Anton PANNEKOEK  - Los Consejos Obreros - Capítulo tercero: El pensamiento

 

5. Comunismo y socialismo.

En el curso de la historia de la sociedad burguesa se puede ver perfilarse la aspiración de las clases pobres y explotadas a un mundo donde reinarían el trabajo colectivo y la solidaridad. Se vuelve a encontrar en estas aspiraciones, desempeñando un importante papel en su formación, vagas reminiscencias de las condiciones sociales preburguesas y también restos del comunismo primitivo (como puede descubrirse en ciertos pasajes de la Biblia). Era normal que, comparadas con la codicia y el egoísmo de los ricos de la clase dominante, con la opresión sufrida por los pobres, las antiguas relaciones entre los seres humanos, aquellas en que la vida estaba en cierto modo asegurada y como iluminada por una fuerte solidaridad, tuvieran el aspecto de paraíso perdido. Estas aspiraciones o formas más o menos comunistas de la sociedad se encuentran expresadas en las reivindicaciones que llevaban a primer plano campesinos o artesanos insurrectos, en los escritos que circulaban entre las masas y que leían con avidez, en los actos de fe proclamados por sectas religiosas que se separaban de la Iglesia. En la Edad Media aparecen ya en las tentativas de los artesanos para instaurar gremios pacíficos, uniendo a los habitantes de los burgos, liberados de la explotación de la nobleza, el clero y el capital comercial, especies de comunidades fraternas, tomando en ocasiones la forma monástica. Pero durante los siglos posteriores, fueron cada vez más los estratos proletarios de la población quienes, con ocasión de revoluciones burguesas de alguna importancia, plantearon reivindicaciones más o menos teñidas de comunismo.

En el siglo XIX, con el nacimiento de la industria capitalista, se vio surgir, aquí y allá, esta idea comunista entre obreros, antiguos campesinos empujados hacia las fábricas por el hambre, idea que se manifestaba en sus comienzos como una revuelta, con la naciente comprensión del papel de las máquinas para aliviar el trabajo. Pero no podía pasar del nivel utópico, de las especulaciones intelectuales sobre una mejor forma de sociedad. Pues donde los obreros actuaban en la práctica y mantenían una lucha activa de clase, no buscaban en realidad más que reformas y tendían al logro de derechos políticos (como, por ejemplo, en el movimiento cartista inglés).

Consagrando su genio científico, su dedicación y sus ideas a la lucha social, Karl Marx dio a las concepciones comunistas un sólido fundamento. Su teoría, el materialismo histórico, mostraba que el desarrollo de la producción material y, por consiguiente, el trabajo humano, era la fuerza motriz de todo desarrollo social; mostraba también que la lucha de clases era el núcleo fundamental de la historia. El análisis científico del capitalismo probaba que el modo de producción de este sistema, como resultado de su propia evolución, de la concentración de capital y del crecimiento de la lucha de clases, acabaría por llevar a la clase obrera a tomar el poder y transformar con ello el modo de producción capitalista en comunista.

De este modo, las aspiraciones e ideales nacidos entre los obreros tuvieron una nueva base: la de una concepción clara a la que referirse en el porvenir. Pero, naturalmente, todas las ideas vigentes no fueron transformadas de una sola vez ni unificadas en una sola concepción. Una nueva ciencia puede ejercer una influencia en el pensamiento y los actos de un individuo; pero las ideas y los actos de las masas, de las clases sociales, están determinadas por la experiencia de la vida. Un pensador científico está, por lo general, más avanzado respecto al mundo; es el primero en comprender las nuevas leyes y relaciones y en formularlas. De este modo, ayuda a los otros en la medida en que, gracias a él, pueden comprender más rápidamente; pero esto no impide que esta comprensión deba ser lograda luchando duramente a partir de la experiencia personal, que cada uno debe apropiársela, antes de que pueda traducirse en una modificación del comportamiento. Las ideas marxistas penetraron cada vez más en las masas, pero como una lección aprendida de memoria más que como algo que da forma, colorea, refuerza y aclara lo que nace por sí mismo en la clase obrera sometida a la dominación capitalista. Gracias a ellas, el comunismo, ayer todavía utopía, es decir, creación de la mente que era necesario llevar a la práctica, llegó ser una ciencia que predecía la transformación del sistema de trabajo por la lucha de los trabajadores; ciencia que impedía, al mismo tiempo, querer lograr objetivos irreales como por ejemplo un retroceso, o formular consignas irrealizables, o perderse en concepciones puramente ideológicas; ciencia que se podía aprender y que, ciertamente, terminaría por ser aceptada por todos, como las Ciencias Naturales, y que no se puede dominar totalmente. Pero existía sin embargo una diferencia con las ciencias de la naturaleza, y era que cada obrero, en su vida diaria de trabajo, halla un material de experiencia donde puede controlar permanentemente las correctas tesis de la teoría.

Existe todavía una diferencia: la ciencia social no puede ser asimilada por los obreros sin pasión, fríamente, como si se tratara de una enseñanza escolar que se estudia y en la que se profundiza metódicamente. El peso de su vida de trabajo, los sufrimientos que padecen, son tan duros que los obreros, desde que escuchan el mensaje de liberación, lo acogen con una alegría absorbente. Cuando esta verdad evidente estalla ante sus ojos como un resplandor que les permite leer en su vida como en un libro abierto, antaño tan sombría y tan desesperada, pueden comprobar que los sueños de los que desconfiaban, se convierten en una realidad accesible, y esta verdad se transforma ahora en una luz ardiente que les ilumina y les permite avanzar más lejos. Entonces, el comunismo, cuya esencia se encuentra como concentrada en lemas entusiasmantes, toma la forma de una religión y su doctrina es aceptada, no después de un frío estudio crítico, sino con esta fuerza de convicción que puede tener una intuición directa.

Y lo que en los libros era una ciencia fría e imposible de atacar, posee ahora la fragilidad, la incertidumbre, de una religión sometida a los azares y vaivenes de fuerza y debilidad de los que la profesan. Ninguna idea abstracta podrá impedir que la idea de liberación desaparezca de la conciencia, cuando después de una lucha encarnizada se ve que el enemigo es siempre todopoderoso y el capitalismo sigue estando en pie y parece indestructible, haciendo que esta idea de liberación parezca irrealizable. Si un periodo de prosperidad del capitalismo, una coyuntura favorable, traen consigo una mejora de las condiciones de trabajo, si disminuye la miseria desesperada de los obreros, éstos no se preocupan más que de lo cotidiano, de la mejora práctica y directa del trabajo y abandonan toda especulación sobre el futuro. Surgen dudas sobre la predicción de un inevitable fin del capitalismo y una revolución proletaria parece tan imposible como inútil. Hay en todo ello un fondo de verdad, ya que las formas que la teoría había tomado al transformarse en doctrina práctica se convierten en ineficaces durante este período limitado del capitalismo en que las condiciones no son las adecuadas.

El comunismo, o el socialismo, tal como es contemplado por la clase obrera, no es una ciencia. Es una ideología en la que son incorporados resultados científicos. Es un conjunto de ideas, de concepciones y de objetivos que han surgido de las relaciones sociales, que corresponden al capitalismo y a la clase obrera tal como son considerados en el momento, en esta fase de desarrollo. Y he ahí por qué este sistema de ideas debe transformarse con el capitalismo y la clase obrera y debe tomar nuevas formas. Esto se produce como consecuencia de oposiciones, luchas, desapariciones de las viejas cosas y nacimiento de otras nuevas. Y justamente porque estas viejas cosas poseían un sentimiento de felicidad, del nacimiento de la conciencia, porque reunían los mejores recuerdos de lucha y habían penetrado los espíritus y los corazones, se siente su desaparición como una catástrofe. Con todas sus fuerzas, contra toda razón, los obreros se aferran a estas viejas ideas y sólo después de profundas decepciones, después de luchas obstinadas y penalidades, la nueva concepción ocupa su lugar. Para que se produzca esta transformación es necesario, a menudo, que surja una nueva generación, que no conoce el pasado más que mediante una ideología y una tradición deformadas. Es una lucha interna, que no es otra cosa más que la adaptación de las ideas de la clase obrera a las nuevas condiciones capitalistas, a una mejor conciencia de la teoría, a su tarea.

En el período anterior a 1848 comenzaron a tomar forma aquí y allá las nuevas ideas. En Inglaterra se manifestaron de modo vago con los cartistas. En París, en 1848, los obreros formulan su concepción del porvenir; su consigna es: derecho al trabajo. No se trata más que de luchar contra el peligro más amenazador creado por el capitalismo, no contra el sistema mismo; pero, aún así, se encuentra el ataque de principio contra el fundamento del capitalismo: la venta y compra libres. En esta época se establecería una clara distinción entre socialismo y comunismo. La palabra socialismo definía las concepciones e ideas expresadas por pensadores y grupos burgueses para una mejor organización de la sociedad. El vocablo comunismo, por el contrario, definía las ideas y reivindicaciones planteadas por grupos obreros que, sin duda, eran pequeñas sectas pero mostraban el verdadero carácter de la lucha obrera. Comunismo y socialismo encontraron su expresión más lograda en el Manifiesto Comunista, redactado por Marx y Engels, pero resultado de discusiones dentro de un pequeño grupo de Londres, formado principalmente por obreros alemanas, la Liga de los Comunistas, que se encargó de realizarlo y editarlo en 1847.

El Manifiesto Comunista sigue siendo, aún hoy, una obra notable, pues aquí, por vez primera, son esbozadas las grandes líneas del desarrollo social. El papel revolucionario de la burguesía y del capitalismo son mostrados como una fase transitoria de este desarrollo que, gracias a la lucha de la clase obrera, llevará al comunismo. No se encuentra en el mismo, sin embargo, nada más que el deseo de una sociedad mejor: ni plan, ni directriz para el establecimiento y construcción de otro modelo de sociedad. Sólo resuena una llamada apasionada a los proletarios de todos los países para que luchen y se unan a nivel internacional. De este modo estaban colocadas las bases de la futura lucha obrera.

Pero se nota la época de su redacción en el Manifiesto; se detecta la influencia de opiniones y de concepciones relativas a la sociedad de entonces y esto es especialmente patente en el programa práctico que se propone para el inmediato porvenir. Preconiza, en efecto, la conquista del Estado, lo que recuerda lo que la burguesía había hecho en el curso de las anteriores revoluciones, e incluso, para alcanzar este objetivo, habla de comenzar, llevando más lejos por vías radicales, la revolución burguesa que se esperaba con impaciencia en Alemania. Desarrolló también la idea de que es necesario emplear el poder del Estado, como lo había hecho la burguesía en su propio beneficio, para lograr los objetivos del proletariado, para establecer una organización de los medios de producción, para derribar al capitalismo y abolir la explotación. Ahí se puede ver que la clase obrera era aún débil en número para triunfar y que debía agrupar tras de sí, arrastradas por su dinamismo, convencidas por el enunciado claro de sus objetivos, a todas las demás clases que estaban oprimidas, si quería lograr el poder del Estado. Puede verse también que el Estado mismo no tenía, entonces, más que un poder limitado, que podía fracasar y ser vencido por ciudadanos armados que levantasen barricadas y que su influencia seguía siendo débil en una sociedad, un mundo inmenso, donde reinaba la producción caótica de los capitalistas individuales. Pero se pensaba que el Estado era el único poder central y organizado y que, cuando fuese transformado en un órgano democrático representando a todo el pueblo, llegaría a convertirse en la dirección central de la producción, de la que haría un proceso mundial y organizado.

El período revolucionario y después el contrarrevolucionario, que se extienden desde 1848 a 1849, fueron testigos del aumento y consolidación de los poderes de la burguesía. En los años siguientes se inició un período de prosperidad, estimulado, entre otros factores, por el oro descubierto recientemente en California: desapareció el primer movimiento comunista. Y su literatura, sus escritos y su prensa desaparecieron con él. Sólo más tarde se volvieron a descubrir.

Después de 1850 comenzó un nuevo desarrollo. Con la inmensa expansión del capitalismo, aumentó la clase obrera no sólo en Inglaterra sino también en Francia y en Alemania. En poco tiempo surgía un nuevo movimiento obrero que no tenía conexión con el de antaño más que por medio de algunas personas que habían participado en él y por los recuerdos que se conservaban. Nacía un nuevo estilo de pensamiento, ligado a la nueva sociedad. Y la ruptura con la tradición se materializó en el nombre mismo que el movimiento eligió.

En Inglaterra, los obreros dirigían sus pensamientos sólo hacia la reforma social y política, no se interesaban más que por los derechos cívicos y el movimiento sindical, la seguridad en el empleo y la mejora de las condiciones de trabajo. A menudo ha asombrado el hecho de que la clase del país en que el capitalismo había conocido su primer desarrollo y con tal fuerza haya perdido su puesto a la cabeza del movimiento obrero. Pero puede compararse esto con el nacimiento de la burguesía algunos siglos antes. Donde florecía, primero en las ciudades de Italia y Flandes, donde logró tomar fuerza, pero no lo bastante como para destruir el feudalismo, sufrió después un parón y acabó por vegetar, rica por supuesto, pero sin que su poder siguiera aumentando; en otros países, por el contrario, como en Holanda o Inglaterra, el rápido desarrollo de la burguesía le permitió tomar el poder por completo. Los obreros ingleses del siglo XIX no eran, sin duda, capaces de derribar el capitalismo durante sus primeras luchas: pudieron, sin embargo, reforzarse lo suficiente como para constituir sus sindicatos e imponer una mejora de sus condiciones de trabajo; pero, de este modo, se convirtieron en un núcleo de privilegiados, participando en los beneficios del monopolio industrial y comercial de la burguesía inglesa. Adhiriéndose en esto al individualismo reinante, estos obreros organizados se preocupaban muy poco de las masas miserables y desorganizadas que vivían en los barrios bajos. No pensaban en establecer un nuevo y mejor modo de producción. Su internacionalismo, tal como aparece en la primera Asociación Internacional de Trabajadores o en su colaboración con los antiguos miembros de la Liga de los Comunistas, tenía principalmente por objetivo mantener su nivel salarial y llevar a cabo, en otros países, la lucha para lograr una buena sindicalización.

En Francia, y después en otros países meridionales, las ideas revolucionarias que surgían entre los trabajadores tomaron al principio la forma de anarquismo. Aquí, el individualismo, que por todas partes va a la par con el desarrollo de la producción burguesa, se exalta en la reivindicación de una libertad sin límites del individuo. En Francia, al igual que antes en Inglaterra, el capitalismo comenzaba a competir con los artesanos, conducirles a la ruina y empujarles hacia las fábricas, u obligarles a doblegarse ante usureros y comerciantes. En París, por ejemplo, donde existía una producción de lujo destinada al consumo de la burguesía europea, dicha producción era servida por pequeñas empresas artesanales. La bolsa y el capital industrial reinaban sobre la política y utilizaban descaradamente el poder del Estado para enriquecerse. Esto, junto con el peso de un poder estatal muy centralizado, hacía surgir entre los artesanos que habían acabado de abandonar su existencia pequeñoburguesa por la condición de proletarios, la idea de que el Estado, con su poder, era la fuente de la riqueza y de la miseria. El Capital es poderoso porque el Estado protege la propiedad y abandona a los débiles a merced de los fuertes en la competencia, sosteniendo a éstos últimos. Para sacar en conclusión que no era necesario incrementar las responsabilidades y los poderes del Estado, pues ello no haría más que agravar la esclavitud y hacerla aún más inevitable. Por el contrario, era necesario luchar en primer término contra el poder del Estado, contra toda autoridad y toda admiración por la misma. Y de este modo nacía entre los trabajadores la imagen de una sociedad sin autoridad, federación de pequeños grupos autónomos, a nivel político y económico: la producción global estaría asegurada por la asociación voluntaria y libre de unidades de producción independientes, que de ningún modo se verían frenadas en el ejercicio de su libertad por las ingerencias de una autoridad superior.

En Alemania comenzó el desarrollo de la industria capitalista en la segunda parte del siglo XIX, desarrollo que fue acelerándose después de 1870, y aún más después de 1895 hasta la Primera Guerra Mundial. La industria siderúrgica, cuya tasa de crecimiento proporcionó la mejor medida del ritmo de desarrollo industrial, superó en unas decenas de años la de Inglaterra y se colocó en el segundo lugar, después de Estados Unidos. Los campesinos y los artesanos marcharon a las ciudades y regiones industriales que se extendieron rápidamente. En un cuarto de siglo, la clase obrera aumentó del 30 al 60% de la población alemana. Ello como resultado de la aparición de la gran industria. Y esto se tradujo también en un cambio de mentalidad, ya que con el nuevo modo de vida surgieron nuevos hombres, cuya energía era estimulada por ese rápido desarrollo: se afiliaban en masa a las organizaciones y comenzaban a luchar. Pero no tenían ninguna tradición de lucha por la libertad, porque en Alemania no se había producido la revolución burguesa para traer la libertad política. Los príncipes y la nobleza habían conservado el poder político que, ahora, por supuesto, se veían obligados a compartir con la naciente burguesía que lograba migajas del mismo en el curso de una lucha incesante, pero conservaban el control sobre el Ejército y el Gobierno central.

Al principio, los obreros se beneficiaron de estas disensiones: por un lado, la burguesía quería utilizarles en su lucha contra el poder de los príncipes; por otro, el Gobierno les empujaba contra la burguesía. Gracias a esta contradicción lograron el sufragio universal que les fue reconocido en el nuevo Reich alemán[1*]. Pero después tuvieron que luchar al mismo tiempo contra ambos: contra los capitalistas que les explotaban y oprimían en las fábricas y contra los órganos del Estado que les oprimían en la vida pública. De este modo, su lucha en el ámbito económico para un reconocimiento de sus derechos en la fábrica se unía con la lucha por las libertades públicas y los derechos democráticos.

Esta lucha tuvo su expresión mediante la socialdemocracia, y tomó forma dentro de la misma. Este nuevo nombre del movimiento quería decir que no se conservaba ningún recuerdo de la antigua Liga de los Comunistas. Este nuevo punto de partida se basaba en la idea de que, gracias al Estado, se podría instalar una producción social y bien organizada. Para lo que se necesitaba hacer del Estado un órgano del pueblo, ein Volksraat, un «Estado popular». El objetivo era por lo tanto: el socialismo mediante la democracia. Sin embargo, el carácter ilusorio de esta táctica fue reconocido enseguida y, desde entonces, las ideas del Manifiesto Comunista y las de la doctrina marxista en general hicieron cada vez más su aparición en la propaganda del partido[2*]. Pero ello no se tradujo en un cambio de nombre de éste y, como en Alemania, fue adoptado en el mundo entero.

De hecho, las ideas socialdemócratas, que surgían ahora por todas partes y penetraban allí donde la industria capitalista concentraba en sus fábricas a grandes masas de obreros, correspondían a las del Manifiesto Comunista. El Estado es la organización de la sociedad que detenta la autoridad central y los medios que permiten dominar cada vez más la vida económica para dirigir finalmente la producción. Para lograr este objetivo, es necesario que la clase obrera se haga con el control del Estado, cuyo carácter seria modificado así radicalmente. Siguiendo el ejemplo dado primero por la nobleza y luego por la burguesía, que antaño había utilizado el poder del Estado para lograr sus objetivos, la clase obrera no tenía más que conquistar paulatinamente el poder político, por una revolución, y utilizarlo para lograr sus propios objetivos. Por lo que el sistema político que propugna es el democrático, siendo el sufragio universal un comienzo prometedor.

En esta lucha por el poder del Estado, el órgano de la clase obrera debía ser el Partido Socialdemócrata. Este participaba en las elecciones a los Parlamentos y empleaba las campañas electorales para hacer propaganda entre las masas, bien tuvieran o no el derecho al voto, para desarrollar su comprensión y para exhortarles a la lucha contra la explotación capitalista: de este modo intentaban lograr su voto. Tomando parte en la lucha política en el Parlamento, sus elegidos atacaban a los partidos burgueses y al Gobierno que éstos apoyaban, criticaban sus actos, proponían leyes o modificaciones de éstas, que fueran favorables a los obreros. Todo esto permitía al Partido aportar a las masas, en otro tiempo ignorantes y faltas de conciencia, la comprensión de pertenecer a una clase, tener intereses de clase que defender y lanzarles a participar en la lucha por el gran objetivo. Gracias a su Prensa, en constante expansión, creció la propaganda del partido, tomó un carácter de masa y se reforzó. Al mismo tiempo, libros, folletos y escritos científicos aumentaban la cantidad de conocimientos. Un verdadero ejército de intelectuales, en su mayoría surgidos de la clase obrera misma, pero también procedentes de los ambientes burgueses —impulsados por el idealismo y el entusiasmo que suscitaba en ellos la idea de una sociedad mejor e impulsados también por la comprensión del desarrollo de la sociedad— puso su fuerza creciente al servicio de esta propaganda. De este modo, el Partido Socialdemócrata se encontró en el centro de la lucha social y llegó a ser la dirección del movimiento obrero; se manifestaban en él la conciencia de la clase ascendente y el ser espiritual: representaba el porvenir.

En el partido, en su concepción del socialismo, vinieron a encarnarse todo el idealismo, los sacrificios, las fuerzas espirituales, las aspiraciones de cara al porvenir de varias generaciones de trabajadores. Es cierto que quienes estaban en el Poder, asustados por su rápido crecimiento, intentaron colocar al Partido Socialdemócrata fuera de la Ley y prohibir su propaganda (Ley de excepción contra los socialistas, en vigor desde 1868 hasta 1890) y destruirle. Pero en vano. Son los obreros quienes hacen funcionar los transportes y les era fácil, tomando algunas precauciones, importar masivamente del extranjero publicaciones del Partido y distribuirlas clandestinamente. En las zonas industriales de gran concentración obrera, existía siempre la posibilidad de hacer propaganda de persona a persona. Los sacrificios que soportaron los obreros durante esta lucha reforzaron aún más su entusiasmo y el continuo aumento del número de parlamentarios del Partido, el aumento rápido del número de escaños de una elección a otra, eran pruebas de la inutilidad de estas tentativas para destruir por la fuerza este movimiento en expansión. Después de la derogación de la ley de excepción, se prolongó esta expansión y, en 1912, el Partido Socialdemócrata logró un tercio de los votos en las elecciones, lo que le aseguró una parte de los escaños en el Reichstag.

De acuerdo con las concepciones teóricas entonces en vigor, este agrupamiento, esta unión de la clase obrera era justamente lo necesario para la revolución próxima que acabaría con el capitalismo. Pero, en la práctica, conquistaron para los obreros su lugar en el mundo capitalista y, mediante una lucha permanente, aseguraban el mantenimiento y la mejora de sus condiciones de vida; garantizaban también la libertad de acción de los sindicatos. Dado que la parte esencial de la lucha se dirigía a lo cotidiano, a la búsqueda de reformas prácticas y se quedaba a un nivel defensivo, la teoría abstracta se volvía progresivamente hacia el futuro, hacia el socialismo. Las grandes masas, que permanecían aún fuera del Partido, compartían de modo más o menos claro la esperanza de que algún día llegaría el socialismo. Y esta esperanza iluminaba el trabajo práctico por objetivos inmediatos. Pero existía una buena dosis de ingenuidad confiada en la creencia de que bastaba con rellenar el boletín de voto en el año de elecciones con los nombres adecuados, para lograr un Parlamento y un Gobierno que abolirían la explotación e instaurarían el socialismo. Incluso en los ambientes donde se era consciente de que la lucha sería dura, de que seria necesaria una revolución realizada por los obreros mismos, se daba por seguro que el Partido, al situar un nuevo Gobierno, el de los dirigentes obreros, gracias a leyes y reglamentos, podría decretar el socialismo. Los jefes del Partido serían los libertadores, tanto por la lucha que llevaban hoy como por su acción en el Gobierno el día de mañana. Era esta concepción la forma según la cual los obreros mismos se liberarían: llevando al Gobierno a los jefes del Partido.

En Alemania, el Partido Socialdemócrata llegó a ser una poderosa organización con 300.000 miembros (hemos de señalar que también existían 1.000.000 de afiliados a los sindicatos), reuniendo 3.000.000 de votos en las elecciones, disponiendo de una muy potente organización interna, en pocas palabras, un Estado dentro del Estado, con su propio Gobierno, sus Congresos anuales, su numerosa burocracia de funcionarios, dueños de las finanzas y de la Prensa del partido. Estos funcionarios tenían el control de los medios materiales del Partido, y ejercían también su poder sobre sus miembros. De hecho, son ellos quienes, con los dirigentes políticos, miembros del Parlamento, decidían la táctica del Partido bajo formas aparentemente democráticas. En otros países, gentes capaces, procedentes de la clase obrera, habrían podido lograr puestos honorables en la sociedad, incluso puestos dirigentes, al servicio de la burguesía. En Alemania, por el contrario, no existía ninguna tradición de libertad cívica y las contradicciones de clase eran demasiado agudas como para que sucediera lo mismo. Los socialistas fueron considerados como enemigos del Estado; incluso aun cuando no fueron colocados fuera de la Ley, se les miró siempre con desconfianza o se dejó de perseguirles: por lo que tuvieron que cerrar filas y crear una sólida organización. Como jefes del Partido, éstos no podían aspirar a un papel dirigente en la sociedad más que si eran llevados a él por una revolución obrera.

En otros países, donde las ideas socialdemócratas habían triunfado debido a una mayor libertad cívica, únicamente pequeños grupos compartían la idea, evidente, de que hay una diferencia de principio entre los dos mundos, el socialista y el comunista. Además, para los obreros la lucha del Partido debía ser principalmente una lucha por reformas, coloreadas por el ideal socialista, mientras que en la mayoría de los dirigentes politicos surgían y se desarrollaba la idea de que nada separa capitalismo y socialismo y que en absoluto era necesaria una revolución para pasar del uno al otro. El capitalismo podría ser transformado de forma tal que, al final, el orden socialista se instale por sí mismo, mediante una serie de reformas, rectificando viejas anomalías. Para ello, era necesario buscar la colaboración de los reformistas y partidos burgueses, pues siendo minoritaria la clase obrera, era impotente para hacerlo por sí misma. De este modo, las intenciones de los políticos socialdemócratas de lograr convertir en realidad las esperanzas de la clase obrera al ocupar los puestos ministeriales, podrían llevarse a la práctica. Ni que decir tiene que en estas condiciones no se podía tratar de ir más allá de lo que la burguesía misma estimaba útil y admisible. Cada vez que un socialdemócrata lograba un cargo de ministro, concejal o alcalde, lograba un poco más de respetabilidad y recibía un salario más elevado que los obreros, podía llevar a cabo ciertas reformas pero, al final, no podía ser más que el defensor y conservador del orden existente y consolidar el Poder ejercido por el Estado sobre las masas; por consiguiente, no era más que un servidor y alguien útil al capitalismo.

Tal fue el desarrollo en Alemania, pese a una viva oposición, pero solo aparente y superficial, entre el Partido y la clase dominante. En las masas obreras existía un espíritu reformista, consecuencia de la prosperidad, producto del rápido desarrollo del capitalismo alemán y que sólo de tiempo en tiempo se abandonaba, bajo el efecto de una presión política exterior de importancia, para dejar paso a un espíritu de protesta y de resistencia abierta. La burocracia del partido y la de los sindicatos se convirtieron en un grupo social con sus condiciones de vida propias, mucho más seguras que las de los obreros, y realizando tareas que ya nada tenían que ver con el trabajo de un obrero. Tenían suficientes miembros para formar una especie de clase social, con sus concepciones e intereses propios, ligada a la clase de los intelectuales y los funcionarios de la sociedad burguesa. Para ellos, el mundo del capitalismo y del parlamentarismo no eran tan malos, ya que habían podido encontrar un puesto donde ejercían influencia y poder; lo que quedaba de su ideal de antaño, el deseo de disminuir el poder de los príncipes y los militares, parecía poder ser logrado sin revolución. Si deseaban ejercer influencia sobre el Estado, estas burocracias evitaban cuidadosamente que no se desarrollaran contra éste acciones de masa más radicales. Pues esta lucha habría podido destruir sus organizaciones y la base de su existencia. Ni que decir tiene que con todo esto se mezclaban sentimientos nacionalistas, a veces claramente, pero más a menudo tan sólo de modo formal.

Esta degeneración de la Socialdemocracia se puso en evidencia y alcanzó su punto más alto a causa de la guerra de 1914. En Alemania, la dirección del Partido y la burocracia obrera se colocaron, con pocas excepciones, del lado de los nacionalistas; pusieron al servicio del Gobierno alemán, de la burguesía y de los generales, la máquina del Partido, su poder moral y su capacidad de organización. En el mundo entero se vio en ello la derrota moral de la Socialdemocracia. Abjuraba de todos los ideales que siempre había defendido y los obreros, habituados a seguir al Partido, impotentes frente al poder unido del Partido y de los generales, privados de derechos a causa del estado de guerra, no tenían ninguna posibilidad de resistir ni poseían ninguna forma de organización o agrupación independiente en la que habría podido encontrarse de nuevo y manifestarse una resistencia inicial. Lo mismo sucedió en otros países. Basándose en el argumento de que el militarismo alemán era el peor enemigo de la clase obrera, la amenaza mas peligrosa, los partidos socialdemócratas decidieron colocarse al lado de sus respectivos Gobiernos; proclamaron la tregua entre las clases sociales y se pusieron de este modo al servicio de la burguesía, así como a defender el poder mundial de Francia e Inglaterra.

La Primera Guerra Mundial trajo consigo el derrumbamiento catastrófico de la socialdemocracia alemana. Ello ocurrió a causa de lo que se conoce como la Revolución alemana. La derrota militar, la insurrección de los marinos, las huelgas de los obreros y sus manifestaciones, la organización de los Consejos de obreros y soldados, colocaron a los jefes socialdemócratas al frente del Estado, ya que eran los únicos que podían mantener a los obreros en el orden y la calma. Los jefes del Partido, al igual que la burguesía y los generales, odiaban y temían la revolución obrera. No se daban cuenta de la verdadera debilidad de los obreros: en efecto, sólo pequeños grupos eran conscientes del verdadero carácter de la lucha que comenzaba y estaban dispuestos a llevarla a cabo. Las masas mantenían toda su confianza en el Partido y sus dirigentes y no veían plantearse ninguna perspectiva para la lucha; dejaron abandonados a los pequeños grupos que luchaban contra el enemigo. Por lo que los cuerpos francos y los voluntarios, dirigidos por los generales con el apoyo de los socialdemócratas en el Poder, pudieron enfrentarse a los grupos obreros armados y asesinar a sus portavoces.

Lo que impedía a la clase obrera alemana luchar por la conquista del poder, en este período de quiebra del poder político burgués, era precisamente su adhesión a la concepción socialdemócrata, su creencia en el Partido y su fidelidad a éste. El socialismo, este objetivo que medio siglo antes era una fuerza viva capaz de sublevar a las masas y arrastrarlas a la lucha, se convertía ahora en una fuerza muerta que enfriaba el ardor en el combate. El socialismo se había convertido en una ideología, una doctrina envejecida que, como las otras, religión, democracia, nacionalismo. etc. impedía a los obreros comprender lo que ocurría en esta nueva época y qué tarea era ahora la suya. En vez de darles fuerzas, esta ideología les entregaba atados de pies y manos a los dominadores. Siempre habían oído decir y habían aprendido que el Partido les traería el socialismo; hoy, los jefes del Partido estaban en el Poder, al frente del Estado, ¡así que el socialismo tenía que llegar!

Los jefes del Partido no pensaban más que en restablecer lo más rápido posible el orden normal de las cosas, es decir, burgués, y ante todo querían restablecer un centro oficial para la organización de su poder. Y cuando los obreros exigían una legislación socialista, era fácil refutarles diciéndoles que la mayoría no había votado al socialismo en las elecciones y que era necesario doblegarse a las decisiones de la mayoría, como buenos demócratas. Se creó una «comisión para la socialización» formada por teóricos del Partido y economistas demócratas capaces, que debían determinar las posibilidades de socialización; al cabo de un año aproximadamente esta Comisión entregó su informe: se podía leer en él que la socialización era algo bien difícil y que era necesario no precipitarse. Y cuando se perfiló entre los obreros una lucha más intensa provocada por atentados de los reaccionarios, que amenazaba con arrastrar a las masas, los jefes socialdemócratas dedicaron su tiempo a recordar a todos lo que ya había sido obtenido y que era necesario no poner en peligro: la República, el reconocimiento de los Sindicatos, que aumentaban en afiliados y fuerza, la llegada al Gobierno de los socialistas. Estos se encontraban al frente del Estado: ¡era el socialismo!

Los obreros lo experimentaron y pudieron comprobar que no era otra cosa que capitalismo. El Capital, de nuevo dueño de todo y mostrándose incapaz de organizar de nuevo la producción, no buscaba más que enriquecerse. Explotaba a los obreros, se dedicaba a especular en la Bolsa, a las estafas en los títulos de cotizaciones, a la corrupción de los ministros, vendía productos almacenados y fábricas y acabó por hundir a todo el mundo en la crisis y el desempleo. Y, cuando el ejército de los nacionalistas y del gran Capital se organizó y se apoderó del poder, los jefes socialdemócratas, envejecidos, no se atrevieron ya a llamar a una resistencia obrera seria. La socialdemocracia que antaño se presentaba a sí misma como «liberadora del mundo» se derrumbó sin pena ni gloria.

Lo mismo sucedió en todos los países, aunque bajo la forma menos catastrófica de una apariencia de vida. La socialdemocracia de la posguerra se transformó en un partido burgués, dedicado a la reforma del capitalismo. Ya no se trataba de conquistar el poder por la lucha de la clase obrera y de instaurar el día de mañana el orden socialista, sino de organizar el capitalismo, mediante la intervención del Estado y la instauración de un control estatal en el capital monopolista, los bancos y la gran industria. A este programa se le llamó «plan de trabajo», mostrando así que se mantenía la ilusión de poder dominar al gran Capital en beneficio de la pequeña burguesía y de la clase obrera, aliadas entre sí. Pero esto no era más que la utopía reaccionaria, que volvía para combatir el poder de un gran capital ya victorioso con el del pequeño capital que dependía de aquél y que deseaba restaurar el pequeño capitalismo, es decir, mantener eternamente un cierto tipo de explotación de los obreros. El pensamiento socialista, antaño el mejor y más poderoso de los productos de la lucha obrera, se convirtió en un dogma petrificado, quedándose retrasado ante el desarrollo del capitalismo, incapaz de hacer frente a las nuevas necesidades de la lucha, degenerando en una ideología burguesa impotente. E incluso lo que constituía su núcleo económico, es decir la idea de que el capitalismo podía ser ordenado mediante la intervención del Estado, no pudo llevarse a la práctica más que cuando otros lo adoptaron, por lo demás de forma totalmente distinta a la que los socialistas habían pensado.

Pero a finales del siglo XIX y comienzos del XX, no todos los países conocieron este dominio exclusivo de la socialdemocracia sobre las ideas de los obreros. Más concretamente en los países latinos, como Francia y España, surgió un movimiento obrero llamado sindicalista que se oponía a la Socialdemocracia como antaño el anarquismo al comunismo. Enemigo de la concepción socialdemócrata de la instauración del socialismo mediante la conquista del poder estatal y la promulgación de leyes, este movimiento recordaba la necesidad de luchar contra su poder y su opresión. Las uniones obreras de los países latinos recibieron el nombre de sindicatos[3*]. Según las ideas de este movimiento, el trabajo debe estar en la base del mundo nuevo, pero esto quiere decir simplemente que los sindicatos deben ser la forma organizativa de la nueva sociedad. En éstos se manifiesta la autodeterminación obrera, opuesta a la autoridad del Estado y a la política, consideradas como coto privado de especialistas ajenos a los obreros y que se colocaban por encima de ellos: en su sindicato los obreros y no los políticos, los partidos y los funcionarios, son los dueños del mismo. Un partido no puede ser el representante de la clase obrera y mucho menos puede incorporársela: y si no sucede así en la Socialdemocracia, es porque contiene elementos de otras clases sociales. Un partido es una organización de opinión que, en tanto que tal, reúne a quienes profesan las mismas ideas; por el contrario, el sindicato es una organización de clase que agrupa a quienes pertenecen a la misma clase. Se vuelve a encontrar en esta oposición sindicalista una reacción contra las argucias, los engaños y la corrupción que son la esencia y la práctica del parlamentarismo y que no pueden ser modificadas por ningún socialdemócrata, quienquiera que sea él y cualquiera que sea su buena voluntad. El sindicalismo lucha con todas sus fuerzas contra la concepción de la revolución socialista como política, pues tal revolución política no liquidaría el poder del Estado y no haría más que instaurar un nuevo Poder, aún más asfixiante que el del capitalismo. Una verdadera revolución obrera, según el movimiento sindicalista, no sería otra cosa más que la destrucción del Estado. El arma de esta destrucción era la huelga general, arrastrando esta gran acción a todos los obreros. En lugar del Estado se situaría una asociación libre de los sindicatos: son ellos quienes organizarán y dirigirán la producción.

Se ve surgir nítidamente en este género de concepciones lo que faltaba en la concepción socialdemócrata: la autodeterminación de los trabajadores y la necesidad de una organización de clase pura. Pero estas ideas permanecían bajo una forma que traicionaba claramente su origen, es decir, el hecho de que se habían desarrollado dentro cíe un capitalismo muy especial y todavía débil: el de Francia. Aquí primaba siempre principalmente el pequeño capitalismo: débil concentración capitalista, nada de gran industria ni de gran Capital, como en Alemania, para hacer de los obreros los participantes explotados de un gran desarrollo. El capitalismo francés, y sobre todo el financiero, estaban poco interesados en la producción de mercancías; aparecían un poco como potencias extranjeras que dominan el Estado y la política, sobre todo mediante la corrupción. La ideología sindícalista estaba como apartada de esta situación. Pues la lucha, si se presentaba como una lucha de clase para la abolición del patrón y del asalariado, estaba dirigida en la práctica a la mejora de las condiciones de trabajo, se mantenía a un nivel primitivo, y dedicada únicamente al campo de la producción. Bajo su forma más radical, antipatriotera y antimilitarista, expresaba asimismo el hecho de que luchaba contra el gran capital financiero que buscaba arrastrar a Francia a guerras para su propio interés. Pero no se trataba más que de una forma negativa de no participación que, en definitiva, descuidaba e incluso negaba la fuerza real de la ideología nacionalista. Se afirmaba que cada uno era libre de participar, fuera del sindicato, según sus «concepciones filosóficas o políticas», en otras formas de lucha, mas esta declaración en realidad no hacía más que manifestar la debilidad de la clase obrera todavía en su infancia y que apenas podía defender su puesto en el orden existente más intentando negar todas las viejas o nuevas concepciones ideológicas. Pero, de este modo, los grandes problemas de la organización social de la producción quedaban en segundo plano. Y. por consiguiente, no podía comprenderse que estos sindicatos, que debían llevar a cabo una lucha victoriosa contra el gran capital gracias a su estricta organización, verían crecer en su seno una burocracia de jefes que dominaría a los obreros. La dirección de la producción por los sindicatos, es decir, en realidad la dirección de la producción por los jefes sindicalistas, es otra cosa por completo distinta a de la dirección de la producción por los obreros mismos; se trata, de hecho, de la supremacía de una capa de funcionarios dirigentes, es decir, en definitiva, el mismo tipo de organización que el preconizado por la Socialdemocracia.

En la práctica, la ideología sindicalista conoció también la quiebra con el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando los dirigentes sindicalistas, arrastrados por una ola de patrioterismo, se alinearon al lado del Gobierno y de la burguesía. Hablaban de luchar contra el imperialismo alemán y su servidor la Socialdemocracia, ambas ramas de un mismo árbol, tan peligroso el uno como la otra con sus sentimientos liberales en gran parte de origen burgués. Esta quiebra del sindicalismo permitió la transición hacia la adopción, en la postguerra, de las mismas prácticas reformistas sindicales que en los demás países. Esta adopción se tradujo en la adhesión de los sindicatos a una unión internacional con los sindicatos reformistas alemanes e ingleses. Las viejas consignas radicales permanecían... de palabra, pero en la realidad práctica de la lucha, no había más que algunas huelgas que estallaban periódicamente, única forma permitida por relaciones capitalistas bastante mal desarrolladas. El movimiento radical quedó muy limitado en cuanto al número de afiliados. Sólo en 1936, después de toda una serie de huelgas con ocupaciones de fábricas, se desarrolló. La ideología del sindicalismo permanecía viva, como manifestación de un cierto sentimiento de libertad, una cierta desconfianza hacia la política, de un odio hacia la centralización. Durante la guerra civil española el sindicalismo tuvo un cierto papel en Barcelona, en tanto que ideología de los mejores combatientes, pero también con expresión de una fuerza en lucha que era demasiado limitada e insuficiente ante la dictadura fascista.

La Primera guerra mundial trajo consigo, pues, la quiebra de todo el antiguo movimiento obrero y de su ideología. Profundamente decepcionados y desesperados, los obreros vieron a su clase reducida a la impotencia y obligada a seguir a sus dueños al matadero, como una muchedumbre de esclavos obedientes. Todos los principios de la lucha de clase y de solidaridad internacional, que habían sido propagados por doquier, fueron olvidados y traicionados. Y esta fuerza de la que estaba tan orgulloso se había desvanecido, no quedaba de ella más que un simulacro de conciencia de clase y de organización. La conciencia de clase fue ahogada por el nacionalismo; la organización erigida por los obreros para luchar contra el Capital, se había convertido en un instrumento de éste para reducirles aún más a la esclavitud.

Sólo algunos pequeños grupos desperdigados mantenían viva esta idea, de que la lucha de clase, cuando tome la forma de una revolución obrera, pondrá fin al dominio de la burguesía y derribará al capitalismo. Veían en la guerra mundial el esbozo de un nuevo desarrollo. Lo que esta guerra había destruido era sobre todo ilusiones: ilusión de una evolución pacífica hacia un mundo mejor, ilusión de la conquista del Poder por métodos «suaves». Ante los obreros se mostraba la realidad brutal y terrible: sólo una lucha feroz podrá permitir conquistar la libertad y controlar la producción. Pero esta verdad estaba acompañada de nuevas promesas. En efecto, la idea de que el capitalismo había llegado a ser insoportable, con sus guerras y masacres, se hacía sitio en los espíritus de las masas. Durante la guerra, había alcanzado su apogeo la explotación, y los derechos individuales y colectivos se habían reducido al mínimo: todos los derechos y libertades hasta entonces conquistados habían sido abolidos, los obreros se habían convertido en esclavos que no sólo debían proporcionar su fuerza de trabajo, sino también entregar sus vidas para el mayor beneficio de sus amos. Durante la guerra, habían sido empleadas todas las fuerzas para la destrucción; el día de mañana, el mundo saldría de ella empobrecido y destruido, con un aparato productivo en total desorden: un mundo de hambre y penuria. Las masas se verían obligadas a rebelarse y los obreros se harían dueños de la producción. Entonces, la guerra mundial se transformaría de catástrofe para el socialismo en catástrofe para el capitalismo.

De este modo surgían nuevas ideas. El mundo nuevo nacía, entre una niebla que se disipa; el objetivo se perfilaba claramente ante los obreros y parecía ser alcanzable. La revolución estaba a la vista. Lo que antaño no era más que un sueño, se convertía ahora en una realidad tangible: pero se trataba de una tarea ardua y de una lucha difícil. Se manifestaba ya la oposición al sistema en forma de huelgas en las industrias de guerra de Alemania y Francia. Surgían espontáneamente, contra la voluntad de los dirigentes y de los partidos, violentamente reprimidas por el Poder, pero eran el inicio de una nueva orientación. Con ella, nacía un nuevo entusiasmo y veía la luz un nuevo desarrollo del pensamiento.

Los grupos que, durante la guerra, se habían adherido a la teoría de la lucha de clase y al ideal de la revolución proletaria y que formaban, por ello, una pequeña vanguardia del futuro movimiento de masas, habían rechazado el apelativo deshonroso de socialistas. Retornando a los gloriosos comienzos del movimiento, al Manifiesto Comunista, tomaron el nombre de comunistas. Y al igual que al comienzo de la carrera de Marx, se veía al movimiento comunista proletario erigirse, al mismo tiempo, al lado y contra el movimiento socialista burgués y reformista. Pero existía una diferencia: los portavoces del socialismo eran ahora jefes obreros aburguesados, teniendo tras de sí importantes organizaciones.

El frente de la guerra imperialista se derrumbó en sus puntos débiles, ante la nueva presión. Primero en Rusia; luego, un año más tarde, en Alemania y, con el final de la guerra, estallaron en diversos países huelgas y nuevas luchas sociales. En Rusia, la revolución derribó al zarismo. Los bolcheviques, que en otro tiempo se llamaran Partido Socialdemócrata, tomaron el Poder, proclamaron la dictadura del proletariado e hicieron llamamientos a los obreros de todos los países para que pusieran fin a la guerra, iniciaran la Revolución Mundial y se deshicieran del Capitalismo.

Después, la Revolución rusa iluminó todo el planeta, como una brillante estrella en un cielo sombrío. En todas partes, las masas se pusieron a esperar. Se hicieron más reticentes a las órdenes de sus amos, pues escuchaban las llamadas procedentes de Rusia. Llamadas para poner fin a la guerra, llamadas a la fraternidad entre los trabajadores de todos los países, llamadas a la Revolución Mundial contra el capitalismo. Aferradas aún a sus viejas doctrinas y a sus caducas organizaciones socialistas, las masas permanecían vacilantes, bajo el cúmulo de calumnias lanzadas por la Prensa. Esperaban, dudando, que el sueño se convirtiera en realidad. En todas partes se formaban pequeños núcleos, especialmente de jóvenes trabajadores. Nacía el movimiento comunista. Formaban la vanguardia de los movimientos que se desencadenaron en la postguerra en todos los países y que fueron más violentos en la Europa Central, agotada y vencida, que en el resto del mundo.

Era una nueva doctrina, un nuevo sistema de ideas, una nueva táctica de lucha de este comunismo que disponía —fenómeno nuevo— de los poderosos medios de la propaganda gubernamental procedente de Rusia. Se basaba en la teoría marxista, que propugna la destrucción del capitalismo por la clase obrera. Lanzaba llamadas a la lucha contra el Capital mundial —concentrado principalmente en Inglaterra y Norteamérica— que explotaba a todos los pueblos y continentes. Incitaba a la sublevación no sólo a los obreros industriales de Europa y América sino también a los pueblos dominados de Asia y África, a sumarse a la lucha común contra el capitalismo. Era una declaración de guerra y, como toda guerra, sólo podía ser ganada mediante la organización, la concentración de poderes en manos de un Estado Mayor y una disciplina férrea. Se disponía ya de un núcleo de combatientes y de oficiales con los partidos comunistas, que agrupaban a los más valerosos y capaces militantes. Correspondía a ellos tomar el mando y a las masas el sublevarse a su llamada y atacar a los Gobiernos capitalistas. En un momento en el que las crisis económicas y políticas sacudían al mundo, no se podía esperar que las masas fuesen convertidas al comunismo mediante una paciente educación. Por lo demás, no es necesario. Basta con que estén convencidas de que el comunismo es la salvación, que confíen en el Partido Comunista, sigan sus directrices y le lleven al Poder. Entonces, el Partido, dueño del Gobierno, establecerá el nuevo orden. Es lo que sucedió en Rusia. No había más que seguir su ejemplo en todas partes. Pero, correspondiendo a la entrega de los jefes en el cumplimiento de su pesada tarea, las masas debían someterse a toda costa a una obediencia y disciplina estrictas en sus relaciones con el Partido. La misma actitud era válida para los miembros del Partido en sus relaciones con los jefes. Lo que Marx había llamado dictadura del proletariado no podía ser llevado a cabo más que por la dictadura del Partido Comunista. La clase obrera está encarnada en el Partido y éste es su representante.

Se advierte claramente el origen ruso de esta forma de la doctrina comunista. En Rusia, no existían más que una pequeña industria y una clase obrera subdesarrollada. Lo único que había que liquidar era un despotismo de tipo asiático completamente podrido. En cambio, en Europa y Norteamérica, una numerosa clase obrera, altamente desarrollada, formada por una industria, se enfrentaba a una clase capitalista, también poderosa y que disponía de todos los recursos mundiales. Por ello, la doctrina que propugnaba la dictadura de un partido y la obediencia ciega, encontró una fuerte oposición. Si en Alemania los movimientos revolucionarios que se produjeron al término de la guerra hubieran llevado a la victoria de la clase obrera y a la unión con Rusia, la influencia de la clase obrera alemana, producto del desarrollo industrial y capitalista más elevado, la habría inmediatamente barrido, borrado o difuminado los rasgos típicamente rusos. Esta victoria habría influido, asimismo, en los trabajadores de Inglaterra y de Norteamérica, y habría conducido a Rusia por otros derroteros. Pero la revolución fracasó en Alemania. Las masas fueron mantenidas a distancia por sus jefes socialistas y sindicales, que les narraban historias de atrocidades y que les prometían una felicidad socialista dentro del orden. Esto sucedía al mismo tiempo que su vanguardia era exterminada y sus mejores portavoces asesinados por las fuerzas armadas bajo la tapadera del Gobierno socialista. Los grupos comunistas alemanes de oposición apenas podían ejercer influencia, ni ver aumentar su importancia numérica. Estos últimos fueron expulsados del Partido. Los grupos socialistas disidentes se vieron obligados a adherirse a la Internacional de Moscú, atraídos por su nueva política oportunista: la vuelta al parlamentarismo, mediante lo que la Internacional esperaba lograr el Poder en los países capitalistas.

El antiguo grito de guerra: ¡Revolución Mundial! ya no fue más que palabras. Los jefes rusos concebían la revolución mundial a imagen y semejanza de su revolución, como su extensión a gran escala. No conocían el capitalismo más que bajo la forma que tenía en Rusia antes de la revolución, es decir, bajo la de una explotación por parte de potencias extranjeras que empobrecían a todos los habitantes y exportaban los beneficios fuera de Rusia. No conocían el capitalismo bajo su aspecto de fuerza organizadora, creando mediante su riqueza las bases de un nuevo mundo aún más rico. Como puede comprobarse en sus escritos, ignoraban todo acerca de la enorme fuerza de la burguesía, fuerza que no pueden destruir ni los jefes más entregados a la causa, cualquiera que sea su capacidad, ni un partido disciplinado. Tampoco sabían nada de los recursos de los que la clase obrera moderna dispone. Esta ignorancia está en el origen en las formas primitivas de su martilleante propaganda y de los métodos terroristas empleados por el Partido, no sólo en el ámbito espiritual sino también en el físico, contra los que mantenían puntos de vista divergentes. Era una especie de anacronismo que Rusia, que había entrado hacía poco tiempo en la era industrial y apenas había abandonado su primitiva barbarie, tuviese que tomar el mando de la clase obrera de Europa y América, cuando ésta se enfrentaba a la tarea de transformar un capitalismo industrial altamente desarrollado en una forma superior de organización.

La vieja Rusia, por su estructura económica, era esencialmente, un país asiático. En toda Asia vivían millones de campesinos que practicaban una agricultura primitiva, a pequeña escala, fijados a sus pueblos, sometidos al dominio despótico de lejanos amos con los que no tenían más lazos de unión que los impuestos que les pagaban. En la época moderna, estos impuestos se transformaron cada vez más en un pesado tributo pagado al capitalismo occidental. La Revolución rusa, al liquidar los impuestos y deudas zaristas, liberó a los campesinos rusos de esta forma de explotación por parte del capital occidental. Después llamó a todos los pueblos oprimidos y explotados de Oriente a seguir su ejemplo, unirse a la lucha y sacudirse el yugo de los déspotas. instrumento de la rapacidad del capital mundial. Y, por todas partes, en China como en Persia, en la India como en África, fue escuchada esta llamada. Se constituyeron partidos comunistas, compuestos por intelectuales radicales, campesinos sublevados contra los latifundistas y terratenientes, «coolies» y artesanos de las ciudades oprimidos hasta la muerte. Comunicaban a millones de individuos el mensaje de la liberación. Igual que en Rusia, este mensaje significaba que estas poblaciones iban a ver abrirse al camino hacia el desarrollo industrial moderno, a veces con el apoyo de la burguesía nacional modernizante, como en China.

Con ello, la lucha mantenida por la Tercera Internacional tenía más éxito que si hubiera permanecido a remolque de Rusia. En muchos casos, mezclaba de modo claro en sus actividades las atribuciones de la revolución burguesa. Tal es el significado de los jefes supremos, la táctica del complot, el terrorismo, la insurrección en la que domina la fuerza armada, el oportunismo sin fe ni ley, características todas ellas en contradicción con las del proletariado moderno y las de la revolución proletaria. Pero hay que decir que estos aspectos encontraron eco en Europa y América. Fueron más o menos aceptados por los obreros de esos países. En efecto, hacían una llamada a las revoluciones burguesas de antaño. Tomaban nombres y consignas de la Revolución francesa, de esa época heroica que contrastaba con la profunda pasividad posterior. Pero así se reforzaban en gran medida las concepciones pequeñoburguesas en los obreros. La ideología del Partido Comunista fue, pues, una ideología aún más anticuada y retrasada de lo que habría podido pensarse a priori. Bajo una fraseología revolucionaria en apariencia enérgica, desarmaba de hecho a los obreros y los hacía incapaces de cumplir su verdadera tarea.

Pero el papel decisivo en esta degeneración fue desempeñado por la evolución interna de Rusia misma. Ya en 1918-19, mientras que se lanzaban las primeras llamadas encendidas a la Revolución Mundial y a la liberación de la clase obrera, en Rusia misma, hecho desconocido en Europa Occidental en esa época, se había dado ya el primer paso para el restablecimiento de los directores de fábrica. Y la contradicción se acentuó cuando, en los años siguientes, el capitalismo de Estado adquirió una forma más marcada y se desarrolló rápidamente, según un plan previsto, una burocracia de dirigentes técnicos y políticos que se convirtió en una nueva clase dirigente dueña del aparato productivo. Mientras la propaganda seguía hablando de la «patria de los obreros» y repetía las consignas comunistas, los obreros rusos formaban una clase explotada. Al igual que durante el desarrollo industrial en Europa Occidental, los obreros rusos tenían que contentarse con salarios miserables, aceptar condiciones de trabajo lamentables y un nivel de vida muy bajo. Pero esto no era todo. Estaban privados de toda libertad de movimiento, de toda posibilidad de asociación, de toda libertad de opinión, privados de una Prensa y, por todo ello, incapaces de triunfar sobre sus nuevos amos mediante la lucha. El capitalismo de Estado suponía para los obreros rusos una esclavitud aún más acentuada que en Europa Occidental.

De este modo, un engaño interno dirigía la actividad de los partidos comunistas. Ellos mismos se habían convertido en instrumentos de la política del Estado ruso en su lucha contra los otros Gobiernos. Es cierto que, mediante sus consignas radicales propugnando la lucha contra el Capital y que eran totalmente distintas a las de los socialdemócratas convertidos en criados del capitalismo, todavía podían sublevar a las masas en rebelión y arrastrar tras de sí principalmente a los jóvenes. Tanto más, debido a que disponían para su propaganda de un aparato organizado y de medios financieros importantes. En Europa Occidental, en crisis y más concretamente en Alemania, el P.C. sabía recuperar todo este entusiasmo juvenil gracias a sus consignas brillantes y pomposas. Pero era para desviarlo hacia juegos electorales y oportunistas, bien en contra de uno u otro partido, emplearlo en acciones sin objetivo ni resultado, que conducían a la decepción de numerosos afiliados que abandonaban Partido y política, totalmente desanimados. La doctrina que los partidos comunistas propagaban bajo el nombre de marxismo no era más que una parodia del verdadero marxismo, pues esto, como ciencia nacida en un capitalismo avanzado donde existía una lucha de clases ya importante, dejaba paso a una deformación caricaturesca, que correspondía a un capitalismo asiático. El ateísmo burgués era su centro. Su objetivo confesado: el dominio del Partido. Su primer mandamiento: la obediencia ciega a la dictadura de los superiores. La finalidad de la propaganda no era hacer de los obreros personas capaces de pensar por sí mismas y de construir su propio mundo gracias a su propia comprensión, sino discípulos que creen ciegamente en los jefes del Partido y están dispuestos a llevarlos al Poder.

La luz que había iluminado el mundo se apagaba. Las masas, que le habían dado la bienvenida, fueron abandonadas en una noche aún más oscura. O bien dejaron la lucha, ganadas por el desánimo, o bien lucharon todavía para encontrar nuevas y mejores vías. La Revolución rusa, con sus acciones directas de masas, con sus nuevas formas de organización en Consejos, había dado al principio un potente impulso al combate de la clase obrera, como puede comprobarse en el crecimiento del movimiento comunista en el mundo entero. Pero cuando la Revolución hubo instalado un nuevo orden, una nueva forma de gobierno —en pocas palabras, el capitalismo de Estado bajo la dictadura de una nueva clase explotadora—, el Partido Comunista no podía hacer nada más que tomar un carácter ambiguo. En el curso de los acontecimientos posteriores, este partido llegó a ser cada vez más nefasto para el desarrollo de la lucha de la clase obrera, que no puede vivir y desarrollarse más que en la limpieza de un pensamiento claro, las acciones sin ambigüedad y las relaciones francas. Con sus inútiles discursos sobre la Revolución Mundial, impidió que surgieran nuevos medios y perspectivas, cuya necesidad se hacía sentir claramente. Cultivando e inculcando bajo el nombre de disciplina este vicio que es la sumisión —vicio que los trabajadores deben eliminar—, suprimiendo toda huella de pensamiento crítico independiente, ha impedido el desarrollo de toda fuerza real de la clase obrera. Al usurpar el nombre de comunismo para designar su sistema de explotación de los trabajadores y su política de persecución, a menudo cruel, de sus adversarios, ha hecho de ese nombre, que expresaba hasta entonces elevados ideales, una palabra llena de aprobio, un objeto de aversión y odio incluso entre los trabajadores. En Alemania, donde las crisis políticas y económicas azuzaron los antagonismos de las clases hasta el paroxismo, redujo la intensa lucha de clases a pueriles escaramuzas de jóvenes armados atacando a bandas fascistas similares. Y cuando la marea nacionalista alcanzó su más alto nivel y se mostró como la más fuerte, un gran número de aquellos jóvenes, que no habían sido entrenados más que para eliminar a los adversarios de sus jefes, cambiaron simplemente de color de camisa. De este modo, el Partido Comunista, tanto por su teoría como por su práctica, contribuyó a preparar la victoria del fascismo.

 

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[1] Se trata, claro está, del Imperio (Reich) proclamado en Versalles el 18 de enero de 1871, después de la victoria alemana sobre Francia y que consagró el dominio prusiano. (N. del T.)

[2] Esta frase, un poco obscura, parece hacer alusión al carácter “populista” de la doctrina socialdemocrata en sus comienzos (y que se vuelve a encontrar en el vocablo demócrata). La aceptación de la doctrina marxista volvía a situar a la clase obrera en primer término y no al pueblo (Cf. los siguientes párrafos). Se recuerda las críticas que Marx y Engels formularon a los programas del partido socialdemocrata (Cf. las críticas de los programas de Gotha y Erfurt). (N. del T.).

[3] El holandés, cómo el inglés y el alemán, hace diferencia entre asociaciones profesionales (HOL: Vakvcrenigingen, AL: Gewerkschaften, ING: Trade unions) que son organizaciones de simple defensa de los derechos económicos de los productores, y sindicatos (HOL y AL: Syndikaten, ING: Syndicates) que se consideran además una especie de intento de organización obrera para cambiar la sociedad. Estas dos nociones son traducidas en castellano por el mismo vocablo: sindicatos. En el texto se ha indicado dicho vocablo en cursiva cuando se refiere a la segunda acepción (es decir, al holandés syndikaten). Debemos señalar que el vocablo syndikaten no es utilizado en la lengua común, si no es en flamenco en la forma syndikaat. En holandés, el vocablo Syndikaat, designa una asociación de Bancos. (N. del T.).

 


Last updated on: 5.30.2011