Volver al Indice


León Trotsky

 

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

 

Capitulo VI

Agonía de la monarquía


Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.

La dinastía cayó apena sacudirla, como fruto podrido, antes de que la revolución tuviera tiempo siquiera a afrontar sus miras más inmediatas. La imagen que trazamos de la vieja clase dirigente no sería completa si no intentáramos exponer cómo se enfrentó la monarquía con la hora de su hundimiento.

El zar se encontraba en el Cuartel general, en Mohilev, adonde se había trasladado, no porque fuese necesaria su presencia allí, sino huyendo de las molestias petersburguesas. El cronista palaciego, general Dubenski, que se hallaba cerca del zar en el Cuartel general, registra en su diario: «Ha empezado aquí una vida tranquila. Todo seguirá como antes. El zar no cambiará nada. Sólo causas exteriores y fortuitas pueden imponer algún cambio...» El 24 de febrero, la zarina escribía al Cuartel general, en inglés, como siempre: «Confío en que el Kedrinski ese de la Duma (se trata de Kerenski) será ahorcado por sus detestables discursos; hay que hacerlo a toda costa (ley de tiempo de guerra). Y servirá de ejemplo. Todo el mundo anhela e implora de ti energía.» El 25 se recibe en el Cuartel general un telegrama del ministro de la Guerra comunicando que en la capital han estallado huelgas y disturbios, pero que se han tomado las oportunas medidas y que la cosa no tiene importancia. ¡Como se ve, no ha cambiado nada!

La zarina, que enseñaba siempre al zar a no retroceder, sigue haciendo todo lo posible por mantenerse firme. El 26, con el visible propósito de robustecer el ánimo vacilante de «Nicolás», le telegrafía que «en la ciudad todo está tranquilo». Pero en el telegrama de por la noche se ve obligada ya a confesar que «las cosas toman en la capital muy mal cariz.» Por carta le dice: «Hay que decirles, sin ambages, a los obreros que se dejen de huelgas, y si siguen organizándolas, mandarles al frente como castigo. No hay para qué disparar; lo único que hace falta es orden y no dejarles que atraviesen los puentes.» No era mucho pedir, en verdad: ¡orden solamente! Y, sobre todo, no permitir que los obreros lleguen al centro de la ciudad. Que se ahoguen de rabia e impotencia en sus suburbios.

Por la mañana del día 27 es enviado desde el frente a la capital el general Ivanov con un batallón de georgianos y plenos poderes dictatoriales, aunque con instrucciones para que no los proclame hasta después de ocupado Tsarskoie-Selo. «Difícilmente podía haberse pensado en un hombre menos adecuado para aquella misión -recuerda el general Denikin, que también más tarde había de hacer sus pinitos de dictadura militar-; era un hombre senil, incapaz d orientarse en una situación política, sin fuerzas, ni energía, ni voluntad, ni rigor.» La elección recayó en él en gracia a sus méritos durante la primera revolución: once años antes, este general había hecho entrar en razón a Kronstadt. Pero esos once años no habían pasado en balde. Durante ellos, los represores habían envejecido y los reprimidos se habían hecho adultos. Se dio a los frentes septentrional y occidental orden de que preparasen tropas para enviarlas a la capital. Por lo visto, creían disponer de tiempo sobrado. El propio Ivanov daba por supuesto que la cosa acabaría pronto y bien. Hasta tuvo la gentileza de acordarse de encargar a su ayudante en Mohilev que comprara provisiones para los amigos de Petrogrado.

El 27 de febrero, Rodzianko envió al zar un nuevo telegrama, que terminaba con estas palabras: «Ha llegado la hora suprema en que van a decidirse los destinos de la patria y de la dinastía.» El zar dijo a Frederichs, mayordomo de palacio, comentando el despacho: «Ese gordo de Rodzianko vuelve a escribirme cuatro tonterías, a las que ni siquiera pienso molestarme en contestar.» No; aquello no era ninguna tontería, y pronto había de convencerse de que no tenía más remedio que contestar.

El 27, cerca del mediodía, se recibe en el Cuartel general un comunicado e Jabalov hablando de motines en los regimientos de Pavlovski, de Volinski, de Litvoski y de Preobrajenski, y apuntando la necesidad de que se enviasen del frente tropas de confianza. Una hora después llega un telegrama completamente tranquilizador del ministro de la Guerra: «Los disturbios que estallaron por la mañana en algunos regimientos son sofocados firme y enérgicamente por las compañías y los batallones, fieles a su deber... Estoy firmemente persuadido de que se restablecerá pronto la tranquilidad...» Sin embargo, después de las siete de la tarde del mismo día, el propio ministro comunica que «las escasas tropas que siguen fieles a su deber no consiguen sofocar la sublevación». Y pide el urgente envío de fuerza realmente leales y en cantidad suficiente «para proceder simultáneamente en los distintos sectores de la capital».

El Consejo de Ministros reunido aquel día creyó llegado el momento oportuno para eliminar de su seno, por sí y ante sí, a la supuesta causa de todas aquellas calamidades: al ministro del Interior, Protopopov, hombre medio loco. Al mismo tiempo, el general Jabalov ponía en vigor el decreto firmado a espaldas del gobierno declarando por orden de su majestad el estado de guerra en Petrogrado. De este modo intentábase mezclar una vez más una paletada de cal con otra de arena, pretensión vana, aunque tal vez no fuese ése el designio. No se llegó siquiera a fijar los bandos declarando el estado de guerra; resultó que el general-gobernador Balk no tenía engrudo ni pinceles. La autoridad constituida no servía ya ni para pegar un bando: pertenecía ya al reino de las sombras.

La sombra principal de este último gabinete del zar era el príncipe Golitsin, un viejo de setenta años, que se había pasado varios regentando las instituciones benéficas de la zarina y a quien ésta había puesto al frente del gobierno en los días álgidos de la guerra y la revolución. Cuando los amigos le preguntaban a este «bonachón aristócrata ruso, a este viejo senil» -como le definía el liberal barón de Nolde-, por qué había aceptado un cargo de tanta responsabilidad, Golitsin contestaba: «Para tener un recuerdo agradable más que conservar.» Mas no lo consiguió, por cierto. Hay un relato de Rodzianko que atestigua cuál era el estado de ánimo del último gobierno del zar en aquellos momentos. Al recibirse las primeras noticias de que las masas avanzaban sobre el palacio de Marinski, donde el gobierno celebraba sus reuniones, fueron apagadas inmediatamente todas las luces del edificio. Aquellos hombres puestos al frente del Estado sólo aspiraban a una cosa: a que la revolución no se fijara en ellos. Mas el rumor no se confirmó, y cuando, viendo que el temidos asalto no ocurría, volvieron a encenderse las luces, más de un ministro zarista apareció, «con gran sorpresa propia» acurrucando debajo de la mesa. No ha podido averiguarse qué clase de recuerdos guardaría en aquel lugar.

Mas tampoco el propio Rodzianko debía de sentirse muy animoso. Después de varias tentativas trabajosas y estériles para establecer comunicación telefónica con el gobierno, consigue al fin que le pongan al habla con el príncipe Golitsin, el cual le previene: «Tenga la bondad de no dirigirse ya a mí para nada, pues estoy dimitido.» Al oír esto, Rodzianko, según nos cuenta su fiel secretario, se dejó caer pesadamente sobre un sillón, se cubrió la cara con ambas manos y balbuciendo: «¡Qué horror!... ¡Dios míos! ¡Sin autoridad!... ¡La anarquía!... ¡Sangre!», rompió a llorar silenciosamente. Al derrumbarse el espectro caduco del zarismo no había consuelo para Rodzianko: sentíase desamparado, huérfano. ¡Qué lejos se hallaba en aquellos momentos de pensar que al día siguiente había de ponerse a la cabeza de la revolución!

La contestación telefónica de Golitsin se explica teniendo en cuenta que el día 27 por la tarde el Consejo de Ministros se había reconocido incapaz para dominar la situación y había aconsejado al zar que pusiese al frente del gobierno a una persona que gozara de la confianza general del país. El zar contestó a Golitsin en estos términos: «Respecto a las modificaciones propuestas en el ministerio, las considero inadmisibles en las circunstancias actuales. Nicolás.» ¿A qué otras circunstancias esperaba? Al propio tiempo, el zar exigía que se adoptasen «las medidas más enérgicas» para sofocar la sublevación. Pero esto era más fácil de decir que de hacer.

Al día siguiente, 28, hasta la indomable zarina se siente abatida. «Es necesario hacer concesiones -le telegrafía a Nicolás-. Las huelgas continúan y muchas tropas se han pasado a la revolución. Alicia.» Fue necesario que se sublevase toda la Guardia, toda la guarnición, para que la celosa guardadora de la autocracia comprendiese la necesidad de hacer concesiones. Ahora que el zar empieza también a darse cuenta de lo que le había telegrafiado «aquel gordo de Rodzianko» no eran ninguna «tontería». Nicolás decide trasladarse al lado de su familia. Es posible que los caudillos del Cuartel general, que no se sentían tampoco muy seguros, hiciesen todo lo posible por quitárselo de encima.

En un principio, el tren real hizo su recorrido normalmente; como de costumbre, fue recibido en todas las estaciones por los agentes de policía y los gobernadores. Lejos del torbellino revolucionario, recluido en su vagón, entre su séquito habitual, el zar volvió a perder, visiblemente, la sensación del desenlace fatal que se avecinaba. El día 28, a las tres de la tarde, cuando el curso de los acontecimientos había decidido ya su suerte, el zar envía desde Viasma a la zarina este telegrama: «Tiempo magnífico. Confió en que os encontraréis buenos y tranquilos. Han sido enviados fuertes destacamentos de tropas desde el frente. Tiernamente tuyo, Nika.» En vez de las concesiones a las que la propia zarina le impulsa, el tierno amante envía tropas del frente. Pero, a pesar del «tiempo magnífico», horas después, el zar ya no tiene más remedio que afrontar cara a cara el vendaval revolucionario. El tren llegó hasta la estación de Vischera, donde los ferroviarios no dejaron seguir viaje: «El puente está destruido», le dijeron. Lo más probable es que este pretexto lo inventaran los del propio séquito imperial para disimular la verdadera realidad. Nicolás intentó pasar -o intentaron hacerle pasar- por Bologoye, línea de Nikolaievoski; pero tampoco aquí dejaron paso al tren real. Aquello era mucho más elocuente que todos los telegramas de Petrogrado. El zar había abandonado el Cuartel general y encontraba cerrado el paso a su capital. ¡Con los «peones» ferroviarios nada más, la revolución daba jaque mate al rey!

El general Dubenski, que acompañaba al zar en su viaje, escribe en el diario: «Todo el mundo se da cuenta de que este viraje nocturno de Vischera es una noche histórica... Para mí es evidente que el problema de la Constitución está ya decidido; no hay más remedio que implantarla... Ya no se habla más de la necesidad de ponerse de acuerdo con ellos, con los miembros del gobierno provisional.» Ante el semáforo cerrado, detrás del cual acecha acaso la muerte, todos, el conde Frederichs, el príncipe Dolgoruki, el duque de Leuhtenberg, todos estos caballeros aristócratas se sienten partidarios de la Constitución. No piensan siquiera en luchar y resistir un poco. Negociar nada más; es decir, volver a engañar al pueblo o intentarlo, por lo menos, como en 1905.

Mientras el tren real erraba de un lado para otro, sin encontrar salida, la zarina enviaba telegrama tras telegrama al zar incitándole a regresar a la capital lo más pronto posible. Pero los telegramas llegaban todos devueltos con esta inscripción en lápiz azul: «Se ignora el paradero del destinatario». Los funcionarios de Telégrafos no podían dar con el zar de todas las Rusias.

Regimientos con bandera y música dirigíanse en manifestación al palacio de Táurida. La guardia de palacio formó bajo el mando del gran duque Cirilo Vladimorovich, en quien se reveló de súbito, como atestigua la condesa Kleinmichel, una gran prestancia revolucionaria. Los centinelas se retiraron. Los palatinos abandonaron el palacio. «Allí todo el mundo atendía a salvase a sí mismo» -dice la Wirubova-. Por el interior de palacio erraban grupos de soldados revolucionarios, que lo miraban todo con ávida curiosidad. Antes de que los dirigentes resolvieran lo que había que hacer, ya la gente de abajo había convertido en un museo el palacio de los zares.

El zar, cuyo paradero se ignora, vira con su tren hacia Pskov, donde está el Estado Mayor del frente septentrional que manda el viejo general Ruski. En el séquito del zar se suceden unas proposiciones a otras. El zar da tiempo al tiempo y sigue contando por días y por semanas, cuando la revolución cuenta ya por minutos.

El poeta Block pinta al monarca en los últimos meses de su reinado: «Terco, pero abúlico; nervioso, pero insensible a todo; receloso de todo el mundo, desquiciado, pero cauto en las palabras, no era ya dueño de sí mismo. Había dejado de comprender la situación y no daba ni un solo paso, echándose completamente en brazos de aquellos a los que él mismo había puesto en el poder.» ¡Piénsese hasta qué punto se acentuarían en este hombre esos rasgos de abulia y de desquiciamiento, de miedo y de desconfianza, al sobrevenir los últimos días de febrero y los primeros días de marzo!

Por fin, Nicolás, haciendo un último esfuerzo, se dispuso a enviar un telegrama al odiado Rodzianko -telegrama que no debió de llegar tampoco a cursarse- diciéndole que, en aras de la patria y de su salvación, le encargaba de la formación de un nuevo Ministerio, reservándose únicamente la provisión de las carteras de Negocios Extranjeros, Guerra y Marina. El zar quiere todavía regatear con «ellos»: no hay que olvidar que avanzan «numerosas tropas» sobre Petrogrado.

El general Ivanov pudo llegar, efectivamente, sin novedad a Tsarskoie-Selo. Por lo visto, los ferroviarios no se decidieron a hacer frente al batallón de los georgianos. El general había de confesar algún tiempo después que, durante el trayecto, se había visto obligado a usar por tres o cuarto veces de la «presión paternal» contra los soldados rebeldes, obligándoles a arrodillarse. Inmediatamente de llegar el «dictador» a Tsarskoie-Selo, las autoridades locales le comunicaron que un choque de los georgianos con las tropas podría poner en grave peligro la vida de la familia real. Pero por quien temían era por sí mismos, y esto les llevaba a aconsejar al «pacificador» que se volviese.

El general Ivanov formuló a Jabalov, el otro «dictador», diez preguntas, a todas las cuales recibió una contestación precisa y categórica. Reproducimos aquí las preguntas y las respuestas, pues en verdad que lo merecen:

PREGUNTAS DE IVANOVRESPUESTAS DE JABALOV
¿Qué tropas se ajustan al orden y cuáles faltan a él?En el edificio del Almirantazgo tengo bajo mis órdenes cuatro compañías de la Guardia, cinco escuadrones y sotnias de cosacos, y dos baterías; el resto de las tropas se han pasado a los revolucionarios o permanecen neutrales en connivencia con ellos. Los soldados recurren la ciudad, sueltos o en grupos, y desarman a los oficiales.
¿Qué estaciones están guardadas? Todas las estaciones están en manos de los revolucionarios, que las guardan celosamente.
¿En qué partes de la ciudad se mantiene el orden? Toda la ciudad está en poder de los revolucionarios el teléfono no funciona y están cortadas las comunicaciones con los distintos barrios de la capital.
¿Qué autoridades ejercen el poder en esos barrios de la capital? No puedo contestar a esta pregunta.
¿Funcionan normalmente todos los ministerios? Los ministros han sido detenidos por los revolucionarios.
¿De qué autoridades policiacas dispone usted en este momento? De ninguna.
¿Qué organismos técnicos y económicos del ramo de Guerra se hallan actualmente bajo sus órdenes? Ninguno.
¿Qué cantidad de víveres tiene usted a su disposición? No dispongo de víveres. El 25 de febrero había en la ciudad 5.600.000 puds de harina.
¿Han caído muchas armas, artillería y municiones, en manos de los rebeldes? Toda la artillería está en poder de los rebeldes.
10ª ¿Qué autoridades militares y Estados Mayores están a las órdenes de usted? 10ª Bajo mis órdenes personales se halla el jefe del Estado Mayor del distrito; con los demás organismos regionales no tenemos comunicación.

Después de obtener estos datos, que le imponían, de un modo bien inequívoco, de la realidad, el general «accedió» a retornar con sus fuerzas, que ni siquiera habían descendido del tren, a la estación de Dno. «He aquí -concluye una de las primeras figuras del Cuartel general, el general Lukomski- cómo el envío del general Ivanov, con plenos poderes dictatoriales, vino a parar en un fiasco escandaloso.»

La verdad es -dicho sea de paso- que el escándalo pasó desapercibido, ahogado por la marejada de los acontecimientos. Suponemos que el dictador enviaría las provisiones con que quería obsequiar a sus amistades de Petrogrado y sostendría una prolongada conversación con la zarina, en la que ésta le hablaría de su abnegación en los hospitales de campaña y se lamentaría de la ingratitud del ejército y del pueblo.

Entretanto llegaban a Pskov, pasando por Mohilev, noticia tras noticia, cada vez más sombría que la anterior. La Guardia personal de su majestad, que se había quedado en la capital y en la que la familia real conocía a cada soldado por su nombre, rodeándolos a todos de mimos y cuidados, se presenta a la Duma nacional pidiendo autorización para arrestar a los oficiales que se niegan a solidarizarse con la insurrección. El vicealmirante Kurosch comunica que no ve posibilidad de sofocar la insurrección de Kronstadt, pues no responde ni de un solo batallón. El almirante Nepenin telegrafía que la escuadra del Báltico no reconoce más gobierno que el Comité provisional de la Duma. El jefe de las tropas de Moscú, Mrosovski, dice: «La mayoría de las tropas, con la artillería, se han pasado a los revolucionarios, en cuyo poder se halla, por tanto, toda la ciudad: el general-gobernador y su ayudante han abandonado sus puestos.» Dicho más claramente: han huido.

Todo esto le fue comunicado al zar el día 1 de marzo, por la tarde. Hasta una hora avanzada de la noche se discutió el pro y el contra de un Ministerio responsable. Por fin, a las dos de la madrugada, el zar dio su conformidad. Los altos dignatarios que le rodeaban respiraron tranquilos. Creyéndose como la cosa más natural del mundo que con esto se cortaba de raíz el problema de la revolución, dieron al mismo tiempo órdenes para que volvieran al frente las tropas que habían sido destacadas a Petrogrado, al apuntar el día, la buena nueva. Pero el reloj del zar iba enormemente atrasado. Rodzianko, acosado ya en el palacio de Táurida por los demócratas, los socialistas, los soldados, los diputados obreros, contestó a Ruski: «Lo que usted propone no basta; lo que ahora se debate es la cuestión dinástica... Las tropas se ponen en todas partes al lado de la Duma y del pueblo y exigen la abdicación del zar en favor de su hijo, bajo la regencia de Miguel Alexandrovich.» La verdad era que a las tropas no se les había pasado siquiera por las mentes semejante cosa. Lo que ocurría era que Rodzianko achacaba bonitamente al ejército y al pueblo la fórmula con que la Duma confiaba todavía en contener la revolución. De todos modos, la concesión del zar llegaba demasiado tarde: «La anarquía ha tomado tales proporciones, que me he visto obligado a nombrar esta noche un gobierno provisional. Desgraciadamente, el manifiesto ha llegado tarde»... Estas palabras mayestáticas demuestran que el buen presidente de la duma se había enjuagado ya las lágrimas que derramara días antes justo al teléfono. El zar, leyendo las palabras cambiadas entre Rodzianko y Ruski, vacilaba, releía, esperaba. Pero los caudillos militares salieron de su mutismo para tomar cartas en el asunto: la cosa urgía y también a ellos les afectaba.

Aquella noche, el general Alexéiev pulsó, en una especie de plebiscito, la opinión de los jefes de los frentes. Es magnífico que las revoluciones modernas se realicen con ayuda del telégrafo, pues así las primeras reacciones y el eco que despiertan en los que ejercen el poder van quedando registradas para la historia en las cintas telegráficas. Las negociaciones entabladas entre los mariscales de campo del zar la noche del 1 al 2 de marzo, nos suministran un documento humano incomparable. ¿Debe abandonar el zar el trono, o no? El generalísimo del frente occidental, general Evert, se reserva su opinión hasta que hayan expuesto la suya los generales Ruski y Brusílov. El generalísimo del frente rumano, general Sazarov, exigía que e le comunicasen previamente los dictámenes de los demás generalísimos. Tras muchas vacilaciones, este bravo guerrero declaró que su ardiente amor por el monarca le impide avenirse a tan «vil proposición»; sin embargo, recomienda, «llorando», al zar que abdique «para enviar imposiciones aún más viles». El general-ayudante Evert expone minuciosamente las razones que aconsejan capitular: «Adopto todas las medidas para evitar que las noticias referentes a la situación actual reinante en las capitales penetren en el ejército, con el fin de preservarlo de desórdenes, de otro modo inevitables. Pero no hay modo de poner fin a la revolución en las capitales.» El gran duque Nicolás Nikolaievich exhorta al zar desde el frente caucásico a que tome una «resolución heroica y abdique la corona»; el mismo ruego formulan los generales Alexéiev y Brusílov y el almirante Nepenin. Por su parte, Ruski expone verbalmente al zar su opinión, que coincide con la de esos caudillos. Los generales encañonaban respetuosamente con los cañones de sus siete revólveres al adorado monarca. Temerosos de dejar escapar el momento propicio para ponerse a bien con el nuevo poder, no menos temerosos de sus propias tropas, estos guerreros, maestros en capitulaciones, dan a su zar y jefe supremo, unánimemente, un consejo prudentísimo: retirarse por el foro sin lucha. Ya no se trataba de aquel lejano Petrogrado, contra el que, por lo visto, se podían destacar tropas; se trataba del frente, de donde las tropas tenían que salir.

Oídos estos pareceres, el zar decide renunciar a un trono que ya no posee. Se redacta un telegrama a Rodzianko adecuado a las circunstancias: «No hay sacrificio que yo no sea capaz de hacer en aras del verdadero bien y de la salvación de nuestra querida madre Rusia. Estoy, pues, dispuesto a abdicar la corona en mi hijo, que seguirá a mi lado hasta llegar a la mayoría de edad, nombrando regente del reino a mi hermano el gran duque Miguel Alexandrovich. Nicolás.» Mas tampoco este telegrama se llegó a cursar, pues se recibieron noticias de que los diputados Guchkov y Chulguin salían de Petrogrado para Pskov. Aquello daba nuevo pie para aplazar la decisión. El zar ordenó que le devolviesen el telegrama. Temía, evidentemente, haberse precipitado y seguía esperando noticias tranquilizadoras; realmente, lo que esperaba era un milagro. Recibió a los diputados a las doce de la noche del día 2 de marzo. El milagro no ocurrió, y ya no podía diferirse más tiempo la resolución. Inesperadamente, el zar declaró que no podía separarse de su hijo -¿qué vagas esperanzas abrigaría en aquellos momentos?- y firmó un manifiesto renunciando a la corona en favor de su hermano. Firmó también unos ukases dirigidos al Senado nombrando al príncipe Lvov presidente del Consejo de Ministros, y generalísimo a Nicolás Nikolaievich. Los temores familiares de la zarina parecían confirmarse: el odiado «Nikolaska» subía al poder del brazo de los conspiradores. Por lo visto, Guchkov creía seriamente que la revolución se avendría con el augusto generalísimo. Éste tomó también en serio el nombramiento y hasta intentó durante algunos días gobernar apelando al cumplimiento de los deberes patrióticos. Pero la revolución le empujó a un lado insensiblemente.

Con el fin de guardar las apariencias de una decisión espontánea y libre, al manifiesto de renuncia a la corona se le puso como hora las tres de la tarde, fundándose en que la resolución primera del zar había sido tomada a esa hora. En realidad, lo que se hacía era revocar aquella «decisión» de por el día, que trasmitía la corona al hijo y no al hermano, en la esperanza de que los acontecimientos tomarían un giro favorable. Pero todo el mundo fingió no darse cuenta de esto. El zar hacía una última tentativa por salvar su dignidad ante los odiados representantes del parlamento, los cuales correspondieron a ello tolerando aquella falsificación de un acto histórico, es decir, un fraude contra el pueblo. La monarquía se retiraba de la escena con el mismo estilo con que había vivido. También sus sucesores se mantuvieron fieles a sí mismos. Es posible que viesen en su tolerancia una condescendencia generosa del vencedor para el vencido.

Apartándose un poco del estilo impersonal de su diario, Nicolás escribe en el asiento del día 2 de marzo: «Por la mañana vino Ruski y me leyó una larguísima conversación sostenida con Rodzianko por teléfono. A juzgar por sus informes, la situación en Petrogrado es tal, que un ministerio compuesto por miembros de la Duma no serviría de nada, pues tendría enfrente al partido socialdemócrata representado por el Comité obrero. Le indicó que era necesario que renunciase a la corona. Ruski comunicó esta conversación al Cuartel general, a Alexéiev y a todos los generalísimos. A las doce y media de la noche llegaron las respuestas. Para salvar a Rusia y retener las tropas en el frente he decidido dar este paso. Manifesté mi conformidad y desde el Cuartel general se envió un proyecto de manifiesto. Por la tarde llegaron de Petrogrado Guchkov y Chulguin, y, después de entrevistarme con ellos, les entregué el manifiesto, corregido y firmado. A la una de la noche me marché de Pskov con el corazón dolorido. Por todas partes traición, cobardía y engaño.»

Hay que reconocer que la amargura de Nicolás no carecía de fundamento. el 28 de febrero, el general Alexéiev vuelve a telegrafiar a todos los generalísimos de los frentes: «Pesa sobre todos nosotros, ante el monarca y la patria el deber sagrado de conservar en las tropas de los ejércitos en operaciones la fidelidad al deber y al juramento prestado.» Dos días después, Alexéiev excitaba a estos mismos generalísimos a violar la fidelidad «al deber y al juramento prestado». En el alto mando no hubo ni una sola persona que defendiera a su zar. Todos se apresuraron a ponerse a salvo, pasándose a la nave de la revolución, en la firme creencia de que en ella encontrarían cómodo aposentamiento. Generales y almirantes se despojaban tranquilamente de las insignias zaristas para colocarse cintas rojas. Sólo se habló de un pobrecillo comandante de un cuerpo de ejército que murió de un ataque cardíaco al prestar juramento al nuevo poder. Lo que no sabemos es si el corazón le estalló al ver derrumbarse la amada monarquía o por otras causas. Los dignatarios civiles no tenían por qué demostrar profesionalmente más valor que los militares. Cada cual se salvaba como mejor podía.

Pero, decididamente, el reloj de la monarquía no marchaba acorde con el de la revolución. El 3 de marzo, de madrugada, Ruski fue llamado nuevamente al aparato desde la capital por el hilo directo. Rodzianko y el príncipe Lvov exigían que no se hiciera público el manifiesto del zar, que llegaba otra vez tarde. Acaso se tranquilizasen -¿quiénes?- con la subida al trono de Alexei, comunicaban evasivamente los nuevos amos del poder; pero la renuncia a favor del príncipe Miguel era absolutamente inadmisible. Ruski exteriorizó, no sin cierta perversidad, su pesar ante el hecho de que los diputados de la Duma destacado el día anterior no estuviesen lo bastante informados acerca de los verdaderos fines de su viaje. Pero también para esto encontraron los diputados una salida. «Ha estallado, inesperadamente para todo el mundo, una sublevación militar como nunca se había visto -le explicó el gran chambelán a Ruski, como si realmente se hubiera pasado la vida estudiando sublevaciones militares-. La proclamación del gran duque Miguel como emperador no haría más que echar leña al fuego y sobrevendría una verdadera hecatombe.» Están todos asustados, todos han perdido la cabeza.

Y los generales vuelven a tragarse silenciosamente esta nueva «imposición vil» de la revolución. Sólo Alexéiev se desahoga un poco en este comunicado telegráfico dirigido a los generalísimos del frente: «Los partido de izquierda y los diputados obreros ejercen una violenta presión sobre el presidente de la Duma, y en los comunicados de Rodzianko no hay franqueza ni sinceridad.» ¡Sinceridad era todo lo que echaban de menos los buenos generales en aquellos momentos!

El zar volvió a reflexionar mejor. Al llegar a Mohilev, procedente de Pskov, entregó a su exjefe de Estado Mayor, Alexéiev, para que la cursara a Petrogrado, una hoja dando su consentimiento a la abdicación en su hijo. Esta fórmula debía de parecerle, después de todo, la más aceptable. Según cuenta Denikin, Alexéiev se hizo cargo del telegrama y no lo cursó, entendiendo, sin duda, que bastaban los otros dos manifiestos dados a conocer ya al Ejército y al país. Aquella discordancia nacía sencillamente de que el cerebro, no sólo del zar y de sus consejeros, sino también el de los liberales de la Duma, trabajaba más lentamente que la revolución.

Antes de salir definitivamente de Mohilev, el 8 de marzo, el zar, ya formalmente arrestado, dirigió un llamamiento a las tropas, que terminaba con estas palabras: «El que en estos momentos piense en la paz, el que desee la paz, s un traidor a la patria.» Era una tentativa que alguien debió de sugerirle de ahogar en boca de los liberales la acusación de germanofilia. La tentativa no tuvo consecuencias, pues ya no se atrevieron a hacer pública la alocución.

Así terminaba un reinado que había sido todo él una cadena ininterrumpida de fracasos, catástrofes, calamidades y crímenes, empezando por la hecatombe de Chodinka durante las fiestas de la coronación, pasando por los fusilamientos en masa de huelguistas y campesinos sublevados, por la guerra rusojaponesa, por las terribles represiones que siguieron a la revolución de 1905, por las innumerables ejecuciones, razzias punitivas y los programas nacionalistas, y acabando por la participación insensata e infame de Rusia en la infame e insensata guerra mundial.

Al llegar a Tsarkoie-Selo, donde le recluyeron en el palacio real con su familia, el zar dijo en voz baja, según cuenta la Wirubova: «No hay justicia en este mundo.» Y, sin embargo, aquellas palabras eran precisamente una prueba irrefutable de que hay una justicia histórica, aunque a veces llegue con retraso.

La semejanza entre la última pareja de los Romanov y la pareja real de los tiempos de la gran Revolución Francesa salta a la vista. Esta semejanza ha sido señalada ya en la literatura, pero de un modo superficial y sin sacar de ella ninguna consecuencia. Sin embargo, esta analogía no es casual, como a primera vista pudiera parecer, y brinda un material precioso para deducir conclusiones.

Separados unos de otros por una distancia de cinco cuartos de siglo, hay momentos en que Nicolás II y Luis XVI se dirían dos actores que representasen el mismo papel. En ambos es la felonía pasiva, acechante, pero vengativa, le rasgo más destacado de carácter, con la diferencia de que el rey francés se oculta tras una dudosa bondad mientras que en el zar ruso es una forma de trato. Uno y otro producen la impresión de hombres a quienes les pesa el oficio que les cupo en suerte y que, sin embargo, no están dispuestos a ceder ni un ápice de los derechos que les rodean y que no saben cómo emplear. Sus diarios, semejantes hasta en el estilo o en la ausencia de estilo, revelan la misma agobiadora vacuidad espiritual.

La austríaca y la alemana de Hesse guardan, a su vez, una evidente simetría. Las dos reinas descuellan sobre sus maridos no sólo en estatura física, sino en talla moral. María Antonieta es menos beata que Alejandra Feodorovna y más ardientemente dada a los placeres. Pero ambas desprecian por igual a sus pueblos, ambas desechan indignadas toda idea de concesiones y ambas desconfían del valor de sus maridos y los miran de arriba abajo: Antonieta, con una sombra de desprecio; Alejandra, con lástima.

Cuando autores allegados de la corte petersburguesa nos aseguran en sus Memorias que Nicolás II, de no haber sido zar, habría dejado en el mundo un buen recuerdo, no hacen más que reproducir el viejo cliché benevolente que los de su tiempo acuñaron de Luis XVI, sin que con ello contribuyan gran cosa a enriquecer nuestros conocimientos, ni en punto a la historia ni en lo tocante a la naturaleza humana.

Ya hemos oído cómo se indignaba el príncipe Lvov cuando, en los momentos en que los sucesos trágicos de la primera revolución se hallaban en su apogeo, en donde creía encontrarse con un zar abatido, se encontró con «un hombrecillo alegre y animoso, ataviado con una camisa morada». Sin saberlo, el príncipe no hacía más que repetir lo que el gobernador Morris había escrito, en 1790, en Washington, hablando de Luis XVI: «¿Qué se puede esperar de un hombre que, en la situación en que se halla, come, bebe, duerme y ríe; de este hombre simpático, más alegre que cuantos le rodean?»

Cuando Alejandra Feodorovna, dos meses antes de caer la monarquía, predice: «Las cosas toman un buen giro, los sueños de nuestro «Amigo» tienen un gran significado», no hace más que repetir lo que María Antonieta decía un mes antes de derrumbarse en Francia el poder real: «Me siento muy animosa, y algo me dice que pronto seremos felices y estaremos salvados.» Están ahogándose, y ambas ven sueños de color de rosa.

Ciertos elementos en esta analogía tienen, naturalmente, un carácter puramente casual y no ofrecen más que un interés histórico anecdótico. Incomparablemente más importancia tienen aquellos rasgos destacados o directamente impuestos por la fuerza de las circunstancias y que proyectan una cruda luz sobre las relaciones que guardan entre sí la personalidad y los factores objetivos de la historia.

«No sabía querer: he aquí el rasgo más valiente de su carácter», dice un historiador reaccionario francés hablando de Luis XVI. Estas palabras parecen el retrato de Nicolás II. Ninguno de los dos sabía querer; en cambio, sabían no querer. Y, en realidad, ¿qué iban a «querer», suponiendo que pudiesen, los últimos representantes de una causa histórica definitivamente perdida?

«Generalmente, escuchaba, sonreía; pero rara vez se decidía a nada. Lo primero que se le ocurría decir instintivamente era no.» ¿A quién se refieren estas palabras? También a Luis Capeto. En todo era la conducta de Nicolás II un plagio del rey francés. Uno y otro caminaban al abismo «con la corona sobre los ojos». Pero, ¿es que se puede caminar con los ojos abiertos a un abismo al que no hay manera de escapar? ¿Hubieran remediado algo con echarse la corona atrás para ver mejor?

Sería cosa de recomendar a los sicólogos profesionales la redacción de una antología de lugares paralelos en las vidas de Nicolás II y Luis XVI, de Alejandra y de Antonieta y sus afines y allegados. No les faltarían, desde luego, materiales, y el fruto de su trabajo sería un documento histórico sumamente interesante en abono de la sicología materialista: a rozamientos semejantes -no iguales, naturalmente- corresponden, en condiciones parecidas, reflejos también semejantes. Cuanto más generoso es el agente que provoca el rozamiento, antes supera las peculiaridades individuales. Tratándose de cosquillas, cada cual reacciona a su modo; pero si nos tocan con un hierro candente, todo el mundo reacciona igual. Y del mismo modo que el martillo pilón convierte en una plancha una bola o un cubo, bajo el peso de los acontecimientos magnos inexorables, las individualidades, por mucho que resistan, se aplanan y pierden sus contornos genuinos.

Luis XVI y Nicolás II eran los últimos vástagos de unas dinastías que habían vivido turbulentamente. La imperturbabilidad relativa de ambos, su serenidad y «su semblante risueño» en los momentos difíciles eran otras tantas expresiones, adquiridas por hábito de educación, de la pobreza de energías interiores, de la baja tensión de sus descargas nerviosas, de la indigencia de sus recursos espirituales. Eran ambos individuos moralmente castrados, que carecían en absoluto de imaginación y de capacidad creadora, que tenían la inteligencia estrictamente necesaria para darse cuenta de su propia trivialidad y sentían una envidia hostil contra cuanto significase talento y valor. A ambos les tocó en suerte gobernar a sus países en momentos de honda crisis interior y de despertar revolucionario del pueblo. Ambos se defendían contra la difusión de las nuevas ideas y la avalancha de las potencias enemigas, y su indecisión, su hipocresía y su falsedad no eran, en ambos, signos de debilidad moral personal precisamente, sino expresión de la absoluta imposibilidad de sostenerse en el puesto heredado.

¿Y sus esposas? Alejandra, en más alto grado todavía que Antonieta, viose exaltada por su matrimonio con el autócrata de un poderoso país a las más elevadas cumbres con que puede soñar una princesa, sobre todo la princesa de un rincón provinciano como Hesse. Ambas estaban poseídas hasta el último límite por la conciencia de su elevada misión: Antonieta, de un modo más frívolo; Alejandra, con el espíritu de la hipocresía protestante traducido al lenguaje de la Iglesia eslava. Los fracasos de su reinado y el descontento creciente de sus pueblos hicieron estremecerse despiadadamente el mundo fantástico que se habían construidos aquellos cerebros fantásticos, pero diminutos como de gallinas. Así se explica el furor creciente, la hostilidad sorda, su odio hacia aquellos ministros que tomaban en consideración, por poco que fuese, este mundo hostil, es decir, el país en que vivían, su aislamiento incluso dentro de la propia corte, y aquel eterno sentimiento de descontento hacia el marido en quien no se habían cumplido las esperanzas concebidas durante la época de noviazgo.

Los historiadores y los biógrafos de tendencia sicológica buscan, y muchas veces encuentran, rasgos puramente personales y fortuitos allí donde sólo hay una refracción de las grandes fuerzas históricas en una personalidad. Es el mismo error de visión en que incurren los palaciegos al no ver en el último zar de Rusia más que a un hombre de «mala suerte». Y así lo creía él también. En realidad, sus fracasos provenían de la contradicción entre los viejos objetivos que había heredado de sus antecesores y las nuevas condiciones históricas en que se encontraba colocado. Cuando los antiguos decían que Júpiter privaba del juicio a aquel a quien quería perder, expresaban bajo la forma de una superstición el fruto de profundas observaciones históricas. La frase de Goëthe: «La razón se torna en absurdo» -Vernunft wird Unsinn- encierra la misma idea del Júpiter impersonal de la dialéctica histórica que priva de razón a las instituciones históricas caducas y condena al fracaso a sus defensores. Nicolás Romanov y Luis Capeto se encontraron con sus papeles históricos trazados de antemano por el curso del drama histórico. Lo más que ellos podían poner de su cosecha eran los matices de la interpretación. La «mala estrella» de Nicolás II, lo mismo que la de Luis XVI, no hay que buscarla en su horóscopo personal, sino en el horóscopo histórico de la monarquía burocrático-feudal. Eran ambos los últimos vástagos del absolutismo. Su nulidad moral, derivada del carácter agonizante de su dinastía, imprimió a ésta un sello doblemente siniestro.

Podría objetarse que si Alejandro III hubiera bebido menos, habría vivido acaso mucho más y la revolución se habría encontrado con otro zar completamente distinto, sin la menor afinidad con Luis XVI. Pero esta objeción deja completamente incólume lo dicho más arriba. No es nuestro propósito, ni mucho menos, negar la importancia que lo personal tiene en la mecánica del proceso histórico ni la influencia del factor fortuito en lo personal. Lo que sostenemos es que la personalidad histórica, con todas sus peculiaridades, no debe enfocarse precisamente como una síntesis escueta de rasgos sicológicos, sino como una realidad viva, reflejo de determinadas condiciones sociales, sobre las cuales reacciona. Del mismo modo que la rosa no pierde su fragancia por el hecho de que el naturalista indique los elementos del suelo y de la atmósfera de que se nutre, la personalidad no pierde su aroma, o su hedor, por poner al descubierto sus raíces sociales.

Precisamente esa objeción que se apunta -la referente a la longevidad de Alejandro III- puede contribuir a esclarecer el problema en otro aspecto. Supongamos, por un momento, que Alejandro III no hubiese emprendido la guerra con el Japón en 1904. Esto habría demorado la primera revolución. ¿Hasta cuándo? Es posible que la revolución de 1905, es decir, el primer choque en el que se probaron las fuerzas, la primera brecha abierta en el muro de la autocracia, no hubiera sido entones más que una simple introducción a la segunda, a la republicana, y a la tercera, la proletaria. Mas todo lo que se diga sobre este particular serán siempre conjeturas más o menos interesantes. Lo indiscutible es que la revolución no fue un fruto de las condiciones de carácter de Nicolás II, y que Alejandro II no hubiera resuelto tampoco los problemas por ella planteados. Baste recordar que, nunca ni en parte alguna, el tránsito del régimen feudal al burgués se realizó sin conmociones violentas. Ayer mismo lo veíamos todavía en China, como hoy lo podemos observar bien claro en la India. Lo más que se puede aventurar es que la política seguida por la monarquía y la conducta personal del monarca aceleran o retrasan, en ciertos casos, la revolución e imprimen un determinado sello a su proceso externo.

¿¡Con qué rencorosa e impotente tenacidad pugnaba por defenderse el zarismo en los últimos meses, semanas y días, cuando ya tenía irremediablemente perdida la partida! Si Nicolás II no tenía suficiente voluntad, la zarina se encargaba de suplir este defecto. Rasputin era el elemento de que se valía para gobernar la camarilla, luchando encarnizadamente por su propia conservación. Aun desde este punto de vista limitado, la personalidad del zar aparece absorbida por una pandilla que no es más que un coágulo del pasado y de sus últimas convulsiones. La «política» de la camarilla de Tsarskoie-Selo ante la revolución no era más que una resultante de los reflejos de una fiera acosada y desangrada. Si perseguimos por la estepa, leguas y leguas, a un lobo en un rápido automóvil, la fiera acaba, tarde o temprano, por perder el aliento y tenderse en el suelo, agotada. Pero en cuanto probemos a ponerle un collar, la veremos revolverse intentado destrozarnos. Y es natural, pues ¿qué otro recurso le queda en semejantes condiciones?

Los liberales no lo entendían así. Toda el acta de acusación del liberalismo contra el último zar era que Nicolás II, en vez de pactar a tiempo con la gran burguesía, evitando con ello la revolución, se negaba tozudamente a hacer concesiones, y hasta en los últimos momentos, bajo la cuchilla del destino ya, cuando cada minuto contaba, seguía dando largas y más largas, regateando con el destino y dejando perderse las últimas posibilidades. Y todo esto está muy bien. ¡Lástima que el liberalismo, que conocía remedios tan infalibles para salvar a la monarquía, no los hubiera encontrado para salvase a sí mismo!

Sería absurdo afirmar que el zarismo, nunca ni bajo ningún género de condiciones, se mostró dispuesto a ceder. Hizo concesiones en la medida en que se las imponía la necesidad de la propia conservación. Después del desastre de Crimea, Alejandro II decretó la semiemancipación de los campesinos y una serie de reformas liberales en los dominios de los zemstvos, la justicia, la prensa, las instituciones de enseñanza, etc. El mismo zar se encargó de dar expresión a la idea que informaba aquellas reformas: emancipar a los campesinos desde arriba, con el fin de que no se emancipasen ellos desde abajo. Acuciado por la primera revolución, Nicolás II llegó a conceder una semiconstitución. Stolipin se entregó a la obra de destruir la «comuna» rural, con el designio de abrir más ancho cauce a las fuerzas capitalistas. Pero todas estas reformas no tenían para el zarismo más sentido que mantener en pie, a costa de concesiones parciales, el sistema total: los fundamentos de la sociedad de castas y la monarquía misma. En cuanto vio que los frutos de la reforma iban más allá de los límites propuestos, la monarquía retrocedió inmediatamente. Alejandro II se paso la segunda mitad de su reinado escamoteando las reformas implantadas por él durante la primera mitad de su reinado. Alejandro III fue todavía más allá por la senda de la contrarreforma. En octubre de 1905, Nicolás II cedió ante la revolución; luego disolvió las Dumas creadas por él, y, tan pronto como la revolución se debilitó, dio un golpe de Estado. En el transcurso de tres cuarto de siglo -si se cuenta a partir de las reformas de Alejandro II- se desarrolla una pugna, unas veces latente y otras manifiesta, de las fuerzas históricas, que se remonta muy por encima de las cualidades personales de los zares y que encuentra su apogeo y remate en el derrocamiento de la monarquía. Dentro del marco de este proceso histórico es donde hay que situar a los distintos zares, para estudiar su carácter respectivo y trazar su «biografía».

Aun el más autocrático de los déspotas queda muy lejos del individuo que, «libre» y arbitrariamente, imprime su sello propio a los acontecimientos. El monarca no es nunca más que un agente coronado de las clases privilegiadas, que forman una sociedad hecha a su imagen y semejanza. Cuando estas clases tienen todavía una misión que cumplir, la monarquía es fuerte y abriga confianza en sí misma, empuña un aparato firme de poder y puede elegir sin tasa sus gobernantes, pues los hombres de talento no se han pasado todavía al campo enemigo. El monarca, ya sea personalmente o por medio de un favorito, puede, si quiere, convertirse en depositario de una misión histórica, elevada y progresiva. Otra cosa acontece cuando el sol de la vieja sociedad camina irremediablemente a su ocaso: las clases privilegiadas, que eran antes las árbitras de la vida nacional, se convierten ahora en un tumor parasitario y, al perder sus funciones directivas, pierden la conciencia de su misión y la confianza en sus propias fuerzas; esta desconfianza en sí misma les hace perder, al propio tiempo, la confianza en la corona; la dinastía se aísla; el sector de los hombres que le son incondicionalmente adictos se va reduciendo; desciende su nivel; entretanto, van creciendo los peligros: las nuevas fuerzas presionan; la monarquía pierde la capacidad para toda iniciativa creadora, se defiende, se debate, cede, sus actos cobran el automatismo de simples reflejos. El despotismo semiasiático de los Romanov no podía escapar tampoco a este destino.

Si se analiza el zarismo agonizante en un corte vertical, por decirlo así. Nicolás II aparece como el eje de una camarilla que tiene sus raíces en un pasado condenado inexorablemente a desaparecer. Analizado en un corte horizontal, cronológico, el reinado de Nicolás II es el último eslabón de una cadena dinástica. Sus antecesores, miembros también, en su tiempo, de colectividades familiares, burocráticas y de casta, aunque fuesen más extensas, ensayaron distintos métodos de gobierno para salvaguardar el viejo régimen social contra el destino irreductible que le amenazaba y, sin embargo, sólo consiguieron legar a Nicolás II un imperio caótico que llevaba ya en sus entrañas la revolución. Toda la libertad de opción que a éste le quedaba era entre los distintos caminos que podían llevarle a la ruina.

El liberalismo soñaba con una monarquía de tipo británico. Pero ¿acaso el parlamentarismo surgió en las orillas del Támesis como fruto de una evolución pacífica o por obra y gracia de la «libre» previsión de un monarca? No, fue el resultado de una lucha que duró un siglo y que costó la cabeza a un rey.

En parangón histórico-sicológico que esbozábamos más arriba entre los Romanov y los Capeto podría hacerse extensivo perfectamente a la pareja que ocupaba el trono de Inglaterra al estallar la primera revolución. Carlos I acusaba sustancialmente los mismos rasgos que los analistas e historiadores atribuyen, con más o menos fundamento, a Luis XVI y Nicolás II. «Carlos -escribe Monteague- adoptaba una actitud pasiva, cedía, aunque de mala gana, allí donde no le era posible resistirse, pero recurriendo al engaño y sin ganar con ello popularidad y confianza.» «No era un hombre necio -dice otro historiador, hablando de Carlos Estuardo- pero no tenía la suficiente firmeza de carácter... El papel de estrella fatal corría a cargo de su mujer, de Enriqueta de Francia, hermana de Luis XIII, todavía más impregnada que él de las ideas del absolutismo...» No hay para qué detenerse a reseñar las características de esta tercera pareja de reyes, la primera en orden cronológico que pereció aplastada por la revolución nacional. Diremos únicamente que también en Inglaterra los odios se concentraban principalmente en la reina, por ser francesa y papista, acusándosele de manejos con Roma, de mantener relaciones secretas con los rebeldes irlandeses y de intrigar con la corte de Francia.

Pero Inglaterra tenía, al menos, un siglo a su disposición. Inglaterra era el heraldo de la civilización burguesa: no se hallaba bajo el yugo de otras naciones, sino que, por el contrario, mantenía a éstas cada vez más bajo el suyo propio, toda vez que explotaba al mundo entero. Esto suavizaba las contradicciones internas, fomentaba el conservadurismo, daba alas a la prosperidad y a la consistencia de un sector parasitario de grandes propietarios rurales, de la monarquía, de la Cámara de los Lores y de la Iglesia del Estado. Gracias al carácter privilegiado, históricamente excepcional del desarrollo de la Inglaterra burguesa, el conservadurismo pasó, combinado con la ductilidad de las instituciones a las costumbres, y aun hoy es el día en que los numerosos filisteos continentales, por ejemplo, el profesor ruso Miliukov o el austro-marxista Otto Bauer, siguen entusiasmándose con el ejemplo inglés. Pero hoy en que Inglaterra, cohibida ya en el mundo entero, está gastando todo lo que le quedaba de su situación de privilegio de ayer, su conservadurismo pierde ductilidad y hasta se convierte, en manos de los laboristas, en una desenfrenada reacción. Colocado ante la reacción india, el socialista MacDonald echa mano de los mismos métodos que Nicolás II oponía a la revolución rusa. Sólo un ciego puede dejar de ver que Inglaterra se halla abocada a gigantescas conmociones revolucionarias, entre las cuales se sepultarán los últimos restos de su conservadurismo, de su hegemonía mundial y de su actual maquinaria política. MacDonald prepara esas conmociones con la misma habilidad y con no menos ceguera que Nicolás II en su tiempo las suyas. Es, como veremos, otra demostración bastante elocuente del papel que la «libre» personalidad desempeña en la historia.

¿Y de dónde iba a sacar Rusia, con su desarrollo rezagado, que le ponía a la cola de todas las naciones europeas, con una base económica mezquina sobre que sustentarse, ese «conservadurismo dúctil» de las formas sociales, cortado a la medida del liberalismo académico y de su sombra de izquierda, el socialismo reformista? Rusia se hallaba demasiado atrasada para eso, y cuando el imperialismo mundial la cogió en sus garras, viose obligada a cursar rapidísimamente sus estudios de historia política. Si Nicolás II hubiera dado acogida al liberalismo sustituyendo a Sturmer por Miliukov, el desarrollo de los acontecimientos habría variado tal vez en cuanto a la forma, pero no en el fondo. No se olvide que éste fue el camino seguido por Luis XVI en la segunda fase de la Revolución Francesa, al llamar al poder a los girondinos sin que con ello consiguiesen librarse de la guillotina ni él, primero, ni más tarde los de la Gironda. Las contradicciones sociales acumuladas tenían que brotar al exterior y, al hacerlo, llevar a término su labor depuradora. Ante la presión de las masas populares, que sacaban por fin a combate franco sus infortunios, sus ofensas, sus pasiones, sus esperanzas, sus ilusiones y sus objetivos, las combinaciones tramadas en las alturas entre la monarquía y el liberalismo tenían un valor meramente episódico y podían ejercer a lo sumo una influencia sobre el orden cronológico de los hechos y acaso sobre su número, pero nunca sobre el desarrollo general del drama, ni mucho menos sobre su inevitable desenlace.


Lea el capitulo anterior  | Lea el siguiente capitulo