F. ENGELS

CARTA A ADOLPHE SORGE



Primera edición: La colección de la correspondencia de Marx y Engels se publicó por vez primera en alemán en 1934 a cargo del Instituto Marx-Engels-Lenin de Leningrado. La segunda edición, ampliada, se realizó en inglés en 1936.
Fuente  de la versión castellana de la presente carta: C. Marx & F. Engels, Correspondencia, Ediciones Política, La Habana, s.f.
Esta edición: Marxists Internet Archive, 2011.


 

 

Londres, 15 de marzo de 1883

NO era posible mantenerlo a usted regularmente informado del estado de salud de Marx, porque cambiaba constantemente. He aquí, en resumen, los hechos principales. Poco después de la muerte de su mujer, ocurrida en octubre del 1881, tuvo un ataque de pleuresía. Se recobró del mismo, pero cuando fue enviado a Argelia, en febrero del 1882, le tocó durante el viaje un tiempo frío y húmedo, y llegó con otro ataque de pleuresía. El atroz tiempo persistió y, cuando mejoró, fue enviado a Montecarlo (Mónaco) para evitar el calor del verano que se acercaba. Llegó allí con otro ataque de pleuresía, aunque esta vez menos fuerte. Nuevamente un tiempo abominable. Cuando por fin mejoró su salud, fue a Argenteuil, cerca de París, a la casa de su hija Madame Longuet. Fue a las termas de azufre situadas en las cercanías de Enghien, para aliviarse la bronquitis de la que había sufrido tanto tiempo. También allí fue espantoso el tiempo, pero la cura le hizo algún bien. Luego fue por seis semanas a Vevey y volvió en setiembre, habiendo recuperado aparentemente casi por completo su salud. Se le permitió pasar el invierno en la costa sur de Inglaterra. Y estaba tan cansado de deambular sin nada que hacer, que otro período de exilio en el sur de Europa probablemente le habría perjudicado tanto espiritualmente como beneficiado la salud. Cuando en Londres empezó la estación de la neblina, se le envió a la isla de Wight. Allí no hizo otra cosa que llover y se pescó otro resfrío. Schorlemmer y yo teníamos el propósito de visitarlo para año nuevo, cuando llegaron noticias de que se hacía necesario que Tussy se le reuniera de inmediato. Luego vino la muerte de Jenny y sobrevino otro ataque de bronquitis. Después de todo lo que había pasado, y a sus años, esto era peligroso. Se presentaron una cantidad de complicaciones, las más serias de las cuales fueron un absceso pulmonar y una pérdida de fuerzas terriblemente rápida. Pero a pesar de esto el curso de la enfermedad marchaba favorablemente, y el viernes pasado su médico de cabecera, uno de los médicos jóvenes más famosos de Londres, que le recomendara especialmente Ray Lankester, nos dio la más brillante esperanza de recuperación. Pero cualquiera que haya examinado al microscopio una vez el tejido pulmonar se da cuenta del peligro que significa que se rompa un vaso sanguíneo si hay pus en el pulmón. Por eso, durante las últimas seis semanas, todas las mañanas he tenido un terrible sentimiento de temor de encontrar corridas las cortinas al doblar la esquina de la calle. Ayer por la tarde, a las 2:30 —que es la mejor hora para visitarlo— llegué y encontré la casa en lágrimas. Parecía que el fin estaba próximo. Pregunté qué había ocurrido, traté de ir al fondo del asunto, de consolar. Sólo había habido una débil hemorragia, pero repentinamente había empezado a decaer con rapidez. Nuestra buena vieja Lenchen, que lo había cuidado mejor que una madre, subió las escaleras para verlo y volvió. Dijo que estaba medio dormido y que yo podía entrar. Cuando entramos a la habitación estaba dormido, pero para no despertar más. El pulso y la respiración se le habían detenido. Había muerto en esos dos minutos, apaciblemente y sin dolor.

Todos los hechos que ocurren por necesidad natural traen consigo, por terribles que sean, su propio consuelo. Así fue en este caso. La pericia de los médicos podría haberle dado algunos años más de existencia vegetativa, la vida de un ser impotente, agonizante —para victoria del arte médico— no súbitamente sino pulgada a pulgada. Pero nuestro Marx no lo hubiera podido soportar. Vivir con todas sus obras incompletas ante su vista, martirizado por el deseo de terminarlas sin poder hacerlo, habría sido mil veces más amargo que la suave muerte que le sobrevino. Citando a Epicuro, solía decir que “la muerte no es una desgracia para el que se va, sino para el que queda”. Y ve a ese poderoso genio postrado como un despojo físico para gloria de la medicina y escarnio de los filisteos a quienes tan a menudo había puesto en vereda en la plenitud de sus fuerzas, no, es mejor, mil veces mejor que haya ocurrido así, mil veces mejor que dentro de dos días lo llevemos a la tumba donde reposa su mujer.

Y después de todo lo que había ocurrido, acerca de lo cual los médicos no saben tanto como yo, en mi opinión no había otra alternativa.

Sea como fuere, la humanidad tiene una cabeza menos, y la cabeza más grandiosa de nuestro tiempo. El movimiento proletario prosigue, pero se ha ido su figura central, a la que franceses, rusos, americanos y alemanes recurrían espontáneamente en los momentos críticos, para recibir siempre ese consejo claro e incontestable que sólo podían dar el genio y una perfecta comprensión de la situación. Las luminarias locales y las mentalidades inferiores, sin hablar de los farsantes, tendrán ahora camino libre. La victoria final es segura, pero los caminos tortuosos, los errores pasajeros y locales —cosas todas que aún ahora son tan inevitables— serán más corrientes que nunca. Pues bien, tendremos que ocuparnos nosotros. ¿Para qué estamos sino es para eso?

Y todavía no estamos cerca de perder el valor.