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Daniel Guérin

El anarquismo

 

A MANERA DE CONCLUSIÓN

 

La derrota de la Revolución Española privó al anarquismo del único bastión que tenía en el mundo. De aquella dura prueba salió aniquilado y disperso y, en cierta medida, desacreditado. Por otra parte, el juicio de la historia ha sido severo y, en algunos aspectos, injusto. La experiencia de las colectividades –rurales e industriales–, que se llevó a efecto en medio de las circunstancias más trágicamente desfavorables, dejo un saldo muy positivo. Pero se desconocieron los méritos de aquel experimento, que fue subestimado y calumniado. Durante varios años, por fin libre de la indeseable competencia libertaria, el socialismo autoritario quedó, en algunas partes del globo, dueño absoluto del terreno. Por un momento, la victoria militar de la URSS sobre el hitlerismo, en 1945, más los incontestables y hasta grandiosos logros realizados en el campo técnico, parecieron dar la razón al socialismo de Estado.

Pero los mismos excesos de este régimen no tardaron en engendrar su propia negación. Hicieron ver que sería conveniente moderar la paralizante centralización estatal, dar mayor autonomía a las unidades de producción y permitir que los obreros participaran en la dirección de las empresas, medida que los estimularía a trabajar más y mejor. Uno de los países vasallos de Stalin llegó a formar lo que podríamos llamar “anticuerpos”, para usar un término médico. La Yugoslavia de Tito se liberó de un pesado yugo, que hacía de ella una especie de colonia. Procedió a reevaluar dogmas cuyo carácter antieconómico saltaba ya a la vista. Retornó a los maestros del pasado. Descubrió y leyó, con la debida discreción, la obra de Proudhon, en cuyas anticipaciones encontró fuente de inspiración. Exploró, asimismo, las zonas libertarias, muy poco conocidas, del pensamiento de Marx y de Lenin. Entre otras, ahondó en la idea de la extinción gradual del Estado, concepto que seguía figurando en los discursos políticos pero que sólo era ya una mera fórmula ritual, vacía de significado. Espigando en la historia del corto período durante el cual los bolcheviques estuvieron identificados con la democracia proletaria desde abajo, con los soviets, encontró una palabra que los conductores de la Revolución de Octubre habían tenido en los labios pero muy pronto olvidaron: autogestión. Igual interés concentró en los consejos de fábrica en embrión que, por contagio revolucionario, surgieron en aquella misma época en Alemania e Italia y, más recientemente, en Hungría. Entonces, como expresó en Arguments el italiano Roberto Guiducci, los yugoslavos se preguntaron si no “podría aplicarse, adaptada a los tiempos modernos”, “la idea de los consejos que, por razones evidentes, el estalinismo había reprimido ”[19].

Cuando Argelia dejó de ser colonia y logró por fin su independencia, sus nuevos dirigentes pensaron en la conveniencia de institucionalizar las apropiaciones espontáneas, que realizaron campesinos y obreros, de los bienes abandonados por los europeos, y tomaron como guía y modelo el precedente yugoslavo, cuya legislación en la materia copiaron.

Es incuestionable que, si no le cortan las alas, la autogestión es una institución de tendencias democráticas, libertarias incluso. A la manera de las colectividades españolas de 1936-1937, propende a confiar la dirección de la economía a los propios productores. A tal efecto, pone en cada empresa una representación obrera designada por elección en un proceso de tres eta- pas: primero se reúne la asamblea general soberana y de ella surgen el consejo obrero (su órgano deliberante) y, por último, el comité de gestión (su instrumento ejecutivo). La legislación toma ciertas providencias contra el peligro de burocratización, pues prohíbe la reelección indefinida de los representantes obreros, quienes, una vez finalizado su mandato, deben pasar directamente a la producción, etc. Aparte de las asambleas generales, en Yugoslavia también se consulta a los trabajadores por referéndum. Cuando se trata de grandes empresas, las asambleas generales se realizan por secciones.

Tanto en Yugoslavia como en Argelia asignan, por lo menos en teoría o como promesa para el futuro, una importante función a la comuna, en la que, según alardean, se da prioridad a la representación de los trabaj adores de la autogestión. Siempre en teoría, la dirección de los asuntos públicos tendería a descentralizarse, a ejercerse crecientemente en la esfera local.

Pero la práctica se aparta sensiblemente de las intenciones expresadas. En los países de referencia, la autogestión da sus primeros pasos dentro del marco de un Estado dictatorial, militar y policial edificado sobre el armazón de un partido único, cuyo timón está en manos de un poder autoritario y paternalista que escapa de todo control y de toda crítica. Por tanto, existe una incompatibilidad entre los principios autoritarios de la administración política y los principios libertarios de la gestión económica.

Por lo demás, y pese a las precauciones legislativas, dentro de las empresas se observa cierta tendencia a la burocratización. En su mayoría, los trabaj adores no están todavía bastante maduros para participar de modo electivo en la autogestión. Carecen de instrucción y de conocimientos técnicos, no han logrado liberarse lo suficiente de la mentalidad de asalariados y delegan con demasiada ligereza sus poderes en manos de sus representantes. De resultas de ello, una minoría restringida asume la dirección de la empresa, se arroga toda suerte de privilegios, actúa a su gusto y capricho, se perpetúa en las funciones directivas, gobierna sin control, pierde contacto con la realidad, se aísla de la base obrera, a la que a veces trata con orgullo y desdén, todo lo cual desmoraliza a los trabaj adores y los predispone contra la autogestión.

Para terminaç el Estado suele ejercer su control tan indiscreta y despóticamente que no da a los obreros de la autogestión la oportunidad de dirigir verdaderamente las empresas. El Estado pone sus propios directores junto a los órganos de la autogestión, sin preocuparse gran cosa por obtener el consentimiento de éstos, el cual, sin embargo, debe solicitar como requisito previo exigido por la ley. A menudo, dichos funcionarios se entremeten en la gestión de modo abusivo y a veces se comportan con la mentalidad arbitraria de los antiguos patrones. En las gran- des empresas yugoslavas, los directores son designados exclusivamente por el Estado: el mariscal Tito distribuye estos puestos entre los miembros de la vieja guardia.

Además, en lo financiero la autogestión depende estrechamente del Estado, pues vive de los créditos que éste tiene a bien concederle. Sólo puede disponer libremente de una parte limitada de sus beneficios; el resto se destina al tesoro público como cuota obligatoria. El Estado utiliza la renta proveniente de la autogestión, no sólo para desarrollar los sectores atrasados de la economía –cosa muy justa– sino también para mantener la maquinaria gubernamental, una burocracia pletórica, el ejército, la policía y un aparato propagandístico que muchas veces insume cantidades desmesuradas. La remuneración insuficiente de los trabaj adores pone en peligro el impulso de la autogestión y va en contra de sus principios.

Por añadidura, la empresa está sometida a los planes económicos que el poder central ha fijado arbitrariamente y sin consultar a la base, por lo cual su libertad de acción se ve considerablemente restringida. En Argelia, para colmo de males, la autogestión está obligada a dejar totalmente en manos del Estado la comercialización de una importante parte de su producción. Por otra parte, está subordinada a “órganos tutelares” que, aparentando proporcionarle ayuda técnica y contable desinteresada, tienden a sustituirla y a apoderarse de la dirección de los establecimientos autoadministrados.

En general, la burocracia del Estado totalitario ve con malos ojos el deseo de autonomía de la autogestión. Como ya vislumbró Proudhon, la burocracia totalitaria no puede admitir ningún otro poder fuera del suyo; le tiene fobia a la socialización y añora la nacionalización, vale decir, la gestión directa por los funcionarios del Estado. Aspira a pisotear la autogestión, a reducir sus atribuciones, a absorberla, inclusive.

No es menor la prevención del partido único respecto de la autogestión. Tampoco éste podría tolerar rival alguno. Y si lo abraza, es para ahogarlo. Tiene secciones en la mayoría de las empresas. Le es difícil resistir la tentación de inmiscuirse en la gestión, de volver superfluos los órganos elegidos por los trabajadores o reducirlos al papel de dóciles instrumentos, de falsear las elecciones preparando de antemano las listas de candidatos, de hacer ratificar por los consejos obreros decisiones que él ya ha tomado, de manejar y desvirtuar los congresos obreros nacionales.

Ciertas empresas autoadministradas reaccionan contra esa propensión autoritaria y centralista manifestando una tendencia a la autarquía. Se comportan como si estuvieran compuestas de pequeños propietarios asociados. Consideran que actiman en beneficio exclusivo de los trabaj adores del establecimiento y se inclinan a reducir sus efectivos a fin de dividir las ganancias en menos partes. En lugar de especializarse, preferirían producir un poco de todo. Se las ingenian para eludir los planes o reglamentos que toman en consideración el interés de la colectividad en su conjunto. En Yugoslavia, donde se ha mantenido la libre competencia entre las empresas, tanto para estimular la producción como para proteger al consumidor, la tendencia a la autonomía conduce a notables desigualdades en los resultados de la explotación de aquéllas así como a desatinos económicos.

Vemos, pues, que la autogestión sigue un movimiento de péndulo que la hace oscilar continuamente entre dos comportamientos extremos: exceso de autonomía o exceso de centralización, “autoridad o anarquía”, “obrerismo o autoritarismo abusivo”. Éste es el caso particular de Yugoslavia, en donde, a través de los años, se enmendó la centralización con la autonomía, y luego la autonomía con la centralización, cambiante proceso durante el cual el país remodeló continuamente sus instituciones, sin haber logrado aimn el “justo medio”.

Al parecer, sería posible evitar o corregir la mayor parte de las deficiencias de la autogestión si existiera un auténtico movimiento sindical, independiente del poder y del partido imnico, que fuera a la vez obra y organismo coordinador de los trabajadores de la autogestión y estuviera animado por el mismo espíritu que alentó en el anarcosindicalismo español. Ahora bien, tanto en Yugoslavia como en Argelia, el sindicalismo obrero tiene un papel secundario y hace las veces de “engranaje inimtil”, o bien esta subordinado al Estado y al partido imnico. En consecuencia, no cumple, o lo hace muy imperfectamente, la función de conciliar autonomía y centralización, función que debería encomendársele y que cumpliría mucho mejor que los organismos políticos totalitarios. Efectivamente, en la medida en que fuera un movimiento surgido estrictamente de los trabajadores, que lo reconocerían como expresión de su voluntad, el sindicalismo constituiría el instrumento más apto para lograr una armonía entre las fuerzas centrífugas y las centrípetas, para “equilibrar”, como decía Proudhon, las contradicciones de la autogestión.

Pese a todo, el panorama no se presenta tan tenebroso. Sabi- do es que la autogestión debe enfrentar a adversarios poderosos y tenaces que no han renunciado a la esperanza de hacerla fracasar. Pero también es un hecho que, en los países donde se la aplica experimentalmente, ha demostrado tener una dinámica propia. Ha abierto nuevas perspectivas a los obreros y les ha devuelto en cierto grado la alegría de trabajar. Ha comenzado a producir una verdadera revolución en sus mentes, inculcándoles los rudimentos de un socialismo auténtico, caracterizado por la desaparición progresiva del salariado, la desalienación del productor y su conquista de la libre determinación. De tal modo, ha contribuido a aumentar la productividad. Y a pesar de los tanteos y los tumbos inevitables en todo período de noviciado, ha podido inscribir en su activo resultados nada despreciables.

Los pequeños círculos de anarquistas que, desde lejos, siguen los pasos de la autogestión yugoslava y argelina, la miran con una mezcla de simpatía e incredulidad. Sienten que, a través de ella, algunas migajas de su ideal están concretándose en la realidad. Pero esta autogestión casi no se atiene al esquema ideal previsto por el comunismo libertario. Por el contrario, se la ensaya dentro de un marco “autoritario”, que repugna al anarquismo y que, sin duda, la hace frágil: existe siempre el peligro de que el cáncer autoritario la devore. Mas si examináramos esta autogestión desde cerca, sin tomar partido, podríamos descubrir signos bastante alentadores.

En Yugoslavia, la autogestión es un factor de democratización del régimen. Gracias a ella, el Partido efectúa el reclutamiento de sus afiliados sobre bases más sanas, en medios obreros. Hace de animador, antes que de dirigente. Sus jefes se acercan cada vez más a las masas, se interesan por sus problemas y aspiraciones. Como observó recientemente Albert Meister, joven sociólogo que se tomó la molestia de estudiar el fenómeno sobre el terreno, la autogestión posee un “virus democrático” que, a la larga, contagia hasta al partido único. Actúa sobre él como una suerte de “tónico” y establece un vínculo entre sus últimos peldaños y la masa obrera. Se ha producido una evolución tan notable que los teóricos yugoslavos utilizan ya un lenguaje que ningún libertario desaprobaría. Así, uno de ellos, Stane Kavcic, anuncia: “En Yugoslavia, la fuerza de choque del socialismo no estará formada en el futuro por un partido político y un Estado que actúe desde la cima hacia la base, sino por el propio pueblo, pues existirán normas que permitirán a los ciudadanos actuar desde la base hacia la cima”. Y termina proclamando audazmente que la autogestión libera “crecientemente de la rígida disciplina y de la subordinación, propias de todo partido político”.

En Argelia, la autogestión no muestra tendencias tan definidas, pero no podemos abrir juicio porque la experiencia es demasiado reciente y, además, corre el riesgo de ser condenada. No obstante, a título ilustrativo conviene mencionar que, en las postrimerías de 1964, el responsable de la comisión de orientación del FLN, Hocin Zahuan (luego relevado de sus funciones por el golpe de Estado militar y convertido en jefe de un grupo socialista opositor y clandestino), denunció públicamente la propensión de los órganos de fiscalización a ponerse por encima de la autogestión y a “comandarla”: “Entonces, se acabó el socialismo –dijo–. Sólo se ha cambiado la forma de explotar a los trabajadores”. Para concluir, el autor del artículo exigía que los productores fueran “realmente dueños de lo que producen” y dejaran de ser “manejados en beneficio de fines aj enos al socialismo”.

 

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En suma, sean cuales fueren las dificultades con que choca la autogestión y las contradicciones en que se debate, en la práctica parece tener siquiera, desde ya, el mérito de brindar a las masas la oportunidad de aprender el ejercicio de la democracia directa orientada desde abajo hacia arriba, de desarrollar, fomentar y estimular su libre iniciativa, de inculcarles el sentido de sus responsabilidades en lugar de mantener, como sucede en la noria del comunismo de Estado, las costumbres seculares de pasividad y sumisión y el complejo de inferioridad que les ha legado un pasado de opresión. Y aunque este aprendizaje es a veces penoso, aunque sigue un ritmo algo lento, aunque grava a la sociedad con gastos suplementarios y sólo puede realizarse a costa de algunos errores y cierto “desorden”, más de un observador considera que estas dificultades, esta lentitud, estos gastos suplementarios, estos trastornos del crecimiento son menos nocivos que el falso orden, el falso brillo, la falsa “eficiencia” del comunismo de Estado que aniquila al hombre, mata la iniciativa popular, paraliza la producción y, pese a ciertas proezas materiales logradas quién sabe a qué precio, desacredita la propia idea socialista.

Siempre que la naciente tendencia liberalizante no sea anulada por una reincidencia autoritaria, aun la URSS parece dispuesta a reconsiderar sus métodos de gestión económica. Antes de su caída, acaecida el 15 de octubre de 1964, Jrushchov dio muestras de haber comprendido, aunque tardía y tímidamente, que era menester descentralizar la industria. A principios de diciembre de 1964, Pravda publicó un largo artículo intitulado “El Estado de todo el pueblo”, en el que se definían los cambios de estructura que determinan que la forma del Estado llamado “de todo el pueblo” difiera de la que correspende a la “dictadura del proletariado”. Dichos cambios son: creciente democratización, participación de las masas en la dirección de la sociedad a través de la autogestión, revalorización de los soviets y de los sindicatos, etcétera.

Con el titulo de “Un problema capital: la liberalización de la economía”, Michel Tatu publicó en Le Monde del 16 de febrero de 1965 un ensayo en donde muestra al desnudo los mayores males “que afectan a toda la maquinaria burocrática soviética y fundamentalmente a la economía”. El nivel técnico alcanzado por esta última hace cada vez más insoportable el yugo de la burocracia sobre la gestión. Tal como están las cosas, los directores de empresa no pueden tomar decisiones de ninguna clase sin pedir la aprobación de por lo menos una oficina, y a menudo la de media docena de ellas. “Nadie deja de reconocer los notables progresos económicos, técnicos y científicos realizados en treinta años de planificación estalinista. Ahora bien, como consecuencia de este proceso, la economía está hoy ubicada en la categoría de las ya desarrolladas, de manera que las viejas estructuras que sirvieron para llegar a esta etapa resultan ahora totalmente inadecuadas y su insuficiencia se hace sentir cada vez más”. “Por tanto, para vencer la enorme inercia que impera de arriba abajo de la máquina, se impone operaç no ya reformas de detalle, sino un cambio total de espíritu y de métodos, una especie de nueva desestalinización”.

Pero, como bien hizo notar Ernest Mandel en un reciente artículo aparecido en Temps Modernes, hay una condición sine qua non: que la descentralización no se detenga en la etapa en que los directores de empresa hayan logrado su autonomía, sino que siga adelante hasta llegar a una verdadera autogestión obrera.

En un librito aparecido hace muy poco, también Michel Garder pronostica que en la URSS se producirá “inevitablemente” una revolución. Mas, pese a sus tendencias visiblemente antisocialistas, el autor duda, probablemente a disgusto, de que la “agonía” del actual régimen pueda conducir al retorno del capitalismo privado. Muy al contrario, piensa que la futura revolución retomará el lema de 1917: Todo el poder a los soviets. Supone, asimismo, que se apoyará en un sindicalismo vuelto a la vida y nuevamente auténtico. Finalmente, la estricta centralización actual será seguida por una federación menos centralizada: “Por una de esas paradojas que tanto abundan en la historia, un régimen falsamente titulado soviético corre el peligro de desaparecer por obra de los soviets”.

Esta conclusión es similar a la extraída por un observador izquierdista, Georges Gurvitch, quien considera que, si en la URSS llegaran a imponerse las tendencias a la descentralización y hasta a la autogestión obrera, aunque más no fuera incipientemente, ello mostraría “que Proudhon acertó mucho más de lo que pudiera creerse”.

En Cuba, donde el estatista “Che” Guevara tuvo que abandonar la dirección de la industria, se abren quizá nuevas perspectivas. En un libro reciente, el especialista en economía castrista René Dumont señala con pena la “hipercentralización” y la burocratización del régimen. Subraya especialmente los errores “autoritarios” de un departamento ministerial que, empeñado en dirigir él mismo las fábricas, logra exactamente lo contrario: “Por querer crear una organización fuertemente centralizada, terminan prácticamente [...] por dar libertad de acción al no poder dominar lo esencial”. Iguales críticas le merece el monopolio estatal de la distribución de los productos: la paralización resultante habría podido evitarse “si cada unidad de producción hubiese conservado la facultad de abastecerse directamente”. “Cuba reinicia inútilmente el ciclo completo de los errores económicos de los países socialistas”, le confesó a René Dumont un colega polaco que conocía muy bien el proceso. El autor termina exhortando al régimen cubano a instaurar la autonomía de las unidades cooperativas agrícolas. Sin vacilar, afirma que el remedio para todos estos males puede resumirse en una sola palabra: la autogestión, que podría conciliarse perfectamente con la planificación[20].

 

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Gracias a estas experiencias, las ideas libertarias han podido emerger últimamente del cono de sombra en que las relegaron sus detractores. El hombre contemporáneo, que ha servido de cobayo del comunismo estatal en gran parte del globo y, medio aturdido aún, está ya saliendo de este “infierno”, vuelve repentinamente los ojos, con viva curiosidad y casi siempre para su beneficio, hacia las nuevas formas de sociedad regida por autogestión que propusieron en el siglo pasado los pioneros de la anarquía. Es cierto que no acepta estos esquemas en su totalidad, pero de ellos extrae enseñanzas e ideas inspiradoras para tratar de llevar a buen término la misión que toca a esta segunda mitad del siglo: romper, en el plano económico y político, las cadenas de lo que, de modo demasiado indefinido, se ha denominado “estalinismo”, sin por ello renunciar a los principios fundamentales del socialismo, antes bien, descubriendo –o reencontrando– las fórmulas del ansiado socialismo auténtico, es decir, de un socialismo conjugado con la libertad.

En medio de la Revolución de 1848, Proudhon previó sabiamente que sería demasiado pedir a sus artesanos que se encaminaran de buenas a primeras hacia la “anarquía” y, por no ser factible tal programa máximo, esbozó un programa libertario mínimo: debilitamiento progresivo del poder del Estado, desarrollo paralelo de los poderes populares desde abajo, que él llamaba clubes y el hombre del siglo xx denominaría consejos. Al pareceç el propósito más o menos consciente de buena cantidad de socialistas contemporáneos es precisamente encontrar un programa de este género.

 

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El anarquismo tiene, pues, una oportunidad de renovarse, pero no logrará rehabilitarse plenamente si primero no es capaz de desmentir con la doctrina y la acción las falaces interpretaciones que durante demasiado tiempo se han hecho de él. Impaciente por eliminar de España al anarquismo, Joaquín Maurín sugirió hacia 1924 que esta idea sólo podría subsistir en algunos “países atrasados”, entre las masas populares que se “aferran” a ella porque carecen totalmente “de educación socialista” y están “libradas a sus impulsos naturales”. Y concluyó: “Un anarquista que llega a ver claro, que se instruye y aprende, cesa automáticamente de serlo”.

Confundiendo “anarquía” con desorganización, el historiador francés del anarquismo Jean Maitron imaginó, años atrás, que la idea había muerto junto con el siglo XIX, por cuanto la nuestra es una época “de planes, de organización y de disciplina”. Más recientemente, el británico George Woodcook acusó a los anarquistas de ser idealistas que van contra la corriente histórica predominante y se nutren de las visiones de un futuro idílico, a la par que siguen atados a los rasgos más atrayentes de un pasado ya casi muerto. James Joll, otro especialista inglés en materia de anarquismo, se empeña en afirmar que los anarquistas están fuera de época porque sus conceptos se oponen decididamente al desarrollo de la gran industria, la producción y el consumo en masa, y porque sus ideas se basan en la visión romántica y retrógrada de una sociedad idealizada, ya perteneciente al pasado, compuesta de artesanos y campesinos. En suma, porque dichas ideas se fundan en el rechazo total de la realidad del siglo XX y de la organización económica.

A lo largo de las páginas precedentes hemos tratado de demostrar que esta imagen del anarquismo es falsa. El anarquismo constructivo, aquel que tuvo su expresión más acabada en la pluma de Bakunin, se funda en la organización, la autodisciplina, la integración y una centralización no coercitiva sino federalista. Se apoya en la gran industria moderna, en la técnica moderna, en el proletariado moderno, en un internacionalismo de alcances mundiales. Por estas razones es actual y pertenece al siglo XX. Tal vez quepa afirmar que es más bien el comunismo de Estado, y no el anarquismo, el que ya no responde a las necesidades del mundo contemporáneo.

A regañadientes, Joaquín Maurín admitió, en 1924, que en la historia del anarquismo los “síntomas de debilitamiento” eran “seguidos de un impetuoso renacimiento”. Acaso el marxista español sólo haya sido buen profeta por esta última afirmación. El porvenir lo dirá.

 

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19 Véanse notas al pie en pág. 83 y 84 [N. del E.]. (Es decir las notas 6 y 7. [N. del MIA])

20 La muerte del autor en 1988 le evitó la amargura de ver cómo sus prevenciones respecto de la autogestión en Yugoslavia y Argelia no sólo eran fundadas sino que, en el caso de todos los países de la órbita soviética, lejos de avanzar hacia la profundización del socialismo, se produjo la regresión a un capitalismo mafioso y al más trasnochado chauvinismo [N. del E.].

 

 


Primera vez publicado: En1965, en idioma frances.
Versión al castellano: Primera vez publicado en castellano en Argentina en 1975.
Fuente de la presente edicion: Daniel Guerin, El anarquismo.  Ediciones Utopia Libertaria, Buenos Aires - Argentina, s/f.  ISBN: 987-20875-0-4. Disponible en forma digital en: http://www.quijotelibros.com.ar/anarres.htm
Esta edición: marxists.org, 
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