Elizaveta Drabkina

PAN DURO Y NEGRO

 

 

¡EXISTE ESE PARTIDO! 

 

La primera nevada

En un frío día de invierno petersburgués, durante las Navidades de 1896, se daba una función de gala en el teatro Mariinski. Se representaba La dame de pique. Cantaba, en el papel de Guennan, el famoso Nikolái Fígner.

Después de la actuación del artista, como siempre ocurría, estalló una tempestad de aplausos. Fígner salió a saludar al proscenio. Y desde las galerías del paraíso, dominando el ruido, se oyó una voz fuerte y juvenil:

- ¡Bravo, Fígner! ¡Bravo!

Y con la misma fuerza, admirable precisión y musicalidad, pero en la clave de bajo, esta voz ejecutó varios fragmentos del aria que acababa de cantar Fígner.

En el entreacto, un acomodador del teatro se acercó al grupo de estudiantes que ocupaba los asientos del paraíso y llamó a uno de ellos aparte. Los que acompañaban al estudiante se miraron alarmados. Pero él, mientras hablaba con el acomodador, les hizo un ademán con la mano tranquilizándoles: no pasaba nada y volvería en seguida.

El acomodador le condujo al camarín de Fígner. El cantante retocaba su maquillaje ante el espejo. Cuando entró el estudiante, el célebre artista se sentó al piano y le propuso cantar lo que quisiera. Eligió el epitalamio de la ópera Nerón, de Rubinshtéin. Después de escucharle, Fígner le preguntó si deseaba tomar parte en un concurso para el ingreso en el elenco del teatro Mariinski.

- No, repuso el estudiante. No tengo tales deseos.

- ¿Por qué? -inquirió Fígner. Con su oído y su voz naturalmente modulada puede hacer usted una magnífica carrera.

El estudiante se encogió de hombros.

- A cada cual le corresponde lo suyo -dijo-. A uno ser cantante de la ópera de su majestad imperial, a otros...

No terminó la frase, ni fue necesario. Fígner comprendió que el estudiante, al referirse a "otros" tenía en cuenta a su hermana Vera Nikoláevna Fígner, populista, condenada a cadena perpetua en la fortaleza de Shlisselburgo.

- Entonces, adiós -dijo fríamente Fígner.

- Adiós -respondió alegremente el estudiante y, a todo correr, saltando de tres en tres los escalones, volvió a la galería con sus camaradas.

Este estudiante era mi padre, Yákov Davídovich Drabkin, que, en los años de clandestinidad, se llamó "Serguéi Ivánovich Gúsev", nombre por el que es conocido en el Partido.

Su biografía es típica de la nueva generación de Rusia, que emprendió la senda revolucionaria en la década del 90 del siglo pasado.

La primera impresión fuerte de su infancia fue el asesinato de Alejandro II, el proceso contra los populistas y, especialmente, una ilustración que insertó Niva en la que se veía a Zheliábov y a Peróvskaia en el momento que los conducían al lugar de la ejecución. Luego, la coronación de Alejandro III. Los "pogroms" judíos, que señalaron el comienzo del nuevo reinado. Las salvajes escenas desarrolladas ante el palacio del príncipe Kurakin, gran terrateniente y potentado local, que ordenó distribuir entre los campesinos varias cubas de vodka en honor de la coronación. Los cadáveres de los mujiks muertos de la borrachera, tumbados allí mismo, en el prado.

Más tarde, ya en el umbral de la adolescencia, las entrevistas con los últimos populistas. Oye las primeras palabras de amor al pueblo, al mujik, a los pobres. La lectura que se convierte en pasión y que durante largos años deviene una necesidad insuperable. Una aversión instintiva a Dios y a la religión, lo que, después de conocer la doctrina de Darwin, se transforma en convencimiento consciente.

Belinski, Herzen, Písarev, Dobroliúbov, Shevchenko, Nekrásov, Chernishevski... Los círculos escolares, los libros de historia de la Revolución Francesa. El rompimiento con la familia. La labor instructiva con algunos obreros. Entabla conocimiento con el marxismo. Durante cierto tiempo vacila, duda de quién tendrá la razón: si los populistas o los marxistas. El círculo marxista, el estudio del Manifiesto Comunista.

Año 1896. San Petersburgo. El Instituto Tecnológico, la "Unión de lucha por la emancipación de la clase obrera", creada por Lenin. La lucha en la ilegalidad: se organiza una tipografía con un mimeógrafo; la impresión de proclamas, la distribución de las octavillas todavía frescas, con letras borrosas de color violeta, a direcciones aprendidas de memoria.

Marzo de 1897: participa en una manifestación ante la catedral de Nuestra Señora de Kazán, con motivo de haberse prendido fuego a sí misma, en la fortaleza de Pedro y Pablo, la estudiante Vétrova, empujada al suicidio a causa de los escarnios de que la hacían objeto los carceleros zaristas. Una semana después suena el timbre durante la noche: la policía. Un registro en el que se le encuentran folletos social-demócratas y Rabóchaia Gazeta impresa en mimeógrafo. Interrogatorios en la comisaría de policía. Responde que no sabe cómo habían llegado a su poder aquellas ediciones ilegales, ni quién era el remitente de la carta que se le encuentra en el bolsillo, ni puede decir a quién ha conocido durante su permanencia en San Petersburgo, pues no ha conocido a nadie. Seis meses de arresto, en la "prevención", aprovechados para estudiar a fondo El Capital y una serie de libros fundamentales. Exilio a Orenburgo.

En 1899 mi padre fue trasladado de Orenburgo a Rostov del Don quedando bajo la vigilancia de la policía. Allí se incorporó inmediatamente a la organización socialdemócrata y pasó a formar parte del Comité del Don. En su labor de propaganda conoció a una joven de ánimo revolucionario, que le fue encomendada, como entonces solía decirse, "para desarrollarla". Se enamoraron y contrajeron matrimonio.

Mis padres unieron su destino en una época agitada: en Rostov comenzaron las detenciones. A fin de no caer en manos de los gendarmes, a raíz de su boda, gestionaron pasaportes para el extranjero y marcharon, primero a Alemania y luego a Bélgica.

La vida les fue difícil -pasaban hambre-, pero interesante. Para ganarse el sustento, mi padre lavaba los cristales de los escaparates de las tiendas. Cuando se acercó la hora de dar a luz, mi madre se colocó en un hospital anexo a un convento de monjas, católico: a las mujeres que durante cierto tiempo cuidaban de otros enfermos y fregaban los suelos se les dispensaba del pago por la asistencia durante el parto.

Mi venida al mundo no modificó el modo de vida de mis padres. Como antes, hacían un trabajo cualquiera y el tiempo libre lo dedicaban a asistir a reuniones y a estudiar literatura. La Iskra leninista atraía la atención de los emigrados revolucionarios.

No vivieron mucho tiempo en el extranjero: no les alcanzaba el dinero, y además, les atraía Rusia, la labor revolucionaria.

A mediados de 1902 regresaron a Rostov. Mi padre volvió a formar parte del Comité del Don. Posteriormente recordaba con frecuencia aquellos tiempos.

Mientras las noches de verano eran templadas, las reuniones del Comité se celebraban en la Isla Verde, situada en medio del Don. Al caer la tarde, los miembros del Comité iban llegando uno a uno a la orilla del río, a fin de no llamar la atención de los chivatos, el uno llevando un panecillo, el otro una sandía, quien, un trozo de chorizo, y en una barca preparada de antemano se dirigían a la isla. Allí encendían una hoguera y echaban los anzuelos. Si alguien se acercaba casualmente creía que estaban pescando.

A veces permanecían reunidos hasta la mañana. Aunque la escisión del partido en bolcheviques y mencheviques no se había producido todavía, en el verano de 1902 se dejaba sentir claramente que en el partido había dos tendencias políticas, la revolucionaria y la oportunista. Cada cuestión daba lugar a encarnizadas discusiones.

La enérgica actividad de los futuros bolcheviques dio sus frutos. Del extranjero llegaban sistemáticamente los números de Iskra, que se leían y releían hasta su desgaste total. Los círculos y grupos amorfos se fueron convirtiendo en organizaciones de partido rigurosamente centralizadas, sujetas a una férrea disciplina. Se establecieron enlaces con fábricas. Después de prolongados esfuerzos se consiguió montar nuestra tipografía y editar algunos folletos y octavillas ilegales. En los distritos obreros la juventud cantaba a porfía una canción compuesta por Gúsev y que ridiculizaba a los maestros de taller -lacayos de los dueños- odiados por los obreros.

Por ello no es casual que en noviembre de 1902 se desarrollaran en Rostov los memorables acontecimientos que Lenin calificó de embate hacia el auge general de la lucha de los obreros rusos, reivindicando la libertad política. Un conflicto ordinario en los talleres ferroviarios de Vladikavkaz condujo a una huelga de carácter económico, que se convirtió rápidamente en un acontecimiento político.

La muchedumbre de huelguistas llenó durante 11 días el patio de los talleres de ferrocarril. Por primera vez en la historia de la Rusia zarista, se celebraron al aire libre enormes mítines, en los que se reunieron 20.000 y 30.000 personas. Cada día se incorporaban a la huelga los obreros de nuevas empresas. Y todo esto ocurría bajo la dirección del Comité del Partido del Don. Cualquier proclama del Comité u orientación dirigida a las masas, la menor indicación de un orador en un mitin, era una orden que cumplían unánimemente decenas de miles de obreros.

Al segundo día de huelga, Gúsev despertó y se acercó a la ventana. Durante la noche había nevado, y las primeras nieves despedían claros resplandores bajo los rayos del sol de noviembre. Contemplando la nieve, Gúsev pensó en la octavilla que el Comité del Don debía dirigir a los huelguistas. Su alma le sugirió: "La primera nevada... La primera nevada..." Se acercó a la mesa, se .sentó y escribió lo siguiente:

"La primera nevada y, con ella, el primer estruendo lejano de la revolución que avanza. Los obreros de los talleres de Vladikavkaz han abandonado el trabajo y han presentado sus reivindicaciones. En ellas no hay nada político y revolucionario, pero el propio hecho de una huelga tan grande hace saltar las viejas cadenas herrumbrosas de la autocracia. Y, posiblemente, antes de que llegue la futura "primera nevada", estos mismos obreros, en ordenada muchedumbre, marcharán bajo las rojas banderas de la socialdemocracia a los gritos de "¡Abajo la autocracia! ¡Viva la libertad!", desfilando por las calles de Rostov, que nunca han escuchado los gritos redentores de la libertad. Ellos, y sólo ellos, están en condiciones de derribar el viejo y putrefacto edificio de la autocracia; sólo ellos son capaces de dar la libertad a la Rusia oprimida y hambrienta..."

¡Estas palabras se convirtieron en realidad antes que cayera nuevamente la primera nevada!

Un domingo de marzo de 1903, miles de obreros de Rostov se habían reunido, como de costumbre, en el barranco de Temernítskaia para pelear "a puñetazos", cuando aparecieron cerca del lugar centenar y medio de obreros, miembros del Partido. Unos cincuenta rodearon a un compacto grupo de camaradas que llevaban banderas rojas. Los restantes se mezclaron entre la muchedumbre, a fin de conducirla hacia la ciudad cuando fuera preciso. En el momento fijado de antemano fue desplegada una bandera y un orador se subió a hombros de los obreros. Una voz se impuso a la muchedumbre: "¡Aquí, camaradas!" El fuerte viento hizo ondear las banderas y todos vieron las consignas en ellas escritas: "¡Viva la libertad política!", "¡Viva la jornada de 8 horas!", "¡Abajo la autocracia!"

Miles de obreros se incorporaron a la manifestación. Por hondonadas, barrancos y derrumbaderos, la muchedumbre siguió avanzando cual un torrente, se precipitó hacia abajo, a la línea del ferrocarril y, a los acordes desafinados, pero pujantes de La Marsellesa, marchó rápidamente cuesta arriba, hacia la calle principal de la ciudad. A ella se unieron miles de manifestantes.

Los acontecimientos se desarrollaban exactamente según el plan que había trazado Gúsev, por encargo del Comité del Don. Gúsev dirigía el torrente de manifestantes y observaba los manejos de la policía. Tan pronto como los gendarmes concentraron sus fuerzas, dio la orden: "¡Plegad las banderas y dispersaos!"

Los obreros comenzaron a replegarse por las calles laterales, arrojando piedras a los gendarmes y a los cosacos. Durante uno de los choques resultó muerto un comisario de policía.

Aquella misma noche comenzaron las detenciones. A Gúsev, como dirigente de la manifestación, le amenazaba la horca por la muerte del comisario. Antes de que llegaran en su busca, huyó de Rostov.

Dando rodeos, trasladándose de un lugar conspirativo a otro, consiguió llegar a una posada polaca medio derruida, lugar de paso a través de la frontera. Un contrabandista tuerto, salpicando su lenguaje con blasfemias y maldiciones, regateó cada céntimo. Finalmente ajustaron el trato y se pusieron en camino. Durante la noche había helado, bajo los pies crujía la fina capa de hielo. Mi padre marchaba de prisa, sin mirar atrás. ¡Sólo adelante, pronto, adelante!

 

La escisión

Pugnaba por llegar a Ginebra con el ferviente deseo de conocer a personas de las que tanto había oído hablar, a quienes consideraba sus maestros: Plejánov y Lenin. Pero la entrevista con Plejánov fue para él una amarga decepción: en lugar de un luchador revolucionario se encontró con una persona totalmente ajena, de modales señoriales. Escuchó negligentemente su relato acerca de cómo iban las cosas en Rostov, y sólo se animó cuando alguien propuso organizar una sesión de espiritismo en broma, para los huéspedes que había en la casa de campo de Plejánov.

¡Lenin era bien distinto! Desde la primera entrevista admiró a Gúsev por lo afable, por aquella sencillez peculiar, la formidable serenidad y el pujante intelecto de Lenin. Se encontraron por primera vez en la calle; luego Lenin le invitó a su casa, preguntándole con gran interés y haciendo que relatara una y otra vez los acontecimientos de Rostov.

En Ginebra, supo Gúsev que, en su ausencia, había sido elegido delegado del Comité del Don al II Congreso del Partido.

El Congreso se inauguró en julio de 1903 en Bruselas. A Gúsev se le encomendó acompañar desde Ginebra a Bruselas a varios delegados obreros al Congreso. Se alojaron en una fonda de la parte vieja de la ciudad. Disponían de poco dinero, iban sin afeitar, con la típica camisa rusa y las botas rotas, ofreciendo un brusco contraste con el respetable público de Bruselas.

El Congreso llevaba ya una semana de sesiones cuando se produjo un hecho imprevisto, del que fue culpable Gúsev sin proponérselo. En el tiempo que quedaba libre entre las sesiones, los delegados se divertían como podían. Esto no era un inconveniente, sino que, por el contrario, infundía ánimos y aumentaba la capacidad de trabajo. Se reunían a comer a la misma mesa y se conducían bastante ruidosamente. A Gúsev, por tener buena voz, le hacían que se sentara al piano y cantase el Epitalamio, La Boda, de Dargomizhski, y el Prólogo, de Payasos. Los camaradas insistían en que repitiera las canciones. En la calle, bajo las ventanas del comedor, empezaron a agruparse los curiosos. Esto atrajo la atención de la policía belga, para la cual, sin duda, no habían pasado desapercibidas las típicas figuras de los emigrados políticos rusos. La policía belga se apresuró a comunicar sus observaciones a la Ojrana zarista, que iba a la caza del Congreso.

El primero en darse cuenta de que le seguían fue Gúsev. Dio a conocer sus sospechas a los camaradas. Se comprobó que éstas eran fundadas. Entonces se acordó trasladar las sesiones del Congreso a Londres. Esto no ocurrió sin percances. Algunos delegados fueron llamados a la comisaría de policía, donde dijeron que eran suecos, Gúsev alegó ser un estudiante rumano que había llegado a Bélgica por un asunto amoroso. Varios días después, los delegados llegaron a Londres y el Congreso reanudó su labor.

Fue entonces cuando se exteriorizaron las divergencias existentes entre los "iskristas". La raíz de las mismas se evidenció claramente en la polémica entre Lenin y Mártov sobre el primer párrafo de los Estatutos del Partido, en el que se definía la condición de miembro del Partido.

Para Gúsev, que poseía la experiencia de la lucha en Rusia, no había dudas a este respecto. Habló lacónica y resueltamente. En las actas del Congreso figura lo que sigue: "Me ha correspondido hablar el último. No tengo nada que añadir a lo dicho. Soy partidario de la formulación de Lenin",

La discusión alrededor del primer párrafo de los Estatutos fue la primera explosión de las divergencias que existían en el seno de los "iskristas". Los partidarios de Lenin, al obtener la mayoría, comenzaron a denominarse bolcheviques y los adversarios de Lenin, mencheviques.

Al día siguiente de la sesión de clausura, los delegados bolcheviques se encaminaron al cementerio de Highgate, para depositar una corona en la tumba de Marx. Desde el cementerio fueron a un extenso parque. Se sentaron en una pradera y comenzaron a examinar los planes futuros.

Todos se sentían impresionados por la escisión que acababa de producirse. Para muchos significaba romper con los amigos y con las personas más íntimas. Los ánimos eran buenos, pero se percibía que aquello era duro para no pocos. Lenin estaba tranquilo y firme. Dijo unas palabras y se enderezó el ánimo de los reunidos.

No se sabe lo que hubiera durado la conversación, a no ser por un ocioso fotógrafo que, al ver al singular grupo, quiso plasmarlo en la placa. Como no era conveniente ser fotografiados en víspera de marchar a Rusia, todos se esfumaron como por encanto.

Gúsev marchó con Lenin. Anduvieron por las calles londinenses. Era un día gris, nublado, de los que son frecuentes en las orillas del Támesis. Lenin iba ensimismado en sus pensamientos, silbando entre dientes. Su figura fornida y bien proporcionada irradiaba indomeñable energía. Efectivamente, aquel hombre tenía derecho a pronunciar las históricas palabras: "¡Dadnos una organización de revolucionarios y removeremos a Rusia en sus cimientos!"

El mismo día Gúsev abandonó Londres, a fin de recorrer las ciudades meridionales de Rusia e informar del Congreso. Sin embargo; a insistencia del Comité Central del Partido, volvió de nuevo al extranjero, por estar amenazado con pena de muerte en el proceso que un tribunal militar celebraba contra los participantes de la manifestación de marzo en Rostov.

Esta es la juventud de mi padre, que conozco contada de viva voz por él mismo, a través de sus camaradas, y también por los documentos que se conservan en los archivos del Partido.

 

Ginebra

A raíz de la marcha de mi padre a Rusia, llegó mi madre a Ginebra.

Habían transcurrido cerca de cuatro años desde aquel día de mayo de 1899, que ella siempre recordaba, en que con su amiga Ania subió a la bohardilla, para preparar juntas el examen de Ciencias Naturales. Cuando las cabezas de las muchachas estaban ya febriles de tanto aprender de memoria el número de pistilos, estambres, especies y subespecies, Ania sacó con aire misterioso un pequeño libro manoseado. Era Rusia clandestina, de Stepniak-Krávchinski, prohibido por la censura zarista.

Mi madre tomó ansiosamente el libro. El destino de los populistas causó honda impresión a la joven en cuya alma latía una vaga protesta contra la injusticia de la vida que la rodeaba. Decidió seguir su camino. Pero algún tiempo después, conoció a Gúsev, Al saber éste la atracción que ella sentía por "La Voluntad del Pueblo" le explicó que, aunque la abnegación y el heroísmo de los populistas eran merecedores de todo respeto, el camino que habían elegido para la lucha contra la autocracia zarista era erróneo e incluso contraproducente.

Le trajo libros sobre historia de la sociedad humana, entre otros El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels; comenzó a leer con ella y a esclarecerle lo leído. Cuando tuvo cierta preparación, pasaron a estudiar El Capital. Ella se hizo marxista, comenzó a coadyuvar a la labor del Partido e ingresó en él.

Luego vino el casamiento, el viaje a Bruselas. De nuevo en Rusia se entregó de lleno a la lucha ilegal, hizo propaganda entre los obreros y cumplió diferentes misiones encomendadas por el Partido.

Posteriormente, mi mama sirvió en cierto modo a Alexéi Gorki de prototipo de la propagandista Natasha en la novela La Madre. Renunciando al parecido físico (Natasha tenía los ojos azules y era rubia, y mama era morena, de ojos oscuros), Gorki le transmitió sus rasgos generales. Me parece estar viendo a mi mama de joven, cuando leo cómo Natasha, "aterida de frío, cansada, pero eternamente alegre y viva", llega a ver a los VIásov. "Su voz era pastosa y clara -escribe Gorki-, la boca pequeña y de labios gordezuelos, y toda ella redondita y lozana. Después de quitarse el abrigo se frotó enérgicamente las coloradas mejillas con las manecitas rojas de frío, mientras entraba presurosa en la habitación, golpeando sonoramente el suelo con los tacones de sus botitas".

Las lecciones que daba mi madre eran también parecidas a las de la propagandista Natasha en casa de Pável Vlásov. Los obreros de aquellos tiempos, especialmente los conscientes, los que tomaban por la senda de la lucha revolucionaria, sentían incontenibles deseos de saber. Después de una dura jornada laboral de 11 y 12 horas, arrancándole horas al sueño, tomaban un libro y abordaban la historia del movimiento revolucionario en diferentes países y ciencias naturales (el origen de las especies, el origen del hombre, etc.). Estudiaban con especial ahínco economía política, que les ayudaba a comprender las leyes del desarrollo de la sociedad capitalista. Era tan grande en los obreros el afán de saber que no temían la cárcel ni el destierro, ni siquiera los trabajos forzados con que les amenazaban por entrevistarse con los propagandistas, y si caían en la cárcel allí continuaban estudiando. No es casual que en los círculos revolucionarios de aquel entonces, las cárceles se llamaran "universidades".

La labor propagandística de mi madre entre los obreros fue interrumpida por tempestuosos acontecimientos en Rostov: la huelga de noviembre y la manifestación de marzo. Después de la huida del padre, mi madre vivió días de zozobra: la casa era constantemente vigilada por agentes de la policía; varias veces registraron el domicilio. Sólo medio año después consiguió marchar al extranjero.

Tenía una dirección de Ginebra, a través de la cual enviaba las cartas al esposo. Debido a su inexperiencia, suponía que aquélla era la dirección de su apartamento. Pero cuando llegó a Ginebra y se presentó en aquella dirección, resultó que Gúsev no vivía ni había estado allí. Por otro lado, los dueños de la casa, a cuyo nombre enviaba las cartas, no lo conocían, e ignoraban el lugar en que residía, ya que a recoger la correspondencia venía un camarada. Así hacían todos los emigrados, a fin de que la policía no pudiera seguirles la pista.

Es fácil imaginar su desesperación al encontrarse en tierra extraña, donde no conocía a nadie, con una criatura de año y medio en los brazos, casi sin dinero y sin saber el idioma. Por fin, con ayuda de los camaradas, mi madre llegó hasta Lenin. Vladímir Ilich y Nadiezhda Konstantínovna vivían en las afueras de Ginebra, en el poblado obrero de Séchéron.

Cuando mama fue a verlos, Nadiezhda Konstantínovna le dijo que Gúsev había marchado a raíz del Congreso a Rusia para misiones de Partido. Al saber esto, mama no pudo contenerse y rompió en sollozos. Nadiezhda Konstantínovna la consoló, estuvo toda la tarde ocupada con nosotros, nos sirvió té, me dio papillas y me puso a dormir en su cama. Le contó a mama que a ella le había ocurrido casi lo mismo: escribió a Vladímir Ilich desde el exilio a Praga y fue a reunirse con él; pero cuando llegó, resultó que vivía en Munich. Hubo que continuar el viaje a aquella ciudad; y una vez allí, también pasó lo suyo hasta que pudo llegar al apartamento en que habitaba Vladímir Ilich. Resultó que él, aprovechando una ocasión, le había enviado un libro en el que estaba su verdadera dirección, pero la persona que se comprometió a hacer llegar el libro a su destino no lo hizo.

Vivimos en casa de los Ilich dos o tres días, y posteriormente estuvimos allí en más de una ocasión. Ocupaban una pequeña casita de dos pisos. En la planta baja estaba la cocina, en la que había una mesa y varias sillas; la cocina hacía las veces de comedor; en ella se recibía a los camaradas que venían. El piso superior tenía dos pequeñas habitaciones, la de Vladímir Ilich y la de Nadiezhda Konstantínovna, en las que había pequeñas camas de hierro, cubiertas con mantas a cuadros, mesas, sillas y armarios.

Me acuerdo vagamente de aquella casa, y este oscuro recuerdo fue probablemente sugerido por los relatos de mis padres. Pero de lo que no me olvidé es del piso y de las patas de las mesas, rectangulares y sin pintar. Recuerdo que una vez "tía Nadia" y yo estábamos sentadas en el suelo. Ella lo empapaba con un trapo y lo raspaba con un cuchillo, y yo observaba con interés cómo surgía bajo el cuchillo la limpia madera amarillenta.

Lo que sí recuerdo nítidamente es la casa en la plaza Plainpalais adonde fuimos a vivir cuando vino mi padre, la costanera, el Puente Nuevo y el rápido y espumoso Arvu. Cierto que la memoria me falló en algo. En una ocasión, quince años después, recordaba con mi padre aquellos tiempos y le describía nuestra estrecha habitación oscura, la camilla de hule, el armario, la mesa, la entrada a la casa, la escalera y a Jeanne, una muchacha alta, ya mayor, que vivía al otro lado del descansillo. Mi padre me dijo que así eran la habitación, el armario, la camilla, y que al otro lado del descansillo vivía, efectivamente, Jeanne, pero que esta Jeanne tenía... cuatro años.

Los bolcheviques, con Lenin al frente, estaban firmemente convencidos de su razón. Las noticias que llegaban de Rusia evidenciaban que todo lo mejor, lo revolucionario que había en el Partido. y en la clase obrera estaba a su lado. Y los bolcheviques empeñaron una tenaz lucha contra los mencheviques, la sostuvieron con ímpetu, sin dejar de combatir, firmemente decididos a conseguir la victoria.

A fin de ayudar a los camaradas llegados de Rusia a comprender a fondo las divergencias existentes, los bolcheviques organizaban controversias con sus adversarios. Vladímir Ilich raramente tomaba parte en ellas, pero esperaba con impaciencia que le contaran cómo habían transcurrido. De ordinario, después de las discusiones, los bolcheviques que participaban en las mismas iban todos juntos a ver a los Ilich, les relataban cómo había estado la pelea con los "meki" (así denominaban a menudo a los mencheviques) y luego entonaban a coro canciones revolucionarias o bien hacían que mi padre cantase acompañado al violín por Piotr Anánievich Krásikov. Vladímir Ilich intervenía con placer en estos conciertos improvisados.

La vida de nuestra familia en Ginebra se prolongó poco tiempo: a comienzos de diciembre de 1904, mi padre marchó a San Petersburgo, donde fue secretario del Comité del Partido de la ciudad y del Buró de comités de la mayoría, que asumió la preparación del Congreso del Partido.

Recuerdo su marcha. Vestía un abrigo negro de paño burdo, llevaba al cuello una bufanda. Me disgustaba aquello, y me sentía a punto de romper a llorar. Pero él me lanzó al aire y, nombrándome por el apodo con que me llamaron a lo largo de toda mi infancia, me dijo alegremente:

- ¡No te aflijas, Elizavet-Gorrioncito!

Mama permaneció algún tiempo conmigo en Ginebra: no había dinero para hacer el viaje a Rusia. Afortunadamente encontró a una familia rusa que regresaba a la patria y necesitaba una acompañante. Mama marchó con esta familia y, en recompensa, le pagaron el viaje hasta la frontera rusa.

De esta manera pudo llegar a Rostov. Una vez conseguido allí algún dinero marchó a San Petersburgo. Esto fue a raíz de los sangrientos sucesos del 9 de enero.

 

En 1905

Mi padre llegó a San Petersburgo un mes antes de los acontecimientos de enero. Tuvo que pasar algún tiempo "en el espacio", o sea, sin casa ni pasaporte, cambiando constantemente de albergue.

Llegó a la capital en pleno auge de la "gaponada", en el momento en que Gapón había convencido ya a los obreros de que era necesario recurrir al zar en "busca de justicia". Ya se había confeccionado la petición, impregnada de humildad y fe en la intercesión del zar.

Es conocido el sangriento desenlace de estos acontecimientos: la procesión entonando canciones, portando iconos y retratos de Nikolás II; las descargas de fusilería delante del Palacio de Invierno. Pero es poco conocida la tragedia vivida por Lenin y los bolcheviques, que sabían, pues lo estaban viendo y lo comprendían, que la "gaponada" era una tremenda provocación policíaca, y que, aun a sabiendas de ello, se veían impotentes para conjurar el fatal desenlace.

Muchos años después, mi padre me contó lo sucedido en aquellos días trágicos. Esta vez, en su relato faltó la habitual moderación rayana en la ironía. Venciendo con dificultad la emoción, fue recordando cómo llegó a la reunión convocada por Gapón en la carretera de Peterhof. Se celebró en la sala de una posada. Olía a cerveza, a berza agria, a tabaco. A través de las ventanas penetraba la opaca luz de un día de invierno de Petersburgo. La posada no podía dar cabida a cuantos lo deseaban y en la calle quedaron varios miles de obreros.

Gapón subió a un tablado, alzó la cruz, invitó al público a rezar, y luego comenzó a perorar. Su voz era rica en modulaciones. Comenzó en tono grave, rápidamente pasó al agudo y gran parte del discurso estuvo dando gritos histéricos.

- Yo escuchaba y a duras penas podía contener la ira -contaba mi padre-. "¡Maldito Gapón!", se me escapó al escribir una carta aquel mismo día a Vladímir Ilich. ¡Sí, maldito Gapón, el peor de los malditos!

El 7 de enero, las principales fábricas de San Petersburgo -la Putílov, la Obújov, la Semiánnikov- ya estaban en huelga. Miles de personas se echaron a la calle. El paro se generalizó.

- Pasé días enteros en reuniones y entrevistas conspirativas -contaba mi padre-. Había que organizar apresuradamente la agitación entre las masas, desenmascarar a Gapón y luchar contra él. Decidimos dedicar a ello todas las fuerzas. Se acordó que nuestros camaradas se hallaran en la calle durante la manifestación pero que no participasen en ella y, en el momento propicio, intervinieran, tratando de encauzar el movimiento a nuestro favor. Aquella noche me retiré a dormir a hora avanzada, pero no pude conciliar el sueño. Una inquietud me oprimía el corazón: ¿qué ocurriría el día siguiente?

La mañana del 9 de enero mi padre salió de casa cuando aún estaba oscuro. Helaba ligeramente. A lo lejos se oía un rumor confuso y pisadas de caballo ahogadas por la nieve.

Como secretario del Comité del Partido de Petersburgo, mi padre debía asistir aquel día a una entrevista clandestina no lejos de la Avenida de Nievski a fin de dirigir las acciones de los bolcheviques de la capital.

Las primeras noticias que llegaron de los distritos, a eso de las nueve de la mañana, revelaban que los obreros habían empezado a congregarse. Hacia las once se conoció que la manifestación iba a ponerse en marcha de un momento a otro. Cerca del mediodía llegó a todo correr un mensajero del distrito de Narva con la noticia de que había comenzado el ametrallamiento de la muchedumbre indefensa. Pronto se oyeron en las cercanías el tiroteo y los disparos de la artillería. Mi padre no pudo contenerse y se echó a la calle. Junto al Jardín Alexándrovski y en las calles adyacentes al Palacio de Invierno, los cosacos, armados de picas y sables, acometían a la muchedumbre; por todas partes se veían muertos y heridos, en la nieve ponían su nota escarlata las manchas de sangre.

Mi padre no recordaba el tiempo que estuvo en la calle. Cuando regresó al lugar de la entrevista supo que en la isla Vasílievski los obreros derribaban los postes del telégrafo y levantaban barricadas.

 

La "camarada Natasha"

Nunca había acudido tanta gente en las citas conspirativas del Comité de Petersburgo como en las primeras semanas que siguieron al 9 de enero. De todos los distritos llegaban camaradas exigiendo armas para los obreros. En fábricas y talleres, los obreros comenzaron a reunir dinero para armamento y a preparar por su cuenta armas blancas. Estaba claro que era necesario crear un órgano especial que se ocupara de lleno de la preparación técnica militar de la insurrección armada.

El Comité del Partido de Petersburgo encomendó este asunto a mi padre. Bajo su dirección fue creado el "Grupo de combate" que se encargaba de la compra, el transporte y la custodia de las armas, del suministro de las mismas y el adiestramiento militar de los obreros pertenecientes a las milicias. Encabezaba este grupo Nikolái Evguénievich Burenin (conocido en el Partido como "Guerman Fiódorovich"). Del núcleo del "Grupo de combate" formaban parte además Sofia Márkovna Pózner ("Tatiana Nikoláevna") y mi madre, Feodosia Ilínichna Drábkina (la "camarada Natasha").

Mi madre acababa de llegar conmigo a la capital. Alquiló la primera habitación que encontró y confiándome a la tutela de la dueña del piso, partió a toda prisa hacia la dirección que traía. Desde allí, dando un rodeo por un complicado camino, pasando de un lugar conspirativo a otro, llegó hasta donde estaba mi padre. Cuando éste le propuso formar parte del "Grupo de combate", mi madre se alegró lo indecible: precisamente un trabajo semejante podía satisfacer su afán de proezas.

Y para mama, y también para mí, comenzó una vida nueva.

Habían encomendado a mama procurar armas, traer revólveres y fulminantes para bombas, desde Finlandia a Rusia, organizar la custodia del armamento, comprobar los depósitos. No se podía traer nada en la mano, para no llamar la atención. Por eso los cartuchos, la dinamita, los fulminantes para las bombas y la gelatina detonante los llevábamos en bolsillos disimulados en nuestros justillos.

Había mucho que hacer. De la mañana a última hora de la noche iba mi madre de un confín a otro de la ciudad, hacía viajes a Víborg y Helsingfors. A esto había que añadir que mama no tenía con quien dejarme y debía llevarme con ella. Por otra parte, pronto se vio que yo podía ser útil. Los gendarmes, que comprobaban los vagones en la estación fronteriza de Beloóstrov, al ver aquella mujer joven con una niña, no podían imaginar siquiera que allí oliera a pólvora. Por eso, en sus viajes a Finlandia por armamento, mama empezó a llevarme con ella. Nadiezhda Konstantínovna Krúpskaia me llamaba en broma "el aparato conspirativo".

Cuando recuerdo este período de nuestra vida, en mi imaginación surge en primer lugar aquel pomposo aditamento montado según la moda de entonces sobre el polisón en la parte trasera del vestido de las damas. A mama le era difícil andar todo el día llevándome de la mano, e ideó que me agarrara a aquella cola.

Hacía frío... Estaba aterida... Quería comer... Todo el día había caído aguanieve... Asida fuertemente a la cola del vestido de mama, la seguía pisando charcos. Así andábamos horas enteras, entrábamos en las casas, subíamos las escaleras. Las personas a quienes visitaba mama hablaban con ella en voz baja, sigilosamente. En mama se operaban asombrosas transformaciones: habiendo salido de casa delgadita, aparecía de repente muy gruesa al salir del primer domicilio que visitábamos; después, una vez en la calle, llamaba a un cochero e íbamos a algún sitio. Pero al cochero, como era costumbre en ella, lo despedía antes de llegar al lugar requerido.

Una vez allí también se conducía de manera extraña: primero subía por la escalera hasta el último piso, esperaba en el descansillo y ponía oído al menor ruido y, sólo después de esto, bajaba y entraba en el piso. La recibía una señora a la que yo conocía. Mama se metía detrás de un biombo, se desvestía y volvía a recobrar su esbeltez.

De nuevo íbamos por la calle. Mama se paraba delante de una joyería, contemplando unos preciosos cristalitos refulgentes. Al comienzo aquello me gustaba, pero luego resultaba aburrido, y estaba a punto de echarme a llorar, aunque sabía que de nada había de servirme. Mama continuaba de pie. A su lado se detenía un hombre parecido a un señor que yo conocía, sólo que el otro tenía barba, y éste iba afeitado. Y, de pronto, me daba cuenta de que mama, en voz muy queda y sin mirar al señor aquel, sino a los cristalitos, decía algo. Y el señor, sin mirar tampoco a mama, respondía, y se marchaba sin volver la vista.

La tarde... Por fin, estábamos en casa... Mama me decía: "Mira, te voy a construir tu habitación". Yo sabía lo que esto significaba: pondría sillas cerca de mi cama, sobre ellas una manta, de manera que yo no viera nada, alguien vendría a verla y hablarían a media voz de cosas interesantes e incomprensibles para mí.

Yo también sentía deseos de hablar, pero sabía que no podía ser. Mama me había inculcado que no había que preguntar ni hablar de nada, y cuando alguna vez me fui de la lengua, me obligaba a sacarla, la untaba de mostaza y agregaba: "Al que no calla, se le unta mostaza".

Pero ni siquiera esto daba siempre resultado. ¡Pobre mama! ¡Cuántas preocupaciones e inquietudes le causaba! A veces nos trasladábamos a una nueva ciudad y yo preguntaba: "Mama, ¿Cómo nos llamarán en esta ciudad?"; o bien se enteraba por la dueña de que yo había dicho: "Antes nos llamábamos Drabkin, y ahora, Jmelnitski".

Mi padre no vivía con nosotras. Si los que actuaban en la clandestinidad debían observar una rigurosa conspiración, para los miembros del "Grupo de combate" las exigencias a este respecto eran especialmente severas. No tenían derecho a frecuentar las reuniones de masas ni a tomar parte en las manifestaciones o entrevistarse con los camaradas que realizaban el trabajo ilegal.

Por esto, mama (y yo con ella) sólo se entrevistaba con mi padre en lugares conspirativos. Si él tenía la más mínima posibilidad, me tomaba en brazos aunque era ya mayorcita, me llevaba a la confitería próxima y me obsequiaba con pasteles hasta hartarme.

Luego, mi padre desapareció por completo. Habían comenzado a seguirle los pasos y, por exigencia de Lenin, se trasladó a Odesa. Llegó allí en el momento de la insurrección en el acorazado Potiomkin. Durante la segunda mitad de 1905, fue secretario del Comité del Partido en Odesa.

Mama y yo quedamos en Petersburgo. En mi memoria se agolpan los recuerdos de las estaciones, los trenes, los incesantes viajes y traslados de ciudad en ciudad. Más tarde supe que durante aquel verano había llevado ocultas en su justillo, cosido con tal fin, fulminantes de mercurio para bombas. El transporte de los fulminantes exigía rigurosa precaución, pues una sacudida podía producir una explosión. Por ello, mama se sentaba muy tiesa en el vagón y, a fin de que no la empujara, me compraba libros y me enseñaba a leer. Así resultó que a los cuatro años ya había aprendido a leer.

Nikolái Evguénievich Burenin, que encabezaba el "Grupo de combate", cuenta en sus memorias:

"Entre los camaradas que trabajaban había una mujer joven, madre de una niña de unos 3 ó 4 años. Nadie conocía su verdadero nombre. Se la llamaba "Natasha", y a la nena, "Lizka".

Natasha era muy joven y linda, se hacía acreedora a la atención y su alegría y afabilidad constantes le granjeaban el favor de todos. Nadie conocía si tenía su apartamento o habitación, pero todos sabían que si había alguna misión arriesgada o importante, Natasha siempre estaba dispuesta a ponerse en camino. Lo admirable era que en todas partes aparecía siempre con su Lizka... Sabíamos que Natasha no tenía nada suyo, carecía de dinero; pero si hacía falta que fuera a algún sitio, la vestían con ropa ajena, le compraban sombreros de moda. Natasha cautivaba a cuantos tropezaba en su camino, especialmente a quienes era preciso seducir".

Estas cualidades de "Natasha" fueron especialmente útiles durante la insurrección armada de diciembre, cuando fue necesario traer a Moscú mecha, cascos y fulminantes.

Las bombas que trajo mama a Moscú eran del modelo llamado "macedonio". Se componían de un casco de hierro, fulminantes de gelatina detonante y mecha.

Al encomendarle llevar las bombas, Leonid Borísovich Krasin, que encabezaba entonces el "Grupo de combate", dio dinero para que se vistiese mejor y mama compró un vestido de moda y un elegante maletín en una lujosa tienda de la Avenida de Nievski. En él escondió los cascos, y los fulminantes y las mechas se los colocó bajo el vestido y con el porte de una señorita ociosa marchó a Moscú.

El tren llegó a Moscú al atardecer. La estación de Nikolái (ahora de Leningrado) estaba ocupada por las tropas. Hileras de soldados armados de fusiles y con la bayoneta calada cubrían a lo largo el vestíbulo. Hubo que pasar a través de un pasillo de fusiles. La plaza Kalanchóvskaia y las calles adyacentes estaban desiertas. Casi sin cesar se oían disparos.

De la estación, mama marchó directamente a la dirección que traía. Allí dejó su "equipaje" y fue a casa de Alexéi Maxímovich Gorki para convenir en que recogieran la carga que tanto esperaban.

Gorki y su esposa, María Fiódorovna Andréeva, vivían entonces en la casa que hace esquina a las calles Mojovaia y Vozdvízhenka, donde se halla ahora la oficina en que recibe el Presidente del Presídium del Soviet Supremo de la URSS.

El espacioso gabinete de Alexéi Maxímovich y el comedor estaban llenos de gente. Todos se conducían allí sencillamente, como en su casa. Unos entraban y salían, otros se iban y regresaban. Quien quería iba al comedor donde estaba la mesa puesta y no cesaba de hervir el samovar. Venía gente de todos los confines de Moscú, habiendo recorrido muchas verstas bajo el frío, y María Fiódorovna hacía todo cuanto estaba a su alcance para que los camaradas pudieran descansar y calentarse.

Al apartamento de Gorki y de Andréeva llegaba información de todos los lugares de la ciudad y en él se entrevistaban los dirigentes de la insurrección. Allí se enseñaba a los grupos de choque a fabricar bombas y a utilizarlas. El adiestramiento se efectuaba en una estrecha habitación -la "pajarera"- situada detrás del gabinete de Alexéi Maxímovich. A Gorki le gustaban mucho los pájaros y los tenía por todas partes. En esta "pajarera" había construido a todo lo ancho de la ventana una jaula en la que había toda clase de pajaros.

Cuando mama llegó a casa de Gorki, el torrente de gente no cesó ni un minuto. Había malas noticias. El regimiento de Semiónov, enviado desde San Petersburgo, dio la ventaja a las fuerzas gubernamentales.

En la ciudad continuaban todavía los combates cuando mama, tras de cumplir una misión, regresó a Petersburgo. En Klin el tren estuvo parado: las milicias revolucionarias habían desmontado la vía. Pero la avería no fue grande y, hora y media después, el tren prosiguió la marcha.

En el cupé contiguo al de mama viajaban un ingeniero de caminos y un oficial. Los dos habían acompañado a Moscú a los del regimiento de Semiónov para aplastar la insurrección.

Ambos, a porfía, hacían objeto de sus galanteos a la hermosa joven vecina, que charlaba con ellos y se reía. Pero su alma rebosaba odio.

En Petersburgo, mama estuvo a punto de caer en una redada policíaca. Había que salir a toda prisa. El nuevo año de 1906 lo recibimos mama y yo en el tren que nos conducía al sur.

 

El hombre de la barba negra

Después del aplastamiento de la insurrección armada de diciembre, mi padre se trasladó a Moscú, de cuyo Comité del Partido era miembro, a fin de realizar la lucha clandestina.

En septiembre de 1906 fue detenido. Tras de nueve meses de reclusión, fue deportado a Beriózov. Una vez allí, ideó la fuga. A ello le ayudó su voz: en Tobolsk, los aficionados a la música proyectaban poner en escena fragmentos de la ópera Payasos, pero no tenían quien cantase el Prólogo. Mi padre se ofreció para ello. El jefe de policía le dio autorización para trasladarse a Tobolsk y allí, desde la misma escena, sin quitarse siquiera el maquillaje, se plantó en la calle, montó en un trineo que le estaba esperando y, por el trillado camino abierto en la nieve, marchó velozmente a Omsk.

Desde allí marchó a Moscú. De nuevo se trasladó a Petersburgo, se entrevistó con Sverdlov y trabajó con él durante tres meses en la organización del Partido. Después huyó a Finlandia para ponerse a salvo de una detención. Allí le postró en el lecho una grave enfermedad, adquirida en los años de clandestinidad y de cárcel.

Por entonces, mi mama y yo, después de una serie de peripecias, fuimos a vivir a la capital, a una habitación amueblada, por la que pagábamos un módico alquiler. Su labor de Partido, en aquellos años, consistió principalmente en ocuparse de la fracción bolchevique de la Duma del Estado y ayudarla en la campaña electoral.

Se procuraba el sustento trabajando de correctora en las tipografías de los periódicos. Este trabajo era nocturno y durante el día dedicaba todo el tiempo libre a los asuntos de Partido.

Mama raramente estaba en casa. A veces, venían a verla personas conocidas y, en tales casos, me mandaban de ordinario al corredor.

En cierta ocasión, vino un hombre de mediana estatura. Tenía una larga barba negra y se llamaba Vladimir Ivánovich Múromski. Algo había en su aspecto que suscitaba en mí un interés inexplicable.

-¿Por qué usa usted barba? -le pregunté.

Me respondió rápidamente:

- Porque soy musulmán.

Era muy cariñoso conmigo, me hablaba mucho e incluso me llevó dos o tres veces a los "vuelos", de los que entonces hablaba todo Petersburgo. Eran los primeros vuelos de aeroplano en Rusia. Para verlos había que ir en tranvía hasta Nóvaia Derevnia, desde allí en tren, luego a pie hasta el hipódromo, sacar las entradas, esperar mucho tiempo en la tribuna y considerarse feliz si alguno de los aparatos que estaban en medio del campo, parecidos a estanterías, daba algunos torpes saltos y se elevaba unos cien metros en el aire.

Vladímir Ivánovich estuvo a vernos en varias ocasiones. Luego desapareció. Sólo muchos años después supe por mama que aquél era mi padre. Vivía entonces en la ilegalidad, con pasaporte falso. Primeramente los camaradas le consiguieron el pasaporte de cierto electricista, asegurándole que era de plena confianza. Mi padre alquiló una habitación y entregó el pasaporte para que lo inscribieran, pero, unos días después, se presentó un guardia municipal y le notificó que se personara en la comisaría de policía. Allí dijeron a mi padre que el electricista en cuestión había sido condenado a 15 días de arresto por armar escándalo en un restaurante durante una borrachera, arresto, que tenía que cumplir en un local anexo a la comisaría de policía.

No hubo otro remedio que cumplir el arresto. Pero lo más desagradable para mi padre llegó después. Una vez le llamó el comisario y le dijo:

- ¿Eres electricista?

- Sí, lo soy.

- Pues haznos la instalación eléctrica...

No era posible negarse: hubiera despertado sospechas. Y mi padre decidió probar suerte. Durante una semana engañó a los policías, haciéndose pasar por un meticuloso maestro electrotécnico, descontento unas veces del cable, otras de los instrumentos, meditando horas enteras "coeficientes", "galvanismos" y otras cosas que su ingenio le dictaba. De esta forma fue dando largas al asunto hasta que cumplió el arresto y fue puesto felizmente en libertad, dejando la comisaría de policía sin instalación eléctrica.

Entonces decidió no recurrir a los pasaportes "de confianza" prefiriendo los de confección propia. Un camarada experto en estos menesteres lavó el texto de un pasaporte (a los especialistas de este género los llamaban "lavanderas") y lo puso a nombre de Vladímir Ivánovich Múromski. A fin de que la policía no pudiera reconocerle, mi padre cambió su aspecto exterior.

¡Este era el secreto de la barba negra que me tenía tan intrigada!

 

De huéspedes en la calle Marie-Rose

En el verano de 1911, mama marchó para asuntos de Partido al extranjero. Yo fui utilizada de nuevo en calidad de "aparato conspirativo".

Primeramente fuimos a Berlín. Los tilos habían florecido en la Unter den Linden. Anduvimos largamente por las anchas calles rectas, donde se veían las corpulentas figuras de los guardias en los cruces de calles. Luego entramos en una casa, cuyos únicos muebles eran mesas y sillas. Mama habló con alguien. Se abrió la puerta, y en la habitación entró un viejecito muy pulcro con chaleco y chaqueta blancos. Todos se levantaron respetuosamente. El viejecito se presentó a mama, luego preguntó por mí. Mama le dijo algo y el viejecito me acarició la cabeza. Tenía una mano pequeña y suave que olía a jabón perfumado. Yo no sospechaba el "alto honor" que se me hacía: aquel viejecito era nada menos que Carlos Kautsky.

En cambio, Rosa Luxemburgo era muy distinta: cariñosa, alegre, ágil, de gran viveza. Cuando fuimos a verla, su júbilo no tuvo límites. Nos abrazó, celebraba lo mucho que yo había crecido, recordaba Bruselas, la Conferencia de mujeres socialistas en la que conoció a mama. Cojeaba un poquito; tan pronto corría a la cocina como volvía, y sabía hablar de los asuntos, reír y preparar el té, todo a un tiempo.

Luego fuimos con Rosa a la orilla del Mar Alemán. Allí paseamos largo rato. Rosa me enseñó a hacer un herbario. Vivimos allí poco tiempo, pero tan pronto como Rosa aparecía en la orilla, de todas partes venían corriendo hacia ella chiquillos, gatitos y perritos.

Luego marché con mama a París. Allí tenía muchos asuntos que resolver, y de mí se hicieron cargo los Shapoválov, viejos camaradas de Partido.

La vida de Alexandr Sídorovich Shapoválov era formidable. Simple obrero, a comienzos de la década del 90, había organizado por propia iniciativa, un círculo antirreligioso en una fábrica de Petersburgo, luego se adhirió a los populistas y tomó parte en la organización de la Tipografía Lájtinskaia, clandestina; posteriormente, rompió con los populistas e ingresó en la "Unión de lucha por la emancipación de la clase obrera"; estuvo exiliado. En 1905, durante la insurrección en el acorazado Potiomkin, fue miembro del Comité de Odesa del Partido, más tarde luchó en las barricadas en Járkov, huyó al extranjero, trabajó en fábricas de Bélgica y Francia, y todo esto sabía relatarlo de manera viva y jugosa, aderezándolo con multitud de detalles. Más tarde, ya en Moscú, su esposa, Lidia Románovna, recordaba que Vladímir Ilich estuvo a verles en su piso de París y, después de escuchar durante varias horas seguidas los relatos de Alexandr Sídorovich, exclamó entusiasmado:

- Oh, vous avez vécu!

En París, los Shapoválov llevaban una existencia de emigrados más o menos estable. Vivían no lejos del cinturón de las fortificaciones de París, en una buhardilla, debajo mismo del tejado. El techo estaba inclinado; las ventanas daban directamente al cielo, surcado por el vuelo de las golondrinas; abajo se veía una vía circular, por la que corrían las jadeantes locomotoras dando silbidos.

Alexandr Sídorovich era un calificado obrero metalúrgico y trabajaba en una fábrica. Por otra parte, la expresión "trabajaba" no era del todo exacta, pues a poco de ingresar en una fábrica, Alexandr Sídorovich se alzaba a la lucha contra los amos y los contramaestres. Por ello no duraba mucho tiempo en un mismo lugar. Los breves períodos de trabajo alternaban con largos períodos de desempleo.

En el tiempo que viví con los Shapoválov hubo períodos de lo uno y de lo otro.

Mientras Alexandr Sídorovich tenía trabajo, Lidia Románovna se levantaba por la mañana la primera, hacía el café en un hornillo de alcohol, luego despertaba al marido. Este se vestía, desayunaba rápidamente y metía en su bolsa de lona un paquetito con el almuerzo. Al marchar, besaba a su esposa.

- Au revoir, ma belle -decía.

- Adieu, mon vieux -respondía ella.

Por la tarde, regresaba despeinado, de mal talante. Mientras comía contaba cómo había pasado la jornada. Empleaba divertidas palabrejas francesas, con las que regañaba al "façonniere", (patrono), al "contre-maitre" (contramaestre), "monsieur Vaotoura" (casero- "milano").

Pero una vez regresó al mediodía. Su aspecto parecía decir: "¡Al que me toque le muerdo!"

Lidia Románovna estaba sentada junto a la ventana, zurciendo calcetines. Al ver entrar a Alexandr Sídorovich, alzó la mirada de sus bondadosos ojos castaños.

- ¿Te han echado?

- ¡Me han echado!

- Está bien. Descansarás una semana.

El se echó a reír, me agarró y empezó a darme vueltas por la habitación.

- ¡Vámonos a pasear!

Varios días anduvimos callejeando por París. Subimos a la torre de Nôtre Dame de París, contemplamos las enigmáticas quimeras. Estuvimos en el cementerio del Pêre-Lachaise, en Le Mur des Fédérés acribillado a balazos, en la costanera, no lejos del cuartel Lobau, donde los versalleses fusilaron a los luchadores de la Comuna, llegando los chorros de sangre hasta el Sena. Era tanta la sangre que llegó hasta el próximo puente y al siguiente, sin mezclarse con las turbias aguas del caudaloso río.

Entramos en el Louvre y en un sucio comedor para emigrantes en la calle de la Glaciers, denominado en lenguaje popular ruso "Glasiorka". Oímos hablar a Jean Jaurés en un mitin en el Trocadero. Rasgaba el aire con los potentes puños y exclamaba con voz de trueno: "¡Abajo la guerra!"

No dejamos de entrar en el Museo de figuras de cera que, lo confieso, me produjo mayor impresión que el Louvre con sus famosos tesoros.

Uno de aquellos días, Alexandr Sídorovich dijo:

- ¡Basta! Hoy descansamos, y por la tarde iremos allí, luego sabrás adónde...

Después de comer se afeitó, se puso una camisa limpia. Lidia Románovna prendió a su casi único vestido un encaje blanco. A mí me sometieron a un despiadado lavado, me cortaron las uñas, me lavaron los dientes y me hicieron las trenzas muy apretadas.

Por fin terminaron los preparativos y nos pusimos en camino. En lo alto de un ómnibus de caballos llegamos hasta la Puerta de Orléans, y luego, atravesando estrechos callejones, salimos a la calle Marie-Rose, ante una casa que no tenía nada de particular, ennegrecida por el humo.

Una conserje de mal genio nos abrió la puerta. Traspasé el umbral con cierto temor. Pero luego todo resultó de lo más sencillo: las personas que veníamos a ver, Nadiezhda Konstantínovna y su madre, Elizaveta Vasílievna, me conocían y me acogieron como a una antigua amiga.

Nos sentamos en la cocina. Después salió de una habitación un hombre al que llamaban Vladímir Ilich. Se sentó a tomar té con nosotros. De todo lo que allí se habló sólo recuerdo que me preguntó qué era lo que yo más desearía tener. Le respondí: "Un sombrero con cerezas". El quedó extrañado: "¿Para qué quieres las cerezas en el sombrero y no en un cucurucho de papel?" Pero él no me había comprendido: entonces estaban de moda los sombreros adornados con cerezas, ciruelas, albaricoques y casi con un huerto entero. Un sombrero semejante era el colmo de mis ilusiones de chiquilla, pero mama, a pesar de mi insistencia, se negó a comprármelo. Cuando Vladímir Ilich comprendió de lo que se trataba, se echó a reír a carcajadas.

Esto es todo. Yo no sabía que habíamos venido a ver a Lenin, y aunque lo hubiera sabido, no habría comprendido lo que este nombre significaba. Todo fue de lo más habitual: tomamos té con pan tostado y la conversación fue mesurada, interrumpida por explosiones de risa. Mas ¿por qué, no siendo yo más que una tontuela poco despierta, se me quedó tan grabada aquella oscura cocinilla y aquel hombre que estaba sentado enfrente de mí, con barba pelirroja y ojos inteligentes y pícaros?

 

"Legales" e "ilegales"

Al regreso del extranjero, mama se instaló nuevamente en Petersburgo y, durante varios años, trabajó en la prensa del Partido, en los periódicos Zvezdá y Pravda, en la revista Prosveschenie, en la editorial Pribói del Partido.

El sustento se lo procuraba igual que antes, trabajando por las noches de correctora en las tipografías de los periódicos. Los ingresos eran parcos y, había que hacer equilibrios con cada kopek. Por ello alquilaba apartamentos en casas recién construidas, ya que en los primeros años después de edificadas, mientras la casa se iba asentando y las paredes estaban todavía húmedas, estos pisos se alquilaban relativamente baratos.

Precisamente en aquellos años se edificó mucho en el distrito de Peskí (hoy día, calles Soviéticas), no lejos del Palacio Tavrícheski, sede de la Duma del Estado. Los diputados de las fracciones de derecha alquilaban apartamentos en el aristocrático distrito de las calles Sérguievskaia, Furshtádtskaia y Kírochnaia, mientras que los diputados de la curia obrera se alojaban en las casas baratas de Peskí.

En el otoño de 1912 se construyeron dos casas contiguas en la décima Rozhdéstvenskaia. Una de ellas la eligieron los mencheviques, y en la contigua se alojaron los bolcheviques: en el sexto piso, Nikolái Gúrievich Poletáiev, que había sido diputado a la III Duma; en el séptimo piso vivía mi mama; en el cuarto, el diputado a la IV Duma, Román Malinovski. Los chiquillos, hijos de familias bolcheviques, correteábamos constantemente de una casa para otra, pero más que nada nos metíamos en la de los Poletáiev,

Enfrente de la casa iban y venían constantemente los sabuesos; pero como los diputados de la Duma del Estado gozaban de inmunidad parlamentaria y su protección se extendía sobre toda la casa, en nuestro piso y en el de los Poletáiev había siempre gran afluencia de gente bolchevique del Partido.

Estas gentes se dividían en "legales", que venían a cualquier hora del día, e "ilegales", que venían de ordinario al caer de la tarde y desaparecían en la oscuridad de la noche.

De los "legales" nuestro visitante más asiduo era Vasili Andréievich Shelgunov, uno de los más viejos obreros bolcheviques, que ingresó en el Partido en los años de la "Unión de lucha por la emancipación de la clase obrera". Era ciego. Habíamos oído decir a nuestros padres que en cierta ocasión, al caer en la cárcel una de tantas veces, Vasili Andréievich sintió un agudo dolor en los ojos. La dirección de la cárcel se negó a que le reconociera un médico y el hombre perdió la vista. Pero incluso ciego y todo no dejó ni un solo día la labor del Partido. Con su andar lento iba por las calles de Petersburgo, golpeando con un bastón, en el que se había practicado una abertura, llevando en su interior octavillas bolcheviques.

Cuando comenzó a salir Pravda, Vasili Andréievich pasó a ser su director. El periódico salía con su firma y si la censura le imponía una multa en dinero superior a sus posibilidades, que podía ser saldada con unos meses de encarcelamiento del director, Vasili Andréievich ingresaba en la prisión.

En nuestra casa sucedió lo que ahora en los círculos de estudio de la historia del Partido llaman "combinación del trabajo ilegal con la utilización de las posibilidades legales." Apenas si es necesario explicar que esta "combinación" exigía una concentración constante, enorme sangre fría e intenso trabajo durante el día y la noche. Había tarea para todos, incluso para nosotros, los niños. Formábamos el grupo de chiquillos los hijos de Grigori Ivánovich Petrovski, Piotr y Leonid, Volodia Poletáiev y yo, que habitábamos todos allí mismo, en Peski.

Nosotros llevábamos manuscritos a la tipografía de Pravda, situada en la calle Ivánovskaia, y traíamos de allí las galeradas todavía frescas, oliendo a tinta tipográfica. Íbamos unas veces al barrio de Víborg, o bien al de Narva, para entregar una nota o decir de palabra que "Timoféi se ha puesto enfermo", "A Najodka no le gustan los albaricoques", o algo por el estilo; copiábamos con grandes letras de escolar, dejando entre líneas grandes espacios, cartas larguísimas con todo género de noticias familiares: Vasia se casa, la tía Klava ha comprado una casa, Petiúshenka tiene escarlatina. Luego supimos que se trataba de "esqueletos", cartas, en las que se intercalaba un texto secreto entre líneas con tinta simpática.

Por supuesto, nosotros no conocíamos el sentido de las enigmáticas palabras que transmitíamos, ni sabíamos el destino de los "esqueletos". A nosotros nos daban el encargo, lo cumplíamos y nada más. Una rigurosa norma de la conspiración bolchevique rezaba: "Cada uno ha de conocer solamente aquello que deba saber, y no lo que pueda saber".

Al cumplir estas misiones nos sentíamos auténticos miembros de una organización clandestina, y si salíamos en tropel a la calle, uno de nosotros pronunciaba sin falta a media voz las palabras oídas a los mayores: "Mira a la derecha, mira a la izquierda y mira hacia atrás".

Por mucho que los chiquillos quisiéramos a los "legales" que nos visitaban, los que gozaban de nuestra especial estima eran los "ilegales". Nuestros padres nos prohibían rigurosamente preguntar lo más mínimo acerca de éstos, y con su habitual ingenuidad pensaban que no colegíamos nada. Pero nosotros reconocíamos al "ilegal" al primer golpe de vista y bastaba con que apareciera alguno nuevo para que aguzáramos la vista y el oído.

Por cierto, un "ilegal", el "camarada Abraham", un hombre diligente y siempre hambriento, venía a casa con harta frecuencia al atardecer. Era de baja estatura y complexión robusta. Apenas aparecía y pronunciaba las primeras palabras, quedaba claro que estaba "cansado como un diablo", que tenía "unas ganas locas de dormir" y una "prisa atroz". Se le ponía delante toda la comida que había en casa y, al instante, empezaba a comer, colocando sin falta sobre sus rodillas a alguno de los pequeños, mientras que nosotros, los mayores, escuchábamos boquiabiertos los versos que él declamaba, o fantásticos relatos sobre viajes a la Luna y a otros planetas, a los que prometía visitar con nosotros. Después de la Revolución, reconocí a este "camarada Abraham" en Nikolái Vasílievich Krilenko.

A finales del año 1912, apareció en Petersburgo otro "ilegal" que a los chiquillos nos interesó extraordinariamente. Era moreno, delgado, llevaba lentes, y estaba muy acatarrado. Le vimos, posiblemente, sólo una vez que vino a casa de los Poletáiev. Las habitaciones de los mayores estaban herméticamente cerradas, pero logramos enterarnos como pudimos de que a este "ilegal" le llamaban "camarada Andréi", que había huido del exilio, a fin de "trabajar en la libertad clandestina". Nos intrigaron especialmente unas palabras oídas por casualidad: que Andréi había huido "por la cuerdecita". Esta "cuerdecita" eran postas preparadas de antemano, que se relevaban unas a otras. Según nuestra imaginación infantil, era una especie de cable por el que el "ilegal" salvaba intrépidamente altas montañas y ríos de impetuosa corriente.

Algún tiempo después, el "ilegal" estuvo en casa de los Petrovski y aquella misma tarde fue arrestado. Luego, los mayores tuvieron una acalorada conversación. Alguien pronunció algo que daba escalofríos: la palabra "provocación". Hubo quien recordó, entre otras cosas, que Román Malinovski había dado al "camarada Andréi" (o sea a Yákov Mijáilovich Sverdlov) su gorro de piel. Pero a nadie se le ocurrió pensar que el provocador fuera Malinovski, quien puso su gorro a Sverdlov a fin de que a los agentes de la Ojrana les fuera más fácil seguirla la pista.

Malinovski vivía en nuestra casa. Su rasgo más saliente eran los amarillos ojos redondos, de gato. Caminaba con sigilo como los felinos. Ocurría a veces que los chiquillos nos hallábamos jugando, sin oír nada, y de pronto aparecía él en la habitación sin causar el menor ruido, sin el más leve susurro.

Los Malinovski vivían modestamente, al igual que todos los diputados: mantas pieceadas, vajilla de porcelana agrietada por los bordes, tenedores de hierro, sopa de coles, patatas, papillas. Pero una vez al mes, cuando se percibían los emolumentos de diputado, Stefa, la esposa de Malinovski, preparaba gran cantidad de masa y freía una montaña de empanadillas de carne y col, las colocaba en una cacerola del tamaño de un cubo, las llevaba en coche a Pravda e invitaba allí a todos.

Stefa era cariñosa, afable. Pero en cierta ocasión ocurrió algo insólito: estábamos jugando a los disfraces con sus niños en el apartamento de los Malinovski y, sin pedir permiso, quitamos de la cama del matrimonio la manta pieceada. Debajo de la misma descubrimos un edredón de color rosa, de fina seda. En este momento Stefa entró en la habitación. Se puso lo que se dice hecha un basilisco; nos agarró de los pelos y nos echó a la escalera.

El 19 de febrero de 1914, cuando llegué de la escuela, mama no estaba en casa. Comí y me disponía a preparar los deberes cuando se oyó una llamada brusca y prolongada. Abrí la puerta. Era la policía.

No preguntaron por mama. Comprendí que ya había sido arrestada. El registro fue muy minucioso, golpearon las paredes y el suelo. Duró unas dos horas. Tan pronto como se fueron los policías y se acallaron sus pasos en la escalera, fui a todo correr a casa de los Poletáiev; pero no llamé de golpe, sino que apliqué el oído a la puerta. Llegaron hasta mí voces ahogadas, ruido metálico de espuelas y la pesada respiración de una persona acechando al otro lado de la puerta. También allí estaba la policía. A todo correr, descendí al piso de los Malinovski.

Estaban en casa, y se habían sentado a comer. El se había quitado la chaqueta y estaba en mangas de camisa. Al verme, los dos se pusieron de pie.

- ¿Qué te pasa? ¿Qué ha ocurrido?

- Han detenido a mama.

Entonces Malinovski retiró la silla, me tendió ambas manos, me atrajo hacia sí, me besó en la frente y dijo con voz plañidera, trágica:

- ¡Pobre niña mía! ¡Mi pobre huerfanita!...

¡Y todavía me llamaba huerfanita! ¡Era él quien acababa de entregar a mí madre a la policía!

Durante toda la noche se efectuaron detenciones. Por delación de Malinovski sorprendieron en una redada a la redacción de la revista Rabótnitsa, durante una reunión en la que detuvieron a mama y a cuantas estaban relacionadas con los preparativos para la conmemoración de la Jornada Internacional de la Mujer, el 8 de marzo. Con motivo de la Jornada de la Mujer, el gobierno zarista hizo a las obreras de Petersburgo un rico "presente": la enorme cárcel nueva de mujeres, construida según la última palabra de la técnica carcelaria. A ella arrojó a todas las detenidas.

Triste fue caer tras las rejas de la cárcel. Pero lo que más sentían las detenidas era el fracaso de la conmemoración de la Jornada de la Mujer, que tanto trabajo había costado organizar, y de la publicación del primer número de la revista Rabótnitsa.

Sin embargo, transcurrieron unos pocos días y supieron que todo estaba en orden. Anna Ilínichna Elizárova (hermana de Lenin) que se había salvado casualmente de la detención, publicó Rabótnitsa.

El 8 de marzo, el periódico obrero bolchevique El camino de la verdad estuvo dedicado a la Jornada Internacional de la Mujer.

A la hora señalada fueron llegando grupos de obreras y obreros a las salas donde debían celebrarse los mítines. Pero en las puertas había un bando del gobernador, prohibiendo todas las reuniones para el 8 de marzo. Entonces varios miles de obreras y obreros marcharon entonando canciones revolucionarias hacia la avenida Kamennoostrovski. Se izó una bandera roja. Se pararon los tranvías. Pronto salieron de detrás de una esquina destacamentos de policía montada y dispersaron a porrazos la manifestación.

Poco después, volvieron a reunirse los manifestantes. Hasta bien avanzada la noche, en todos los distritos obreros de la ciudad, reinó una animación extraordinaria.

La noticia de la primera acción de masas en la historia de Rusia, con motivo de la Jornada Internacional de la Mujer, recorrió rápidamente la cárcel. En todas las celdas se cantó La Internacional. Fue inútil que la vigilancia de la cárcel ordenara silencio: las presas exteriorizaron ruidosamente su júbilo.

A principios de mayo las detenidas por la causa incoada contra la revista Rabótnitsa fueron puestas en libertad. Se las desterraba de Petersburgo, a unas durante tres años y otras cinco, prohibiéndoles vivir en centros universitarios y en grandes concentraciones industriales. Habían conseguido tan rápidamente la libertad debido a su valerosa conducta: las detenidas organizaban constantemente obstrucciones en la cárcel. Fue especialmente tumultuosa la del Primero de Mayo: cantaron, golpearon con las escudillas en las puertas y luego declararon la huelga del hambre.

Al sexto día de huelga las pusieron en libertad. Mama llegó a casa, entró apoyándose con las manos en las paredes, muy pálida, con profundas ojeras. Y al instante apareció... ¡Malinovski! ¡Qué amable estuvo con ella! ¡Qué preocupado se sentía por su salud! ¡Cómo dispuso que la prepararan caldo de gallina y le dieran de comer poco a poco, en tanto no se repusiera de la huelga del hambre!

 

"¡Existe ese Partido!"

Durante mucho tiempo mi mama fue objeto de persecuciones, detenciones y deportaciones. Solamente después de la Revolución de Febrero, pudimos vivir de nuevo juntas. En junio de 1917, fui a reunirme con ella en Petersburgo.

El tren se arrastraba lentamente. El vagón iba lleno de bote en bote; no cabía la punta de un alfiler. De las literas superiores colgaban las piernas; en el suelo, por todas partes, se amontonaba la gente con mochilas, hatillos y sacos. En las estaciones corrían por agua caliente, la bebían a sorbos, mordisqueando un pedacito de azúcar o sin nada. Dormían poco y tanto de día como de noche discutían, suspiraban, hablaban... La conversación giraba en torno "a la tierra", "a la guerra", "a la paz". Luego se pasaba a tratar de los partidos. "Yo considero que los bolcheviques son bandoleros", decía uno. "Mientes, respondía otro, los bolcheviques son mujiks pobres". En nuestro compartimiento un soldado de barba rojiza hablaba de su pueblo, de que allí los mujiks estuvieron espera que te espera y luego decidieron "entregar a cada uno su parte" y ensartar en la horca al terrateniente...

Al fin aparecieron las chimeneas fabriles, los muros renegridos. ¡San Petersburgo! El tren se acercó al andén y vi el rostro de mama sonriente entre lágrimas.

Salimos a la Avenida de Nievski. A la luz de la noche blanca parecían más oscuras las rojas banderas descoloridas. A pesar de lo avanzado de la hora, la Avenida de Nievski estaba llena de gente; en las esquinas y en los cruces de calles se celebraban mítines relámpago.

Mama había alquilado una habitación a los dueños de un piso grande. Por la escalera de servicio, que olía a berza cocida y a gatos, subimos al sexto piso y, sin deshacer los paquetes, nos sentamos a contarnos lo vivido aquellos meses: mama me habló de su última deportación y del regreso a Petersburgo; yo le dije que había ingresado en el Partido.

La revolución de Febrero me sorprendió en Rostov del Don. Las muchachas del colegio, donde yo estudiaba, se apasionaron al instante por el "bendito Kerenski". Todos, hasta los generales cosacos, se pusieron lacitos rojos.

Pero tan pronto como llegó Lenin del extranjero y dio a conocer sus célebres Tesis de abril, la cloaca contrarrevolucionaria se puso en movimiento. En los mítines, que se celebraban en el parque de la ciudad, aparecieron, sin que se supiera de donde, unos tipos que se daban golpes de pecho y clamaban que los bolcheviques eran espías alemanes y que había que colgarlos a todos de las farolas.

Afortunadamente llegó a mis manos un número de Pravda con un artículo de Lenin. Yo no tenía la menor duda de con quién debía estar. Decidí buscar la organización bolchevique de Rostov y ofrecerme para lo único que podía hacer: ir a las fábricas y repartir en ellas los periódicos bolcheviques.

Desde entonces iba diariamente alrededor de las cinco de la mañana con un paquete de periódicos a los talleres ferroviarios, a la fábrica de tabacos, al puerto, a los elevadores, a los cuarteles. Una muchachita con trenzas podía penetrar fácilmente adonde no podía hacerlo un adulto.

Los miembros del comité bolchevique se fijaron en mí, preguntaron quién era y qué quería. Resultó que conocían a mi padre y a mi madre por la labor clandestina de los años 1900 y 1903. ¡Me dieron el ingreso en la organización del Partido!

Cuando supieron en el gimnasio que era bolchevique, en la clase se desencadenó una tempestad. A manera de boicot dejaron de apuntarme. Pero me examiné felizmente y al día siguiente de recibir el certificado de fin de estudios me marché al Petrogrado revolucionario, adonde ya me llamaba mi madre.

Estuvimos hablando casi toda la noche y, por la mañana, nos dirigimos a la sesión del Primer Congreso de los Soviets de diputados obreros y soldados de toda Rusia.

El Congreso se abrió el 3 de junio, en el edificio del Cuerpo de Cadetes, en la isla Vasílievski. Era suficiente entrar en la sala y abarcarla con una rápida mirada para darse cuenta de la diferencia que había entre los delegados que se sentaban a la derecha del presidente, y los que tomaban asiento a la izquierda. A la derecha se veían charreteras de militares de complemento, buenos trajes, algún que otro flamante oficial. A la izquierda predominaban las guerreras de soldado y modestas chaquetas. La extrema izquierda, junto a las ventanas, la ocupaba un grupo cuyos movimientos denotaban la gran cohesión que en él existía. Saltaba a la vista que el grupo era una cosa, y el resto del Congreso, otra.

Aunque los invitados tenían que estar detrás, pudimos colocarnos junto a las ventanas, cerca de aquella gente. Eran los bolcheviques. A algunos de ellos los recordaba, a unos los había conocido en otro tiempo como "legales", a otros como "ilegales", pero tanto a unos como a otros, por lo general, con apellidos y nombres falsos.

- Este es Sverdlov, me dijo mama en voz baja. Ese otro es Podvoiski, aquél, Dzhaparidze, éste es Noguín, aquél, Volodarski, y ese que está ahí -me dijo señalando a un hombre que estaba sentado de medio lado, de manera que sólo veíamos su pujante cabeza, que parecía irradiar luminosas ideas- ése es ¡Lenin!

Aquel día transcurría la segunda sesión del Congreso. Comenzó con la intervención de Pozern, representante del Soviet de diputados obreros y soldados de Minsk. Tan pronto como Pozern declaró que hablaba en nombre de la fracción bolchevique, la sala se convirtió en una caldera en ebullición. Cada palabra de Pozern era acogida con gran alboroto de gritos y silbidos.

Por la tarde habló el menchevique Irakli Tsereteli, ministro del Gobierno Provisional.

Era alto, esbelto, iba elegantemente vestido de negro. Tsereteli habló en el mejor estilo abogacil y parlamentario, extendiendo las manos hacia la sala, haciendo pausas, pasando de las exclamaciones patéticas al trágico susurro. Al compás de su discurso se movían las melenudas cabezas de los socialrevolucionarios y las cabecitas intelectualoides de los mencheviques.

En esta ocasión, mama y yo nos colocamos más adelante, de manera que pudiéramos ver bien a Lenin. Vladímir Ilich estaba inclinado y escribía rápidamente algo en el cuaderno de apuntes, mirando de vez en cuando a Tsereteli. Yo observaba a Lenin y hacía trabajosamente esfuerzos, tratando de adivinar por qué me era conocida su fisonomía. Por fin, en los hondones de mi memoria, surgió una estrecha calle de París, una casa con paredes renegridas, la pequeña cocina, la mesa cubierta con un hule, el hombre alegre que se reía de mi deseo de tener un sombrero con cerezas" .

Tsereteli hablaba sin cesar.

- En el momento actual -auguraba- en Rusia no hay un partido político capaz de decir: poned en nuestras manos el poder, marchaos, nosotros ocuparemos vuestro lugar. ¡En Rusia no existe ese partido!

Las largas melenas de los socialrevolucionarios se movieron acordes, las barbitas ralas de los mencheviques retemblaron en señal de asentimiento. Pero de pronto rasgó el silencio una voz clara y sonora:

- ¡Existe!

Era Lenin que, desde su puesto, en pie y mirando fijamente a los ojos del venal ministro socialista, exclamó:

- ¡Existe ese partido!

Y en la sala, pasmada de sorpresa, en Rusia, en el mundo entero resonó su voz, llena de fuerza, de pasión, de fuego:

- ¡Existe! ¡Existe ese partido! ¡Es el Partido de los bolcheviques!

 

Los dibujos de Aliosha Kalénov

Allí mismo, en el Congreso de los Soviets, mama me llevó a ver a Sverdlov durante un intervalo.

Yákov Mijáilovich estaba en el rellano de la escalera, apoyado contra la pared y parecía un capitán en el puente de mando. La gente se acercaba a él, y otras veces era él mismo quien, buscando con la mirada a alguien entre la muchedumbre, le llamaba. La conversación era siempre breve. Se veía que tanto a él como a sus interlocutores les bastaban pocas palabras para entenderse.

Al verme mostró su asombro.

- ¡Qué mayor te has hecho! ¿Cómo? ¿Ya eres miembro del Partido? ¿Cuántos años tiene usted (¡usted!)? ¿Quince?

Luego hablamos de mi trabajo. Yákov Mijáilovich me envió al barrio de Víborg, con Nadiezhda Konstantínovna Krúpskaia.

Durante las elecciones a las Dumas de distrito, nuestro Partido obtuvo en el barrio de Víborg la mayoría de votos. Nadiezhda Konstantínovna comenzó a dirigir allí la sección de cultura e instrucción de la Duma. Toda la sección se alojaba en una pieza, en la que había dos viejas mesas desvencijadas y varias sillas.

Nadiezhda Konstantínovna me dijo que le hacía mucha, muchísima falta gente para trabajar y que me encargaba de organizar un lugar para recreo infantil.

Mi amargura no tuvo límites. ¿Cómo? Yo me disponía poco menos que a levantar barricadas y hacer la revolución y me proponían limpiar los mocos a los críos.

- Precisamente para hacer la revolución, para que el proletariado sepa quiénes son los bolcheviques, tú y yo tenemos que hacer cualquier trabajo que sea, como el de limpiar los mocos a los críos, dijo Nadiezhda Konstantínovna. La Duma del distrito de Víborg es, hasta ahora, la única en el país que se encuentra bajo la influencia de nuestro Partido. Y debemos mostrar a los obreros de Petrogrado y de toda Rusia cómo trabajarán los bolcheviques cuando el proletariado tome en sus manos el poder.

Una vez libre de los quehaceres que tenía entre manos, Nadiezhda Konstantínovna me acompañó a buscar el lugar para la futura plazoleta para juegos. Anduvimos mucho, hasta que al fin encontramos, no lejos del puente del ferrocarril, un solar grande cubierto de hierba marchita. Decidimos organizarlo en aquel lugar, ya que el solar tenía valla y en su interior había un cobertizo de tablas.

Unos jóvenes obreros del barrio de Víborg nos ayudaron a limpiar nuestro solar de maleza y basura, trajimos arena, conseguimos una decena de palas de madera, una pelota, cuatro combas, varias resmas de papel blanco, cajas de acuarelas y de lapiceros de colores. Anuncios pegados por las calles del distrito invitaban a los niños a la plazoleta de recreo.

La inauguración fue señalada para las diez de la mañana. Pero a las ocho la valla estaba ya rodeada de chiquillos, ansiosos de ver las maravillas que les esperaban.

Sin embargo, cuando abrí el postigo sólo se atrevieron a entrar unos treinta. Pero incluso éstos temían constantemente los gritos y las prohibiciones.

Repartí juguetes entre ellos; puse a los pequeñines en la arena. Al principio se asemejaban a pequeños viejecitos, pero poco a poco nació en ellos la alegría. Vistos de lejos, parecían niños corrientes que estaban jugando. Pero si se acercaba uno a alguna pequeña mamita, que mecía un tronquito de madera envuelto en trapos a modo de pañales, se le oía susurrar:

- ¡Varka: no gimas, no me rompas el alma! ¡Cuando cobre, compraré patatas, las coceré y te pondré un plato lleno, como a una zarina!

Comenzó a llover. Reuní a los chiquillos bajo el cobertizo y les puse a dibujar; había papel, pinceles y lápices para todos.

Cuando cesó la lluvia, recogí los dibujos. Muchos eran indescifrables; en algunos podían verse casas con columnas de humo que llegaban al cielo y monigotes rígidos con las manos estiradas. Pero me llenaron de asombro dos hojas dibujadas por un chiquillo que se llamaba Aliosha Kalénov.

En ellas se repetía una y otra vez el mismo tema: brillantes pinceladas, que en su abigarramiento y extravagancia semejaban pájaros fabulosos, y sobre ellos, de exactitud geométrica, un cuadrado de color azul sucio, igual en todos los dibujos y suspendido en el aire. Todo ello tenía una expresión asombrosa, nada infantil.

Yo sabía que lo dibujado, eran flores. Me lo dijo el propio Aliosha. Mas ¿por qué tenían aquellas flores un aspecto tan raro? Y sobre todo ¿qué significaba el enigmático cuadrado?

No quería preguntárselo al chico: era tan esquivo que mi pregunta podía ahuyentarle. Decidí pedir consejo a Nadiezhda Konstantínovna.

Los dibujos de Aliosha le causaron emoción. Comenzó a hacerme preguntas acerca del chico. Yo no sabía nada de él. Pero tenía un cuaderno de registro de los chicos y hallé su dirección:

- Acércate a su casa -dijo Nadiezhda Konstantínovna- y entérate de cómo vive. Es posible que así hallemos la explicación.

Y de nuevo anduve por las tristes calles del barrio de Víborg. Alrededor todo estaba desnudo, no se divisaba un arbolillo, ni un arbusto. Al fin hallé una desconchada casa de seis pisos, que parecía salida de las páginas de alguna novela de Dostoievski. En ella vivía Aliosha Kalénov. El patio era como un pozo. En el fondo había una escalera con los peldaños agrietados, que descendía a un sótano. Un pasillo largo y oscuro. Al final, una puerta.

Llamé. La puerta se abrió sola. Ante mis ojos apareció una estrecha habitación con una ventana. En la cama, tapados con una manta pieceada, dormían tres niños pequeños. Aliosha Kalénov estaba junto a la. ventana. Me acerqué a él, le saludé y me senté a su lado. Miré a la ventana y vi en la lejana altura el mismo cuadrado de cielo azul sucio que Aliosha había pintado.

Este chico, al que yo echaba unos diez años, tenía ya doce cumplidos. Nunca había salido del barrio de Víborg. Nunca había visto flores, y se las imaginaba como algo indeciblemente hermoso. Creía incluso que las flores cantaban...

A su padre se lo habían llevado de soldado el primer día de la guerra. Pronto llegó un parte notificando su muerte. La madre era lavandera. De la mañana a la noche lavaba para dar de comer a las cuatro criaturas. Aliosha no iba a la escuela y cuidaba de los pequeños.

Cuando le conté todo esto a Nadiezhda Konstantínovna, lo escuchó colocando sus bellas manos temblorosas sobre la mesa y por sus mejillas corrieron en silencio gruesas lágrimas. Al día siguiente me encomendó que por la tarde fuera sin falta al Palacio de Kshesínskaia y llevara los dibujos de Aliosha a Vladímir Ilich.

Era ya muy tarde cuando pude llegar al Palacio de Kshesínskaia. En el edificio y alrededor bullía una enorme muchedumbre. Se acababa de conocer el oprobioso fracaso de la ofensiva emprendida por voluntad de Kerenski, que costó al pueblo muchas vidas de soldados. El Petrogrado obrero hervía de odio al Gobierno Provisional.

Busqué a Vladímir Ilich en la habitación de la esquina del segundo piso. Sus ventanas caían unas al Neva, otras a la Fortaleza de Pedro y Pablo.

Cuando entré, Vladírnir Ilich se hallaba escribiendo sentado a la mesa de despacho, llena de periódicos y libros. Las ventanas estaban abiertas, y a través de ellas llegaba el susurro de la muchedumbre como si fuera el rumor de la resaca.

Sirvió para los dos té de una tetera de esmalte azulado colocada en un rincón. Puso sobre la mesa un platito con azúcar molida y un plato de rebanadas de pan negro. Había poco azúcar. Pusimos una capa de azúcar sobre el pan y tomamos té con "un bocadillo de azúcar", como dijo Vladimir Ilich.

Luego saqué los dibujos de Aliosha. Vladímir Ilich los contempló largo rato.

- Ahí tienes -dijo con enfado, señalando el rosado revestimento de seda de la habitación y el techo de mármol-, para que una amante del zar viviera con este lujo, Aliosha Kalénov carece de infancia.

Tomando una hoja de papel, Vladímir Ilich comenzó a anotar todo lo que había que hacer para mis muchachos de la plazoleta: llevarlos sin falta (subrayó esta palabra con dos rayas), siquiera una vez, fuera de la ciudad; sin falta (de nuevo subrayado dos veces) al Jardín de Verano ("Y que se estrechen los señoritingos"). Conseguir juguetes para ellos. Hablar con Gorki a propósito de los libros de lectura para niños. Enterarse por la gente del distrito de Víborg si es posible plantar flores en el solar de recreo.

A la mañana siguiente, Vladímir Ilich marchó para una semana a Finlandia. Se quedó con los dibujos de Aliosha y su anotación y dijo que de regreso quería ver sin falta al chico.

Pero varios días después se produjeron los acontecimientos del 3 al 5 de julio. Vladímir Ilich volvió apresuradamente a Petrogrado, y luego se vio obligado a ponerse a cubierto del arresto que le amenazaba y de las represalias por parte del Gobierno Provisional. Los papeles que tenía consigo, incluidos los dibujos de Aliosha Kalénov, desaparecieron.

Después de cambiar varios apartamentos, Vladímir Ilich llegó por fin al henar de Nikolái Alexéievich Emeliánov, obrero bolchevique del distrito de Sestroretsk y vivió allí en una cabaña. Nadiezhda Konstantínovna continuó durante aquellos duros meses, como hasta entonces, trabajando en la Duma del distrito de Víborg. Su actitud era la de siempre, tranquila, pero incluso mis ojos inexpertos captaban el enorme esfuerzo que le costaba aquella aparente tranquilidad.

Yo tenía la certidumbre de que Vladimir Ilich no estaba para pensar en nosotras, y que incluso se había olvidado de lo que quería hacer para mis chiquillos de la plazoleta infantil. Grande fue mi asombro cuando, a finales de julio, Nadiezhda Konstantínovna me dijo que el domingo siguiente debía reunir a los chicos y que iríamos todos juntos a Mustamiaki.

- ¿Y el dinero para los billetes?

- No hace falta. Todo estará preparado.

Efectivamente, en la estación de Finlandia nos esperaba un vagón vacío, que habían preparado nuestros camaradas ferroviarios. Lo engancharon al primer tren que salió, y partimos en medio del jaleo.

En Mustarniaki nos recibió Alexandr Mijáilovich Ignátiev, viejo miembro del Partido. Formamos de a cuatro. Uno de los chicos tenía (no casualmente, por supuesto) un trozo de tela roja que enarboló en un palo. Llegamos hasta la casa con toda solemnidad, llevando la roja bandera. Allí nos esperaban unas estupendas papillas de mijo, té azucarado con leche, buñuelos de harina de avena.

¡Todo aquello se había hecho para nosotros gracias a Vladímir Ilich! Hay que pensar en la situación en que se encontraba entonces: solo, en una cabaña abandonada, sabiendo que en cualquier momento podían prenderle y hacerle pedazos, sin cesar de escribir desde la mañana a la noche artículos, libros y folletos, con el pensamiento puesto tan sólo en el destino de Rusia y del movimiento obrero internacional. ¡Y en situación semejante, se preocupaba de proporcionar un día de felicidad a medio centenar de hijos de proletarios!

Todo aquel día feliz lo pasamos bañándonos, cantando y paseando por el bosque. Los niños alborotaban y se revolcaban en la crecida hierba. Las niñas tejían coronas de flores.

Y sólo Aliosha Kalénov erraba como encantado. Se acercaba en silencio a las flores, las contemplaba, y con las puntas de los dedos acariciaba solícito las corolas.

Convinimos con Ignátiev que vendríamos sin falta otra vez. Pero el torbellino de los acontecimientos políticos impidió que lo hiciéramos. La situación en el país se ponía cada vez más tensa. Comenzó una campaña abierta contra el distrito rojo de Víborg. Los periódicos burgueses exhortaban a terminar con aquel "nido bolchevique". Cuando recordaba a los camaradas las necesidades de la plazoleta de recreo se lamentaban, se rascaban la nuca y me miraban con ojos culpables, pero... no podían hacer nada.

Llegó septiembre. Había que trasladar la plazoleta bajo techado, pero carecíamos de local y recursos. Además eran otros los pensamientos que nos embargaban: toda la juventud proletaria, en la medida de sus fuerzas y su destreza, ayudaba al Partido a preparar el asalto de Octubre.

Da vergüenza, naturalmente, reconocerlo; pero en aquellos días me olvidé por completo de Aliosha Kalénov. Cuál sería mi turbación cuando, ya después de la Revolución de Octubre, tropecé en el pasillo del Smolny con Vladimir Ilich, quien al instante me preguntó por Aliosha Kalénov. No pude contestarle nada.

- ¿Cómo es eso? -dijo Vladímir Hich-. ¡Puede decirse que tienes en tus manos el destino de esta familia, y te has olvidado de ella!

- Sí, pero es que... yo...

- Ve a la comandancia del Smolny y di de mi parte a los camaradas que se preocupen de que la familia Kalénov sea trasladada a un buen apartamento.

Unos días después, estuve en el nuevo piso de los Kalénov. Sin dar crédito a su felicidad, María Vasilievna Kalénova iba por el lujoso gabinete del industrial petrolero Gukásov, que había huido al extranjero, y cambiaba cuidadosamente de lugar con sus hinchadas manos de lavandera las finas figurillas de porcelana. Y Aliosha, como si no viera nada alrededor, abstraído, como hechizado, miraba fijo un esbozo del Demon, de Vrúbel, colgado de la pared.

Por fin, a últimos de noviembre, conseguimos que se destinara un edificio a club para la infancia. Eran tres habitaciones del mismo palacete, mirando al cual el gran poeta ruso escribió: "He aquí la entrada principal. En los días solemnes..."

Pero, ahora, los que se acercaban a la entrada principal no eran los delegados campesinos, a los que echara un altivo portero de librea, sino los obreros de Petrogrado y sus hijos. Se trabajaba de lo lindo. Acarreaban leña, fregaban el suelo, colocaban los muebles tal y como nosotros los requeríamos, y en la antigua casa del dignatario zarista se organizó el primer Club infantil obrero "Revolución mundial", de Píter. Los propios niños encendían las estufas, partían la leña, limpiaban el local.

En marzo de 1918 marché a Moscú y el 1 de Mayo regresé a Petrogrado. Estando al pie de la tribuna en la plaza de las Víctimas de la Revolución vi a los chicos de nuestro Club infantil. Llevaban un gran cartel con el dibujo de un obrero en camisa roja. Tendía una mano a un campesino, sostenía en la otra un pesado martillo y destrozaba con él las cadenas del capital, que rodeaban el globo terráqueo. Un letrero decía: "¡Andate con cuidado, burguesía mundial! ¡Estamos en guardia!" Vino corriendo hacia mí Aliosha Kalénov y me dijo rebosante de júbilo que aquel cartel lo había dibujado él.

Cuando llegué a Petrogrado el verano de 1920, supe que el komsomol Alexéi Kalénov se había alistado voluntario en un destacamento para ir al frente y que había muerto valerosamente cerca de Púlkovo, en un combate librado contra las bandas de Yudénich.

 

Solo el…

Un cuestionario es siempre algo enojoso. Pero hay cuestionarios y cuestionarios. Las ordinarias hojas de papel con preguntas y respuestas que tuve en mis manos por primera vez contenían un retazo de historia único.

En cierta ocasión, a principios de agosto de 1917, cuando regresaba del trabajo al atardecer, entré en la alcaldía del distrito de Víborg y Nadiezhda Konstantínovna Krúpskaia me dijo que cerrara por unos días el jardín de recreo infantil y ayudara a los camaradas que integraban el secretariado del Congreso del Partido que iba a abrirse.

Aquellos tiempos eran agitados. Acababan de producirse los tumultuosos acontecimientos del 3 al 5 de julio. La redacción de Pravda y el Palacio de Kshesínskaia, sede de nuestro Partido, habían sido asaltados. El Gobierno Provisional había ordenado la detención del camarada Lenin y hacía todos los esfuerzos para detenerle. Muchos bolcheviques, soldados y marinos revolucionarios habían sido arrojados a la cárcel. A nuestro camarada Vóinov lo había despedazado en plena calle la salvaje chusma contrarrevolucionaria.

Para asegurar la victoria de la revolución, a finales de julio, se reunió el VI Congreso del Partido. Me encargaron de ayudar a los camaradas ocupados en el Congreso.

Dormí mal toda la noche y me desperté temprano, emocionada; sentía latir mi corazón: aquélla era la primera misión seria que el Partido me encomendaba. Y cuando llegué a la casa de la Hermandad de Sampsóniev, donde inició su labor el Congreso, y Yákov Mijáilovich Sverdlov me dijo que trajera un trapo y limpiara las ventanas, yo lo acepté como una importante tarea del Partido.

Mucho antes de la hora señalada, comenzaron a llegar los delegados. Ayudaron a traer sillas y a colocar los bancos. Al fin todo estuvo dispuesto.

El único documento que ha quedado de las labores del Congreso es una pequeña anotación de secretaría: el Partido carecía de dinero para pagar taquígrafas y por otro lado no se podía dar acceso a personas extrañas a aquel Congreso semilegal.

Estas notas de secretaría informan de que el Congreso fue abierto por el más viejo de sus delegados: Mijaíl Stepánovich Olminski. Pronunció el discurso inaugural. Luego fueron leídos saludos de los obreros de Petrogrado. A continuación se eligió la presidencia. Se discutió el orden del día y fue aprobado el reglamento.

Todo sucedió de esta forma. Sin embargo, la concisa anotación no transmite en absoluto la profunda emoción que embargaba a los reunidos allí, en aquella miserable sala con las paredes mal blanqueadas. No relata los encuentros entre los delegados; cómo se miraban fijamente a las caras, sin reconocerse de golpe, en ocasiones, antiguos camaradas de celda carcelaria; como si se tratara de algo habitual recordaban los trágicos acontecimientos vividos conjuntamente: los reveses, las detenciones, los años de prisión en celdas incomunicadas, los motines en la cárcel, las palizas, los trabajos forzados, las huidas; hablaban de la lucha que sostenían ahora en aras de la revolución socialista.

Me encomendaron repartir entre los delegados al Congreso los cuestionarios; luego debía recogerlos y hacer un breve resumen de los mismos.

Aquellas hojas de papel basto constituían un relato acerca de la mejor gente de nuestro Partido, de nuestro pueblo.

Llenaron el cuestionario 171 delegados al Congreso. Habían actuado en el movimiento revolucionario un total de 1.721 años. Les habían arrestado en 541 ocasiones, tres veces a cada uno por término medio. Habían pasado en la cárcel, en el exilio y en trabajos forzados cerca de 500 años. La mitad de ellos poseía instrucción superior o media; la otra mitad había recibido solamente instrucción elemental; algunos definieron su instrucción así: "la obtenida en la cárcel". Tan sólo unos meses antes de este Congreso, muchos de los que me entregaban los cuestionarios gastando bromas estaban en prisión o hacían sonar las cadenas "en el fondo de las minas siberianas".

Ahora, cuando estaban reunidos en su Congreso del partido, la historia daba uno de sus más bruscos virajes. Contra el Partido Bolchevique se alzaron todas las fuerzas del viejo mundo. "Los bolcheviques se han puesto en movimiento", escribía alentada por el odio la prensa burguesa, exhortando al castigo físico de los delegados. Cuando el Congreso llevaba laborando unos cuatro días, en el barrio de Viborg aparecieron unos sujetos sospechosos. Vagaban por las calles, preparando evidentemente una provocación o un ataque, y el Congreso tuvo que trasladar sus sesiones al barrio de Narva. Al contemplar la labor de los delegados, al escuchar las acaloradas discusiones interrumpidas a veces por alegres risas, los informes en que se hacían magistrales análisis de la situación en el país, las intervenciones basadas en hechos y cifras, las mordaces réplicas y las bromas sutiles, nadie hubiera pensado que todos ellos, absorbidos por una causa común, sabían que les amenazaba un peligro mortal, que a cada uno de ellos, posiblemente, le esperaba morir en aras de la revolución; todos lo sabían y continuaban trabajando con aquella tranquilidad y valentía.

Lenin no estuvo en el Congreso; se ocultaba a causa de la amenaza de detención. El informe político del Comité Central corrió a cargo de Stalin, el de organización lo hizo Sverdlov.

En el segundo o en el tercer día del Congreso se abrió la puerta de la habitación de entrada en que me encontraba y apareció Flerovski, el delegado de Kronstadt, acompañado de un marinero que llevaba en las manos un voluminoso paquete de periódicos. La figura delgada y seca de Flerovski traslucía animación y entusiasmo.

- ¡Por aquí, por aquí! -dijo al marinero, indicándole la puerta que conducía a la sala de sesiones.

El marinero, turbado y sonriendo con orgullo, pasó por delante de mí, llevando con cuidado su paquete. Pude observar que no era ni más ni menos que la insidiosa Birzhovka (así solían denominar al periódico Birzhevíe védomosti). Todo aquello era de lo más extraño: ¡el buen ánimo que mostraban el marinero y Flerovski no correspondía a la carga que llevaban!

Mientras tanto, el acompasado rumor que llegaba de la sala de sesiones cesó de repente. Se oyeron voces, gritos y exclarnaciones.

Entré en la sala y vi que los delegados rodeaban a Flerovski, el cual repartía entre ellos unos pequeños libritos. Algunos los habían recibido ya y estaban embebidos en su lectura, cada uno a su manera; Olminski, muy inclinado sobre la mesa y removiendo con la mano los alborotados rizos grises; Artiom, el delegado de Járkov, abría desmesuradamente los ojos con una expresión de felicidad en su hermoso e inteligente rostro; el delegado moscovita Usiévich tomó un lapicero y trazó en una hoja de papel rápidos apuntes; Sverdlov daba vueltas a un cigarrillo sin encender y lo golpeaba maquinalmente sobre la caja de cerillas; Sergó Ordzhonikidze no pudo permanecer sentado en su sitio y leía en pie, exclamando de vez en cuando: "¡Acertado! ¡Justo, Vladímir llich!"

Se trataba del folleto A propósito de las consignas, en el que V. Lenin planteaba al Partido, como tarea inmediata, la conquista del poder estatal por el proletariado, con el apoyo de los campesinos más pobres. Escrito por Vladímir llich en Razliv, junto a una hacina de heno, el folleto lo habían imprimido en Kronstadt y traído al Congreso todavía húmedo, con un intenso olor a tinta tipográfica. Las tesis que Lenin exponía en él determinaron la marcha y la orientación del Congreso.

En el manifiesto dirigido a todos los trabajadores, a los obreros, soldados y campesinos de Rusia, el Congreso les llamaba a agruparse bajo la bandera de nuestro Partido. "Sólo este Partido, nuestro Partido, continúa estando en su puesto -se decía en el manifiesto-. Sólo él no ha abandonado las barricadas obreras en esta hora decisiva para la libertad… ¡Preparaos para nuevas batallas, camaradas de lucha! ¡Con firmeza, valor y serenidad, sin hacer el juego a la provocación, acumulad energías y formad en las columnas de combate!"

Era ya muy tarde cuando regresamos de la barriada de Narva, donde se celebraban las últimas sesiones del Congreso. Alumbraba la luna. Proyectaban su mancha negra en la tierra las sombras inmóviles de las casas. Con las manos metidas en los bolsillos íbamos por el medio de la calle, al compás de las palabras que resonaban en el alma: "Sólo él... Sólo nuestro Partido..."

 

Viento de octubre

En aquellos lejanos y maravillosos tiempos, no lejos del Palacio de Kshesínskaia se alzaba un edificio circular, groseramente claveteado, desconchado, que olía a sudor de caballo, a tabaco y a amoníaco, con viejos anuncios pegados. Era el circo Modern.

¡Oh, circo Modern! ¿Acaso puede olvidarte quien el verano y el otoño del año diecisiete se hallara siquiera una vez en el recinto de tus sucias y desconchadas paredes?

No fue casualidad que alguien (¿Mayakovski?) proclamara entonces: "¡Si quieres a la burguesía resistencia oponer, ven a prisa, camarada, al mitin del Modern!" No fue casual que una canción compuesta en aquellos días dijera: "¡La revolución no vio, quien el Modern no visitó!" Construido por un azar del destino en el centro mismo de la barriada de los ricos, este enorme circo se convirtió, ya en los primeros días de la revolución, en refugio de los elementos más combativos y decididos del proletariado y de la guarnición de Petrogrado.

¡Allí apenas si se podía respirar de tanta aglomeración! Al sentarse, presionaban de ambos lados de manera que no se podía mover un dedo; los pies descansaban sobre alguien y en la cabeza de uno se sentían los pies de otro. No se encendía la luz eléctrica (de ello se cuidó el Gobierno Provisional; pero resultaban inútiles sus intentos de frustrar de ese modo las reuniones en el Modern). Junto a la tribuna del orador arde una antorcha de brea. La llama de un púrpura oscuro vacila bajo la respiración de la muchedumbre; los reflejos del fuego recorren los rostros de la gente, que llena todos los asientos, la pista, los pasillos, los palcos, y casi cuelga de barreras y arañas.

Un orador sucede a otro: son mensajeros del Partido Bolchevique, soldados venidos del frente, marineros, obreros. El circo retumba, suspira, se alegra y se indigna como un solo hombre.

- Camaradas: ¿dejaremos que el Gobierno Provisional anude al cuello de la revolución el dogal que la estrangule? -pregunta un orador.

- ¡No! ¡No le dejaremos! -responde el circo.

- ¿Permitiremos que continúe la maldita matanza?

- ¡No lo permitiremos! ¡Abajo! ¡Que el propio Kerenski alimente a los piojos en las trincheras, nosotros estarnos ya hartos!

- Camaradas: ¿dejaremos la tierra a los terratenientes?

- ¡No la dejaremos! ¡La ocuparemos nosotros!

- ¿A quién debe pertenecer el poder, camaradas?

- ¡A los, Soviets! ¡Todo el poder a los Soviets!

¡Y llegó Octubre, el gran Octubre del año diecisiete! Los acontecimientos se desarrollaban con un ímpetu creciente. Se presentía un próximo desenlace.

Poco antes, esto no se percibía. Pero ahora, a partir de últimos de septiembre y comienzos de octubre, lo advertían todos, los amigos y los enemigos de la revolución.

"¡La revolución se aproxima! -escribía en aquellos días la prensa burguesa y la de los mencheviques y socialrevolucionarios-. ¡El barómetro anuncia tormenta, no es casual que haya aparecido en el horizonte la sombra de Lenin!"

¿La sombra de Lenin? Se equivocan, señores... ¡No! ¡No es una sombra! ¡Es el propio Lenin, pleno de indomeñable energía y de apasionado anhelo de lucha! Menospreciando el peligro que corría su vida, disfrazado de fogonero, llegó a Petrogrado en una locomotora y se alojó en el barrio de Víborg, en el apartamento de Margarita Vasílievna Fofánova, a fin de dirigir personalmente los preparativos de la insurrección.

¡No, no es una sombra! Es Lenin en persona quien interviene en las sesiones del Comité Central del Partido; desenmascara a los rompehuelgas de la revolución; recuerda la doctrina de Marx acerca de la insurrección como un arte; demuestra que la crisis ha madurado, que todo el futuro de la revolución rusa e internacional se juega a una carta; exige del Partido que se ocupe de un modo dinámico y práctico del aspecto técnico de la insurrección, para mantener en sus manos la iniciativa y, en fecha muy próxima, proceder a las acciones decisivas.

Es Lenin quien, desde la profunda ilegalidad, dirige el trabajo del Partido... Es su voz la que toca a rebato desde las páginas de los periódicos bolcheviques y halla ferviente eco en los corazones de los obreros, de los marinos, de los soldados y de los campesinos.

El regreso de Vladímir Ilich a Petrogrado era conocido tan sólo por un reducido círculo de camaradas. Pero nosotros, los miembros de filas del Partido, aún sin conocer su venida, intuíamos su presencia cercana. Con la energía, la rapidez y la precisión cual si se hubiera puesto en marcha una potente turbina, se pusieron en movimiento todos los resortes del mecanismo del Partido. Y cada uno de sus engranajes, cada tornillo ponía en tensión todas las fuerzas, a fin de alcanzar el objetivo señalado por el Partido.

Te levantas por la mañana, te lavas de cualquier manera, bebes rápidamente un vaso de té, y te pones en marcha. Durante el día hay que hacer un montón de cosas: primero ir al barrio de Víborg; desde allí a Furshtádtskaia 19, al secretariado del Comité Central del Partido; desde allí al Smolny, luego al regimiento de Moscú, a ejercitarse en el campo de tiro puesto a disposición del Estado Mayor de la Guardia Roja; de allí a una reunión de la Unión de la Juventud Obrera en sucias salas de té que ostentan el pomposo título de "Jardín de invierno" o el de Valle del silencio; luego, a un mitin en e! Regimiento de ametralladoras o en la fábrica Novi Léssner y a una decena de lugares más.

La labor se realizaba con rapidez. Todas las cuestiones se sometían a apasionada discusión, y allí mismo se tomaba acuerdo acerca de ellas. Si había que hacer alguna cosa, alguien ponía manos a la obra y él mismo encontraba sus colaboradores. Y la mayoría de los asuntos se realizaba conjuntamente: que hacía falta apuntarse en la Guardia Roja, todos se inscribían en ella; que era necesario reunir armas, todos las reunían.

¿Se hacía entonces pronóstico del tiempo? Si se hacía, el correspondiente a octubre del año diecisiete sería: "Nubarrones bajos y continuos con intermitencias de lluvia y nieve húmeda. Viento a ráfagas entre moderado y fuerte. Temperatura durante la noche -5, -7, de día, alrededor de los 0 grados".

Pero si se pregunta el tiempo que hacía aquellos días a cualquiera de los que participaron en la Revolución de Octubre, reflexionará, se encogerá de hombros, se sonreirá al recordar, abrirá los brazos y dirá: "¡Estupendo! ¡Verdaderamente formidable! El aire fresco, vivificador... Copos de nieve lozana... Esa neblina agradable de Petrogrado, mezclada con el humo de las hogueras... Y a todo esto se agregaba el viento. Un viento magnífico, alegre, a ráfagas. Precisamente el viento que debía soplar los días en que de la Tierra se barría la suciedad del viejo mundo".

¿Hacía frío? Naturalmente... Al correr por la calle castañeteaban los dientes. No tenía importancia, pues estábamos acostumbrados. En cambio, a los burgueses se les helaban los huesos. iQue sepan, los canallas, lo que son penalidades!

¡Armas, armamento, más armas!... Ayer conseguimos siete fusiles, tres revólveres, una pistola browning sin cartuchos... Más allá de la puerta de Narva, los muchachos se hicieron con dos ametralladoras... Dicen que los cartuchos se pueden conseguir en Nóvaia Derevnia... Y que entregan vendajes en el barrio de Petrogrado... Por todas partes se adiestra a prisa y corriendo a los guardias rojos y a los enfermeros. El instructor, un soldadillo sin bigotes, explica: "Lo más importante es no tener miedo... Deslízate adelante y tira con fusil". Un estudiante de medicina explica como si fuera un trabalenguas: "Sobre la herida se pone gasa, sobre la gasa el algodón, sobre el algodón la venda..." Al instante todos se ponen a vendarse unos a otros. El cursillo es de dos horas.

Noches oscuras, calles en tinieblas... ¡Cómo ha cambiado Petrogrado en los dos meses últimos! Han desaparecido los lacitos rojos que adornaban la solapa de seda del frac y el sucio capote del soldado. De los rostros se ha borrado la expresión de tierno arrobamiento. En la Nievski no se celebran "mítines de perros". Las barriadas burguesas están hundidas en el silencio. Los palacios de los millonarios y de las embajadas extranjeras parecen haber quedado sin vida: las puertas principales tienen echados grandes cerrojos, en las encristaladas ventanas están corridos los tupidos cortinajes.

Sabemos que esta calma es engañosa. La burguesía no duerme, está en vela, cohesiona sus filas. Teje una red de complots contra la revolución...

"¡La demora equivale a la muerte!" Estas palabras resonaban aquellos días por todo el Petrogrado obrero.

¿Cómo, de dónde habían partido estas palabras?

Fue Vladirnir Ilich quien proclamó, en la Carta a los camaradas bolcheviques que participan en el Congreso Regional de los Soviets de la región del Norte, que había llegado la hora de actuar, que "la demora equivale a la muerte".

La mañana del 24 de octubre me encontraba en el barrio de Víborg.

Al comienzo iba de un lado a otro para asuntos de la Unión de la Juventud Obrera, luego estuve en el comité regional del Partido. Se hallaba repleto de gente, que iba y venía constantemente con fusiles. Me pusieron a copiar disposiciones sobre entrega de armas, mandatos y algunos otros papeles.

Todo hervía alrededor, como en una caldera. El tiempo corría con increíble rapidez. Era ya más de la media noche cuando oí la voz de Zhenia Egórova:

- Lleve con usted a la muchacha. Pasará más inadvertida.

Me volví y vi en medio de la habitación a Nadiezhda Konstantínovna. Iba a algún lugar y me ordenaron ir con ella. Si nos detenían debíamos decir que se había puesto enferma la abuela y que íbamos en busca de un médico.

Cuando salimos, la noche era profundamente oscura. Del otro lado del Neva llegaba el sordo eco de los disparos. Me pareció que habíamos andado mucho tiempo, hasta llegar a una casa alta al final de la gran avenida Sarnpsónievskaia. Nadiezhda Konstantínovna me ordenó que la aguardara. No tardó en volver, muy alterada.

Sólo mucho después supe que allí vivía Margarita Vasílievna Fofánova, donde pasó su última clandestinidad Vladímir Ilich. Aquella tarde había enviado a Margarita Vasílievna con una carta para los miembros del Comité Central del Partido, la famosa carta que empieza con las palabras: "Escribo estas líneas la tarde del 24, la situación es crítica en extremo. Es claro como la luz del día que hoy todo lo que sea aplazar la insurrección significará verdaderamente la muerte".

Vladímir Ilich marchó al Smolny sin esperar el regreso de Fofánova. Y Nadiezhda Konstantínovna sólo ahora se enteró de que Vladímir Ilich no estaba allí, que se había marchado.

Y de nuevo recorrimos aquellas calles oscuras como boca de lobo. Nadiezhda Konstantínovna se contenía, tratando de no dejar traslucir su zozobra. Pero cuando llegamos al comité del distrito, los camaradas comprendieron, por la expresión de su rostro, que había sucedido algo insólito y se acercaron presurosos a ella. Entonces dijo tan sólo: "Al Smolny, vamos rápidamente al Smolny..." Zhenia Egórova la tomó del brazo y salieron rápidamente en un camión.

No había comenzado todavía a amanecer, pero las tinieblas se esfumaban ya. En la oscuridad se iban perfilando lentamente los contornos de las casas. Cuando salimos al Neva, al este resplandecía una aurora gris, se vislumbraban los escalones de granito, las barcazas agobiadas por la carga de leña, el brillo plomizo de las aguas.

A la salida del puente Liteini, por el lado del barrio de Víborg, estaban en sus puestos los guardias rojos del destacamento de la Fábrica de Cartuchos. Con su aguda perspicacia obrera quitaron del mecanismo del puente chavetas y manivelas. Así se evitó que el Gobierno Provisional, que había inutilizado casi todos los puentes con el fin de cortar a los obreros de la periferia el acceso al centro de la ciudad, pudiese hacer lo propio con el puente Liteini.

En aquel extremo del puente se destacaban, al resplandor de una hoguera, las figuras de los soldados de Kerenski. Les rodeaban los obreros. Se discutía airadamente. Los obreros trataban de persuadir a los soldados de que se pasaran al lado del pueblo.

Llegamos al Smolny a eso de las diez de la mañana del 25 de octubre. Las puertas enrejadas estaban abiertas y enfrente hacía guardia un carro blindado. Alrededor del edificio había leña apilada; en caso de lucha armada serviría para protegerse. Abajo, cerca de la columnata, los cañones elevaban sus bocas y, junto a ellos, las ametralladoras. Los largos y resonantes pasillos estaban atestados de guardias rojos, soldados y marinos. Se oía el rechinar de las armas, el golpe de las culatas de los fusiles, voces de mando, exclamaciones. Alrededor todo se movía, hacía ruido, gritaba, exigía, actuaba. El "caos", hubiera dicho un observador ajeno al asunto. No, no era un caos, pues cada partícula, como las moléculas de hierro caídas en el campo magnético de un imán, dirigía sus esfuerzos de acuerdo con la voluntad de victoria de la clase obrera que lo dominaba todo.

La vida parecía haberse convertido en un torbellino. Los acontecimientos fueron sucediéndose. Pero en aquel torrente hubo instantes que quedaron grabados para siempre en la memoria de quienes los vivieron: aquéllos en que en la sala de sesiones del Soviet de Petrogrado apareció Vladímir Ilich Lenin, subió rápidamente a la tribuna y todos saltaron de sus asientos gritando llenos de entusiasmo; y luego, cuando con un ademán de la mano detuvo la tempestad de aplausos, y la gente, con la respiración en suspenso, escuchó a Vladímir Ilich: "Camaradas: la revolución obrera y campesina, cuya necesidad han proclamado siempre los bolcheviques, se ha realizado... "; y cuando Vladímir Ilich concluyó, de nuevo gritaron y entonaron llenos de entusiasmo La Internacional, y Vladímir Ilich cantó al compás de todos. A su lado se hallaba un soldado con la cabeza vendada, y los rostros de ambos y los de cuantos estaban alrededor, aparecían infinitamente dichosos e inspirados.

 

Alli, en el Smolny…

Veintiséis de octubre, después de las seis de la mañana. Cuando salí del Smolny estaba todavía oscuro, apenas si había comenzado a clarear el cielo. Las ventanas del Smolny vertían su luz.

A veces, muy cerca, otras, a lo lejos, se oían disparos desordenados. Hundiéndose en los baches pasaban rápidos los camiones, repletos de guardias rojos armados. Chirriaban las motocicletas; los ciclistas distribuían órdenes urgentes del Comité militar revolucionario.

A pesar de lo intempestivo de la hora, las calles estaban animadas. No se veía un burgués. Iban y venían soldados, marinos, obreros. A las puertas de las panaderías las mujeres hacían cola.

En la calle Tavrícheskaia, cerca de la entrada de una casa suntuosa, se había reunido un pequeño grupo de gente. Me acerqué y vi a un marino picado de viruelas que llevaba una cinta de ametralladora cruzada al pecho. Apoyando el fusil contra la pared, sostenía en brazos a un niño de pecho envuelto en trapos.

Alguna desdichada madre no vio, en aquella gran noche, otra cosa que su pena, su desconsuelo. Abandonó a la criatura en el quicio de una puerta. La patrulla de guardias rojos que pasó por delante la recogió.

La gente gritaba: "A una casa de niños. ", "Al orfanato...", "A la comisaría, allí al volver de la esquina…"

El marino no escuchaba. Meditaba profundamente. Por la cara picada de viruelas le rodaban gruesas gotas de sudor.

El crío empezó a gruñir.

- No te aflijas, pequeñín -dijo el marino-. La vida ahora nos pertenece.

Y, dirigiéndose a la gente, agregó:

- Lo llevaré al Smolny. Allí decidirán... Allí todo lo resolverán.

Tenía razón aquel marino. En aquellas horas, allí, en el Smolny, se decidía todo: el destino de la humanidad y la suerte de este pequeño envoltorio.