J. J. Morales Hernández

Memorias de un guerrillero

 

 

CAPITULO VII

MI CAIDA A LA PRISIÓN DE BARRIENTOS.

 

Tomé un autobús y me fui al Distrito Federal. Llegué a un departamento donde vivía René Delgado Becerra El Perico. Ahí se encontraba también Corral y comenzamos a platicar también anécdotas. René me platicó cómo lo habían detenido y luego cómo se había escapado. Me dijo que después del asesinato del Compa él, junto con Antonio Esqueda Villaseñor El Toñis, y otros compañeros habían ajusticiado a Agustín Garibay, que pertenecía al grupo de fejosos a los que los apodaban las chichonas (por gordos). Éste era uno de los que había participado en el asesinato del Compa, junto con Guillermo Gómez Reyes El Alemán, Liborio Arce Medina, El Gorilitas, Fulgencio, y otros. Me platicó también que después de esta acción se fue a refugiar a Tepic, Nayarit y que un compañero de él que fue detenido en Guadalajara delató el lugar donde estaba escondido. Que cuando llegó la policía para aprehenderlo, se agarró a balazos y por las azoteas se fue hasta la última casa de la que se descolgó parapetándose tras un árbol. Que se le terminaron las balas, levantó las manos en señal de rendición y lo comenzaron a golpear hasta que aventó sangre por la boca. Le habían reventado las vísceras. Lo subieron a un carro y lo trasladaron a Guadalajara, lo llevaron a los separos de la policía judicial, que están en el mismo edificio donde está el Procurador General de Justicia. Que estando en su celda siguió desangrándose, y que ya se encontraba muy débil cuando llegó el guardia, abrió la reja y lo llevó al despacho del Procurador que quería conocerlo.

—¿Tú eres el famoso Perico?— le preguntó.

“Yo me quedé viendo a este señor, que vestía impecable con un traje muy fino— me siguió contando El Perico—, su escritorio a todo lujo, alfombrado el piso, en fin todo impecable. El gran burgués me tenía capturado. Lo primero que se me ocurrió fue vomitarme encima, así que comencé a apretarme el estomago intentando vomitar en esa lujosa oficina. Con esto quería decirle que aunque me tenían atrapado, no me rendía, y lo logré: vomité, y él grito furioso: ‘¡Llévense de aquí a este cabrón! ¡y limpien mi oficina!’. Me tiraron nuevamente en la crujía. Ya no tenía fuerzas, estaba demasiado débil, pues había perdido mucha sangre. Luego volvieron por mi porque vieron que estaba a punto de morir y me mandaron al hospital civil. Yo recuerdo en mi subconsciente que los médicos en un intento desesperado por salvarme la vida, decían: ‘¡Si no le encontramos la vena para ponerle la sangre, se nos va a morir!’. Yo hacía hasta el último esfuerzo a pesar de mi debilidad, impulsado por el deseo de vivir. Comencé a abrir y cerrar mi puño para que bombeara la poca sangre que me quedaba en el cuerpo, para que se inflara la vena y pudieran pincharla con la aguja. Sentí que la aguja entró en mi vena y comenzó a correr por mis venas el primer chorro de sangre y cómo me volvía la vida. Me dije dentro de mí: ‘¡Ya viví!’. Me abrieron el estómago y descubrieron que era una arteria rota por los golpes, la cual arrojaba un chorrito de sangre. La suturaron, cocieron mi estomago, me regresaron a las celdas para detenidos que hay en el mismo hospital, y mientras me recuperaba comencé a preparar la fuga. Me llevaron ropa de la calle, la cual escondía bajo la bata de enfermo, una camisa, el pantalón arremangado para que no se notara, y una pistola que de alguna manera me llegó por ahí. Yo esperaba a diario el momento oportuno para escaparme. ‘René, ya te voy a dar de alta— me dijo el doctor que me había operado—, ya estás bien’. Eso significaba que me iba al penal. ‘¡No, doctor!— me apresuré a decirle—, todavía me siento mal’. Lo que ocurría es que no veía condiciones para escaparme. ‘Bueno, ya veremos cómo amaneces mañana’. Ahora había que intentarlo a la brevedad posible. Disponía de un día más.

“Por la mañana del día siguiente— continuó recordando René—, al abrir la reja de la sala de detenidos donde yo estaba, a un muchacho llamado Armando que también se encontraba ahí y a quien acababa yo de conocer, le propuse que me acompañara en la fuga, lo cual aceptó. Yo lo necesitaba, ya que eran tres guardias los que estaban en la puerta. Cuando se abrió la reja para que pasara el enfermero con su carrito de medicamentos, Armando lo golpeó y yo saqué la pistola. Le disparé a los dos policías que hacían guardia, matando a uno de ellos. El otro se escondió debajo de la mesita de registros y el disparo pegó en los libros que había sobre ella, los que quedaron perforados. Corrimos hacía la parte de atrás del hospital, salimos a la calle, donde iba pasando una camioneta que distribuía abarrotes, la alcanzamos, encañonamos al chofer, lo bajamos y escapamos en ella.

“Nos quedamos escondidos una semana en una casa. Yo quería salir de Guadalajara. Era un infierno, pues estaba la ciudad en estado de sitio. Nos mandamos hacer uniformes de militares para disfrazarnos como tales, nos llevaron una camioneta, por supuesto expropiada, la pintaron como si fuera también del ejército y nos fuimos en ella, salimos de la ciudad, pasando un retén sin ningún problema. Y aquí estoy. Mira— al decirme esto, se levantó la camisa— cómo me quedó el estómago luego de la cirugía”, y me enseñó una cicatriz que corría desde arriba hasta abajo de su estomago. Se le veía muy fea, pero no se lo dije. Luego de hablar de otras cosas, nos fuimos a dormir.

Por las noches teníamos que estar muy vigilantes. René había quedado muy afectado emocionalmente. Seguía clamando venganza por el asesinato del Compa y por las noches deliraba y tiraba el agarrón a su rifle M-1 que tenía a un lado de la almohada. Seguramente en sus sueños tenía al alcance a alguno de nuestros enemigos queriéndolo ajusticiar, por lo que teníamos que velar su sueño para que un día dormido, preso de alguna pesadilla, no fuera a provocar un accidente y nos disparara a nosotros.

El Tenebras que estaba recién salido de prisión les acababa de hacer una visita al departamento. Tanto él como El Clark consideraban la necesidad de reorganizar el movimiento en Guadalajara. El Clark y el Tenebras se regresaron juntos. Por su parte, El Perico no aceptó. De momento no quería saber nada de Guadalajara.

Yo salía muy poco del departamento. Algunas veces Rene y yo salíamos a caminar, comentábamos el golpe de Estado que recientemente había sucedido en Chile y el asesinato del presidente Salvador Allende, y los dos coincidíamos en que cualquier pueblo que quiera liberarse tendrá que ser a través de las armas, Chile había logrado tomar el poder por la vía democrática, y la burguesía y el imperialismo, a través de su operador la CIA, no respetaron la voluntad popular, retomando el poder, asesinando a la democracia. Aquí, en México, no estaban dispuestos ni siquiera a dejarla nacer.

Estaba yo en el departamento leyendo cuando llegó René con el periódico en la mano.

—¡Mira lo que pasó en Guadalajara!— me dijo, mostrándome el encabezado: “Secuestran al Industrial Aranguren y al Cónsul Duncan Wiliams”.

—Yo ya me voy a otro lugar más seguro— le dije a Rene—. Ustedes han utilizado mucho tiempo este departamento y creo que ya es peligroso

—¿Para donde vas a ir?— me preguntó, agregando—: No hay que perder el contacto

—Me voy a ir al Estado de Morelos— le dije, aunque no pensaba hacerlo.

Le mentí porque había decidido no verlo más, pues él no quería regresar a Guadalajara. Por lo mismo, Enrique se había ido muy desilusionado y molesto con él, pues solamente lo acompañó El Clark. Me despedí de él, diciéndole que luego lo contactaría, aunque era mentira.

El otro golpe que intentaron llevar a cabo y que falló fue el de Garza Sada. El error en este intento de secuestro de Garza Sada se debió a que el chofer que conducía la camioneta en la que se trasladaban los compañeros de la Liga, le cerró el paso al vehículo del industrial metros muy adelante. Esto le quitó la sorpresa a la acción, dando tiempo a que Sada y su chofer tomaran las armas que traían. No hubo otra opción que dispararles, muriendo los dos.

Esta serie de acciones las habían preparado los compañeros de la Liga, razón por la cual me dijo Enrique que me saliera de Guadalajara. Según él, era para que disfrutara unos días de mi familia por haber salido recientemente de prisión. Y salió lo mismo, se soltó la jauría policíaca y yo no estaba exento de esa persecución.

Me fui al Estado de México, a Tlalnepantla, ahí volví a tener contacto con compañeros de otras organizaciones y yo seguía terco planteando la unidad. Acordamos hacer un trabajo conjunto y que en la práctica cada quien reconociera los errores y llevara a su organización la experiencia adquirida. Estábamos al pendiente de las noticias para ver el desarrollo de los acontecimientos en Guadalajara. Nos enteramos de la acción que finalmente terminó con el ajusticiamiento de Aranguren. Una mala decisión del gobierno: “No pactamos con criminales”, anunció Luis Echeverría Álvarez, provocando este resultado. Las consecuencias: se recrudeció la represión y como respuesta se intensificó el trabajo revolucionario.

La noche fatídica

La noche del día 30 de noviembre de 1973, como a las once de la noche, íbamos en tres autos a hacer una de las tareas que en conjunto estábamos haciendo. Iba un compañero del FRAP, uno de la Liga, uno de la UP y algunos otros compañeros de otras organizaciones. Erróneamente uno de nuestros autos se desvió y ascendió hacia una colina muy iluminada que está en Ciudad Satélite. Los demás lo seguimos. La policía nos detectó en esa explanada. Repentinamente llegaron velozmente varios carros policíacos. Dos policías salieron encañonándonos y nos marcaron el alto. Comenzamos un dialogo distractor para buscar la oportunidad de revertir la sorpresa. A una seña comenzamos a dispararles a bocajarro. Huyeron despavoridos, intentando salvar la vida. Nosotros emprendimos la huida en sentido opuesto a como lo hicieron ellos. Montamos en los vehículos y arrancamos. En el que yo iba, estaban: Daniel, Oscar, Mario y yo, pero no encontrábamos la salida. Esta colonia, Ciudad Satélite, sólo tenía entrada y salida, pero yo no lo sabía. Estábamos en un laberinto sin salida. El cerco policíaco se fue cerrando. El intercambio de balazos era constante. Daniel aceleraba tratando de escapar, pero una y otra vez nos topábamos con los carros policíacos con los que volvíamos a intercambiar disparos. Pero nos reducían cada vez más la posibilidad de escapar. Llegaban patrullas por todos lados. Luego de varias horas de persecución y disparos, en un intento desesperado por lograr escapar comenté que abandonáramos el carro y nos fuéramos de dos en dos a pie para romper el cerco. Éramos ocho los que íbamos esa noche: Ramón Gil Olivo Regis, Oscar Astorga Ramos Sixto, Mario Rivas Domínguez El Loco, Francisco Galax Silva El Pichico, Daniel Meza Arias, su hermano Andrés, Guadalupe de Alba y yo.

Oscar y Mario se introdujeron en una finca en construcción, donde se parapetaron intercambiando fuego de metralla. En toda la colonia se escuchaba el intercambio de disparos. Daniel y yo corrimos calle abajo y como era una cuadra muy larga vimos que había un hueco entre dos casas y dijimos: ¡Por aquí cortamos y ya no alcanzarán a ver para dónde nos fuimos!. Yo pensaba que ya nos habíamos escapado y nos metimos por ese hueco queriendo cortar camino, ¡pero que sorpresa nos llevamos! Era una cerrada, un cajón de tres paredes y un árbol al centro. Llegó la policía y gritaban:

—¡Aquí se metieron estos cabrones!

Pero Daniel y yo estábamos tirados en el suelo en una de las paredes que tenía un poco de zanja y no nos alcanzaban a ver. Aluzaban hasta el fondo con sus linternas, metralleta en mano, luego lo hacían hacía el árbol, creyendo que nos habíamos subido ahí. Tres policías entraron a revisar, mientras desde la banqueta los otros apuntaban con sus metralletas. Los tres se aproximaron e iluminaban con las lámparas pero no nos veían. Y en ese preciso momento yo tenía un temor tremendo de que me diera tos porque tenía la boca muy reseca, seguro por la tensión de tantas horas de violencia. Temía que si me daba me escucharan y vieran dónde estábamos escondidos. ¡Lo que es el miedo a la muerte!. En la esquina se seguían escuchando disparos. Por uno de los radios de un carro policíaco alcanzamos a escuchar: “¡Juanito ya murió!”. Y como con nosotros no había ningún Juanito, dijimos: “¡El muerto es de ellos!”. Comenzaron a sacar a toda la gente de sus casas para localizar al resto de nuestros compañeros. El cerco se redujo a unas cuantas casas. En la segunda vez que entraron los policías volvieron a aluzar el árbol y no nos vuelven a ver. Pero decían: “¡Aquí entraron estos cabrones! ¿Dónde están?. Pero a la tercera vez, un judicial grandote muy corpulento y con metralleta en mano nos vio y salió diciéndole a los demás: “¡Ahí están!”, señalando con el dedo nuestra posición. Entonces, al ver la situación, Daniel me dijo:

—¡Chuy, hay que matarnos, no hay que dejarnos agarrar vivos!,

Diciendo esto, sacó una granada y le quitó la espoleta. Nuestras respectivas armas no traían ya tiros. Nos habíamos acabado ya todos los cargadores.

—¡Sí, pero junto con ellos!— le contesté.

Yo si estaba dispuesto con mucho gusto a dejar este mundo, si por lo menos me llevaba unos diez policías. Pero cuando entraron, Daniel me hizo una seña con la cabeza de que si ya la detonaba, y le contesté con otra seña, que no, hasta que estuviera un buen número de ellos cerca de nosotros. Pero me decepcionó que la policía llegara en forma de abanico. Al frente de ellos venía un chaparro, moreno, metralleta en mano. Nos gritó:

—¡Quietos cabrones! ¡Manos arriba!

Y levantamos las manos poniéndolas atrás de la nuca, con la granada en la mano y sin espoleta. Daniel se la había quitado para que en el momento que acordáramos, la detonáramos, y ellos no nos la vieron.

—¿Y las armas?— preguntaron.

Contestándoles nosotros:

—Las tiramos, pues se nos acabaron las balas.

Entraron ellos en una discusión.. Algunos decían:

—¡Hay que matarlos ya!

Mientras que otros sugerían:

—¡Primero hay que torturarlos para sacarles información y luego los ejecutamos!

Otros más enojados nos decían:

—¡Ahorita van a chingar a su madre!

¡Pero no nos pegaban! Con cualquier golpe que nos dieran la granada nos volaría la cabeza, ya que estaba en la nuca de Daniel y yo a unos centímetros de él. Y me volteaba a ver de reojo haciéndome la seña de que si ya la detonaba, y yo le contestaba de la misma forma, moviendo la cabeza para que se esperara. El helicóptero de la policía volaba aluzando desde arriba. Para esas horas ya habían llegado también los medios de información y pienso que eso fue lo que los contuvo. No podían asesinarnos frente a tantos testigos. Ya eran las seis de la mañana y habíamos empezado la balacera desde las once de la noche. Para entonces, ya habían llegado en apoyo todos los cuerpos policíacos. Ante tanto escándalo y balacera salieron los vecinos de las casas, convirtiéndose también en testigos incómodos.

Nos llevaban para la banqueta manos a la nuca, pero no veían la granada porque había mucha neblina, ya que era el mes de noviembre. Ya al llegar a la calle todos gritaban muy furiosos:

—¡Ahorita van a chingar a su madre!

Y les contestamos:

—¡Pues van a chingar a la suya!

Y Daniel les arrojó la granada, al tiempo que nos tirábamos al suelo. Es mentira que te quieras morir. No sabían de qué se trataba, y como las granadas expanden hacía arriba cuando detonan, consideramos que a nosotros no nos iba a dañar. Y que explota.

Después de la explosión que hizo estragos, pues no se la esperaban, cayeron policías, no sé cuántos, los vehículos policíacos se cimbraron y creo que se dañó una casa. Entonces el policía alto, corpulento, me comenzó a agarrar de mis partes nobles, y yo pensé que era homosexual. No, me dio un arrastrón que yo creí que me los desprendía. Nos tiraron a media calle, boca arriba. Nos comenzaron a patear y a pegarnos con los rifles y yo sentía que se me reventaban las vísceras. En un esfuerzo de sobrevivencia alcancé a voltearme de espaldas, y me dije ahora si golpéenme hasta que quieran. Ya no me sentía tan mal, podía resistir. El resultado de esta inicial tortura, fueron varias costillas rotas.

Nos esposaron y nos llevaron a una prisión de las clandestinas que acostumbraban utilizar para que no te encuentren tus familiares, si es que se enteran de tu detención. Esta prisión tenía un aspecto muy siniestro. Nos amarraron de los pies a las patas de las sillas y los brazos por atrás, esposados al respaldo de las mismas. Momentos después vi que llegaron con los otros dos compañeros que se habían parapetado en la finca en construcción de la esquina. Me alegró mucho verlos, pues aunque estuvieran detenidos por lo menos estaban vivos. De momento te alegras de estar vivo aunque después te arrepientes de haberte dejado atrapar con vida, porque la tortura es tan cruel que mueres mil veces. De los demás no sabíamos nada hasta que como a la hora llegaron con Francisco Galax, El Pichico. Este compañero era integrante de la Liga que había sido reclutado en la Universidad de Sinaloa o de Sonora, no sé. Del resto no sabíamos nada y más tarde en una de las sesiones de tortura me preguntaban:

—¿Como se llama Regis?

Yo les contestaba:

—No sé, se llama Regis, ¿no?

Porque además era la verdad

Yo siempre lo conocí como Regis, por su parecido físico y su profesión de escritor, como Regis Debray, el escritor francés amigo del Che. Por esta razón me pusieron una golpiza, y hasta ahí me enteré que Regis era Ramón Gil Olivo, lo que me parecía inaudito no saber su verdadero nombre cuando vivíamos a tres cuadras de distancia en San Andrés, en Guadalajara

Me quedé con una pura camisetita, porque me quitaron mi chamarra, y me estaba congelando. Era el 30 de noviembre del 73, en el estado de México, donde las temperaturas descienden drásticamente en esa época. Metía las manos y mi cabeza debajo de mi camiseta para darme calor. De pronto me sacaron. Era mi turno para la tortura. Me amarraron los pies con una soga, hicieron lo mismo con las manos pero por detrás, y me sujetaron a una tabla que tenían recargada en una pared, luego me jalaron hasta que me quedé colgando con la cabeza hacía abajo. Arrimaron un tambo de agua y luego me bajaron hasta quedar sumergido. Ahí me tenían hasta que comenzaba a tragar agua. Me sacaban sólo para sumergirme nuevamente en el momento en que aspiraba ansiosamente el aire, ahora sí para tragar esa agua mugrosa. Por debajo de la venda alcancé a ver que uno de los torturadores traía lentes oscuros y estaba tuerto de un ojo. Era alto de estatura y parecía que tenía algún rango porque le hablaban con mucho respeto. Me dijo:

—¿Sabes lo que les hacemos a ustedes? Con una navaja de rasurar le abrimos a los testículos y las bolitas botan como canica.

No dudaba nada que la amenaza la cumpliera en cualquier momento, pues hacían cosas peores, de las cuales teníamos conocimiento por testimonio de otros compañeros que habían estado presos, los que habían sobrevivido porque algunos ni siquiera pudieron comentarlo al quedar en la tortura. Y luego de otras sumergidas en el tambo del agua, me bajaron de la tabla y me llevaron a un cuartito que estaba pintado todo de negro, oscuro, no veía nada, en parte por la venda sobre los ojos. Estaban varios torturadores en el cuarto, alcanzaba a ver los bultos sin distinguirlos bien, ya que el agua me había bajado un poco la venda.

—¡Quítate la ropa— me ordenaron.

Pensé que iban a cumplir la amenaza que me habían hecho de castrarme o de mutilar mis órganos viriles y me quité los zapatos y los calcetines, luego me quité la camiseta e hice una pausa.

Pero me volvieron a ordenar:

—¡Quítate todo, cabrón!

Me quité el pantalón, me quedé quieto.

—¡También los calzones!

Y me los quité, quedando totalmente desnudo. Me sentaron en una silla de fierro, me amarraron los pies a las patas de la silla y mi torso contra el respaldo. Me taparon la boca con un trapo, bien apretado. Me amarraron los dedos pulgares de las manos y los de los pies con unos alambres, me vaciaron una cubeta de agua en mi cabeza y conectaron los alambres a la electricidad. Me comencé a retorcer y ellos todos se reían, disfrutando el espectáculo, reían casi con esquizofrenia. En ese momento llegó a mi cabeza el recuerdo de un libro que se recomendaba que lo leyera todo combatiente, para que supiera como conducirse en una detención ante sus torturadores, Lo que todo revolucionario debe de saber acerca de represión. En este libro te recomendaban que nunca perdieras tu espíritu de lucha, porque si lo pierdes, el temor se apodera de ti, y entonces estás perdido y quedas a merced de lo que el enemigo quiere saber de ti, de tu organización, de tus compañeros, en fin, causar el mayor daño posible. Inmediatamente lo puse en práctica, aunque no sé cuánto valga, porque la tortura llega hasta límites insoportables de dolor, hasta los umbrales de la muerte, y eso lo repiten una y otra vez, y si se les pasa la mano te vas de este mundo. Entonces, para eso está el médico, para que si se exceden, él te recupera, si es que puede, para que continué la tortura; el objetivo es continuar el mayor tiempo posible. El papel que juega aquí el médico es muy importante, ya que sus métodos son muy primitivos y rudimentarios y por su brutalidad la muerte es un factor permanente. El apoyo del medico no es un acto benigno, sino para prolongar la tortura y obtener la mayor información posible. Deseas de todo corazón que esto termine y no regreses a la vida, para escapar del dolor. Pero no, no me otorgaron ese deseo. Me desmayé, el médico me volvió en sí, volvieron a conectar la electricidad, me volví a estremecer y me dijeron:

—¡Ya vístete!

Me desamarraron y comencé a vestirme. En eso entraron en el cuartito con mi compañero Oscar Astorga al que le tocaba su turno en la tortura y después me comentó ya cuando estábamos en prisión:

—Cuando te estabas vistiendo parecía como si te hubiera dado un ataque epiléptico, por lo tanto que temblabas y brincabas.

Y le dije:

—Oye, pero yo me sentía bien

Contestándome:

—No, hombre, cuando te estabas poniendo los calcetines, no podías ni ponértelos, ¡ja, ja, ja!

Y ya me dijeron los compañeros:

—Es que la corriente eléctrica la conserva el cuerpo y sigue surtiendo sus efectos, por eso es que sigues saltando y tú no te das cuenta.

De los ocho compañeros solamente dos habían logrado escapar. Andrés se fue hasta Sonora y J. Guadalupe de Alba fue a parar a Guadalajara. A Regis lo trajeron la madrugada siguiente. Cayó al llegar a un departamento que ya estaba vigilado por la policía. Andrés y de Alba caerían después y se los llevarían a la cárcel de Oblatos, en Guadalajara.

Mi esposa se dio cuenta de mi detención al ir caminando por la calle con mi hijo de la mano, y cuando al pasar por un puesto de periódicos, éste le señaló con el dedo:

—¡Mira, mamá, mi papá!

Era mi foto, al lado de mis otros compañeros, que aparecía a toda página en la primera plana y donde se narraba el zafarrancho y mi detención.

Fuimos trasladados después de no sé cuántos días de tortura a la prisión de Barrientos. En esta prisión nos encerraron en un cuarto que fue sellado soldándole laminas en la ventana, quedando herméticamente sellado. Preparamos nuestros catres que eran periódicos en el suelo, se cerró el portón que tenía una ventanita muy pequeña por donde nos pasaban la comida y jamás volvimos a ver el sol. Llegamos en condiciones muy precarias, especialmente yo, que tenía mis costillas rotas y que durante un buen tiempo tenía que dormir parado respirando a medio aire para que mis costillas no perforaran mis pulmones. Mis compañeros, en una solidaridad extraordinaria, cuando tenía ganas de ir al baño me llevaban y me sostenían mientras hacía mis necesidades. Estos detalles solidarios me hacían sentir más fuerte, sintiendo un gran afecto por ellos, y mi moral revolucionaria la sentía muy fortalecida. Nuevamente había pasado la prueba: una tortura intensiva y no habían logrado doblarme. Estoy seguro que los que quedaron en ella, así murieron. Para nosotros, era solamente una derrota momentánea, no definitiva. Sabíamos que en la calle el movimiento revolucionario seguía avanzando, que no podía parar ante ninguna detención. Ese era el objetivo: garantizar su continuidad.

A la izquierda José de Jesús Morales Hernández, el momia, participante del movimiento guerrillero en los años setentas, aquí aparece luego de ser detenido por la DFS en 1974. A la derecha, la fotografía de Miguel Nazar Haro, director de la DFS, uno de los principales torturadores.

Nos pusimos de acuerdo de la disciplina que teníamos que imponernos en prisión, cómo distribuir las horas del día porque la ociosidad es uno de los principales enemigos dentro y fuera de prisión. Acordamos que lo primero que haríamos sería el aseo. La maestra que daba clases en esa prisión un día que abrió la ventanita y se asomó aprovechamos para pedirle que nos llevara una pelotita, la cual después nos la llevó. Así que después de hacer el aseo jugábamos frontón en ese pequeño pedacito. Para cuidar el fortalecimiento físico, hacíamos retas entre nosotros y él que mejor jugaba frontón era Ramón Gil y era con el que más a gusto jugaba porque yo había practicado bastante este deporte. Después nos bañábamos y desayunábamos, y las siguientes tres, cuatro horas, las dedicábamos al estudio, descansábamos una media hora, continuábamos con partidas de ajedrez (en esto no le ganaba nadie a Ramón Gil, aquí se desquitaba lo del frontón) y volvíamos a la tarea principal, el estudio. Si era necesario, lo interrumpíamos para aclarar algún punto de discusión, aunque está discusión normalmente era hasta el final y así cerrábamos el día, nos íbamos a recostar y mandábamos nuestros pensamientos al recuerdo de la familia, a los compañeros en la lucha, etc. Era nuestra forma de contrarrestar la completa incomunicación en la que nos habían encerrado.

Las visitas de la Dirección Federal de Seguridad y de la Dirección de la Penitenciaría eran constantes para investigarnos, revisarnos los libros, lo que escribíamos. De alguna manera seguía la intimidación, pero la presencia del excelente abogado José Luís Romero y Velásquez nos hacía sentirnos no tan desprotegidos. A mí me daba la impresión que era un sujeto comprometido, y fue toda entrega mientras nos defendió jurídicamente. Por ahí había llegado otro abogado que yo no se como fue a dar con nosotros, ni quien lo mandó, llamado José Rojo Coronado con la intención de tomar nuestra defensa, y al ver el expediente vio que yo era de Arandas y me dijo:

—¡Mira, somos paisanos, yo también soy de ahí!

Pero no le tuvimos confianza. Ha esto se agregó que otros guerrilleros presos en Santa Martha Acatita nos enviaron el mensaje de que era un agente de la CIA. Así que lo despedimos y nos quedamos con José Luís Romero.

En mi persona el sacrificio llegó a tal grado que estando yo aquí en prisión, recibí otro golpe muy duro, pues sufrí la pérdida de mi padre y no pude verlo morir. Solamente recibí su carta de despedida donde me decía: “Cuando recibas ésta, yo ya me fui, no te culpo de nada, tu querías pelear contra el gobierno, cosa que no me desagrada, aunque no lo aceptaba para no verte en la condición en que estás y yo sin poder visitarte por mi enfermedad y tu tan lejos, estas en un lugar de donde algún día saldrás, hay lugares de los que nunca se sale, herencia no te dejo, porque no tenemos nada, te dejo mi pistola y recibe la bendición”.

Y efectivamente cuando recibí la carta mi padre ya había fallecido.

Me quedé varios días sumido en mi sufrimiento, llorando en silencio, ya había perdido a los dos, a mi padre y a mi madre, mis amigos de infancia. Sólo me quedaba lo más valioso: mi esposa y mis hijos Carlos Ernesto y Yudmila, que acababa de nacer y yo no había estado con ninguno de los dos a la hora de su nacimiento; estos golpes los asimilaba como una derrota momentánea en la lucha contra el enemigo y no podía ni debía quebrantarme y así mitigué un poco el dolor. No podíamos parar, teníamos que seguir adelante, concluir el proyecto. Me daba cuenta que los asuntos personales no tienen nada que ver con la revolución.

Durante todo este tiempo de encarcelamiento y en las condiciones en que estábamos era difícil conservar la unidad, pues es parte de la estrategia del enemigo el quebrantar la unidad a todos los niveles y que se refleje y repercuta hacía el interior las organizaciones. Durante nuestra estancia en la prisión sucedió un detalle que nos hizo pasar un mal rato y fue el que dos compañeros cayeron durante algún tiempo en la vida ociosa y abandonaron la disciplina del estudio. Pero ni aún así se relajó la disciplina de los demás.

Cierto día llamaron a Regis a la rejilla del juzgado. Como a la media hora regresó todo sonriente, y nos dijo:

—Les traigo una buena noticia, a ver vengan todos.

Así que intrigados nos acercamos.

—La secretaria del juez asegura que nos puede ayudar para obtener la libertad. Es más, asegura que al término del proceso, al dictar la sentencia, ella se encarga que sea absolutoria.

—¡Ah, caray!— exclamó más de alguno—. ¿Y eso?

—Pero de nosotros va a haber un sacrificado.

—¿Cómo que un sacrificado? ¿Quién? ¿Y cómo?

—Sí, y ese va ser Mario.

Y Mario peló los ojotes, medio asustado.

—Ocurre que Lulú, la secretaria del juez se enamoró perdidamente de este loco— explicó Regis—. Así que la condición es que hagan el amor cuantas veces se lo pida.

La expresión de Mario el Yaqui cambió, pues le alimentaron su ego. Sonrió tímidamente, pues Lulú no era la gran veldad.

Pero todos los apoyamos en coro:

—¡Andale, Mario, sacrifícate por la causa!

Mario, luego de dar varios pasos por la celda, como dudando, se volvió hacia todos, nos miró, y dijo:

—¡Pues traíganmela!

Todos nos preguntamos durante días porqué había elegido a semejante bodoque. Bueno, quizás era porque parecía un toro salvaje.

Regis regresó a los juzgados para dar la noticia. Lulú se puso contenta y las otras secretarias lo celebraban. Pero también querían su parte con el resto. En realidad, el atractivo era por la manera tan violenta como habíamos caído. El ser guerrillero, le daba el toque romántico. Al día siguiente Mario tuvo la visita conyugal. Lulú salió muy contenta y Mario comenzó a quejarse. Se quitó la camisa y nos enseñó la espalda: la tenía toda arañada.

—Pues ni modo, Mario, tienes que seguirte sacrificando— le dijimos.

Después la esperaba más con temor que con amor.

Hasta la fecha Mario vive en Tlalnepantla.

Posteriormente las FRAP secuestraron a José Guadalupe Zuno que había sido gobernador de Jalisco y con cuya familia en un principio como Vikingos habíamos hecho una alianza política que no fructificó. Dicho personaje era el suegro del presidente de México, Luís Echeverría Álvarez. Ya anteriormente nos había llegado una nota de que pronto seríamos liberados. Yo me preocupé mucho porque me dije “si les falla, nos van a matar”, y esperamos el curso de los acontecimientos. No habían pasado varias horas, cuando todas las policías habidas y por haber irrumpieron en nuestra celda. Metralletas en mano nos tumbaron al piso, nos amarraron y nos vendaron y se llevaron a cuatro de nosotros. Por equis razón nos dejaron a Regis y a mí, aunque completamente incomunicados con el mundo exterior y con la amenaza de que la muerte de don Guadalupe significaría nuestra muerte. Estábamos incomunicados con la calle, no teníamos comunicación con ninguna organización y no sabíamos cómo se estaban desarrollando los hechos. A los cuatro compañeros los trajeron en avión a la prisión militar en Guadalajara y después de unos días los regresaron y nos comentaron que ahí habían coincidido con otros presos del penal de Oblatos. En fin habían hecho una concentración de presos de todo el país en la mojonera que era una prisión militar. Ahí encontraron a Juventino Campaña López Hochimin, al que Nazar Haro le decía “Cochimin” por lo sucio y maltrecho que llegó debido a la golpiza que le dieron en presencia de su padre para doblegarlo.

Ya con los compañeros de regreso, nos visitó en prisión el hijo más chico de Don Guadalupe Zuno, Andrés, diciéndonos:

—No la frieguen, mi padre no es contrarrevolucionario...

Andrés era conocido de varios de los del grupo, principalmente de Oscar y mío, debido a que había sido también universitario y, sobretodo, principal impulsor del movimiento que culminaría en lo que fue el Frente Estudiantil Revolucionario. Y después de escuchar sus ruegos de que interviniéramos en favor de su padre, se retiró y nos quedamos discutiendo entre nosotros cuál iba a ser nuestra postura al respecto. Precisamente el compañero que tuvo la posición más radical fue Pichico, que militaba en la Liga, diciéndonos que “si la revolución acordaba ajusticiarlo nosotros no teníamos porqué anteponer nuestro beneficio personal”. Pero los mismos fracasos de la Liga con los secuestros de Aranguren y Duncan demostraban que el gobierno prefería sacrificar a los suyos antes que negociar. Ese era un análisis que habíamos ya hecho en prisión. Respetábamos la acción de los compañeros de las FRAP, pero sí considerábamos que el costo sería mucho mayor con un probable sacrificio de Guadalupe Zuno. Por otro lado, Zuno había sido uno de los fundadores de la Universidad en los años veinte y sus tendencias socialistas se habían hecho manifiestas con la creación de la Federación de Estudiantes Socialistas de Occidente.

Fueron días cruciales. Nuestro encierro se hizo insoportable por la tensión y la visita constante de la Federal. En esos días apareció una carta de Guadalupe Zuno, escrita desde su lugar de cautiverio. Volvió a visitarnos Andrés y nos dijo:

—¡Mi padre está vivo!

—¿Qué es en concreto lo que quieres?— lo cuestionamos—. Si nosotros no lo tenemos secuestrado.

A lo que nos respondió:

—Quisiera que firmaran un desplegado que será publicado en todos los periódicos, por que la opinión de ustedes es muy importante, por ser de los más veteranos, además de que tienen cierto prestigio y son bien vistos por todas las organizaciones.

Nos quedamos pensativos, y nos dijo, dándole un golpecito en el brazo a Astorga en son de broma:

— Coméntenlo, y mañana vengo por la respuesta.

Todos los compañeros que habían sido regresados de la prisión militar de Guadalajara, decidieron:

—¡Hay que firmarlo! Los presos de Guadalajara ya están pidiendo que lo liberen.

Inclusive su mismo abogado defensor de los de Guadalajara había hecho declaraciones ante la prensa en el mismo sentido.

Al final todos quedamos de acuerdo en firmarlo. Al día siguiente que regresó Andrés por la respuesta, nos llevó el desplegado que iba a ser publicado. Ya tenía la firma de Fidel Castro, Demetrio Vallejo, creo que la viuda de Allende y nosotros seis cuyas firmas también agregamos. Se publicó. Liberaron a Don Guadalupe, definitivamente creo que nuestra firma no influyó en nada (o a lo mejor si). Hubo desistimiento de la Procuraduría General de la Republica de la acción penal y salimos libres. Se pudiera entender que si hubo canje.

Temerosos de que nos asesinaran a la salida de la prisión, nuestro abogado José Luís Romero, para protegernos tomó como medidas de seguridad dividirnos en tres grupos y proporcionarnos tres vehículos, tomando diferentes rumbos, quedando en contactarnos después. Lo urgente ahora era llegar a un lugar seguro. Luego, Ramón Gil fue a dar a Polonia, yo me fui a Sinaloa y luego a Tijuana, Baja California, ahí me dio alojo Artemio Chávez, mi amigo de infancia y compañero de salón en la primaria, requintista del grupo musical del barrio de San Andrés Los Freddy’s. Y a mis demás compañeros ya no los volví a ver. A Ramón, Daniel y a Oscar sí, después de muchos años.

Mi regreso a la legalidad

Yo me fui a Sinaloa porque me prohibieron a la salida de la prisión regresar a Guadalajara, advirtiéndome que si regresaba me asesinarían en cuanto me vieran por ahí. Es por esa razón que me fui a Culiacán con toda la intención de contactarme nuevamente con la Liga o con la UP, como no hice contacto con nadie y además las cosas estaban igual de peligrosas que en Guadalajara preferí salirme y me fui a Baja California. En Tijuana me encontré con un militante de la Unión del Pueblo, Arturo Rosas Ruiz, al que le decían El Ministro. Era un licenciado en economía y allá por la calle Madero me presentó a un señor que tenía su taller de sastrería y a otros amigos que estaban con él, comentándome El Ministro que era gente que participaba en la organización, que habían tenido un papel muy destacado en la Universidad de Baja California, o sea en Mexicali, que eran gente muy comprometida. Nos retiramos ya muy tarde, quedándome de ver al día siguiente con Arturo. Me entrevisté con él en la playa de Tijuana, caminamos y él me hablaba de la urgente necesidad de hacer una expropiación. Él sabía que mis compañeros con los que había caído inicialmente a prisión en Guadalajara habían continuando con el trabajo revolucionario y estaban esperando mi regreso, porque ya estaban enterados que había obtenido mi libertad en México. Yo discutía con él, negándome a su propuesta, argumentándole que ese tipo de conductas iba creando necesidades y que era más importante el trabajo de formación de cuadros. Me invitó a comer a su casa y me comentó antes de que llegáramos, que su cuñada, hermana de su esposa militaba en la LC23deS (aunque algunos ya estaban en la prisión llamada la Mesa, en Tijuana) y que esta organización pretendía asesinarlo a él por las pugnas que había entre la Liga y la Unión del Pueblo (UP).

Me presentó a su esposa, tenía dos hijos pequeños como de cuatro a cinco años. Mientras nos servían la comida él jugaba al caballito con sus hijos y se le subían en la espalda. Creo que se llamaban uno Marx y el otro Lenin. Cuando nos sentamos a la mesa vi extrañado que nos sirvieran una vasta y suculenta comida, yo no estaba acostumbrado a este tipo de comidas y las consideraba hasta criticables. Yo era más austero, comer en cualquier mercado o cualquier puesto callejero era bueno. Les agradecí su generosidad y me despedí insistiéndome él en otra cita, no se la di y después de algún tiempo me regresé a Guadalajara.

Dando un reposo en mi actividad aprovechando que acababa de salir de prisión y haciendo caso omiso de la advertencia y de la amenaza de que no regresara a Guadalajara, me dije: “¡Bueno, no tengo cuentas pendientes con su justicia!”. Decidí pasarme una temporada con mi esposa y mis hijos mientras las condiciones no me obligaran a reincorporarme a alguna de las organizaciones guerrilleras, ya que mis compañeros seguían en el frente de batalla y en diciembre de 1975 regresé a Guadalajara. Por esos mismos días, para ser exactos el 24 de diciembre, recibí la catastrófica noticia de que el responsable de operar militarmente a la Liga había sido detenido herido en la calle de Manuel Cambre número 1825 y trasladado a la Dirección Federal de Seguridad de la calle Francia. Yo había llegado a Guadalajara en el momento menos oportuno.

Con temor por la advertencia que me habían hecho, ya en Guadalajara llegué a la casa de mis suegros donde estaba mi esposa. La primera pregunta que me hizo fue:

—¿Vas a continuar en el movimiento?

A lo que le contesté:

—De momento no, vengo a dedicarme a ustedes

El movimiento revolucionario estaba en retroceso y ya no podíamos hablar de lograr que triunfara la revolución, el continuar con esta conducta era suicida.

Ese primer día no abrimos ni la cortina de la ventana y si alguien tocaba a la puerta, no la abríamos. Al día siguiente me paré en la puerta y comenzaron a llegar mis amigos. Por fin nos volvíamos a ver. Estaban sorprendidos de cómo había logrado salir con vida, después de participar en tantos acontecimientos. A otros, por menos los habían asesinado. Cuestión de suerte. Al día siguiente tomé un camión y le di toda la vuelta a la ciudad, y como no pasó nada seguí haciendo mi vida normal. Pero había otro problema, la comida escaseaba y tenía que trabajar para llevar el sustento, pero ¿quién le iba a dar trabajo al Momia?. ¡Nadie!. Por miedo a la policía, alguna gente hasta tenía temor de saludarme y que los relacionaran conmigo. Por fin conseguí trabajo en una compañía arrendadora de autos donde antes que yo habían trabajado dos compañeros que militaban en organizaciones revolucionarias sin que el gerente estuviera enterado de esta doble actividad, uno del FRAP y el otro de la LC23deS. Por mera coincidencia la compañía se llamaba “ODIN RENTE UN AUTO” (Odin era el dios de los Vikingos).

Y comenzó nuevamente la represión provocándome para matarme o a orillarme a que me fuera a la clandestinidad. Yo no caí en las provocaciones y corrí el riesgo de regresar a la legalidad y quedar a merced de ellos. Pero no admitían que estuviera vivo. Al mismo gerente lo llegaron a detener acusándolo de complicidad, pero como llegó a tomarme afecto al conocerme y saber que mi único deseo en ese momento era trabajar para sostener a mi familia, haciéndole la aclaración de que en el momento en que yo decidiera nuevamente incorporarme a la lucha él sería el primero en saberlo y que primero renunciaría a mi trabajo que comprometerlo, razón por la cual no me despidió del trabajo a pesar de tantas detenciones que empecé a sufrir.

Aquí en Guadalajara me volvió a contactar El Ministro insistiendo que la expropiación sería a la comisión federal de electricidad, pero me volví a negar, diciéndole que mejor si sabía de algún nuevo avance en explosivos les pasara esos conocimientos a los muchachos que seguían reuniéndose en una casa en seminarios de formación política. Aceptó y le presenté mis compañeros al Ministro con la condición antes señalada y nos citamos en un templo que está cerca de donde yo estaba viviendo. Reunirnos precisamente en un templo era para no despertar sospechas, recalcándole la recomendación y que las próximas entrevistas serían solamente para la enseñanza de explosivos (no sé si en verdad era experto o no, no se lo pregunté, confiaba en que sí).

Después supe, sin que me lo informaran, que llevaron a cabo la expropiación. Otra cosa que yo le insistía mucho era que le comentara a la dirección de la organización la suspensión de la puesta de las bombas, pues los resultados estratégica y políticamente se revertían. En esos días una bomba explotó en una juguetería y me dijo que no habían sido ellos los que la pusieron. Y si no eran ellos no había sido ninguna organización revolucionaria, pues la UP era la única organización que utilizaban la técnica de los explosivos como uno de los medios de lucha. Le dije: “Ahí está, entonces fue el gobierno el que la puso porque necesitaban que se pusieran las bombas para justificar la represión”. Aunque después supimos que ésta tampoco la había puesto el gobierno sino que había sido un autobombazo para cobrar el seguro, pues era una empresa que estaba en quiebra. Días después Arturo El Ministro apareció ejecutado en la calle de Liceo e Independencia con un tiro en la cabeza. No se quien lo haya ejecutado, pero se rumoraba que había hecho malos manejos de los fondos de su organización.