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La huelga de octubre no se desarrollaba con sujeción a un plan. Empezó por los obreros tipógrafos de Moscú, y en seguida decayó. Los combates decisivos habían sido organizados para el aniversario del 9 (22) de enero. He aquí por qué no me apresuraba a poner fin a mis trabajos en aquel remanso finlandés. Pero la huelga, puramente casual y ya en descenso, prendió, cuando menos lo esperábamos, en los ferroviarios, y ya no hubo quien la contuviera. A partir del día 10 de octubre, el movimiento de huelga, que había arrancado de Moscú, abrazaba todo el país, y sus reivindicaciones eran ya francamente políticas. El mundo no había presenciado jamás una huelga general de tal importancia. En muchas ciudades hubo encuentros entre los huelguistas y la tropa, si bien en general puede decirse que los sucesos de aquellos días se mantuvieron dentro de las lindes de la huelga política y no trascendieron al verdadero levantamiento armado. Y sin embargo, bastaron para que el absolutismo perdiese la cabeza e iniciase la retirada. A ellos se debió el Manifiesto constitucional del 17 (30) de Octubre. El zarismo, aunque herido, seguía manteniendo en pie toda su maquinaria de poder. Y la política del Gobierno era, para emplear palabras de Witte, "un nido de cobardía y de ceguera, de estupidez y de felonía", como jamás se conocieran. Pero la revolución había conseguido el primer triunfo, aunque incompleto henchido de promesas.
"La parte más seria de la revolución rusa de 1905-escribía años más tarde el mismo Witte-estaba naturalmente... en la reivindicación de los campesinos: ¡Queremos tierra!..." Y esto es verdad. Pero Witte prosigue así: "Al Soviet de los obreros no le dí gran importancia, pues no la tenía." Esto demuestra que aun el más eminente de los burócratas era incapaz de penetrar el sentido de sucesos en que las clases gobernantes debieron ver un último aviso. Witte tuvo la fortuna de morir a tiempo para no verse obligado, a cambiar de parecer en punto a los Soviets obreros.
A mi llegada a San Petersburgo, la huelga de octubre estaba en su apogeo. Sin embargo, aunque el movimiento seguía extendiéndose, había el peligro de que remitiese infructuosamente por falta de una organización directora de masas. Yo traía de Finlandia el proyecto de implantar una representación obrera al margen de todo partido, en que cada mil trabajadores eligiesen un delegado. Por Iordansky, un escritor-a quien los Soviets habían de nombrar, años más tarde, embajador de Italia-, supe, el mismo día de mi llegada, que los mencheviques habían tomado, ya por su cuenta la formación de un órgano revolucionario integrado por un representante por cada 500 obreros. La idea no podía ser más acertada. Sin embargo, la parte del Comité central bolchevista que se encontraba en San Petersburgo oponíase resueltamente a este sistema directo de representación obrera, por creerlo peligroso para el partido. No compartían este temor los trabajadores afiliados a él. Esta actitud sectaria de los dirigentes bolchevistas ante la cuestión del Soviet no cesó hasta la llegada de Lenin a Rusia, en el mes de noviembre. Sobre las dotes de dirección de los "leninistas" sin Lenin podrían escribirse páginas muy instructivas. Tan por encima estaba el maestro de sus discípulos más afines, que en su presencia, éstos creíanse relevados en absoluto de la obligación de resolver por su cuenta los problemas teóricos y tácticos. ¡Y qué lamentable desamparo el suyo cuando la fatalidad los separaba de él en los momentos críticos! El espectáculo fué el mismo en el otoño de 1905 y en la primavera de 1917. Y como en estos dos casos, en muchos otros de menos relieve histórico. Los de abajo, guiados por su instinto, sabían orientarse con harta mayor seguridad que aquellos semidirectores confiados a sus propias fuerzas. El retraso con que Lenin llegó del extranjero fué una de las razones de que, la fracción bolchevista no consiguiera ponerse a la cabeza de la primera revolución.
Ya he dicho que Natalia Ivanovna Sedova había sido detenida en el bosque, en una redada hecha por los cosacos el día 1.º de mayo. Pasó en la cárcel unos seis meses aproximadamente, al cabo de los cuales la confinaron en Tver bajo la vigilancia de la policía. Pudo retornar a San Petersburgo después del Manifiesto de octubre. Adoptando el nombre de Wikentief, alquilamos un cuarto en casa de un caballero que resultó ser un especulador de Bolsa. Los negocios bursátiles andaban mal, y muchos especuladores veíanse obligados a introducir economías en sus casas. Un recadero nos traía por las mañanas todos los periódicos que se publicaban en la capital. El casero, a veces se los pedía a mi mujer, y rechinaba los dientes leyéndolos. Sus negocios iban cada vez peor. Un día, entró por el cuarto adentro hecho una furia, agitando el periódico, y dirigiéndose a Natalia Ivanovna, chilló, a la par que apuntaba con el dedo a mi último artículo, titulado "¡Buenos días, porteros de San Petersburgo!"
-¿Lo ve usted? ¿Lo ve usted? ¡Hasta con los porteros se meten ya! Si tuviese delante al presidiario que ha escrito ésto, le digo a usted que ahora mismo lo dejaría seco!
Y sacando un revólver del bolsillo, lo blandió con gesto de amenaza. Parecía haberse vuelto loco, y a todo trance quería que la interlocutora asintiese a sus bravatas. Mi mujer se presentó en la Redacción a llevarme esta noticia. Había que buscar a toda costa otro cuarto. Pero como no teníamos un instante libre, nos echamos en brazos del destino. Seguimos, pues, bajo el techo del bolsista hasta mi detención. Por fortuna, ni el casero ni la Policía lograron averiguar quién se ocultaba detrás del nombre de Wikentief. No nos hicieron el menor registro domiciliario.
En el Soviet adopté el nombre de Ianovsky, por la aldea en que había nacido. En los periódicos me firmaba Trotsky. Trabajaba en tres a la vez. Parvus y yo nos pusimos al frente de la pequeña Russkaia Gazella (Gacela Rusa), que convertimos en un órgano de lucha para las masas. En el transcurso de pocos días, el número de ejemplares vendidos subió de 30 a 100.000. Al cabo de un mes, los pedidos ascendían a medio millón. Los elementos técnicos de que disponíamos en la imprenta no respondían a las necesidades de la tirada. Por fin, vino a sacarnos de este conflicto el Gobierno, ordenando la suspensión del periódico. El 13 de noviembre fundamos, formando para ello un bloque con los mencheviques, un gran órgano político con el título de Nalchalo (Comienzo). La tirada del periódico aumentaba por días y por horas. El Novaia Skhisn(Vida Nueva), que hacían los bolcheviques, era bastante incoloro, pues faltaba en él la pluma de Lenin. En cambio, nuestro periódico alcanzaba un éxito fabuloso. Era seguramente el que más se parecía, de todos los publicados en los últimos cincuenta años, a la Nueva Gacela del Rin, dirigida por Marx en el año 1848, al cual se atenía como a su modelo clásico. Kamenef, que formaba parte de la Redacción del órgano bolchevista, me contaba algún tiempo después cómo, en sus viajes por tren, le gustaba observar en las estaciones la venta de periódicos. A la llegada del tren de San Petersburgo, se formaban unas colas interminables esperando la prensa. Allí, no tenían venta más que los periódicos revolucionarios.
-¡Natchalo! ¡Natchalo! ¡Natchalo!-gritaba la gente-¡Déme el Natchalo!
De vez en cuando, oíase una voz pidiendo el Novaia Skhisn, y vuelta al ¡Natchalo! ¡Natchalo!
-No tuve más remedio que reconocer, bastante fastidiado-me confesó Kamenef-, que los del Natchalo lo hacían mejor que nosotros.
Además de intervenir en los dos mencionados periódicos, escribía artículos de fondo para Isvestia (Noticias), órgano oficial de los Soviets, amén de las innumerables proclamas, manifiestos, propuestas y resoluciones. En los cincuenta y dos días que duró el primer Soviet, entre éste, el Comité Ejecutivo, los mítines, que no se acababan nunca, y los tres periódicos, no tenía un momento de descanso. Todavía es hoy el día en que no sé cómo pudimos vivir en aquella vorágine. Proyectadas sobre el pasado, hay muchas cosas que uno no se explica, y es natural, pues en el recuerdo se borra el dinamismo, uno se contempla a sí mismo, en cierto modo, como a persona extraña. Alas en aquellos días, nuestra actividad no dejaba nada que apetecer. Y no sólo dábamos vueltas en la vorágine, sino que contribuíamos a crearla. Allí todo se hacía de prisa, vertiginosamente. Y, sin embargo, no nos salió del todo mal; hasta hubo algunas cosas que resultaron magníficamente bien. D. M. Herzenstein, un viejo demócrata, médico, que era el redactor responsable de nuestro periódico, presentábase alguna que otra vez en la Redacción, con su levita negra impecable, se plantaba en medio de la pieza y quedábase maravillado del caos que reinaba allí. Al año siguiente hubo de comparecer ante los Tribunales a responder de la furia revolucionaria del periódico, en el que no había influído en lo más mínimo. El viejo no nos traicionó. Por el contrario, con los ojos arrasados en lágrimas, contó a los jueces cómo aquellos hombres que tenían en sus manos la redacción del periódico más popular de Rusia, vivían de unos cuantos pasteles secos que el portero les llevaba, envueltos en papel de periódico, de la panadería más próxima, y que engullían sin levantar cabeza de su trabajo. Y el pobre viejo hubo de pasarse un año en la cárcel, como castigo a la revolución que no había triunfado, a su amistad con los emigrados y a los pasteles secos...
"Diríase-escribe Witte en sus Recuerdos-que en el año 1905 la gran mayoría de Rusia se había vuelto loca." A los conservadores, la revolución les parece un estado de demencia colectiva sólo porque exalta hasta la culminación la "locura normal" de las contradicciones sociales. Hay muchos que se niegan a reconocer su retrato si se les presenta en atrevida caricatura. Todo el proceso social moderno nutre, intensifica, agudiza hasta lo intolerable las contradicciones, y así va gastándose poco a poco esa situación en que la gran, mayoría use vuelve loca". En trances tales, suele ser la mayoría demente la que pone la camisa de fuerza a la minoría que no ha perdido la cordura. Y la historia sigue adelante.
El caos revolucionario es algo muy distinto a un terremoto o una inundación. En el seno del desorden de las revoluciones empieza a dibujarse automáticamente un orden nuevo; los hombres y las ideas van ordenándose en torno a nuevos ejes. Sólo a aquellos a quienes barre y aniquila puede parecer la revolución la locura absoluta. Para nosotros era, aunque tempestuoso y agitado, nuestro elemento. Cada cosa ocupaba su lugar y su hora, y había quienes disponían aún de tiempo para sus negocios personales, para enamorarse, para echarse amigos nuevos, y hasta paya asistir a las, funciones en los teatros revolucionarios. A Parvus le entusiasmó de tal manera una comedia satírica nueva que vió representar, que sin aguardar a más, sacó allí mismo cincuenta entradas con destino a la función siguiente, para repartirlas entre sus amigos. Acababa de cobrar-importa tenerlo presente-los honorarios de algunos libros. Cuando le detuvieron y le encontraron en el bolsillo las cincuenta entradas para el teatro, los gendarmes no sabían qué pensar. ¿Qué misterio revolucionario era aquél? Parvus todo lo hacía a lo grande.
El Soviet logró poner en pie a masas gigantescas de hombres.. Detrás de él estaba toda la clase obrera. En el campo había gran agitación y también reinaba el desasosiego entre las tropas repatriadas del lejano Oriente después de la paz de Portsmouth. Pero los regimientos de los cosacos y de la guardia permanecían fieles al zarismo. Existían todos los elementos para que la revolución triunfase, pero estos elementos no habían alcanzado todavía el grado necesario de madurez.
El 18 de octubre, al día siguiente de publicarse el Manifiesto zarista, se estacionaba delante de la Universidad de San Petersburgo, una muchedumbre de miles de hombres, ávidos todavía de lucha, todavía embriagados por el entusiasmo de la primera victoria. Desde, lo alto de un balcón, les dirigí la palabra y les grité que aquel triunfo a medias no garantizaba nada, que el enemigo era irreconciliable, que se nos tendía una celada; y cogiendo el Manifiesto del Zar lo rasgué y el aire arrastró los pedazos de papel. Pero las prevenciones políticas de esta naturaleza sólo dejan en la conciencia de las masas la huella de un arañazo. Los que disciplinan son los grandes acontecimientos. A este propósito, recuerdo dos escenas ocurridas en el seno del Soviet de San Petersburgo.
El día 29 de octubre corrían por la ciudad, con gran insistencia, rumores de que los "Cien Negros" estaban preparando un pogromo. Los delegados, que acudían directamente de las fábricas a la sesión del Soviet, enseñaban desde lo alto de la tribuna las armas con que venían pertrechados contra los provocadores. Se les veía blandir todo género de instrumentos: navajas, llaves, puñales, porras; pero sus gestos eran más bien de alegría que de preocupación; en el ambiente flotaban los chistes y las bromas. Creían, sin duda, que el mero hecho de disponerse a rechazar el ataque bastaba para dar por cumplida su misión. La mayoría no estaba todavía penetrada de que la lucha era a vida o muerte. Ni lo comprendieron hasta llegar las jornadas de Diciembre.
En la noche del 3 de diciembre, el Soviet de San Petersburgo se vió cercado por las tropas. Fueron copadas todas las entradas y salidas del edificio. Desde lo alto de la tribuna en que estaba reunido el Comité Ejecutivo deliberando, grité a la sala, donde se apiñaban cientos de delegados:
-¡No hacer resistencia ni entregar las armas al enemigo!
Me refería a las armas de mano, a los revólveres. Los obreros congregados en la sala de sesiones, cercada por tropas de la guardia de Caballería y de Artillería, empezaron a inutilizar diestramente sus armas, el máuser contra la browing, la browing contra el máuser. Esto ya no tenía el aire de broma y de juego del 29 de Octubre. Aquellos chasquidos y aquel estrépito del metal al romperse eran el rechinar de dientes del proletariado, que por primera vez comprendía, y lo comprendía plenamente, que para hacer morder el polvo al enemigo era necesario un esfuerzo mucho mayor, más potente y despiadado.
El triunfo a medias de la huelga de Octubre tuvo para mí, aparte de su importancia política, una significación teórica inmensa. No había sido el movimiento de oposición de la burguesía liberal, ni el levantamiento elemental de los campesinos, ni los actos de terrorismo de los intelectuales, sino la huelga obrera, la que, por vez primera en la historia, había conseguido que el zarismo hincase la rodilla. Después de aquello, ya no podía dudarse, pues era un hecho indiscutible, de la hegemonía revolucionaria del proletariado. Yo veía claro que la teoría de la revolución permanente había resistido a la primera prueba. La revolución abría, nítidamente, ante el proletario las perspectivas de la conquista del Poder. Los años de reacción que pronto sobrevinieron no lograron desalojarme de esta posición conquistada. Mas de los hechos rusos podían sacarse también, y yo las saqué, conclusiones de interés para los países occidentales. Si en un país como Rusia el proletariado, en plena juventud, tenía tal poder, ¿cuál no sería su fuerza revolucionaria en las naciones de mayor progreso?
Con esa imprecisión y ligereza que le caracteriza, Lunatcharsky pretendía definir, años más tarde, mi concepción revolucionaria del modo siguiente : "El camarada Trotsky sostenía (en 1905) el punto de vista de que ambas revoluciones (la burguesa y la socialista), aunque no coincidan en absoluto, están de tal modo ligadas, que se puede hablar de una revolución permanente. Una vez que la parte rusa de la humanidad, y con ella el resto del mundo, entre en el período revolucionario por una sacudida política burguesa, no podrá salir de él hasta que se consume y remate la revolución social. No puede negarse que el camarada Trotsky, al exponer estas ideas, demostraba tener una gran agudeza de visión, aun cuando se equivocase en quince años."
Es la misma equivocación que había de echarme también en cara Radek, corriendo el tiempo, pero la coincidencia no la hace ganar en profundidad. Todas nuestras perspectivas y reivindicaciones del año 1905 contaban con el triunfo de la revolución, y no con su derrota. No conseguimos implantar la República ni el nuevo régimen agrario, ni la jornada de ocho horas, es cierto. Pero ¿quiere esto decir que nos equivocásemos al formular tales reivindicaciones? La derrota de la revolución echó por tierra todos nuestros cálculos, los míos y de los demás. Mas no se trataba tanto de señalar un plazo a la revolución como de analizar las fuerzas escondidas en su seno y de anticipar su desarrollo de conjunto.
¿Cuáles fueron, durante la revolución de 1905, mis relaciones con Lenin.? Al morir éste y rehacerse oficialmente la historia, resultó que también en 1905 se había librado un duelo entre los dos principios del bien y del mal. ¿Cuál fué la realidad? Lenin no compartía directamente los trabajos del Soviet, ni actuaba en él. Huelga decir que seguía atentamente todos sus pasos, influyendo en su política por medio de los representantes de la fracción bolchevique y analizando sus actos desde el periódico. No hubo una sola cuestión en que mediasen diferencias entre Lenin y la política del Soviet. Y hay pruebas documentales, de que todos los acuerdos tomados por el Soviet, si se exceptúan acaso unos pocos, de carácter secundario, fueron formulados y propuestos por mí, primero en el Comité ejecutivo, y luego, en nombre de éste, ante el Soviet. Al crearse la Comisión federativo, en que se hallaban representados los bolcheviques y los mencheviques, hube de actuar también en nombre suyo dentro del Comité ejecutivo, sin que se originase conflicto, de ninguna especie.
Antes de llegar yo de Finlandia, el Soviet se hallaba presidido por un abogado joven, Krustalief, un personaje adventicio en el panorama de la revolución, una especie de figura intermedia entre Gapon, el pope, y la socialdemocracia. Krustalief ocupaba la presidencia, pero no llevaba la dirección política. Cuando le detuvieron eligióse una Junta directiva, para la cual me designaron a mí de presidente. Svertchkof, una de las figuras visibles que intervinieron en el Soviet, escribe en sus Recuerdos: "El que dirigía ideológicamente el Soviet era L. D. Trotsky. El presidente, Nossari-Krustalief, era en realidad una figura decorativa, pues no hubiera sabido contestar ni una sola cuestión de principio. Pero como estaba poseído de una vanidad enfermiza, no podía ver a Trotsky, a quien constantemente tenía que acudir, quisiera o no, pidiendo consejos e instrucciones." "Me acuerdo-refiere Lunatcharsky en el citado libro-de que alguien dijo en presencia de Lenin que la hora de Krustalief había pasado, y que al presente la gran fuerza del Soviet era Trotsky. El rostro de Lenin se oscureció por un momento, al cabo del cual dijo: "Trotsky se lo ha ganado, trabajando infatigablemente y de un modo magnífico."
Las relaciones entre los redactores de los dos periódicos no podían ser más cordiales. Entre ellos no surgió polémica alguna. "Acaba de aparecer el primer número del Natchalo-escribía el órgano bolchevista-, al que saludamos desde aquí como a compañero de lucha. En el primer número se destaca el brillante estudio del camarada Trotsky sobre la huelga de noviembre." No es así como se habla de un adversario. Pero no había tal. Por el contrario, los periódicos se defendían mutuamente contra la crítica burguesa. Después de la llegada de Lenin, el Novaia Skhisn tomó la palabra para salir a la defensa de mis artículos sobre la revolución permanente. Al igual que las fracciones, sus órganos orientábanse en el sentido de una fusión. El Comité central de los bolcheviques votó por unanimidad-y en ello intervino Lenin-una propuesta en que se decía que la escisión de las dos ramas, originada por circunstancias transitorias ocurridas en el extranjero, no tenían ya razón alguna de ser ante el desarrollo de la revolución. El mismo punto de vista defendía yo en nuestro periódico, aunque con la resistencia pasiva de Martof.
Acuciados por las masas, los mencheviques hacían todo género de esfuerzos por inclinarse hacia el ala izquierda, en el seno del Soviet. Hubo de pasar algún tiempo antes de que se consumase, ya bajo los primeros golpes de la reacción, el giro iniciado. En febrero de 1906, Martof, caudillo de los mencheviques, escribía una carta a Axelrod llena de lamentaciones: "Ya han pasado dos meses... No acierto a llevar a término ninguna obra empezada... No sé si será la neurastenia o la fatiga psíquica, pero lo cierto es que no consigo desarrollar debidamente una sola idea." La enfermedad que Martof no acertaba a diagnosticar tenía un nombre muy claro: menchevismo. Sí; en un momento revolucionario ser oportunista es, ante todo, sufrir un gran embrollo mental y la incapacitad de "desarrollar debidamente una idea".
Cuando los mencheviques empezaron a arrepentirse públicamente de lo hecho y a atacar la política del Soviet, yo me lancé a defenderla, primero en la Prensa rusa, y luego en los periódicos alemanes y en la revista polaca que editaba Rosa Luxemburgo. De esta polémica en torno a los métodos y las tradiciones del primer movimiento, nació mi libro Rusia en la revolución, publicado y reeditado más tarde en diversos países con el título de 1905. Después del golpe de Octubre, este libro gozaba de gran predicamento, y teníase por una especie de tratado oficial del partido, no sólo en Rusia, sino entre los comunistas de los países occidentales. Mas después de morir Lenin, desatada contra mí la cruzada que se venía preparando tan celosamente, aquel libro cayó bajo anatema. Al principio, los contradictores se limitaron a unas cuantas observaciones mezquinas e insignificantes. Pero poco a poco la crítica fué haciéndose más atrevida; creció, se multiplicó, hízose más complicada y más insolente, alzó la voz cuanto le fué preciso para ahogar en ella la de su propio desasosiego. Y así fué formándose retrospectivamente aquella leyenda del duelo librado entre Lenin y Trotsky durante la revolución de 1905. Este primer movimiento revolucionario agitó la vida del país, la vida del partido y la mía propia. íbamos fortaleciéndonos y haciéndonos aptos para la acción. Mi primera empresa revolucionaria de Nikolaief había sido un mero ensayo. provinciano hecho a tientas. Sin embargo, el ensayo no fué estéril. Puede que en ninguno de los años que después vinieron me fuese dado entrar en tan íntimo contacto con los obreros de la masa como en Nikolaief. Entonces, no tenía todavía un "nombre", ni nada que me separase de ellos. Allí, se me quedaron fijados en la conciencia para siempre los tipos fundamentales del proletariado ruso. Los que luego conocí, no fueron, con leves excepciones, más que variantes. En la cárcel hube de iniciarme en los estudios revolucionarios comenzando casi por el Abc. Dos años y medio de encarcelamiento y otros dos de destierro me brindaron ocasión para cimentar teóricamente mis ideas revolucionarias. La primera emigración fué para mí una alta escuela de política. Bajo la dirección de los mejores marxistas revolucionarios aprendí a contemplar los acontecimientos con el enfoque de las grandes perspectivas históricas y bajo el ángulo visual de las relaciones internacionales. Al terminar aquel período de emigración, me había separado de los dos grupos que llevaban la dirección del movimiento: el bolchevista y el menchevista. Retorné a Rusia en el mes de febrero de 1905, varios meses antes que los otros emigrados dirigentes, los cuales no se presentaron hasta octubre y noviembre. Entre los camaradas rusos no había uno solo que me pudiera enseñar nada. Lejos de eso, hube de ocupar yo mismo la tribuna del maestro. En aquel año turbulento, los acontecimientos sucedíanse con una extraordinaria celeridad. Había que adoptar unas posiciones sin pararse a pensarlo, rápidamente. Las proclamas iban a las cajas con la tinta todavía fresca. La lucha me daba ocasión para aplicar por vez primera, de un modo directo, los fundamentos teóricos adquiridos en la cárcel y en el destierro, el método político asimilado en la emigración. Los acontecimientos que se desarrollaban, no me cogían desprevenido. Su mecánica no me era desconocida-a lo menos, así lo creía yo-; me parecía verlos reflejarse en la conciencia de los obreros, y en mi mente iba dibujándose en escorzo el día de mañana. De febrero a octubre, mi intervención en el movimiento tuvo un carácter predominantemente periodístico. En octubre me lancé a la vorágine que, personalmente, representaba para mí la suprema prueba. Había que adoptar las resoluciones a pie firme y bajo el fuego del enemigo. Las resoluciones adoptadas-puedo decirlo-no me costaron el menor trabajo, por lo que tenían de evidentes. No me volvía a ver qué decían ni qué pensaban los otros, pues rara vez me era dado aconsejarme de nadie; todo se hacía con prisa. Imagínense mi asombro y mi extrañeza al observar más tarde a Martof, el más inteligente de los mencheviques, y ver que todo le sorprendía y le dejaba perplejo. Sin pararme a pensar mucho en ello, pues no sobraba tiempo para la introspección, comprendí que mis años de aprendizaje habían terminado. No quiero decir, ni mucho menos, que dejase de estudiar. La necesidad y el gusto del estudio no me han abandonado un solo momento en la vida, ni jamás decayeron en mí, en lo que tenían de intenso y de espontáneo. Pero ya no necesitaba estudiar como discípulo, sino como maestro. Cuando me detuvieron por segunda vez, tenía veintiséis años. Ahora, hasta el viejo Deutsch me consideraba ya como a hombre, pues en la cárcel dejó de llamarme "muchacho", para aplicarme solemnemente el tratamiento que a un hombre cumple: el de su nombre personal y el paterno.
En su citado libro Siluetas, puesto ahora en el índice, Lunatcharsky caracteriza en los términos siguientes el papel que desempeñaron los caudillos en la primera revolución: "Su popularidad (se refiere a mí) entre el proletariado de San Petersburgo, era por entonces muy grande, y aumentó al conocerse la extraordinaria actitud heroica y de gran efecto que había adoptado en la, vista del proceso. Los años de 1905 a 1906, encontraron a Trotsky, a pesar de ser tan joven, como uno de los dirigentes socialdemócratas mejor preparados; en ningún otro se notaba menos que en él el cuño de la emigración, que se percibía hasta en un Lenin. Trotsky comprendía más claramente que ningún otro lo que significa librar una lucha extensa contra el Estado. Fué el que salió de la primera revolución más enriquecido de popularidad; Lenin y Martof no ganaron nada en ella, realmente. Y Plejanof, por su parte, perdió bastante terreno, por culpa de las tendencias semiliberales que en él se echaron de ver. Desde entonces, Trotsky ocupa un lugar entre los primeros." La lectura de estas líneas, escritas en 1923, no deja de causar hoy cierta impresión, si se tiene en cuenta que actualmente Lunatcharsky se dedica a escribir-aunque no sea precisamente "de mucho efecto" ni muy "heroico"-todo lo contrario de lo que en ellas se dice.
No hay nada grande que se pueda hacer sin intuición, es decir, sin ese instinto subconsciente, que puede enriquecerse y fortificarse por la práctica y la teoría, pero que ha de dar la naturaleza. No hay cultura teórica, ni rutina práctica, por grandes que sean, capaces de suplir el golpe de vista político que le permite a uno orientarse en medio de las cosas, saber apreciar certeramente la situación y anticiparse a su desarrollo. Esta capacidad tiene una importancia decisiva en los momentos de agudas crisis y bruscos virajes, y por tanto, en las revoluciones. Creo que los sucesos ocurridos en 1905 y su desarrollo, demostraron que yo poseía esta intuición revolucionaria, autorizándome para confiarme a ella en el porvenir. Las faltas que entonces cometí, por grandes que fuesen-las hubo muy notables-se refirieron siempre a cuestiones de táctica y de organización, nunca a puntos fundamentales de carácter estratégico. En el modo de apreciar la situación política, en conjunto y sus perspectivas revolucionarias, la conciencia, pie absuelve de haber cometido ninguna falta grave.
Para Rusia, el movimiento de 1905 fué el ensayo general que había de preceder a la revolución de 1917. Y lo mismo fue para mí. La decisión y la firmeza con que pude afrontar los sucesos del 17 nacían de ver en ellos la continuación y el desarrollo de aquella labor revolucionaria que vino a interrumpir, el 3 de diciembre de 1905, la detención del Soviet de Petrogrado.
A mí me detuvieron al día siguiente de haberse publicado el llamado "Manifiesto financiero", en que proclamábamos que la bancarrota de la Hacienda zarista era inevitable, declarando categóricamente que el pueblo victorioso no reconocería las deudas contraídas por Romanofs. "La autocracia no ha tenido jamás la confianza del pueblo, ni ha recibido de éste mandato alguno", decía en aquella declaración el Soviet de los diputados obreros. "Decretamos, por tanto, que no hemos de consentir que sean saldadas las deudas nacidas de todos esos empréstitos emitidos por el Gobierno zarita, en abierta guerra contra el pueblo ruso." A los pocos meses, la Bolsa francesa contestaba a nuestro manifiesto abriendo al Zar un nuevo empréstito de tres mil doscientos cincuenta millones dli francos. La prensa reaccionaria y la liberal burlábanse de aquella amenaza fanfarrona que los Soviets dirigían a la Hacienda zarista y a los banqueros europeos. Pasado algún tiempo, el manifiesto cayó en olvido. El mismo se encargó de aflorar nuevamente a la memoria del mundo, en momento oportuno. El derrumbamiento militar del zarismo fué acompañado por la bancarrota financiera del régimen, que venía gastándose desde muy atrás. Al triunfar la revolución, los Comisarios del pueblo, el 10 de febrero de 1918, decretaron que quedaban canceladas totalmente las deudas zaristas. Este decreto sigue en vigor. Se equivocan los que dicen que la revolución rusa viene a dejar incumplidas las obligaciones. ¡Las suyas, no! La obligación que contrajo ante el país el día 2 de diciembre de 1905, con el manifiesto de los diputados obreros de Petrogrado, quedó cumplida íntegramente el 10 de febrero de 1918. Y la revolución puede decir con justicia a los acreedores del zarismo: "¿De qué os quejáis, señores? ¡Bien a tiempo se os advirtió!"
En esto, como en otras muchas cosas, el año 1905 no hizo más que preparar el advenimiento del 17.
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