INDICE

 

John Reed

Diez días que estremecieron al mundo

 

 

CAPÍTULO X
MOSCÚ

 

El Comité Militar Revolucionario prosiguió su victoria con una voluntad encarnizada.

14 de noviembre.

A todos los comités de ejército, de cuerpo, de división y regimiento, a todos los Soviet de Diputados obreros, soldados y campesinos.

Con sujeción al acuerdo a que se ha llegado entre los cosacos, los junkers, los soldados, los marinos y los obreros, se ha decidido entregar a Alejandro Feodorovitch Kerenski a la justicia del pueblo. Se os invita, en consecuencia, a presentar a Kerenski ante los tribunales del pueblo. ¡Detened a Kerenski y exigid, en nombre de las organizaciones anteriormente citadas, que se presente sin demora en Petrogrado, para ser entregado al tribunal!

Firmado: Los cosacos de la Ira. división de caballería de Ussuri, los cosacos del Don; el Comité de junkers del destacamento de guerrilleros de la región de Petrogrado; el delegado del 5° ejército.

El comisario del pueblo, Dybenko.

 

El Comité de Salvación, la Duma, el Comité Central del partido socialrevolucionario, quienes orgullosamente reivindicaban a Kerenski como uno de los suyos, protestaron con pasión, declarando que sólo se le podía hacer responder ante la Asamblea Constituyente.

La noche del 16 de noviembre vi desfilar por la perspectiva Zagorodny a dos mil guardias rojos precedidos de una banda de música militar que iba tocando La Marsellesa, ¡Y qué bien elegido estaba este himno, con los estandartes rojosangre ondeando sobre las filas oscuras de los trabajadores, para saludar el regreso de los hermanos que acababan de defender la capital roja! Avanzaban en medio del frío de la noche, hombres y mujeres, con sus largas bayonetas balanceándose al extremo de los fusiles, por las calles lodosas y resbaladizas, escasamente iluminadas, en medio de una multitud silenciosa de burgueses, despectivos, pero medrosos...

Todos estaban en contra de ellos: los hombres de negocios, los especuladores, los rentistas, los terratenientes, los oficiales, los políticos, los profesores, los estudiantes, los hombres de profesiones liberales, los comerciantes, los empleados... Los otros partidos socialistas abrigaban contra los bolcheviques un odio implacable. Para ellos, los Soviets no contaban más que con los simples obreros, los marinos, los soldados que aún no estaban desmoralizados, los campesinos sin tierra y unos cuantos intelectuales...

De los rincones más alejados de esta gran Rusia, sobre la cual rompía el oleaje desencadenado de los combates callejeros, llegaba la noticia de la derrota de Kerenski, resonando como un eco formidable de la victoria proletaria: de Kazan, de Saratov, de Novgorod, de Vinnitsa, donde la sangre había corrido a raudales en las calles; de Moscú, donde los bolcheviques habían dirigido su artillería, contA la última fortaleza de la burguesía, el Kremlin.

-¡Están bombardeando el Kremlin! -La noticia corrió de boca en boca por las calles de Petrogrado, provocando una especie de terror. Los videros que llegaban de Moscú, la "madrecita", de Moscú la Blanca con sus cúpulas doradas, hacían relatos espantosos: los muertos se contaban por miles, la calle Tverskaya y la del puente Kuznetsky estaban en llamas, la iglesia de Basilio el Bienaventurado no era más que una ruina humeante, la catedral Uspensky estaba desplomándose, la Puerta del Salvador en el Kremlin se tambaleaba, la Duma había sido arrasada por el fuego.[1] Nada de cuanto los bolcheviques habían hecho hasta ahora podía compararse con este espantoso sacrilegio perpetrado en el mismo corazón de la santa Rusia. Los fieles se imaginaban escuchar el estruendo de los cañones que escupían a la cara de la Santa Iglesia Ortodoxa, reduciendo a polvo el santuario de la nación rusa...

El 15 de noviembre, en la sesión del Consejo de Comisarios del Pueblo, Lunacharski, comisario de Instrucción Pública, estalló en lágrimas bruscamente y salió precipitadamente de la sala, exclamando:

-¡Es más fuente que yo! No puedo soportar esta destrucción monstruosa de la belleza y la tradición...

El mismo día, apareció en los periódicos su carta de dimisión:

Acabo de saber por testigos oculares lo ,aue ha ocurrido en Moscú.

La iglesia de Basilio el Bienaventurado y la catedral Uspensky están a punto de ser destruidas. Están cañoneando el Kremlin, donde sé guardan los tesoros artísticos más preciados de Petrogrado y Moscú.

Hay miles de víctimas.

La lucha alcanza el último.grado de salvajismo.

¿Hasta dónde llegará? ¿Qué más puede suceder todavía?

Yo no puedo soportar todo esto. La medida ha sido colmada, me siento impotente para detener estos horrores.

Me es imposible trabajar, atormentado por pensamientos que me vuelven loco.

Por eso me retiro del Consejo de Comisarios del Pueblo.

Reconozco toda la gravedad de mi decisión, pero no puedo resistir más. . .[2]

El mismo día se rindieron las guardias blancas y los junkers del Kremlin y fueron autorizados a retirarse libremente. Se concertó el siguiente pacto:

1º El Comité de Seguridad Pública cesa de existir.

2° La guardia blanca rinde sus armas y se disuelve. Los oficiales conservan su espada. Las escuelas no guardarán otras armas que las necesarias para la instrucción; todas las otras armas que se hallen en poder de los junkers serán entregadas. El Comité Militar Revolucionario garantiza a todos la libertad y la inviolabilidad de sus personas.

3º La ejecución del desarme previsto en el párrafo 2° será reglamentada por una comisión compuesta por delegados del Comité Militar Revolucionario, oficiales y las organizaciones que hayan participado en las negociaciones.

4º A partir de la firma del presente acto de paz, los dos bandos darán inmediatamente la orden de que cesen las hostilidades y tomarán todas las medidas necesarias para la rigurosa ejecución de esta orden.

5º Al firmarse el pacto, serán puestos en libertad inmediatamente todos los prisioneros.

Hacía dos días que los bolcheviques eran dueños de la ciudad. Los ciudadanos, aterrados, salían arrastrándose de los sótanos para buscar sus muertos; se desmontaban las barricadas. Sin embargo, en lugar de disminuir, el número de versiones sobre la destrucción de Moscú aumentaba. Los horribles relatos escuchados por nosotros nos decidierorLa ver las cosas por nuestros propios ojos.

Petrogrado, después de todo, a pesar de su pasado de dos siglos como sede del gobierno, sigue siendo una ciudad artificial. Moscú es la verdadera Rusia, la Rusia que fue y la Rusia que será. En Moscú conoceríamos los verdaderos sentimientos del pueblo ruso respecto a la revolución. La vida era allí más intensa.

Durante toda la semana precedente, el Comité Militar Revolucionario, que tpmara posesión de la línea Niicolás gracias a la ayuda de los simples ferroviarios, había expedido hacia el sudoeste un tren tras otro, atestados de marinos y de guardias rojos. Recibimos del Smolny los permisos de circulación sin los cuales nadie podía salir de la capital. Desde el momento en que el tren entró en la estación, una multitud de soldados, miserablemente vestidos, cargados de enormes sacos de víveres, tomó por asalto las portezuelas, rompiendo los vidrios, invadiendo compartimientos y pasillos, trepando hasta los techos. Tres de nosotros logramos introducirnos en un compartimiento, pero veinte soldados lo invadieron casi inmediatamente. No había más que cuatro lugares; discutimos, protestamos; el inspector quiso tomar nuestra defensa, pero los soldados estallaron en carcajadas. Sí que se iban a preocupar porque molestaran a algunos bourjoui. Entonces, sacamos nuestros documentos extendidos por el Smolny; en seguida, cambiaron de actitud.

-¡Alto ahí, camaradas! -exclamó uno de ellos-. Estos son camaradas norteamericanos. Han viajado treinta mil kilómetros para ver nuestra revolución; naturalmente, están fatigados. ..

Después, excusándose cortés y amigablemente, abandonaron nuestro compartimiento. Poco más tarde, los escuchamos introducirse con estrépito en un compartimiento ocupado por dos rusos corpulentos y bien vestidos que habían sobornado al inspector y cerrado la puerta con llave.

Hacia las siete de la tarde, salimos de la estación. Nuestro tren, interminable, era arrastrado por una locomotora pequeña que consumía leña y avanzaba lentamente, a trancas y barrancas, haciendo frecuentes paradas. Los soldados que viajaban en el techo golpeaban con los tacones al tiempo que entonaban melancólicas canciones campesinas. En el pasillo, por donde era imposible circular, se prolongaron durante toda la noche encarnizadas discusiones políticas. De vez en cuando pasaba el revisor, por rutina, para pedir los billetes. Con excepción nuestra, nadie los llevaba y, al cabo de media hora de vanos esfuerzos, alzó los brazos al cielo y se batió en retirada. El aire era irrespirable, cargado de humo y malos olores; si no se Jfubieran podido romper los vidrios, sin duda hubiéramos perecido asfixiados durante la noche.

Al despuntar el día, con varias horas de retraso, no percibimos en el exterior otra cosa que la inmensidad nevada. Hacía un frío crudísimo. Hacia el mediodía, se presentó una campesina con un cesto lleno de trozos de pan y un recipiente grande de seudocafé tibio. Luego, hasta el atardecer, no hubo nada más de nuevo que nuestro tren atestado, tambaleante, deteniéndose, y la visión de algunas estaciones, donde una multitud voraz se abatía sobre un restaurante de estación escasamente abastecido, dejándolo limpio en un abrir y cerrar de ojos... En uno de estos altos me encontré con Noguin y Rykov, los comisarios disidentes que regresaban a Moscú para presentar sus quejas a su propio Soviet, y un poco más lejos, con Bujarin, hombre de poca estatura, barba roja y ojos de fanático, "más izquierdista que Lenin", según decían de él... Cada vez que oíamos las tres campanadas, nos precipitábamos al tren, abriéndonos camino a través de los pasillos ruidosos y llenos de gente. .. El buen carácter de aquella gente soportaba la incomodidad con paciencia y alegría; discutían interminablemente acerca de todos los temas, desde la situación en Petrogrado hasta el sistema de los sindicatos británicos, disputando acaloradamente con los pocos bour-]oui embarcados con ellos. Antes de la llegada a Moscú, cada vagón había organizado su comité para el suministro y distribución de víveres, y estos comités estaban divididos en grupos políticos, que luchaban entrwsí sobre los principios fundamentales. .

La estación de Moscú aparecía desierta. Nos encaminamos a la oficina del comisario, para arreglar la cuestión de los billetes de vuelta. El comisario era un hombre joven de aspecto hosco que lucía insignias de teniente. Cuando vio los permisos de circulación del Smolny, se puso furioso y nos declaró que él no era bolchevique, que representaba al Comité de Salvación Pública. . . Hecho característico: en la confusión general que había acompañado a la conquista de la ciudad, habían olvidado los vencedores la estación principal. . .

No se veía un coche de alquiler. A cierta distancia de la estación logramos despertar a un izvoztchik grotescamente acolchado y que dormía tieso como un huso en el asiento de su pequeño trineo.

-¿Cuánto hasta el centro de la ciudad? Se rascó la cabeza.

-Los señores no podrán encontrar habitación en un hotel -respondió-. Pero si me dan cien rublos, yo les llevaré. ..

Antes de la revolución, el viaje costaba dos rublos. Protestamos, pero él se limitó a encogerse de hombros.

-Es que hoy hace falta valor para conducir un trineo -dijo.

No hubo manera de hacer que rebajara a menos de cincuenta rublos. Mientras nos deslizábamos sobre la nieve por las calles silenciosas y mal alumbradas, nos contó sus aventuras en el curso de las seis jornadas de combates.

-Yo iba conduciendo, o esperaba al cliente en la esquina de una calle. De repente, ¡pum!, una granada; ¡pum!, otra más, ¡tac-tac-tac!, la ametralladora... Salí al galope; estos demonios disparaban por todas partes. Por fin, llegué a una callejuela tranquila, comenzaba a quedarme dormido y. . . ¡pum!, un proyectil; ¡tac tac-tac! Y que vuelvan a comenzar... ¡Ah, los demonios! ¡Los demonios! ¡Brr!

En el centro de la ciudad, las calles, tapizadas de nieve, reposaban en la quietud de la convalecencia. Sólo estaban encendidos algunos faroles; los raros viandantes caminaban con prisa por las aceras. De la llanura soplaba un viento helado que calaba los huesos; entramos en el primer hotel que encontramos; la oficina estaba alumbrada por dos velas.

-Tenemos algunas habitaciones muy cómodas, pero todos los cristales han sido rotos por las balas. Si el señor no teme el aire fresco.

A todo lo largo de la Tverskaya, los escaparates de los almacenes estaban heofcos añicos; la calzada, sembrada de trozos de proyectiles, aparecía cubierta de adoquines arrancados. Fuimos de hotel en hotel; todos estaban llenos, o bien los propietarios se hallaban todavía tan aterrados que no sabían responder otra cosa que: "¡No, no, no hay habitaciones!" En las arterias principales, donde se encontraban los grandes bancos y las casas comerciales importantes, la artillería de los bolcheviques había hecho blanco sin establecer distinciones. -Cuando no sabíamos dónde se encontraban los junkers y los guardias blancos -me refirió más tarde un funcionario soviético-, bombardeamos sus talonarios de cheques.

Por fin, fuimos acogidos en el vasto hotel Nacional, en vista de que éramos extranjeros y el Comité Militar Revolucionario había prometido proteger los alojamientos de éstos. El director nos hizo ver en el piso superior varias ventanas destrozadas por las granadas.

-¡Qué brutos! -exclamó, amenazando con el puño a bolcheviques imaginarios-. ¡Pero aguarde, aguarde! Ya les llegará su hora: dentro de algunos días caerá su ridículo gobierno, ¡y entonces pagarán esto!

Después de haber cenado en un restaurante vegetariano, cuyo anuncio seductor ploclamaba: "¡Yo no me como, a nadie!", y cuyas paredes estaban adornadas con un retrato de Tolstoi, nos lanzamos a explorar.

El cuartel general del Soviet de Moscú se hallaba instalado en el antiguo palacio del general gobernador, edificio imponente de fachada blanca, sobre la plaza Skobelev. En la puerta había guardias rojos de servicio. Al llegar a lo alto de la amplia y majestuosa escalinata, cuyos muros estaban cubiertos de anuncios de mítines y de manifiestos de partidos políticos, atravesamos una serie de antecámaras con los techos agujereados, decoradas : con pinturas de marcos de oro cubiertas de. lienzo rojo, para arribar por fin al espléndido salón de ceremonias-con sus magníficas arañas de cristal y. sus cornisas doraflas. Un zumbido de voces, acompañado del sordo ronroneo de unas veinte máquinas de coser, llenaba el aposento. Piezas enormes de tela de algodón rojo y negro estaban extendidas sobre el piso y las mesas, y unas cincuenta mujeres estaban ocupadas cortando y cosiendo banderas y estandartes para los funerales de los muertos por la revolución. Los rostros de estas mujeres se veían endurecidos y marcados por el sufrimiento; trabajaban gravemente, muchas tenían los ojos enrojecidos por el llanto. .. Las pérdidas del ejército rojo habían sido cuantiosas. . .

Rogov, hombre de rostro inteligente, barbudo, de lentes, vestido con blusa negra de obrero, estaba sentado ante una mesa de despacho en un rincón. Nos invitó a reunimos, al día siguiente por la mañana, con el Comité Central ejecutivo, para asistir al cortejo fúnebre..

--Es inútil tratar de enseñar nada a los socialrevolucionarios y a los mencheviques -declaró-. Las "componendas" se han convertido para ellos en una segunda naturaleza. Fíjese, ¡pues no nos han propuesto que celebremos los funerales en común con los junkers!

Cruzó la habitación un hombre con el capote desgarrado y tocado con la chapka, cuyo rostro me pareció familiar. Era Melnitchanski, a quien había conocido cuando era relojero de Georges Melchor en Bayonne (Nueva Jersey), durante la huelga de la Standard Oil. Ahora, me dijo,,era secretario del Sindicato de Metalúrgicos de Moscú, y durante los combates había sido uno de los comisarios del Comité Militar Revolucionario.

-¡Ya me ves! -exclamó, señalando su aspecto lamentable-. Yo estaba en el Kremlin con los muchachos, cuando los junkers se apoderaron por primera vez del palacio. Me encerraron en el sótano, me quitaron mi abrigo, mi dinero, mi reloj, incluso la sortija que llevaba en el dedo. Lo que traigo puesto es todo lo que tengo.

Me refirió numerosos detalles acerca de la sangrienta batalla de seis días que había dividido a Moscú en dos bandos. A diferencia de Petrogrado, la Duma municipal de Moscú había tomado el partido de los junkers y las guardias blancas. Rudnev y el alcalde Minor, el presidente de la Duma, fueron quienes dirigieron las operaciones del Comité de Seguridad Pública y de las tropas. Riabtsev, comandante de la plaza, de tendencias democráticas, vaciló en resistir al Comité Militar Revolucionario, pero tuvo que ceder a la voluntad de la Duma.. . Fue el alcalde quien insistió en que fuera ocupado el Kremlin. "Cuando estéis allí, ellos no se atreverán jamás a disparar contra nosotros", había dicho.

Un regimiento de la guarnición, muy desmoralizado por su larga inactividad y solicitado por los dos partidos, celebró una reunión para decidir sobre su actitud. Resolvió mantenerse neutral y continuar en su nueva actividad, que consistía en vender en las calles botas de hule y semillas de girasol.

-Lo más terrible -prosiguió Melnitchanski- es que tuvimos que organizamos en plena lucha. Nuestro adversario sabía exactamente lo que quería. Entre nosotros, los soldados tenían sus Soviets, los obreros los suyos... Hubo una lucha terrible por saber quién asumiría la jefatura. Algunos regimientos se pasaron discutiendo días enteros antes de decidirse a actuar; y cuando, de repente, nos abandonaron los qficiales, nos quedamos sin estado mayor que dirigiera las operaciones.

Me describió estampas llenas de vida. Un día frío y gris se encontraba él en una esquina de la Nikitskaya, barrida por ráfagas de ametralladora. Una banda de chicuelos, de esos náufragos de la calle que tanto se veían vendiendo periódicos, estaba reunida allá. Lanzando gritos agudos, como si estuvieran disfrutando un nuevo juego, esperaban que el tiroteo se calmara y después trataban de cruzar la calle corriendo... Varios cayeron muertos, pero los otros no dejaron por eso de seguir corriendo y atravesando la calle, riendo, retándose los unos a los otros...

En las últimas horas de la tarde, me trasladé al Dvorianskpie Sobrañe o club de la Nobleza, donde los bolcheviques moscovitas debían reunirse para escuchar a Noguin, Rykov y los demás comisarios disidentes.

La sesión se llevó a cabo en la sala de espectáculos, destinada bajo el antiguo régimen a los grupos de aficionados que presentaban la última obra parisiense a un público de oficiales y herniosas damas cargadas de joyas. rPrimero llegaron los intelectuales, los que vivían en el centro. Noguin tomó la palabra, y la mayor parte de los oyentes le aprobó por entero. Sólo muy tarde comenzaron a aparecer los obreros. Las barriadas proletarias se encontraban en las afueras de la ciudad y los tranvías no funcionaban. Hacia medianoche, resonó un estrépito de pisadas en las escaleras y entraron por grupos de diez a veinte aquellos hombrones de rostros toscos, burdamente vestidos, que apenas acababan de salir de la batalla, en la que habían luchado como posesos durante una semana, viendo caer a sus camaradas en torno suyo.

Desde el momento en que se abrió oficialmente la sesión, Noguin fue asaltado por una tempestad de sarcasmos y gritos de cólera. En vano trató de explicarse; no lo escuchaban. ¡Había abandonado el Consejo de Cornisarios del Pueblo, desertado de su puesto en plena batalla! En Moscú no había prensa burguesa, la Duma municipal había sido disuelta. Bujarin se levantó, furioso, y habló con su lógica imperturbable, asestando golpe tras golpe.. . El público le escuchó con los ojos brillantes. Por una aplastante mayoría se aprobó una resolución adhiriéndose a la acción del Consejo de Comisarios del Pueblo. Así era como hablaba Moscú.[3]

Ya tarde, en la noche, recorrimos las calles desiertas y, atravesando la puerta de Iberia, desembocamos en la inmensa Plaza Roja, delante del Kremlin. La iglesia de Basilio el Bienaventurado elevaba fantásticamente en la noche los trenzados y las conchas de sus cúpulas de reflejos brillantes. Nada parecía haber sufrido daños. A lo largo de la plaza, se alzaba la sombría masa de las torres y los muros del Kremlin. Encima de la alta muralla temblaba un reflejo rojizo de fuegos invisibles, y a través de la inmensa plaza llegaban hasta nosotros los sonidos de voces y los ruidos de palas y picos. Cruzamos.

Al pie de los muros se elevaba un montón de piedras y tierra. Nos encaramamos a él y desde lo alto divisamos dos enormes fosas, de tres a cinco metros de profundidad y unos cincuenta de longitud, que cientos de obreros y soldados estaban cavando a la luz de grandes fogatas.

Un joven estudiante nos dijo, en alemán:

-Es la fosa común. Mañana, enterraremos aquí a quinientos proletarios muertos por la revolución.

Nos hizo descender a la fosa. Los picos y las palas trabajaban con premura febril y la montaña de tierra iba creciendo. Nadie hablaba. En el cielo, miríadas de estrellas perforaban la noche, y el antiguo Kremlin de los zares levantaba su muralla formidable.

-En este lugar sagrado -dijo el estudiante-, el más sagrado de toda Rusia, enterraremos lo que tenemos de más sagrado. Aquí, donde duermen los zares, reposará nuestro zar, el Pueblo. ..

Llevaba el brazo en cabestrillo a causa de un balazo que había recibido durante la batalla. Con los ojos clavados en su herida, prosiguió:

-Ustedes, los extranjeros, nos desprecian porque hemos soportado durante tanto tiempo una monarquía medieval. Pero ahora se ha visto claramente que el zar no era el único tirano en el mundo, que el capitalismo era peor y que en todos los países del globo reinaba el capitalismo. . . La táctica de la Revolución rusa ha abierto el verdadero camino. ..

En el momento en que partíamos, los trabajadores, agotados y bañados en sudor a pesar del frío, comenzaban a trepar trabajosamente fuera de la fosa. Llegaba otro equipo, cruzando la plaza. Sin decir palabra, descendieron a su vez y las herramientas volvieron a hacer su labor. ..

Los voluntarios del pueblo se relevaron durante toda la noche, sin tregua, y cuando la fría luz del alba se esparció sobre la gran plaza cubierta de nieve, la fosa común, con sus negras fauces, estaba terminada.

.Nos levantamos antes de la salida del sol, y por las calles todavía a oscuras nos encaminamos a la playa Skobelev. No se veía un alma en la inmensa ciudad, pero se percibía un murmullo vago de agitación, tan pronto lejano como más próximo, parecido al ruido del viento que se levanta. Ante el cuartel general del Soviet, a la pálida luz de la mañana, se encontraba reunido un pequeño grupo de hombres y mujeres que llevaba un haz de estandartes rojos con letras de oro: era el Comité Ejecutivo Central del Soviet de Moscú. Clareó el día. El débil murmullo fue creciendo, dilatándose en un bajo continuo y potente. La ciudad despertaba. Bajamos por la Tverskaya, banderas al viento. Las pequeñas capillas que encontrábamos a nuestro paso estaban cerradas y sombrías. Entre otras, la de la Virgen de Iberia, que cada nuevo zar visitaba antes de la coronación; abierta noche y día y llena de gente, estaba iluminada a todas horas por los cirios de los fieles que arrancaban destellos al oro, a la plata y pedrería de los iconos. Era, nos dijeron, la primera vez, desde los tiempos de Napoleón, que los cirios estaban apagados.

La Santa Iglesia Ortodoxa le había vuelto la espalda a Moscú, aquel nido de víboras sacrilegas que habían bombardeado el Kremlin. Las iglesias, desaparecidos los sacerdotes, permanecían oscuras, silenciosas y frías. Nada de popes para los funerales rojos, nada de sacramentos para los muertos; nadie rezaría oraciones sobre la tumba de los blasfemos. Tijón, el prelado ortodoxo de Moscú, no tardaría en excomulgar a los Soviets. . .

También las tiendas permanecían cerradas, y las gentes de las clases pudientes se encerraban en sus casas, pero por otros motivos. Aquel día era el día del pueblo, y el clamor de su llegada se asemejaba al rugido del oleaje embravecido...

Bajo la puerta de Iberia, fluía ya un río humano, y la inmensa Plaza Roja se cubría de puntos negros. Comprobé que, al pasar por delante de lat capilla de Iberia, donde antes las gentes jamás cejaban de santiguarse, ahora ni siquiera volvían la vista.

Abriéndonos camino a través de la compacta muchedumbre hacia los muros del Kremlin, trepamos sobre los montones de tierra. Algunas personas se encontraban ya allí, entre ellas Muralov, el soldado que había sido elegido comandante de Moscú, un hombre corpulento y barbudo, de rostro benévolo y aire sencillo.

Riadas de gentes desembocaban por todas las calles hacia la Plaza Roja, millares y millares de seres con las huellas de la miseria y las penalidades. Una banda militar llegó tocando La Internacional y, espontáneamente, el canto se apoderó de la multitud, propagándose como las ondas sobre el agua, majestuoso y solemne. De la muralla del Kremlin colgaban hasta el suelo gigantescos pendones rojos con grandes inscripciones en oro y blanco que decían: "A los primeros mártires de la Revolución socialista mundial" y "¡Viva la fraternidad de los trabajadores del mundo!"

Un viento frío barría la plaza y agitaba los pendones. De los barrios más lejanos llegaban ahora los obreros de las fábricas con sus muertos. Los vimos pasar bajo la Puerta con sus estandartes brillantes y susf féretros rojo oscuro, color de sangre. Los toscos ataúdes de madera sin cepillar, embadurnados de rojo, descansaban sobre los hombros de estos seres rudos, cuyo rostro estaba bañado en lágrimas. Detrás de ellos las mujeres, que sollozaban o gemían, o bien marchaban rígidas, pálidas como cadáveres. Algunos féretros estaban abiertos y la tapa seguía detrás; otros iban cubiertos con un paño bordado en oro o plata; sobre algunos se veía una gorra de soldado. Había muchas coronas espantosas de flores artificiales.

El cortejo avanzó lentamente hacia nosotros, a través del gentío que se habría y cerraba inmediatamente derás de él. Bajo la Puerta, desfilaba ahora un mar interminable de banderas de todos los matices del rojo, con inscripciones en letras de plata y oro y crespones negros en el asta; se veían también algunas banderas anarquistas, negras, con letras blancas. La música tocaba la marcha fúnebre revolucionaria, y entre el coro inmenso de las masas, un mar de cabezas descubiertas, se distinguían las voces roncas y ahogadas por los sollozos de tes portadores. . .

Mezcladas con los obreros de las fábricas, marchaban las compañías de soldados, también con sus ataúdes; después venían los escuadrones de caballería a paso de desfile, las baterías de artillería, con sus piezas cubiertas de lienzo rojo y negro -para siempre, parecía. En sus pendones se leía: "¡Viva la III Internacional!", o bien: "Queremos una paz honrada, general, democrática".

Los portadores llegaron por fin cerca de la tumba y, escalando con sus cargas los montones, de tierra, descendieron a las fosas; entre ellos había muchas mujeres, esas mujeres del pueblo, rechonchas y robustas.  Detrás de los muertos venían otras mujeres, mujeres jóvenes y rotas, mujeres viejas y arrugadas que lanzaban gritos de animales heridos, que querían seguir a la tumba a sus hijos o sus maridos y que forcejeaban cuando manos piadosas pugnaban por sujetarlas. Es la manera de amarse de los pobres.

Todo el día, llegando por la Puerta de Iberia y abandonando la plaza por la Nikolskaya, estuvo desfilando el cortejo fúnebre, río de banderas rojas que llevaban palabras de esperanza y fraternidad y audaces profecías a través de una muchedumbre de cincuenta mil almas, bajo las miradas de los obreros del mundo entero y de toda su posteridad. . .

Uno por uno, fueron depositados los quinientos féretros en las fosas. Cayó el crepúsculo, y las banderas seguían flotando al viento, la música no había cesado de tocar la marcha fúnebre ni la masa enorme de hacer sonar sus cantos. Las coronas fueron colgadas de las ramas desnudas de los árboles, como extrañas flores multicolores. Doscientos hombres empuñaban las palas y se percibió, acompañando los cantos, el ruido sordo de la tierra al caer sobre los ataúdes.

Se encendieron las luces. Vinieron los últimos estandartes y las últimas mujeres sollozantes, lanzando hacia atrás una última mirada de aterradora intensidad. Lentamente, la marea proletaria se retiró de la vasta plaza. ..

De pronto, comprendí que el religioso pueblo ruso no necesitaba ya de sacerdotes que le abrieran las puertas del paraíso. Estaba edificando sobre la tierra un reino más esplendoroso que el de los cielos, un reino por el cual era glorioso morir.

 

Notas

1. Los daños causados al Kremlin

He podido darme cuenta personalmente de los daños causados al Kremlin, que visité inmediatamente después del bombardeo. El pequeño palaci^ Nicolás, edificio sin especial interés, que servía d--vez en cuando para las recepciones de una de las grandes duquesas, había sido utilizado como cuartel por los junkers. Además de bombardeado, fue saqueado casi por completo; afortunadamente, no encerraba nada de valor histórico.

La catedral Uspenski presentaba un agujero causado por un proyectil en una de sus cúpulas, pero, con excepción ds algunos trozos de mosaico en el techo, había quedado intacta. Los frescos del pórtico de la catedral de la Anunciación sufrieron daños por una granada. Uno de estos proyectiles alcanzó también el ángulo del campanario de Iván el Grande. El monasterio Tchudov recibió treinta impactos, pero solamente un proyectil penetró al interior por una ventana; los otros solamente rompieron las molduras de ladrillos de las ventanas y las cornisas del techo.

Fue destrozado el raloj que se encontraba encima de la Puerta del Salvador. La Puerta de la Trinidad sufrió daños, pero fácilmente reparables. Una de las torres inferiores perdió su espira de ladrillos.

La catedral de Basilio el Bienaventurado aparecía intacta, lo mismo que el Gran Palacio, que guardaba en sus sótanos todos los tesoros de Moscú y Petrogrado y las joyas de la corona. Nadie llegó a entrar en estos lugares.

2. La declaración de Lunacharski

¡Camaradas!

... Sois los jóvenes dueños del país, y aunque en los momentos actuales tengáis muchas cosas de que preocuparos, sí que sabréis defender también vuestra riqueza artística y científica.

¡Camaradas! Una desgracia aterradora, irreparable, se ha abatido sobre Moscú. La guerra civil ha provocado el bombardeo de numerosos distritos de la ciudad. Han estallado incendios. Se han producido destrucciones. Resulta especialmente espantoso desempeñar el Comisariado de Instrucción Pública en estos días de guerra salvaje, implacable y destructora y de ciega aniquilación. La esperanza en la victoria del socialismo, fuente de una cultura nueva, es, en estos tremendos días, el único consuelo. Pero sobre mi pesa la responsabilidad de proteger la riqueza artística del pueblo.

No es posible permanecer en un cargo donde uno se siente impotente. Por ello, he presentado mi dimisión.

Pero, os suplico, Camaradas, que me apoyéis, que me ayudéis. Preservad, para vosotros mismos y para vuestros descendientes, las bellezas de nuestro país. Sed los guardianes de los bienes del pueblo.

Pronto hasta'los más incultos, aquellos a quienes la opresión ha tenido durante tanto tiempo sumidos en la ignorancia, se educarán y sabrán comprender qué fuente de gozo, de fuerza y sabiduría son las obras de arte.

¡Trabajadores rusos, sed dueños atentos y diligentes!

Vosotros todos, ciudadanos, preservad nuestra riqueza común.

El comisario del pueblo para la Instrucción Pública,

A. LUNACHARSKI.

16 de noviembre de 1917.

 

3. Cuestionario para la burguesía

 

Por orden del Comité Militar de Moscú, los artículos confiscados a la burguesía pasaban a un fondo destinado a repartirse entre los obreros y soldados más pobres

 

Medidas revolucionarias de carácter financiero

Orden

"En virtud de los poderes que me han sido conferidos por el Comité Militarrflevolucionario del Soviet de Diputados obreros y soldados de Moscú, decreto:

"1º Todos los bancos y sus sucursales, la Caja de Ahorro del Estado y sus sucursales, así como las cajas de Ahorro de las oficinas de Correos permanecerán abiertas al público a partir del 22 de noviembre, y hasta nueva orden, desde las once de la mañana hasta la una de la tarde.

"2° Los pagos efectuados por los establecimientos arriba mencionados sobre las cuentas corrientes y las libretas de caja de ahorro no deberán exceder de 150 rublos por depositario a la semana.

"3° Los pagos ¿le más de 150 rublos sobre las cuentas corrientes y las libretas de caja de ahorro, y los pagos por saldo de otras cuentas de todas clases serán autorizados los días 22, 23 y 24 de noviembre en los casos siguientes:

"a) sobre las cuentas de organizaciones militares para sus propias necesidades;

"b) para el pago de salarios de los empleados y obreros mediante presentación de nóminas de salarios, certificadas por los comités de fábrica o los Soviets de empleados, y avaladas por los comisarios o los representantes del Comité Militar Revolucionario y por los comités militares revolucionarios de distrito.

"4º No se pagarán más de 150 rublos sobre giros; las sumas restantes se llevarán en cuenta corriente y no se podrán utilizar sino de conformidad con las normas del presente decreto.

"5º Quedan prohibidas todas las operaciones bancarias, durante estos tres días.

"6° Quedan autorizados sin limitación los ingresos en dinero en todas las cuentas corrientes.

"7º Las certificaciones previstas en el artículo 3° se podrán obtener de los representantes del Consejo de Finanzas en la Bolsa, calle Ilynka, desde las diez de la mañana hasta las dos de la tarde.

"8º Los bancos y cajas de ahorro remitirán diariamente, antes de las cinco de la tarde, el estado de sus operaciones al Comité Militar Revolucionario, Consejo de Finanzas, en la sede del Soviet, plaza Skobelev.

"9º Todos los empleados y directores de establecimientos de crédito que se nieguen a someterse a las normas de este decreto se hallarán sujetos a las sanciones de los tribunales revolucionarios como enemigos de la masa de la población. Sus nombres se harán públicos.

"10° Para el control de las operaciones de las sucursales de cajas de ahorro y bancos a que se refiere este decreto, los comités militares revolucionarios de los distritos elegirán tres representantes y les asignarán un local."

El comisario delegado con plenos poderes del Comité Militar Revolucionario,

S. CHEVERDIN MAXIMENKO