Albert Rhys Williams

7 DE NOVIEMBRE:

UNA NUEVA FECHA EN LA HISTORIA

 

 


Escrito:  En 1919 durante una estadía en casa de John Reed en Croton-on-Hudson (estado de Nueva York, EE.UU).
Publicación por vez primera: Como el séptimo capítulo de Through the Russian Revolution, Nueva York: Boni & Liveright, 1921.
Traducción al castellano: Juan Fajardo, para Marxists.org, 24 de marzo de 2012.
Esta edición: Marxists Internet Archive, marzo de 2012.


 

 

MIENTRAS Petrogrado se encuentra en un tumulto de patrullas en conflicto y voces en pugna, hombres de toda Rusia se vertien a la ciudad. Son los delegados al Segundo Congreso Pan-Ruso de los Soviets convocado en el Smolny. Todas las miradas se vuelven hacia el Smolny.

Anteriormente una escuela para las hijas de la nobleza, el Smolny es ahora el centro de los Soviets. Se encuentra en el Neva, una enorme estructura majestuosa, fría y gris durante el día. Pero por la noche, brillando con un centenar de ventanas iluminadas, se vislumbra como un gran templo --- un templo de la Revolución. Las dos fogatas ante de sus pórticos, atendidos por soldados en largos sacos, flamean como llamas de altar. Aquí se concentran las esperanzas y las oraciones de incontables millones de los pobres y desheredados. Aquí buscan la liberación de largo sufrimiento y la tiranía. Aquí se labran para ellos cuestiones de vida y muerte.

Esa noche vi a un obrero, flaco, mal vestido, caminado por una calle oscura. Alzando la cabeza de pronto vió la fachada masiva de Smolny, brillando como oro a través de la nevada. Quitándose el sombrero, se estuvo de pie un momento con la cabeza descubierta y los brazos extendidos. Gritando, a continuación -"¡La Comuna! El Pueblo! La Revolución!" - corrió y se fusionó con la multitud atravesando las rejas.

De la guerra, del exilio, de las mazmorras, de la Siberia, vienen estos delegados al Smolny. Desde hace años sin noticias de viejos camaradas. Subitamente, gritos de reconocimiento, una carrera a los brazos del otro, unas cuantas palabras, el abrazo de un momento a otro, luego apurarse a las conferencias, asambleas, reuniones interminables.

Smolny es ahora un gran foro, rugiente como una gigantesca fragua con oradores llamada a las armas, el público silbando o estampado, el martillo golpeando por orden, los centinelas poniendo las armas a tierra, ametralladoras retumbando por los pisos de cemento, estentoreo coreo de himnos revolucionarios, ovaciones tronantes a Lenin y Zinoviev al emerger de la clandestinidad.

Todo a gran velocidad, tenso y tornandose mas tenso a cada minuto. Los trabajadores son dínamos de energía; milagros insomnes, incansables, sin nervios, de hombres enfrentando cuestiones trascendentales de la Revolución.

A las diez y cuarenta de la noche del 7 de noviembre, se abre la histórica reunión tan grande con consecuencias para el futuro de Rusia y el mundo entero. Desde sus caucuses los delegados entran al gran salón de asamblea. Dan, el presidente anti-bolchevique, está en la plataforma sonando la campana de orden y declara: "La primera sesión del Segundo Congreso de los Soviets está abierta."

Primero viene la elección del órgano rector del Congreso (el presidium). Los bolcheviques obtienen 314 miembros. Todos los otros partidos consiguen 11, el antiguo cuerpo dirigente dimite y los dirigentes bolcheviques, recientemente los marginados y fuera de la ley de Rusia, asumen sus lugares. Los partidos de Derecha, compuestos en gran parte por la intelectualidad, abren con un ataque a las credenciales y órdenes del día. La discusión es su punto fuerte. Se deleitan en cuestiones académicas. Levantan puntos finos de principio y procedimiento.

Entonces, de repente, dese la noche, un choque ensordecedor pone a los delegados de pie, inquetos. Es el rugir de los cañones, el crucero Aurora disparando sobre el Palacio de Invierno. Bajo y amortiguado por la distancia que viene con ritmo constante, regular, un réquiem sonando la muerte del viejo orden, un saludo al nuevo. Es la voz de las masas tronando a los delegados la demanda de "Todo el poder a los soviets". Asi, la cuestion es agudamente hecha al Congreso: "¿Declarará ahora a los Soviéticos el gobierno de Rusia, y dará base legal a la nueva autoridad?"

El desierto de los intelectuales.

Ahora viene una de las paradojas sorprendentes de la historia, y una de sus tragedias colosales --- la negativa de la intelectualidad. Entre los delegadosestuvieron decenas de estos intelectuales. Habían hecho al "pueblo oscuro" el objeto de su devoción. "Acudir al pueblo" era una religión. Para ellos habían sufrido la pobreza, la cárcel y el exilio. Había despertado a las masas con ideas revolucionarias, incitándolas a la rebelión. El carácter y la nobleza de las masas había sido alabadas sin cesar. En resumen, la intelectualidad había hecho un dios del pueblo. Ahora el pueblo se alzaba con la ira y el trueno de un dios, imperioso --- y arbitrario. Actuaba como un dios.

Pero los intelectuales rechazan un dios que no los escuche y sobre el cual han perdido el control. Inmediatamente se la intelectualidad convirtió atea. Ellos rechazan toda fe en su antuguo dios, el pueblo. Le niegan su derecho a la rebelión.

Al igual que Frankenstein, ante este monstruo de su propia creación, la intelectualidad tiembla, tiembla de miedo, tiembla de ira. Es una cosa bastarda, un diablo, una terrible calamidad, sumiendo en el caos a Rusia, "una rebelión criminal contra la autoridad". Se lanzan en su contra, atacando, maldiciendo, suplicando, delirando. Como delegados se niegan a reconocer esta Revolución. Se niegan a permitir que este Congreso declare a los soviets el gobierno de Rusia.

Tan inútil! Tan impotente! Mejor podrian negarse a reconocer un maremoto, o un volcán en erupción, que negarse a reconocer esta Revolución. Esta Revolución es elemental, inexorable. Está en todas partes, en los cuarteles, en las trincheras, en las fábricas, en las calles. Está aquí, oficialmente, en este congreso, en cientos de delegados de obreros, soldados y campesinos. Está aquí, extraoficialmente, en las masas que abarrotan cada pulgada de espacio, subiendose a los pilares y los marcos de las ventanas, tornando el salón blanco con la niebla de sus humeantes cuerpos apretados, eléctricos con la intensidad de sus sentimientos.

La gente viene a ver que se haga su voluntad revolucionaria, que el Congreso declare a los soviet el gobierno de Rusia. En este punto son inflexibles. Todo intento de oscurecer el tema, todo esfuerzos por paralizar o evadir su voluntad evoca explosiones de indignada protesta.

Los partidos de la Derecha tienen largas resoluciones que ofrecer. La masa es impaciente. "¡No más resoluciones! ¡No más palabras! ¡Queremos hechos! ¡Queremos el Soviet!"

La intelectualidad, como de costumbre, desea acordar el asunto con una coalición de todos los partidos. "Sólo es una posible coalición," es la réplica. "La coalición de trabajadores, soldados y campesinos."

Mártov llama en voz alta para "una solución pacífica de la guerra civil inminente." "¡Victoria! ¡Victoria! --- la única solución posible", es el grito de respuesta.

El oficial Kutchin trata de aterrorizarlos con la idea de que los soviets están aislados, y que todo el ejército está en contra de ellos. "¡Mentiroso! ¡Oficial!" gritan a los soldados. "Usted habla por los oficiales --- no por los hombres en las trincheras. Los soldados exigimos '¡Todo el poder a los Soviets!'"

Su voluntad es de acero. No hay ruegos ni amenazas que lo quiebren o dobleguen. Nada puede desviarlo de su objetivo.

Finalmente picado a la furia, Abramovich, clama: "No podemos quedarnos aquí y ser responsables de estos crímenes. Invitamos a todos los delegados a salir de este congreso." Con un gesto dramático desciende de la plataforma y se dirige hacia la puerta. Alrededor de ochenta delegados se levantan de sus asientos y se abren paso tras él.

"Que se vayan", grita Trotsky, "¡que se vayan! Son solo unos desperdicios que seran barridos al basurero de historia."

En una tormenta de gritos, burlas e insultos de "¡Renegados! ¡Traidores!" de los proletarios, los intelectuales salen de la sala y de la Revolución. ¡Una tragedia suprema! La intelectualidad rechaza la revolución que había ayudado a crear, abandonando a las masas en la crisis de su lucha. Suprema locura, también. No aislan a los soviéticos, sólo se aíslan a si mismos. Detrás de los sovietss están rodando sólidos batallones de apoyo .

Los Soviets son proclamados el Gobierno.

Cada minuto trae la noticia de nuevas conquistas de la Revolución --- la detención de ministros, la incautación del Banco del Estado, el telégrafo, la estación telefónica, el estado mayor. Uno por uno los centros de poder están pasando a manos del pueblo. La autoridad espectral del antiguo gobierno se está desmoronando ante los golpes de martillo de los insurgentes.

Un comisario, sin aliento y salpicado de barro, desmonta de su caballo y sube a la plataforma para anunciar: "La guarnición de Tsarskoye Selo por los Soviets. Hace guardia a las puertas de Petrogrado." Desde otro: "El Batallón de Ciclistas para los Soviets. No se encontrará ni un solo hombre dispuesto a derramar la sangre de sus hermanos." Luego Krylenko, sube tambaleante, telegrama en mano: "¡Saludos al Soviet del Duodécimo Ejército! El Comité de Soldados está tomando el mando del Frente Norte".

Y, por último, al final de esta noche tumultuosa, desde de esta lucha de lenguas y el choque de voluntades, la simple declaración: "El gobierno provisional es depuesto. Por la voluntad de la gran mayoría de obreros, soldados y campesinos, el Congreso de Soviets asume el poder. La autoridad Soviética propondrá una paz democrática inmediata a todas las naciones, una tregua inmediata en todos los frentes. Se asegurará la libre transferencia de tierras ... etc "

¡Pandemonio! Los hombres llorando abrazados. Mensajeros saltando y alejándose a carrera. Telégrafo y el teléfono zumbando y tarareando. Autos partiendo al frente de batalla; aviones cruzando a toda velocidad ríos y llanuras. Señales de radio destellando a través de los mares. ¡Todos mensajeros de la gran noticia!

La voluntad de las masas revolucionarias ha triunfado. Los Soviets son el gobierno.

Esta histórica sesión termina a las seis de la mañana. Los delegados, tambaleantes por la toxina de la fatiga, los ojos hundidos de insomnio, pero exultantes, se tropiezan por las escaleras de piedra y por las puertas de Smolny. Afuera todavía está oscuro y frío, pero en el este se vislumbra un rojo amanecer.