Ernest Mandel

El verdadero testamento de Leon Trotsky


Escrito: 1 de agosto, 1948
Esta edición: Marxists Internet Archive, abril de 2012.
Traducción: Emilio Olcina Aya
Digitalización: Martin Fahlgren, 2012.



Aquellos que no legan nada a la posteridad no corren el riesgo de ver disputarse su herencia. Tan sólo una herencia importante atrae a los falsificadores de testamentos, tanto en las novelas policíacas como en la vida política. El hecho de que durante estos últimos meses los más diversos órganos, desde el Libertaire, anarquista, hasta el vulgar periódico sensacionalista France-Dimanche, hayan presentado documentos burdamente falsificados como si fueran probable o indudablemente el testamento de León Trotsky, significa, ante todo, un testimonio del inmenso capital político que hoy representa la herencia del viejo dirigente revolucionario asesinado.

Por otra parte, la opinión pública oficial intenta constantemente anexionar los nombres gloriosos de los jefes más representativos del movimiento revolucionario a su sórdida lucha contra este mismo movimiento. Trotsky no ha podido escapar a esta suerte, que Marx y Lenin habían conocido antes que él. Hoy, las dos alas de la intelligentsia que se doblegan bajo la presión de las potencias materiales dominantes en estos momentos, el ala stalinizante y el ala ”democrática”, intentan, ambas, investirse con la autoridad de Trotsky en su lucha contra el movimiento trotskista internacional. Esta maniobra no hace más que indicar la autoridad creciente de que goza la obra del dirigente revolucionario, que domina por completo el pensamiento de nuestra época, así como el peligro potencial que representa para las clases dominantes y sus agentes el movimiento revolucionario vivo, pese a su aparente debilidad material.

Política internacional y lucha de clases

El socialismo científico parte de la lucha de clases para explicar la realidad social y su desarrollo histórico. Trotsky nos ha legado obras maestras de análisis político precisamente porque supo desvelar el mecanismo de la lucha de clases que determina, en último análisis, todos los tumultuosos acontecimientos de nuestra época. Los historiadores y los periodistas pequeñoburgueses han asimilado, desde hace tiempo, la técnica del método marxista para poner en claro, como dicen con una placidez conmovedora, ”tal o cual aspecto de la realidad social”. Pero cuando se trata de aplicar rigurosamente este mismo método al conjunto de la actualidad inmediata, su pensamiento tropieza invariablemente con su propia naturaleza social. La segunda guerra mundial, igual que la primera, la ven como una lucha entre ”el bien y el mal”, o, lo que viene a ser, lo mismo, entre ”los pueblos que aman la paz y la libertad” y el ”militarismo (totalitarismo) ávido de expansión”. Ya antes de que haya estallado, la tercera guerra mundial adquiere para ellos el mismo aspecto.

Resulta significativo de la profunda degeneración del movimiento obrero oficial el que este último haya abandonado también el criterio de la lucha de clases, no sólo en sus juicios sobre la política internacional, sino incluso en sus esfuerzos por justificar su propia línea táctica, considerablemente tortuosa. Si queremos reducir a un denominador común la interpretación actual de la política por parte de los stalinianos, los socialdemócratas y los múltiples grupos de centristas de derecha o de ”izquierda”, podemos decir que operan, igual que la burguesía y la pequeña burguesía, con la noción de ”lucha entre potencias” como factor determinante y predominante en los conflictos sociales[1]. Según los stalinianos, los progresos de las fuerzas progresivas se miden, esencialmente, por la expansión territorial, estratégica y económica de la URSS y de su glacis. Los socialdemócratas, grosso modo, aplican el mismo teorema, invertido: los progresos de la ”democracia” se miden por el retroceso del ”totalitarismo staliniano”. Hay que admitir que los stalinianos aplican su teorema con mayor consecuencia en las ideas; y, además, no sufren tanto como los socialdemócratas de una mala conciencia crónica. Sin embargo, en la práctica, la diferencia es negligible. Estas dos fuerzas políticas esenciales del movimiento obrero actual presentan las luchas sociales en el mundo como una función del progreso o el retroceso del partido ”americano” o del partido ”ruso”. Las distintas variedades de centristas aplican criterios idénticos, y si es cierto que algunas de ellas se abstienen de elegir sus posiciones en función de este criterio, ello se debe, la mayoría de las veces, como en el caso de los shachtmanistas [2], a que consideran que el campo de la democracia imperialista es ”ineficaz” frente a la ”amenaza staliniana”.

La IV Internacional, siguiendo los ejemplos que Trotsky le ha legado, aborda de un modo fundamentalmente distinto el análisis de la política internacional. Para ella, son las contradicciones sociales las que, en última instancia, determinan las contradicciones internacionales, y no a la inversa. Las mismas grandes potencias, tratadas como entidades por la opinión pública oficial y por la larga ristra de sus seguidores en el movimiento obrero, lejos de llevar a cabo una política determinada por ”el ansia de poder”, se revelan movidas por contradicciones internas inherentes a su sistema social. Para ella, tanto el expansionismo imperialista de los Estados Unidos como el expansionismo staliniano de la URSS son indicios de la crisis social que sacude a esos sistemas. En la mayoría de los países del mundo, las contradicciones sociales, al haber alcanzado un grado de exacerbación sin precedentes, precipitan unas crisis políticas constantes en las que se injertan las contradicciones internacionales sin quitar a las primeras su carácter predominante.

Dos métodos de análisis fundamentalmente distintos se ponen a prueba a través de los resultados opuestos en que desembocan. La jauría de los periodistas pequeñoburgueses, partiendo de criterios formales, superficiales y formalistas, consideró, en 1940, que la guerra de Finlandia era una prueba de la consolidación de la alianza entre Hitler y Stalin: el ”frente único internacional de los agresores” se había consolidado, según decían, sobre los campos de nieve ensangrentados. En base al análisis correcto que realizó Trotsky de aquellos acontecimientos, no era difícil llegar a la conclusión diametralmente opuesta de que la invasión de Finlandia era un reflejo defensivo de Stalin derivado de su miedo a un ataque hitleriano. Los acontecimientos que siguieron disiparon toda duda en cuanto a la validez de esta segunda conclusión. Hoy hemos asistido a una experiencia similar. El golpe de Praga constituía, para los stalinófobos profesionales, la prueba definitiva de la estabilización del stalinismo, de su impulso hacia el dominio mundial, de la aproximación de la guerra, etc. Ni por un instante hemos dejado de oponer a este pronóstico impresionista una perspectiva basada en un análisis de las fuerzas sociales en presencia: los esfuerzos de la burocracia staliniana por estabilizar su glacis no eran más que una etapa en la vía de la conclusión de un compromiso con Wall Street: este compromiso era absolutamente inevitable para Stalin, debido a su debilidad interior y a las contradicciones que desgarraban a la burocracia staliniana. Hoy, una vez más, nadie puede dudar ya de cuál ha sido el método que se ha revelado justo en vista a los resultados obtenidos.

El empuje instintivamente revolucionario del proletariado

Trotsky no sólo nos ha transmitido el método marxista, aplicado magistralmente a los problemas de nuestro tiempo. También nos ha legado el resultado fundamental de este análisis, una característica fundamental de nuestra época: la contradicción entre el empuje instintivamente revolucionario del proletariado y el carácter profunda y abiertamente contrarrevolucionario de su dirección tradicional.

Innumerables críticos, que reflejan todos los colores del arco iris político, han sometido esta tesis central de Trotsky y del programa de la IV Internacional a una crítica violenta desde el final de la guerra.

Examinemos, ante todo, el segundo término de esta tesis. Los stalinófilos (Bataille Socialiste en Francia, Nenni en Italia, etc.), por un lado, y los stalinófobos (centristas tipo Marceau Pivert, shachtmanistas, ultraizquierdistas de distintas especies, anarquistas, etc.), por otro, se esfuerzan ambos por demostrar, a la luz de los acontecimientos de la posguerra, la acción revolucionaria de la dirección staliniana en relación a la burguesía; los primeros atribuyéndole un carácter progresivo, y los segundos caracterizando esa revolución como bárbara y reaccionaria (la noción de revolución reaccionaria no representa, para ellos, ninguna contradicción). Un análisis mínimamente serio de los acontecimientos nos permitirá juzgar esta crítica en lo que vale. En ningún momento de su historia se ha encontrado el capitalismo tan cerca de su hundimiento total en las tres cuartas partes del planeta como durante los meses cruciales de 1944-45. Nunca ningún movimiento político, incluido el fascismo, ha contribuido hasta tal punto, objetivamente, a impedir este hundimiento como lo hace en esos momentos el stalinismo. Si se contempla el increíble grado de descomposición que aún hoy, al cabo de tres años, sigue caracterizando a la mayoría de los países capitalistas, se comprende que Roosevelt, actuando como dirigente consciente de su clase, llegara, en Teherán y en Yalta, a un acuerdo con Stalin que permitió la liquidación en frío de la guerra mundial. ¿Quién puede sorprenderse de que la burocracia staliniana pidiera y obtuviera una compensación por este gigantesco servicio rendido al imperialismo? Nunca hemos descrito a la burocracia soviética, como tampoco a la burocracia reformista, como una servidora altruista o ideológica del imperialismo. Tampoco tiene nada de extraordinario el que esta compensación, que, para la burocracia reformista, tomaba la forma de privilegios dentro del aparato de estado burgués, tomara, para la burocracia staliniana, dada su naturaleza social, la forma de una expansión territorial o de zona de influencia. Que en la etapa siguiente el imperialismo desee apoderarse nuevamente de las posiciones que antes ha tenido que abandonar para salvar lo esencial es algo que tampoco representa, en lo más mínimo, ningún fenómeno imprevisto. Se le puede dar al asunto tantas vueltas como se quiera; en el plano mundial, el carácter contrarrevolucionario del stalinismo es más evidente de lo que lo fue nunca el carácter contrarrevolucionario de la socialdemocracia alemana después de 1918.

En lo que se refiere al primer término de la tesis trotskista, nos encontramos igualmente con una crítica simétrica por parte de los agentes stalinianos y de los stalinófobos más histéricos. Los primeros, para justificar la política staliniana, nos cuentan que ”el proletariado se ve arrastrado por la descomposición del capitalismo”; que, al haberse modificado su composición social, no puede ya triunfar sin el apoyo de todas las clases medias; que, por esta razón (?), la estrategia leninista no es ya aplicable, y que hay que aplicar la táctica de la ”nueva democracia”, etc.[3] Los segundos, para explicar la base de masas de que sigue gozando el movimiento staliniano en la mayoría de los países, afirman ”que el retroceso de la conciencia obrera” se refleja en ”la incomprensión” de los trabajadores respecto al problema staliniano. Tanto los unos como los otros consideran que la tesis trotskista ha sido contradicha por los acontecimientos, ”ya que no se ha producido la repetición a gran escala de octubre de 1917”.

En realidad, Trotsky jamás predijo victorias proletarias como resultado de la guerra; y menos aún la posibilidad para el proletariado de liberarse de su dirección tradicional desde el inicio de la oleada revolucionaria de posguerra. Al contrario, en sus últimos escritos, especialmente, repitió una y otra vez que, indudablemente, la primera oleada revolucionaria sería dirigida aún por los stalinianos. Encontramos esta predicción, claramente formulada, en su último artículo, inacabado, publicado en el número de octubre de 1940 de la revista Fourth International como traducción literal de un texto dictado en ruso por dictáfono:

”¿No se colocarán los stalinianos en cabeza de una nueva oleada revolucionaria, no podrán arruinarla como hicieron en España y, antes, en China? No es en absoluto admisible considerar como excluida semejante posibilidad, por ejemplo en Francia. La primera oleada de la revolución ha conducido a menudo, o, mejor dicho, siempre, al apogeo a aquellos partidos de izquierda que aún no se habían desacreditado por completo durante el período precedente y que tienen tras ellos una imponente tradición política, etc.”

Lejos, pues de oponerse al esquema de Trotsky, los acontecimientos que se han desarrollado a partir de 1943 han confirmado el empuje instintivamente revolucionario de los trabajadores, pese a la presencia de los dirigentes stalinianos, que han condenado al fracaso esta primera oleada de esfuerzos revolucionarios. El argumento de que el hecho de que los obreros hayan seguido a su dirección staliniana demuestra que su empuje no era revolucionario es un mero juego de palabras. Es evidente que el empuje instintivamente revolucionario del proletariado se opone a la postración de la clase y no se identifica en absoluto con un empuje conscientemente revolucionario. Precisamente hemos insistido, en nuestra argumentación, en que, aunque los obreros siguieran aún a su dirección tradicional, realizarían actos objetivamente revolucionarios: intentos de tomar en mano las fábricas y el poder. Será un pésimo revolucionario aquel que se deje engañar por la forma de la acción de las masas y no sepa reconocer el empuje instintivamente revolucionario de las masas en la lucha de los partisanos yugoslavos y griegos, con sus comités, su sistema igualitario de ditribución, su combate encarnizado contra sus propias burguesías; en la comuna de Varsovia y sus decisiones sobre la milicia obrera y el control obrero; en el movimiento de masas en Francia y en Italia, con el armamento de los trabajadores y la ocupación de las fábricas; en los potentes movimientos en Extremo Oriente: la insurrección de la flota en la India, los comités de Indochina, Indonesia, Corea y otras partes, siempre acompañados por un armamento de las masas. ¿Y quién no será capaz de ver este empuje en la espléndida acción que acaban de desencadenar los obreros italianos — ¡qué espanto! en defensa de un jefe staliniano por el cual, según aconsejan los más astutos de nuestros críticos, no habría que mover un dedo...—, ocupando las fábricas, tomando a los burgueses como rehenes, eligiendo verdaderos soviets, ocupando estaciones y emisoras, de modo totalmente espontáneo, sin ningún director de orquesta, venga de donde venga? El que todo el período en que hemos entrado con el fin de la segunda guerra mundial sea un período que se caracterice por este empuje del proletariado es algo que permite enfocar la posibilidad objetiva de la construcción del partido revolucionario como nueva dirección de los trabajadores. Es, en realidad, esta conclusión la que resume la tesis de Trotsky.

El célebre ”dilema” de Trotsky

Es sobre este punto que nuestros adversarios y críticos de todo color vuelven una y otra vez a la carga, en filas cerradas, oponiendo a esta conclusión la célebre cita de Trotsky, utilizada también por los falsificadores de la GPU:

”Si esta guerra provoca, tal como creemos firmemente, una revolución proletaria, ésta conducirá inevitablemente al derrocamiento de la burocracia en la URSS y a la regeneración de la democracia soviética a un nivel económico y cultural infinitamente más alto que en 1918. En este caso, la cuestión de si la burocracia staliniana es una clase o una excrecencia del estado obrero quedará automáticamente resuelta. Quedará claro para todo el mundo que, en el proceso de desarrollo de la revolución mundial, la burocracia soviética no habrá sido más que un tropiezo episódico.

Si se admite, sin embargo, que la guerra actual no provocará la revolución, sino la decadencia del proletariado, entonces queda aún otra alternativa: un nuevo ocaso del capitalismo monopolista, su fusión más íntima con el estado y la sustitución de la democracia, allí donde siga existiendo, por un régimen totalitario. La incapacidad del proletariado para tomar en sus manos la dirección de la sociedad podría conducir, efectivamente, en estas condiciones, al crecimiento de una nueva clase explotadora a partir de la burocracia bonapartista fascista. Esto sería, según todos los indicios, un régimen de decadencia que indicaría el ocaso de la civilización.”

Para comprender correctamente el sentido de esta cita, hay que añadir la explicación que da de ella el propio Trotsky en su artículo ”Todavía y una vez más sobre la naturaleza de la URSS”:[4]

”He intentado demostrar, en mi artículo "La URSS en guerra", que la perspectiva de una sociedad de explotación, no obrera y no burguesa, o colectivismo burocrático, es la perspectiva de derrota y de decadencia total del proletariado internacional...”

En otros términos, Trotsky precisa, en esta segunda cita, que aquello que ha planteado en la primera no es un pronóstico a corto o largo plazo, sino una hipótesis histórica que debe entenderse de este modo: o bien el proletariado dará prueba de su empuje instintivamente revolucionario, y entonces se abrirá un período de luchas revolucionarias en el que podrán forjarse nuevas direcciones revolucionarias; o bien permanecerá pasivo y se dejará reducir a esclavitud, y entonces hay que reconsiderar el conjunto del análisis marxista del capitalismo, etc.

Para nosotros, no existe duda alguna en cuanto a que este análisis haya demostrado ser totalmente válido a la luz de los acontecimientos. Gilles Martinet, el teórico de la capitulación ante el stalinismo, piensa de otro modo. Según él, admitir la ”posibilidad teórica” del colectivismo burocrático constituye ya una revisión del marxismo; y convierte a Trotsky, en cierto modo, en el padre espiritual de Burnham[5]. Martinet no se da cuenta de que su objeción no va contra Trotsky, sino contra Marx, que fue el primero en plantear el dilema ”socialismo o barbarie”. El contenido de la cita de Trotsky no es ni más ni menos que una precisión de este viejo dilema de Marx. Dado que el capitalismo se encuentra en plena descomposición y que el socialismo no puede instaurarse más que a través de la acción revolucionaria del proletariado, Trotsky plantea, de forma absolutamente correcta, que si el proletariado permaneciera pasivo durante todo un período histórico triunfaría la barbarie. Y añade: pronto tendremos ocasión de verificar este aparente dilema; podremos ver si el proletariado permanece pasivo hasta el fin de la guerra, etc. Para cualquier persona de buena fe queda claro que Trotsky basaba su perspectiva en una total confianza en la capacidad de lucha revolucionaria del proletariado, confianza que se ha justificado por entero. En cambio, Martinet, que ha perdido la confianza en esa capacidad, trata de demostrar, contra toda evidencia, que la burocracia es una etapa necesaria en el camino al... socialismo. Tras haber justificado de este modo el papel de la burocracia, le da la vuelta a esta acusación y la gira contra Trotsky al estilo típicamente casuista de los jesuitas, los cuales descubren una ”justificación” de la religión en un dilema científico de este tipo: o bien lograremos, a la larga, producir la materia viva en el laboratorio, o bien tendremos que admitir que en su producción intervienen fuerzas supranaturales.

La crítica de los stalinófobos vuelve a presentarse fielmente simétrica respecto a la crítica stalinófila. Según ellos, la cita de Trotsky ”encierra” las posibilidades revolucionarias del proletariado en los límites del capitalismo. Esto es lo que nos cuenta Hal Draper en el número de diciembre de 1947 de la revista New International. De acuerdo con este autor, la tendencia hacia el socialismo existió, bajo una forma utópica, antes de la existencia del capitalismo. Bajo el capitalismo, esta tendencia recibió su forma científica. Tenemos todos los motivos para afirmar, concluye el autor, que conservaría esta misma forma en una nueva sociedad de explotación — el ”colectivismo burocrático” —, ya que ahí la cuestión estaría en luchar por la democracia política, y, al estar concentrados los medios de producción en manos del estado, la conquista del estado por las masas significaría la revolución socialista. Nos cuesta creer que el autor de esta nueva teoría siga reclamándose del marxismo.

Igual que en el caso de Martinet, sus reproches a Trotsky están en realidad dirigidos a Marx y al Manifiesto comunista. Toda la teoría marxista se basa en el hecho de que el capitalismo prepara las condiciones objetivas y subjetivas para el socialismo. La destrucción del capitalismo en una sociedad bárbara de un nuevo tipo no puede concebirse más que como destrucción de estas premisas. Se trataría de un régimen de decadencia de la civilización, de estancamiento y descomposición de las fuerzas productivas, de decadencia de las masas como esclavas totalitarias, rechazadas, sin duda, cada vez más, del proceso de reproducción. Es evidente que si partimos de la hipótesis de que el proletariado se demostrará incapaz de aprovechar la descomposición del capitalismo para instaurar el socialismo, en momentos en que se reúnen las mejores condiciones para la resolución de esta tarea, constituye entonces una total utopía contar con la capacidad de los eventuales esclavos totalitarios para la construcción de una sociedad sin clases.

Estos razonamientos podrán parecerle al lector escasamente interesantes. Sin embargo, no sólo implican un juicio de la mayor importancia sobre las perspectivas de futuro de la humanidad, sino también un juicio definitivo sobre la actividad de los revolucionarios. Es evidente que tanto Martinet como Draper cuentan con la posibilidad (por no decir la probabilidad) de que el capitalismo desaparezca sin que una revolución proletaria le haya dado el golpe de gracia. Martinet coloca el signo ”más” ante el nuevo régimen; Draper el signo ”menos”. Ambos se ven obligados, de este modo, a revisar las bases fundamentales del socialismo científico. Y, para completar este paralelismo realmente notable, tanto Martinet como Draper terminan sus ”críticas” con un intento de ridiculizar lo que ellos llaman. nuestra ”fe” en el proletariado. Su propia perspectiva está contenida en la esperanza, enteramente vana, de que la burocracia abandone, un buen día, sus privilegios, ”cuando la sociedad esté madura para el socialismo integral”, así como de que ”el maravilloso sueño socialista” no se extinga en la sociedad de los esclavos.

La naturaleza social del stalinismo

Hemos ido topando constantemente, hasta este punto, con el problema del stalinismo. ¿Quién podría sorprenderse de ello? Puesto que todos nuestros críticos, desde los falsificadores de la GPU hasta los virtuosos moralistas del Libertaire, relacionan todos nuestros pecados con el pecado original de nuestra posición sobre la cuestión rusa, tanto la lógica como la experiencia justifican aún más el que les devolvamos la tesis opuesta: como ellos han dejado desde hace tiempo de basar su política cotidiana concreta en la capacidad revolucionaria intacta del proletariado mundial, ¡por eso pueden dedicarse a placer a la gimnasia gratuita de sus distintas ”teorías” sobre la cuestión rusa!

Para que un programa sea coherente, es preciso que cada una de sus partes pueda reconducir al criterio fundamental. El criterio de clase aplicado a la política internacional no permite negar el hecho de que en la mayoría de los países europeos y asiáticos las aspiraciones revolucionarias del proletariado se hayan traducido en su adhesión al movimiento staliniano. La actitud de la vanguardia revolucionaria ante este movimiento debe reflejar, pues, el hecho contradictorio de que las dos tendencias fundamentales de nuestra época, el empuje instintivamente revolucionario del proletariado y la política abiertamente contrarrevolucionaria de su dirección, se hayan concentrado, por así decirlo, durante toda una época en el interior de los mismos partidos. Este fenómeno pierde su carácter extraño y paradojal a partir del momento en que se considera al stalinismo como reflejo de la realidad rusa actual, la cual, a su vez, combina los productos de la revolución más audaz de la historia con los de la más abyecta contrarrevolución. La contradicción que nuestros adversarios se esfuerzan por descubrir entre nuestra caracterización del stalinismo y nuestras perspectivas revolucionarias es una contradicción material, objetiva, que vive en los acontecimientos del tiempo presente, y que en vano se intentará hacer desaparecer negándola de palabra.

Si, por otra parte, se considera el stalinismo como una fuerza social extraña al proletariado — como representante de la vieja o de una hipotética nueva clase dominante — no se podrá escapar a la conclusión de que la incomprensión del proletariado mundial ante esta fuerza social enemiga representa por fuerza un grave indicio de degeneración de esta clase. Por esto la posición de nuestros adversarios y críticos no carece tampoco de lógica, aunque sea la lógica del desaliento y de la postración. No se puede combinar un análisis social del stalinismo con la comprensión del empuje instintivamente revolucionario del proletariado más que si se parte de la hipótesis de que la burocracia soviética aún no ha cortado el cordón umbilical que la vincula con la clase obrera. Por repugnante que parezca esta hipótesis en vista de los crímenes monstruosos del stalinismo, sigue siendo, sin embargo, la única que es compatible a la vez con los supuestos generales de la teoría marxista y con los supuestos sociológicos, políticos e ideológicos del fenómeno staliniano. Es ahí, por lo demás, donde se concreta, también en el plano IDEOLÓGICO, la contradicción fundamental inherente al stalinismo.

Mientras éste siga basándose en una FALSIFICACIÓN del leninismo, no habrá en el mundo fuerza material capaz de impedir que los mejores militantes comunistas de la juventud comprendan la VERDADERA naturaleza del leninismo y rompan con Stalin. Esta experiencia se repite todos los días, tanto en los países en que los PC poseen una amplia base de masas como en aquellos en que el stalinismo constituye, por el momento, la ideología oficial. No es por casualidad que en estos países la lucha contra el trotskismo, que, sin embargo, resulta casi siempre inexistente como fuerza organizada, ¡esté permanentemente a la orden del día en todas las escuelas de cuadros stalinianas! La historia del joven PC albanés, que pronto publicaremos, aportará una nueva prueba de ello. Demuestra cómo veinte años después de la victoria de Stalin, en un país completamente desprovisto de toda tradición marxista, en unas condiciones de control militar del aparato staliniano, toda una generación de jóvenes dirigentes comunistas se ve conducida, en base a su instinto de clase y a una enseñanza marxista falsificada, recibida de la misma escuela staliniana, a una ruptura completa con la política y los métodos de organización del stalinismo. ”Entonces se nos acusaba de trotskismo”, nos ha dicho uno de ellos, que acaba de integrarse a las filas de la IV Internacional. ”Nosotros, ignorando qué era el trotskismo, protestábamos vehementemente. Hoy he comprendido que entonces éramos efectivamente trotskistas sin saberlo...”

¡Cómo podrían tales palabras dejar de llenarnos de confianza en la suerte de nuestro movimiento! Sí, el stalinismo destila fatalmente desviaciones trotskistas mientras no rompe íntegramente con militantes obreros, con la tradición obrera, con la terminología y los escritos básicos del marxismo. Cuando se celebró nuestro congreso mundial[6], nuestros críticos detuvieron el cronómetro de la historia y declararon que ”las previsiones de Trotsky en cuanto a la inestabilidad de la burocracia han demostrado ser erróneas”. Tres meses más tarde, el asunto Tito rinde justicia, espectacularmente, al profundo análisis que hizo Trotsky de las fuerzas centrífugas en la burocracia. La pesada losa totalitaria sigue ocultando al mundo el profundo proceso de desafección de la joven vanguardia comunista rusa respecto al stalinismo. Los aficionados a las fechas fijas harían bien, sin embargo, en comprender el sentido de la lección que los acontecimientos acaban de darles. Esté cerca o esté lejos, llegará el día en que se manifieste también la verdad respecto a la acentuada fermentación política en el seno de la vanguardia obrera rusa. Ese día, millares de jóvenes comunistas rusos descubrirán que son ”trotskistas sin saberlo”.

La construcción del partido revolucionario

La herencia ideológica que Trotsky nos ha dejado se nos muestra, pues, como un todo coherente en el que se interpenetran inseparablemente la conciencia lúcida de las tendencias a la descomposición de la sociedad contemporánea, la definición objetiva de las fuerzas revolucionarias, las únicas que pueden invertir la orientación de la humanidad hacia la barbarie y dirigirla hacia el socialismo, el estudio científico de las condiciones subjetivas necesarias para la victoria revolucionaria, estudio en el que se integra la comprensión de la naturaleza exacta de la dirección traidora del proletariado. Pero el conjunto monumental de estas concepciones no fue nunca otra cosa, para Trotsky, que un medio de facilitar la ACCIÓN revolucionaria, de darle objetivos claros e históricamente justificados. No hay nada tan extraño a Trotsky como el fatalismo, el abstencionismo político o la pasividad. Tanto en el caso de la burda falsificación de la GPU como en el de la ”interpretación” más sutil de Martinet o de los shachtmanistas de las ideas de Trotsky, el espíritu que se pretende imputarle se manifiesta ya de entrada como un fraude, porque refleja la profunda desmoralización de sus auténticos autores, en total contradicción con la inquebrantable SALUD REVOLUCIONARIA de que Trotsky dio prueba hasta su último aliento.

Aquí se nos presenta de nuevo nuestro viejo conocido, el hombre del cronómetro misteriosamente sincronizado con el movimiento de la historia, queriendo demostrarnos, apoyándose en pruebas, que hemos fracasado en esta tarea de construcción. Esperaba unos resultados espectaculares que Trotsky, que todos nosotros le habíamos anunciado en un plazo demasiado limitado, y ahora se siente decepcionado. Junto con él se nos presenta todo el enjambre de las moscas del carruaje, y cada una de ellas nos zumba en el oído la exposición de su panacea particular para resolver este problema crucial. Hace quince años estaban los componentes del ”Sex-Bel”, hoy olvidados. Ahora están nuestros amigos de la ASR, que nos explican que hay que dejar de lado temporalmente el programa integral y disolverse en un movimiento centrista más amplio (y, por lo demás, inexistente); Martinet, que nos presenta las sutilezas de la política de ”frente popular” como vía de salida; los shachtmanistas, que nos convocan para ”reagrupar todas las fuerzas socialistas no reformistas y antistalinianas” mediante una táctica de centrismo universal; y los más ingenuos, que explican, sinceramente, que bastará con modificar nuestra posición sobre la cuestión rusa para obtener resultados positivos. Por desgracia para nuestros sabios consejeros, ellos mismos han intentado construir partidos a su manera y han fracasado lamentablemente.

Para juzgar correctamente lo que se ha logrado hay que dejar de lado todo criterio de tiempo proporcionado a una vida humana en el juicio de los períodos históricos. Solemos hablar del ”crecimiento orgánico” del movimiento socialdemócrata a finales del siglo XIX. Sin embargo, pasaron casi quince años entre el hundimiento de la Liga de los Comunistas de Marx y la construcción de la Asociación General de los Trabajadores Alemanes de Lassalle. La resurrección del movimiento obrero francés como fuerza organizada no se produjo sino veinte años después de la caída de la Comuna.

A su vez, la resurrección del movimiento revolucionario después de 1914 adquiere hoy, a la luz de la historia, una forma muy distinta a la que vieron sus contemporáneos. En realidad, las masas que afluyeron a las secciones de la III Internacional eran masas INSTINTIVAMENTE REVOLUCIONARIAS, cuyo grado de CONCIENCIA COMUNISTA no difería más que cuantitativamente del actual. La dirección de aquellos partidos era, en el mejor de los casos, una dirección centrista en cuyo seno el número de elementos realmente bolcheviques era sin duda menor al de los actuales militantes de la IV Internacional. Por otro lado, la fusión que LA REVOLUCIÓN RUSA OPERÓ en un momento dado entre la vanguardia revolucionaria internacional y las amplias masas no era, después de todo, más que APARENTE. Los años que siguieron lo demostraron irrefutablemente. Hubo que volver a empezar, que definir una vez más el programa, que educar a nuevos cuadros, que penetrar nuevamente entre las masas; y ello en un período de profunda reacción. ¿Quién podrá sorprenderse de que esta tarea exija para su solución más tiempo que el previsto hace dos décadas?

En 1939, al comienzo de la guerra, nuestro movimiento se reducía, en todos los países, a pequeños grupos aislados de intelectuales, emigrados o ilegales, o, en el mejor de los casos, semiactivos. Podemos hoy darnos cuenta del progreso que ha tenido lugar desde entonces. No está cifrado en ningún número sensacional de adherentes. Pero se concreta en Inglaterra, en China, y en múltiples países de América Latina, donde, tras largos años de desconcierto, nuestro movimiento ha cambiado su vieja piel por una piel nueva, ha liquidado los círculos cerrados y los grupos de intelectuales dilettantes, ha penetrado en los sindicatos y en las fábricas, ha empezado a reagrupar efectivamente a la vanguardia de los TRABAJADORES en la modesta escala en que tal trabajo es posible dadas las condiciones existentes en esos países. Se concreta en Francia y en Italia en la joven generación de DIRIGENTES OBREROS TROTSKISTAS que asciende, la primera en su especie desde el origen de nuestro movimiento. Se concreta en la India y en los Estados Unidos, donde los cuadros trotskistas, con años de experiencia de lucha, se han convertido en verdaderos dirigentes de masas en determinados sectores. En todas partes está ahora nuestro movimiento anclado en su clase, se desarrolla con ella, su destino se confunde con el del proletariado, al que acabará por conducir a su destino histórico. Este camino es más largo que el previsto, pero es el único camino posible. Este es el verdadero testamento de Trotsky: durante toda nuestra época, sacudida por crisis revolucionarias, los jóvenes cuadros de la IV Internacional deberán encontrar, a través de las múltiples y sucesivas experiencias de lucha, la vía de penetración y conquista de las masas. Y hemos empezado ya a ejecutar este testamento.


Notas:

[1] No carece de interés observar que la guerra civil española fue la primera ocasión en que se verificó esta profunda modificación en el método de enjuiciamiento del movimiento obrero oficial. Según los stalinianos y los socialdemócratas, no había ninguna guerra civil, sino ”una guerra de defensa del pueblo español contra los agresores fascistas”. Los ultraizquierdistas, por su parte, consideraban que aquella guerra era ”el ensayo general de la guerra imperialista”, y que ”uno y otro campo representaban los dos futuros campos de la guerra mundial”. Nuestro movimiento, por el contrario, analizaba los acontecimientos como expresión de la guerra civil entre el proletariado y la burguesía española, y no concedía al factor de la intervención extranjera, de modo totalmente correcto, más que una importancia absolutamente secundaria.

[2] Es decir, partidarios de Max Shachtman, que, en 1940, encabezó, junto a Burnham y Abern, una fracción de la sección norteamericana de la IV Internacional que cuestionaba el carácter obrero del estado soviético, el planteamiento de ”defensa de la URSS”, etc. Los textos con que Trotsky intervino en contra de esta fracción están contenidos en En defensa del marxismo (Fontamara, Barcelona, 1977). La evolución de Shachtman tras escindirse de la sección norteamericana de la IV Internacional acabó conduciéndolo al ala extrema derecha de la socialdemocracia norteamericana. (N. del T.)

[3] Véase, por ejemplo, el artículo de Gilles Martinet ”De Trotsky á Burnham”, en Revue Internationale.

[4] Texto incluido en En defensa del marxismo, cit.

[5] James Burnham encabezó, con Shachtman y Abern, la fracción de la sección norteamericana de la IV Internacional que cuestionó el carácter obrero del estado soviético, la ”defensa de la URSS”, etc. Cf. En defensa del marxismo, cit. Unos años después de esta polémica, Burnham publicó el libro The managerial revolution exposición trivilializada de la tesis, principalmente ex- puesta por Bruno Rizzi, según la cual el sistema soviético es distinto tanto del capitalismo como del socialismo. Burnham, tras abandonar el trotskismo, evolucionó hacia la extrema derecha, llegando a colaborar con el movimiento maccarthysta, con Humphrey, etc. (N. del E.)

[6] Segundo congreso mundial de la IV Internacional, celebrado en abril-mayo de 1948.