de todos los temores, de todas las confianzas, efervescencias, tensiones y conjuraciones que se entrecruzaban, la Asamblea, valiente como una leona, no titubeó ni un momento al verse más cerca que nunca de su último instante. Se parecía a aquel combatiente que no sólo temía emplear su propia arma, sino que se consideraba también obligado a dejar intacta el arma de su adversario. Con un desprecio magnífico de la vida, firmó su propio sentencia de muerte y rechazó la propuesta en que se desestimaba incondicionalmente la proposición presentada por Rateau. Al encontrarse ella en estado de sitio, fijó el límite de una actividad constituyente, cuyo marco necesario había sido el estado de sitio en París. Se vengó de un modo digno de ella, abriendo al día siguiente una investigación sobre el miedo que el 29 de enero le había metido en el cuerpo el Gobierno. La Montaña mostró su falta de energía revolucionaria y de inteligencia política dejándose utilizar por el partido del "National" como vocero de lucha en esta gran comedia de intriga. El partido del "National" había hecho la última tentativa para seguir conservando en la república constituida el monopolio del poder que poseyera durante el período constituyente de la república burguesa. Pero había fracasado en su intento.

Si en la crisis de enero se trataba de la existencia de la Constituyente, en la crisis del 21 de marzo tratábase de la existencia de la Constitución: allí, del personal del partido del "National"; aquí de su ideal. Huelga decir que los republicanos «honestos» valoraban en menos su exaltada ideología que el disfrute mundano del poder gubernamental.

El 21 de marzo, en el orden del día de la Asamblea Nacional estaba el proyecto de ley de Faucher contra el derecho de asociación: la supresión de los clubs. El artículo 8 de la Constitución garantiza a todos los franceses el derecho a asociarse. La prohibición de los clubs era, por tanto, una violación manifiesta de la Constitución, y la propia Constituyente tenía que canonizar la profanación de sus santos. Pero los clubs eran los centros de reunión, las sedes de conspiración del proletariado revolucionario. La misma Asamblea Nacional había prohibido la coalición de los obreros contra sus burgueses. ¿Y qué eran los clubs sino una coalición de toda la clase obrera contra toda la clase burguesa, la creación de un Estado obrero frente al Estado burgués? ¿No eran otras tantas Asambleas Constituyentes del proletariado y otros tantos destacamentos del ejército de la revuelta dispuestos al combate? Lo que ante todo tenía que constituir la Constitución era la dominación de la burguesía. Por tanto, era evidente que la Constitución sólo podía entender por derecho de asociación el de aquellas asociaciones que se armonizasen con la dominación de la burguesía, es decir, con el orden burgués. Si, por decoro teórico, se expresaba en términos generales, ¿no estaban allí el Gobierno y la Asamblea Nacional para interpretarla y aplicarla a los casos particulares? Y si en la época primigenia de la república los clubs habían estado prohibidos de hecho por el estado de sitio, ¿por qué no debían estar prohibidos por la ley en la república reglamentada y constituida? Los republicanos tricolores no tenían nada que oponer a esta interpretación prosaica de la Constitución; nada más que la frase altisonante de la Constitución. Una parte de ellos, Pagnerre, Duclerc, etc., votó a favor del Gobierno, dándole así la mayoría. La otra parte, con el arcángel Cavaignac y el padre de la Iglesia Marrast a la cabeza —una vez que el artículo sobre la prohibición de los clubs hubo pasado— se retiró a uno de los despachos de las comisiones y se «reunió a deliberar» en unión de Ledru-Rollin y la Montaña. La Asamblea Nacional quedó, mientras tanto, paralizada, no contando ya con el número de votos necesario para tomar acuerdos. Muy oportunamente, el señor Crémieux recordó en aquel despacho que de allí se iba directamente a la calle y que no se estaba ya en febrero de 1848, sino en marzo de 1849. El partido del "National", viendo claro de pronto, volvió al salón de sesiones de la Asamblea Nacional. Tras él, engañada una vez más, volvió la Montaña, la cual, continuamente atormentada por veleidades revolucionarias, buscaba afanosa y no menos continuamente posibilidades constitucionales y cada vez se encontraba más en su sitio detrás de los republicanos burgueses que delante del proletariado revolucionario. Así terminó la comedia. Y la propia Constituyente había decretado que la violación de la letra de la Constitución era la única realización consecuente de su espíritu.

Sólo quedaba un punto por resolver: las relaciones entre la república constituida y la revolución europea, su política exterior. El 8 de mayo de 1849 reinaba una agitación desusada en la Asamblea Constituyente, cuya vida había de terminar pocos días después. Estaban en el orden del día el ataque del ejército francés sobre Roma, su retirada ante la defensa de los romanos, su infamia política y su oprobio militar, el asesinato vil de la república romana por la república francesa: la primera campaña italiana del segundo Bonaparte. La Montaña había vuelto a jugarse su gran triunfo. Ledru-Rollin había vuelto a depositar sobre la mesa presidencial la inevitable acta de acusación contra el ministerio, y esta vez también contra Bonaparte, por violación de la Constitución.

El leitmotiv del 8 de mayo se repitió más tarde como tema del 13 de junio. Expliquémonos acerca de la expedición romana.

Cavaignac había expedido, ya a mediados de noviembre de 1848, una escuadra a Civitavocchia para proteger al papa, recogerlo a bordo y transportarlo a Francia. El papa [*] había de bendecir la república «honesta» y asegurar la elección de Cavaignac para la presidencia. Con el papa, Cavaignac quería pescar a los curas, con los curas, a los campesinos, y con los campesinos, la magistratura presidencial. La expedición de Cavaignac, que era, por su finalidad inmediata, una propaganda electoral, era al mismo tiempo una protesta y una amenaza contra la revolución romana. Llevaba ya en germen la intervención de Francia en favor del papa.

Esta intervención a favor del papa y contra la república romana, en alianza con Austria y Nápoles, fue acordada en la primera sesión celebrada por el Consejo de Ministros de Bonaparte, el 23 de diciembre. Falloux en el ministerio, era el papa en Roma... y en la Roma del papa. Bonaparte ya no necesitaba al papa para convertirse en el presidente de los campesinos, pero necesitaba conservar al papa para conservar a los campesinos del presidente. La credulidad de los campesinos le había elevado a la presidencia. Con la fe, perdían la credulidad, y con el papa la fe. ¡Y no olvidemos a los orleanistas y legitimistas coligados que dominaban en nombre de Bonaparte! Antes de restaurar al rey, había que restaurar el poder que santifica a los reyes. Prescindiendo de su monarquismo: sin la vieja Roma, sometida a su poder temporal, no hay papa; sin papa no hay catolicismo; sin catolicismo no hay religión francesa, y sin religión ¿qué sería de la vieja sociedad de Francia? La hipoteca que tiene el campesino sobre los bienes celestiales garantiza la hipoteca que tiene la burguesía sobre los bienes del campesino. La revolución romana era, por tanto, un atentado contra la propiedad, y contra el orden burgués, tan temible como la revolución de Junio. La dominación restaurada de la burguesía en Francia exigía la restauración del poder papal en Roma. Finalmente, en los revolucionarios romanos se batía a los aliados de los revolucionarios franceses; la alianza de las clases contrarrevolucionarias, en la República Francesa constituida, se completaba necesariamente mediante la alianza de la República Francesa con la Santa Alianza, con Nápoles y Austria. El acuerdo del Consejo de Ministros del 23 de diciembre no era para la Constituyente ningún secreto. Ya el 8 de enero, Ledru-Rollin había interpelado a propósito de él al ministerio; el ministerio había negado y la Asamblea había pasado al orden del día. ¿Daba crédito a las palabras del Gobierno? Sabemos que se pasó todo el mes de enero dándole votos de censura. Pero si en el papel del ministerio entraba el mentir, en el papel de la Constituyente entraba el fingir hipócritamente, que daba crédito a sus mentiras, salvando así los déhors [*] republicanos.

Entretanto, Piamonte había sido derrotado. Carlos Alberto había abdicado, y el ejército austríaco llamaba a las puertas de Francia. Ledru-Rollin interpelaba furiosamente. El ministerio demostró que en el Norte de Italia no hacía más que proseguir la política de Cavaignac y que Cavaignac se había limitado a proseguir la política del Gobierno provisional, es decir, la de Ledru-Rollin. Esta vez, cosechó en la Asamblea Nacional incluso un voto de confianza y fue autorizado a ocupar temporalmente un punto conveniente del Norte de Italia, para consolidar de este modo sus posiciones en las negociaciones pacíficas con Austria acerca de la integridad del territorio de Cerdeña y de la cuestión romana. Como es sabido, la suerte de Italia se decide en los campos de batalla del Norte de Italia. Por tanto, con la Lombardía y el Piamonte había caído Roma, y Francia, si no admitía esto, tenía que declarar la guerra a Austria, y con ello a la contrarrevolución europea. ¿Consideraba de pronto la Asamblea Nacional al ministerio Barrot como el viejo Comité de Salvación Pública [54]? ¿O se consideraba a sí misma como la Convención? ¿Para qué, pues, la ocupación militar de un punto del Norte de Italia? Bajo este velo transparente, se ocultaba la expedición contra Roma.

El 14 de abril, 14.000 hombres, bajo el mando de Oudinot, se hicieron a la vela con rumbo a Civitavecchia; y el 16 de abril la Asamblea Nacional concedía al ministerio un crédito de 1.200.000 francos para sostener durante tres meses una flota de intervención en el Mediterráneo. De este modo suministraba al ministerio todos los medios para intervenir contra Roma, haciendo como si se tratase de intervenir contra Austria. No veía lo que hacía el ministerio; se limitaba a escuchar lo que decía. Semejante fe no se conocía ni siquiera en Israel; la Constituyente había venido a parar a la situación de no tener derecho a saber lo que tenía que hacer la república constituida.

Finalmente, el 8 de mayo se representó la última escena de la comedia: la Constituyente requirió al ministerio a que acelerase las medidas encaminadas a reducir la expedición italiana al objetivo que se le había asignado. Aquella misma noche, Bonaparte publicó una carta en el "Moniteur" en la que expresaba a Oudinot su más profundo agradecimiento. El 11 de mayo, la Asamblea Nacional rechazó el acta de acusación contra el mismo Bonaparte y su ministerio. Y la Montaña, que, en vez de desgarrar este tejido de engaños, tomó por el lado trágico la comedia parlamentaria para desempeñar en ella el papel de un Fouquier-Tinville [55], no hacía con esto más que dejar asomar su piel innata de cordero pequeño burgués por debajo de la piel prestada de león de la Convención.

La segunda mitad de la vida de la Constituyente se resume así: el 29 de enero confiesa que las fracciones burguesas monárquicas son los superiores naturales de la república por ella constituida; el 21 de marzo, que la violación de la Constitución es la realización de ésta; y el 11 de mayo, que la con tanto bombo pregonada alianza pasiva de la República Francesa con los pueblos que luchan por su libertad, significa su alianza activa con la contrarrevolución europea.

Esta mísera Asamblea se retiró de la escena después de haberse dado, dos días antes de su cumpleaños —el 4 de mayo—, la satisfacción de rechazar la propuesta de amnistía para los insurrectos de Junio. Con su poder destrozado; odiada a muerte por el pueblo; repudiada, maltratada, echada a un lado con desprecio por la burguesía, cuyo instrumento era; obligada, en la segunda mitad de su vida, a desautorizar la primera; despojada de su ilusión republicana; sin grandes obras en el pasado ni esperanzas en el futuro; cuerpo vivo muriéndose a pedazos, no acertaba a galvanizar su propio cadáver más que evocando constantemente el recuerdo de la victoria de Junio y volviendo a vivir aquellos días: reafirmándose a fuerza de repetir constantemente la condenación de los condenados. ¡Vampiro que se alimentaba de la sangre de los insurrectos de Junio!

Dejó detrás de sí el déficit del Estado, acrecentado por las costas de la insurrección de Junio, por la abolición del impuesto sobre la sal, por las indemnizaciones asignadas a los dueños de las plantaciones al ser abolida la esclavitud de los negros, por las costas de la expedición romana y por la desaparición del impuesto sobre el vino, cuya abolición acordó ya en su agonía, como un anciano malévolo que se alegra de echar sobre los hombros de su sonriente heredero una deuda de honor comprometedora.

En los primeros días de marzo comenzó la campaña electoral para la Asamblea Nacional Legislativa. Dos grupos principales se enfrentaron: el partido del orden [56] y el partido demócrata-socialista o partido rojo, y entre los dos estaban los Amigos de la Constitución, bajo cayo nombre querían hacerse pasar por un partido los republicanos tricolores del "National". El partido del orden se había formado inmediatamente después de las jornadas de Junio. Sólo cuando el 10 de diciembre le permitió apartar de su seno a la pandilla del "National", la pandilla de los republicanos burgueses, se descubrió el misterio de su existencia: la coalición de los orleanistas y legitimistas en un solo partido. La clase burguesa se dividía en dos grandes fracciones, que habían ostentado por turno el monopolio del poder: la gran propiedad territorial bajo la monarquía restaurada , y así mismo la aristocracia financiera y la burguesía industrial bajo la monarquía de Julio. Borbón era el nombre regio para designar la influencia preponderante de los intereses de una fracción; Orleáns, el nombre regio que designaba la influencia preponderante de los intereses de otra fracción; el reino anónimo de la república era el único en que ambas fracciones podían afirmar, con igualdad de participación en el poder, su interés común de clase, sin abandonar su mutua rivalidad. Si la república burguesa no podía ser sino la dominación completa y claramente manifestada de toda la clase burguesa ¿qué más podía ser que la dominación de los orleanistas complementados por los legitimistas y de los legitimistas complementados por los orleanistas, la síntesis de la restauración y de la monarquía de Julio? Los republicanos burgueses del "National" no representaban a ninguna gran fracción de su clase apoyada en bases económicas. Tenían solamente la significación y el título histórico de haber hecho valer, bajo la monarquía —frente a ambas fracciones burguesas, que sólo concebían su régimen particular—, el régimen general de la clase burguesa, el reino anónimo de la república, que ellos idealizaban y adornaban con antiguos arabescos, pero en el que saludaban sobre todo la dominación de su pandilla. Si el partido del "National" creyó volverse loco cuando vio en las cumbres de la república fundada por él a los monárquicos coligados, no menos se engañaban éstos en cuanto al hecho de su dominación conjunta. No comprendían que si cada una de sus fracciones, tomada aisladamente, era monárquica, el producto de su combinación química tenía que ser necesariamente republicano; que la monarquía blanca y la azul tenían necesariamente que neutralizarse en la república tricolor. Obligadas —por su oposición contra el proletariado revolucionario y contra las clases de transición que se iban precipitando más y más hacia éste como centro— a apelar a su fuerza unificada y a conservar la organización de esta fuerza unificada, cada una de ambas fracciones del partido del orden tenía que exaltar —frente a los apetitos de restauración y de supremacía de la otra— la dominación común, es decir, la forma republicana de la dominación burguesa. Así vemos a estos monárquicos, que en un principio creían en una restauración inmediata y que más tarde conservaban la forma republicana, confesar a la postre, llenos los labios de espumarajos de rabia e invectivas mortales contra la república, que sólo pueden avenirse dentro de ella y que aplazan la restauración por tiempo indefinido. El disfrute de la dominación conjunta fortalecía a cada una de las dos fracciones y las hacía todavía más incapaces y más reacias a someterse la una a la otra, es decir, a restaurar la monarquía.

El partido del orden proclamaba directamente, en su programan electoral, la dominación de la clase burguesa, es decir, la conservación de las condiciones de vida de su dominación, de la propiedad, de la familia, de la religión, del orden. Presentaba, naturalmente, su dominación de clase y las condiciones de esta dominación, como el reinado de la civilización y como condiciones necesarias de la producción material y de las relaciones sociales de intercambio que de ella se derivan. El partido del orden disponía de recursos pecuniarios enormes, organizaba sucursales en toda Francia, tenía a sueldo a todos los ideólogos de la vieja sociedad, disponía de la influencia del gobierno existente, poseía un ejército gratuito de vasallos en toda la masa de pequeños burgueses y campesinos que, alejados todavía del movimiento revolucionario, veían en los grandes dignatarios de la propiedad a los representantes naturales de su pequeña propiedad y de los pequeños prejuicios que ésta acarrea; representado en todo el país por un sinnúmero de reyezuelos, el partido del orden podía castigar como insurrección la no aceptación de sus candidatos, despedir a los obreros rebeldes, a los mozos de labor que se resistiesen, a los domésticos, a los dependientes, a los empleados de ferrocarriles, a los escribientes, a todos los funcionarios supeditados a él en la vida civil. Y podía, por último, mantener en algunos sitios la leyenda de que la Constituyente republicana no había dejado al Bonaparte del 10 de diciembre revelar sus virtudes milagrosas. Al hablar del partido del orden, no nos hemos referido a los bonopartistas. Estos no formaban una fracción seria de la clase burguesa, sino una colección de viejos y supersticiosos inválidos y de jóvenes y descreídos caballeros de industria. El partido del orden venció en las elecciones, enviando una gran mayoría a la Asamblea Legislativa.

Frente a la clase burguesa contrarrevolucionaria coligada, aquellos sectores de la pequeña burguesía y de la clase campesina en los que ya había prendido el espíritu de la revolución tenían que coligarse naturalmente con el gran portador de los intereses revolucionarios, con el proletariado revolucionario. Y hemos visto cómo las derrotas parlamentarias empujaron a los portavoces demócratas de la pequeña burguesía en el parlamento, es decir, a la Montaña, hacia los portavoces socialistas del proletariado, y cómo los concordats à l'amiable, la brutal defensa de los intereses de la burguesía y la bancarrota empujaron también a la verdadera pequeña burguesía fuera del parlamento, hacia los verdaderos proletarios. El 27 de enero habían festejado la Montaña y los socialistas su reconciliación; en el gran banquete de febrero de 1849, reafirmaron su decisión de unirse. El partido social y el demócrata, el partido de los obreros y el de los pequeños burgueses, se unieron para formar el partido socialdemócrata, es decir, el partido rojo.

Paralizada durante un momento por la agonía que siguió a las jornadas de Junio, la República Francesa pasó desde el levantamiento del estado de sitio, desde el 19 de octubre, por una serie ininterrumpida de emociones febriles: primero, la lucha en torno a la presidencia; luego, la lucha del presidente con la Constituyente; la lucha en torno a los clubs; el proceso de Bourges [58] en el que, frente a las figurillas del presidente, de los monárquicos coligados, de los republicanos «honestos», de la Montaña democrática y de los doctrinarios socialistas del proletariado, sus verdaderos revolucionarios aparecían como gigantes antediluvianos que sólo un diluvio puede dejar sobre la superficie de la sociedad o que sólo pueden preceder a un diluvio social; la agitación electoral; la ejecución de los asesinos de Bréa [59]; los continuos procesos de prensa; las violentas intromisiones policíacas del Gobierno en los banquetes; las insolentes provocaciones monárquicas; la colocación en la picota de los retratos de Luis Blanc y Caussidière; la lucha ininterrumpida entre la república constituida y la Asamblea Constituyente, lucha que a cada momento hacía retroceder a la revolución a su punto de partida, que convertía a cada momento al vencedor en vencido y al vencido en vencedor y trastrocaba en un abrir y cerrar de ojos la posición de los partidos y las clases, sus divorcios y sus alianzas; la rápida marcha de la contrarrevolución europea, la gloriosa lucha de Hungría, los levantamientos armados alemanes; la expedición romana, la derrota ignominiosa del ejército francés delante de Roma. En este torbellino, en este agobio de la inquietud histórica, en este dramático flujo y reflujo de las pasiones revolucionarias, de las esperanzas, de los desengaños, las diferentes clases de la sociedad francesa tenían necesariamente que contar sus etapas de desarrollo por semanas, como antes las habían contado por medios siglos. Una parte considerable de los campesinos y de las provincias estaba ya imbuida del espíritu revolucionario. No era sólo que estuvieran desengañados acerca de Napoleón; era que el partido rojo les brindaba en vez del nombre el contenido: en vez de la ilusoria libertad de impuestos la devolución de los mil millones abonados a los legitimistas, la reglamentación de las hipotecas y la supresión de la usura.

Hasta el mismo ejército estaba contagiado de la fiebre revolucionaria. El ejército, al votar por Bonaparte, había votado por la victoria y Bonaparte le daba la derrota. Había votado por el pequeño cabo detrás del cual se ocultaba el gran capitán revolucionario, y Bonaparte le daba los grandes generales tras de cuya fachada se ocultaba un cabo mediocre. No cabía duda de que el partido rojo, es decir, el partido demócrata unificado, si no la victoria, tenía que conseguir por lo menos grandes triunfos; de que París, el ejército y gran parte de las provincias votarían por él. Ledru-Rollin, el jefe de la Montaña, salió elegido en cinco departamentos; ningún jefe del partido del orden consiguió semejante victoria, tampoco la consiguió ningún nombre del partido propiamente proletario. Esta elección nos revela el misterio del partido demócrata-socialista. De una parte, la Montaña, campeón parlamentario de la pequeña burguesía demócrata, se veía obligada a coligarse con los doctrinarios socialistas del proletariado, y el proletariado, obligado por la espantosa derrota material de Junio a levantar cabeza de nuevo mediante victorias intelectuales y no capacitado todavía por el desarrollo de las demás clases para empuñar la dictadura revolucionaria, tenía que echarse en brazos de los doctrinarios de su emancipación, de los fundadores de sectas socialistas; de otra parte, los campesinos revolucionarios, el ejército, las provincias, se colocaban detrás de la Montaña. Y así ésta se convertía en señora del campo de la revolución. Mediante su inteligencia con los socialistas, había alejado todo antagonismo dentro del campo revolucionario. En la segunda mitad de la vida de la Constituyente, la Montaña representó el patetismo republicano de la misma, haciendo olvidar los pecados cometidos por ella durante el Gobierno provisional, durante la Comisión Ejecutiva y durante las jornadas de Junio. A medida que el partido del "National", conforme a su carácter de partido a medias, se dejaba hundir por el Gobierno monárquico, subía el partido de la Montaña, eliminado durante la época de omnipotencia del "National", y se imponía como el representante parlamentario de la revolución. En realidad, el partido del "National" no tenía nada que oponer a las otras fracciones, las monárquicas, más que personalidades ambiciosas y habladurías idealistas. En cambio, el partido de la Montaña representaba a una masa fluctuante entre la burguesía y el proletariado y cuyos intereses materiales reclamaban instituciones democráticas. Frente a los Cavaignac y los Marrast, Ledru-Rollin y la Montaña representaban, por tanto, la verdad de la revolución, y la conciencia de esta importante situación les infundía tanto más valentía cuanto más se limitaban las manifestaciones de la energía revolucionaria a ataques parlamentarios, a formulación de actas de acusación, a amenazas, grandes voces, tonantes discursos y extremos que no pasaban nunca de frases. Los campesinos se encontraban en situación muy análoga a la de los pequeños burgueses y tenían casi las mismas reivindicaciones sociales que formular. Por eso, todas las capas intermedias de la sociedad, en la medida en que se veían arrastradas al movimiento revolucionario, tenían que ver necesariamente en Ledru-Rollin a su héroe. Ledru-Rollin era el personaje de la pequeña burguesía democrática. Frente al partido del orden, tenían que pasar a primer plano, ante todo, los reformadores de ese orden, medio conservadores, medio revolucionarios y utopistas por entero.

El partido del "National", los «amigos de la Constitución quand même» [*], los républicains purs et simples [*]*, salieron completamente derrotados de las elecciones. Sólo una minoría ínfima de este partido fue enviada a la Cámara legislativa; sus jefes más notorios desaparecieron de la escena, incluso Marrast, el redactor jefe y Orfeo de la república «honesta».

El 28 de mayo se reunió la Asamblea legislativa, y el 11 de junio volvió a reanudarse la colisión del 8 de mayo; Ledru-Rollin, en nombre de la Montaña, presentó, a propósito del bombardeo de Roma, un acta de acusación contra el presidente y el ministerio incriminándoles la violación de la Constitución. El 12 de junio, rechazó la Asamblea Legislativa el acta de acusación, como la había rechazado la Asamblea Constituyente el 11 de mayo, pero esta vez el proletariado arrastró a la Montaña a la calle, aunque no a la lucha, sino a una procesión callejera simplemente. Basta decir que la Montaña iba a la cabeza de este movimiento para comprender que el movimiento fue vencido y que el Junio de 1849 resultó una caricatura tan ridícula como indigna del Junio de 1848. La gran retirada del 13 de junio sólo resultó eclipsada por el parte de operaciones, todavía más grande, de Changarnier, el gran hombre improvisado por el partido del orden. Toda época social necesita sus grandes hombres y, si no los encuentra, los inventa, como dice Helvetius.

El 20 de diciembre sólo existía la mitad de la república burguesa constituida: el presidente; el 28 de mayo fue completada con la otra mitad, con la Asamblea Legislativa. En junio de 1848, la república burguesa en formación había grabado su partida de nacimiento en el libro de la historia con una batalla inenarrable contra el proletariado; en junio de 1849, la república burguesa constituida lo hizo mediante una comedia incalificable representada con la pequeña burguesía. Junio de 1849 fue la Némesis [60] que se vengaba del Junio de 1848. En junio de 1849 no fueron vencidos los obreros, sino abatidos los pequeños burgueses que se interponían entre ellos y la revolución. Junio de 1849 no fue la tragedia sangrienta entre el trabajo asalariado y el capital, sino la comedia entre el deudor y el acreedor: comedia lamentable y llena de escenas de encarcelamientos. El partido del orden había vencido; era todopoderoso. Ahora tenía que poner de manifiesto lo que era.

 


NOTAS

<[45] El 16 de abril de 1848 la Guardia Nacional burguesa, movilizada especialmente con este fin, detuvo en París una manifestación pacífica de obreros que iban a presentar al Gobierno Provisional una petición sobre la «organización del trabajo» y la «abolición de la explotación del hombre por el hombre».-

<[*] La nulidad solemne. (N. de la Edit.)

<[46] Se alude al artículo de fondo del "Journal des Débats" del 28 de agosto de 1848.

<"Journal des Débats politiques et littéraries" (Periódico de los debates políticos y literarios"): diario burgués francés fundado en París en 1789. Durante la monarquía de Julio fue el periódico gubernamental, órgano de la burguesía orleanista. Durante la revolución de 1848, el periódico expresaba las opiniones de la burguesía contrarrevolucionaria agrupada en el denominado partido del orden.- [*]

< Taberneros. (N. de la Edit.)

<[*] Convenios amistosos. (N. de la Edit.)

<[47] Genízaros: infantería regular de los sultanes turcos, fundada en el siglo XIV; se distinguía por una crueldad extraordinaria.-

<[*] «¡Hay que destruir Cartago!» (N. de la Edit.)

<[48] El primer proyecto de la Constitución fue presentado a la Asamblea Nacional el 19 de junio de 1848.-

<[*] Homúnculo. Ser semejante al hombre, que, según los alquimistas de la Edad Media, podía crearse artificialmente. (N. de la Edit.)

<[49] Según la leyenda de la Biblia, Saúl, primer rey del reino hebreo, abatió en lucha contra los filisteos a miles de ellos, y su escudero David, protegido de Saúl, a decenas de miles. Muerto Saúl, David ocupó el trono del reino hebreo.-

<[**] El golpe de Estado. (N. de la Edit.)

<[50] La flor de lis: emblema heráldico de la monarquía de los Borbones; la violeta, emblema de los bonapartistas.-

<[51] Marx se remite al comunicado de París del 18 de diciembre firmado por el signo del corresponsal Fernando Wolf, en la "Neue Rheinische Zeitung", Nº 174, del 21 de diciembre de 1848. Es posible que las palabras indicadas pertenezcan al propio Marx, quien redactó escrupulosamente todos los artículos del periódico.-

<[*] En bloque. (N. de la Edit.)

<[*] Por disposición del Senado del 18 de abril de 1804 a Napoleón I se le confirió el título de emperador hereditario de los franceses. (N. de la Edit.)

<[52] Louverture, dit Toussaint, Francisco Dominico (1743-1803): jefe del movimiento revolucionario de los negros de Haití que lucho contra el dominio de los españoles y los ingleses a fines del siglo XVIII.-

< Soulouque, Faustino (ap. 1782-1867): presidente de la República de los negros de Haití; en 1849 se proclamó emperador con el nombre de Faustino I.- [*]

< Cartas amorosas. (N. de la Edit.)

<[53] Monk, Jorge (1608-1670): general inglés; en 1660 contribuyó activamente a la restauración de la monarquía en Inglaterra.-

<[*] Seguridad pública. (N. de la Edit.)

<[*] Pío IX. (N. de la Edit.)

<[*] Las apariencias. (N. de la Edit.)

<[54] Comité de Salvación Pública: órgano central del Gobierno revolucionario de la República Francesa fundado en abril de 1793. Este Comité desempeñó un papel de excepcional importancia en la lucha contra la contrarrevolución interior y exterior.-

<[55] Fouquier-Tinville, Antonio Quintín (1746-1795): destacada personalidad de la revolución burguesa de fines del siglo XVIII en Francia, en 1793 fue fiscal público del Tribunal revolucionario.-

<[56] Partido del orden: surgió en 1848 como partido de la gran burguesía conservadora; era una coalición de las dos fracciones monárquicas de Francia, es decir, de los legitimistas y los orleanistas (véanse las notas 59 y 63); desde 1849 hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 ocupaba una posición rectora en la Asamblea Legislativa de la Segunda República.- 256, 424

<[58] En Bourges se celebró entre el 7 de marzo y el 3 de abril de 1849 el proceso contra los participantes en los acontecimientos del 15 de mayo de 1848. Barbès fue condenado a reclusión perpetua, y Blanqui a diez años de cárcel. Albert, De Flotte, Sobrier, Raspail y los demás, a diversos plazos de prisión y deportación a las colonias.-

<[59] El general Bréa, que mandaba a parte de las tropas durante el aplastamiento de la insurrección de junio del proletariado parisiense, fue ejecutado a manos de los insurrectos junto a las puertas de Fontainebleau el 25 de junio de 1848. En relación con ello fueron ejecutados dos participantes en la sublevación.-

<[*] A pesar de todo. (N. de la Edit.)

<[**] Republicanos puros y simples. (N. de la Edit.)

<[60] Némesis: según la mitología de la Grecia antigua, diosa de la venganza.-




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