Antonio Labriola

 

FILOSOFIA Y SOCIALISMO

(1899)

 

 

IX

 

Roma, julio 2 de 1897.

Hace usted alusión a los críticos de toda tendencia que piensan, por muy distintas razones, que el cristianismo escapa a la inteligencia materialista de la historia, y por eso estiman que hay en ello una objeción de una dificultad insuperable.

¿Debo internarme en esta selva, que sin ser enmarañada, es, sin embargo, para mí bastante obscura? Bien sabe usted cuan grande es mi horror por los esquematismos de toda especie. Yo no creo — y pensar lo contrario sería pura fatuidad — que jamás se pueda dar una teoría histórica tan buena y excelente que por sí misma nos enseñe de un golpe el conocimiento sumario de las historias particulares cuando no dominamos ya, por estudies personales y directos, todos sus detalles. Ahora bien, hasta ahora yo no he hecho nunca estudios ex profeso sobre la historia de la iglesia cristiana para permitirme hablar de ella libremente; sé muy bien, por otra parte, que muchos de los que la critican hablan de acuerdo a impresiones puramente generales. En mi juventud, como todos los que vivíamos dentro de la filosofía clásica alemana, he leído a Straus y las principales obras de la escuela de Tubingen, y ahora, como tantos otros, podría, con una pequeña variante, repetir la exclamación de Fausto: ich habe, leider, auch Theologie studirt!

Después ... no me he ocupado más de estas cosas. Pero mantengo, sin embargo, fuertemente en mí esta convicción: de que así como la escuela de Tubingen comenzó, en forma definitiva y verdadera, estudiando el cristianismo de la única manera que puede ser calificada de histórica, así también los progresos ulteriores consisten principalmente en correcciones y complementos, que ya fueron aducidos o que ahora se aducen, a los resultados de dicha escuela. La principal de estas correcciones es y debe ser, a mi juicio, la siguiente: mientras' que la escuela de Tubingen se propuso, de manera preponderante pero no exclusiva, estudiar la génesis y el proceso de las creencias y de los dogmas, ha sido y es necesario dedicarse al estudio objetivo de la formación y del desarrollo de la asociación cristiana. Vinculando así las consideraciones que, brevitatis causa, llamaría sociológicas, se da un paso adelante hacía el carácter objetivo de la investigación: de suerte que la inteligencia de cómo y por qué la asociación ha nacido y desarrollado, nos permite ver por qué razones y en qué direcciones las almas, las inteligencias, los deseos, los temores, las esperanzas, las aspiraciones y la imaginación de los asociados han debido acompañar ciertas creencias, buscar ciertos símbolos, llegar a la concepción de ciertos dogmas; cómo han podido, en una palabra, agrupar todo un mundo doctrinal e ideológico. Cuando se ha operado esta inversión se está ya sobre el camino que lleva derecho al materialismo histórico, estando desde entonces muy cerca de este postulado general: que es necesario considerar las ideas como el producto y no como la causa de una estructura social determinada. Si no me engaño — porque, como ya le he dicho, conozco bastante mal estos problemas — , esta corriente realista es también objeto de recientes trabajos en la antigüedad cristiana, cuyos productos principales se deben, me parece, a escritores como Harnack, por ejemplo. Cito incidentalmente, porque he estudiado el libro, las tres célebres lecturas del inglés Hatch, donde se muestra, por un análisis muy claro y muy documentado, que la asociación cristiana, algún tiempo después de sus orígenes, se desenvuelve y consolida adaptándose a las distintas formas de derecho corporativo que estaban en rigor en las diferentes regiones del imperio, a las condiciones especiales del derecho público romano, o a otros usos locales y nacionales y, particularmente, a las instituciones griegas y helénicas. Que nuestros obispos no se enojen por eso. El espíritu santo ha contribuido también a darles una situación superior a la del resto de los fieles, desde que, en las asociaciones originariamente democráticas, han creado una diferenciación jerárquica entre clérigos y laicos (es decir, el pueblo) , aunque su nombre mismo recuerda que la organización fué constituida sobre el modelo exacto de los cuerpos de barqueros, de pescadores, de panaderos, etc., que tenían, también ellos, sus obispos (celadores) et reliqua

Llegado a esto se puede dar un paso adelante. Se puede abandonar la idea abstracta y genérica de una historia única y unitaria de todo el cristianismo y llegar a la historia particular, según los tiempos y lugares, de la asociación cristiana; asociación que ya es sólo una parte de una más extensa sociedad civilizada, a medio civilizar o completamente bárbara, en la cual creció en los tres primeros siglos; que ya parece dominar y absorber todas las relaciones de la sociedad a medio civilizar o completamente semi-bárbaras, como en el Occidente latino de la Edad Media; y que, finalmente, después de la disolución de la unidad católica a consecuencia del protestantismo y una vez reconocida la libertad de conciencia, y más particularmente después de la Gran Revolución, se hace una parte del todo en la comunidad político-social, una parte preponderante, secundaria o ínfima, etc., y así siempre. Es de esta manera que se puede tratar también el problema de las relaciones de la Iglesia y del Estado, que es una cuestión de relatividad histórica y no de elaboración teórica formalista.

Es así que se llega al fin a poseer la norma para investigar y exponer las condiciones materiales que, como ha sucedido para todas las comunidades sociales, engendran, primero, la asociación cristiana y después la conservan, la perpetúan o la llevan a su disolución parcial o local, con las variadas vicisitudes que en seguida se presentan evidentemente sin dificultad en sus causas y en sus razones. Y se comprende que las creencias, los dogmas, los símbolos, las leyendas, las liturgias, etcétera, deben venir en segunda línea, como sucede con todas las otras superestructuras ideológicas.

Continuar escribiendo la historia de la entidad Cristianismo (la designo aquí con una sola palabra con letra mayúscula) es agravar aún el error de método en el que incurren los literatos y los eruditos cuando componen, de manera absolutamente unitaria, como si se tratara de cosas existiendo por sí mismas, la historia de la literatura o de la filosofía. En estas sabias manipulaciones parece que los poetas, oradores y filósofos de diversas épocas, aislados del resto del mundo en el que realmente vivieron, se dan la mano a través o por encima de los siglos para formar una ilustre continuidad, dando la impresión de que no toman la materia y las razones de filosofar o de escribir poesía de las condiciones de la sociedad en que vivieron y del estadio de su evolución, sino que se esforzaron por entrar en la serie independiente que constituye la tabla de las materias cuidadosamente redactadas en la docta compilación. Se comprende lo cómodo que es tener al alcance de la mano, en un manual, el conjunto de las informaciones sobre lo que se llama la literatura francesa, desde la Canción de Rolando, por ejemplo, hasta las novelas de Zola; pero entre todos estos autores no sólo hay una diferencia cronológica y una simple variedad en las facultades poéticas, sino que hay también el cambio de todas las relaciones de la vida social en todos sus principales aspectos y, con relación a estas transformaciones sociales las manifestaciones literarias no son más que índices relativos, sedimentos específicos y casos particulares. Puede ser cómodo, especialmente para esta preparación artificial del saber, que forma una tan gran parte de la actividad de nuestros universitarios, reducir a resúmenes la suma de lo que, en la historia, nosotros llamamos, de una manera genérica, filosofía; pero, ¿cómo poder comprender, según esto, el hecho de que los filósofos hayan llegado a pensar de manera tan discordante y a menudo tan contradictoria? ¿Cómo disponer sobre una línea de proceso continuo, independiente y unitario, la filosofía de la antigüedad, que constituyó hasta Platón casi toda la ciencia (ese mínimo de ciencia que fué la escolástica ahogada por la teología), y más tarde la filosofía del siglo XVII, que es una forma de investigación conceptual paralela a la nueva ciencia contemporánea de observación y experimentación y, en fin, esta neo-crítica que tiende ahora a hacer de la filosofía una simple revisión formal de lo que se sabe de cada una de las ciencias, ya tan diferentes entre sí?

A potiori es absurdo escribir, si no es por necesidad profesional, historias universales del Cristianismo. No hablo de aquellos que piensan con alma de creyentes y estiman que el hilo conductor de las historias unitarias está en la misión providencial de la iglesia misma a través de los siglos. Para los que tienen esa opinión y comprenden, de distinta manera por otra parte, esta historia ideal eterna, que sería como una revelación inmanente o progresiva, nosotros no tenemos nada que decir, nada que sugerir. Se halla fuera de nuestro alcance. Pero, ¿cómo los críticos que escriben historias unitarias del Cristianismo, sabiendo y reconociendo que tienen en sus manos una materia que es parte de condiciones sucesivas variables y más o menos necesarias de la vida humana, no ven que la imagen de continuidad que de ella se forman reposa sobre una muy débil tradición, y que no es más que un esquema muy vago de cosas que apenas se pueden conciliar?

El nacimiento, la extensión, la expansión, la organización y la desaparición (en ciertas partes del mundo, por ejemplo, en Asia Menor y Africa Septentrional) de la asociación cristiana, sus diferentes actitudes con respecto al resto de la actividad práctica, y los múltiples lazos que ha tenido con otros grupos y potencias político-sociales; todas estas cosas, que es historia verdadera y real, no pueden ser comprendidas si no se parte del conjunto de las condiciones de cada país en particular, en donde un pequeño número, un gran número o todos los habitantes o ciudadanos, sean miembros de una modesta secta, pertenezcan a un catolicismo autoritario, sean perseguidos, tolerados, o intolerantes o perseguidores, se decían o se dicen cristianos. Es así solamente que se comienza a poner pie sobre un terreno sólido; es ese el digno objeto de la inteligencia histórica. Y para pasar a la interpretación materialista de la historia no es necesario, entonces, más esfuerzo que el que hace falta para no importa qué rama del conocimiento de la vida del pasado.

En una palabra, la historia real es la de la iglesia, o mejor de las iglesias, es decir, de una sociedad que tiene su oikonomia, en el sentido genérico de la organización como en el sentido específico del modo de adquisición, de producción, de distribución y de conservación de los bienes (¡ay, sí, de la tierra!). Aquellos que entienden por cristianismo, en sentido exclusivo, únicamente el conjunto de creencias y esperanzas sobre el destino humano (creencias que, en realidad, son tan variadas que hay mucha diferencia, para no citar más que una sola, entre el libre arbitrio del catolicismo posterior al concilio de Trento y el determinismo absoluto de Calvino), deben resignarse a comprender y admitir que este conjunto de ideas y tendencias ha nacido y desarrollado siempre en el seno de una asociación que continuamente variaba en distintos sentidos, y que siempre fué más o menos contenido en un medio histórico-social, más vasto y más complejo, para servirnos de la expresión preferida de los neologistas.

Es necesario tener en cuenta otra consideración. En el cuarto de hora de prosa científica en que nos hallamos en este momento, no se puede hacer creer a nadie que la masa de aquellos que estaban agrupados en la asociación cristiana hayan jamás tenido una idea clara de la variación de los dogmas y de las discusiones sutiles de sabios y de doctores. De las plebes de Antioquía, de Alejandría, de Constantinopla, etc., que se agitaban bajo las banderas de Arrio y de Atanasio, nosotros no conocemos de manera precisa ni las pasiones, ni los intereses, ni su manera diaria de vivir, ni sus idiotismos habituales; nosotros no las podemos describir como si se tratara de las masas actuales de Nápoles o de Londres; pero no seremos nunca lo bastante simples para creer que comprendían un ápice de las disputas sobre la substancia, simplemente semejante o completamente idéntica, del hijo y del padre. Nosotros no podremos medir la diferencia real que existió entre los artesanos de Genova y los de la Italia del siglo XVI de acuerdo a la diferencia doctrinal que hay entre Calvino y Belarmino. Es por eso que la historia del Cristianismo sigue siendo en gran parte obscura, porque casi siempre no nos ha sido trasmitida más que a través del velo ideológico de los que fueron el reflejo dogmático-literario del desenvolvimiento de la asociación, de suerte que se sabe relativamente poca cosa de la vida práctica, y lo poco que se sabe se reduce a casi nada a medida que se remonta a los primeros siglos.

Además, la masa de la asociación siempre conservó en su corazón y transportó en las creencias y en las pequefías leyendas gran número de las supersticiones y mitos de los que estaba imbuida antes de su conversión, además de todas aquellas otras supersticiones y mitos que se vio precisado crear para aceptar, en alguna manera, las doctrinas abstractas y metafísicas del cristianismo doctrinal. Es lo que sucede muy visiblemente ya desde la segunda mitad del siglo XII, cuando la asociación había cesado de ser una secta democrática de gentes aguardando el reino de Dios, penetrados todos del espíritu santo, para encaminarse hacia la constitución de un catolicismo organizado, ya desde el punto de vista de la ortodoxia, ya desde el de una coordinación jerárquica semipolítica de una gran masa, no de santos, sino simplemente de hombres. El transporte de todas las supersticiones locales, regionales y étnicas al seno del cristianismo se acrecienta a partir del momento en que la Iglesia, haciéndose ortodoxa, oficial y territorial, no le fué posible, ni a los más celosos, separar, mediante una escrupulosa depuración, los que podían ser persuadidos por una enseñanza pedagógica de los que estaban obligados a creer y a sujetarse a los ritos y a las formas, cualesquiera fuesen. A la caída del Imperio de Occidente las conversiones sumarias y forzosas de los bárbaros de la Germania y de los países eslavos aumentaron el capital de creencias populares que fueron el alimento cotidiano de las masas, obligadas a profesar símbolos y creencias muy superiores o muy extrañas a su estado intelectual, ya que ellas representan una mezcla de muchas semi filosofías. Todas estas poblaciones cristianas vivieron y continuarán viviendo de sus múltiples creencias; y es por esta razón que después ellas transforman realmente los datos más comunes del cristianismo en móviles y, en ocasiones, en nuevas, especiosas mitologías. Por encima de esta vida ingenuamente bárbara se cernía, como una ideología inaccesible a las multitudes y como una utopía doctrinal, las definiciones de los doctores y las decisiones de los concilios.

¿Qué razones y qué causas, qué móviles y qué medios unían, pues, a los miembros de esta comunidad durante el tiempo que se dice que la religión fuera el alma y sostén de toda la vida? Hago abstracción de las vejaciones y violencias para no entrar en un capítulo muy espinoso, al que se refieren de ordinario los adversarios apasionados del cristianismo, capítulo que nos descubre las tiranías más odiosas, las persecuciones más feroces y más inhumanas y la hipocresía más refinada. ¡Tantum regilio potuit suadere malorum! Lo que quiero indicar sobre todo es que la fuerza principal de cohesión estaba principalmente en los medios materiales tan despreciados, cuyo uso, manejo y gobierno han hecho de la asociación una potente organización económica, con sus oficios, su jerarquía, su derecho, sus ciervos, sus esclavos, sus colonos, sus ministros, sus protegidos y sus vasallos. La propiedad eclesiástica representa toda una serie de variaciones, desde el óbolo del semi-comunista hasta la corporación legal, y desde ésta a la colección de los legados, a la constitución de los complejos territoriales del latifundio, y desde el feudo con sus corolarios, las décimas y las finanzas de almas, hasta la tentativa más moderna de industria colonial (los jesuítas), y así a otras cosas aún. Lo que mantiene la cohesión de los humildes fué principalmente, como lo es aún hoy, la limosna, la asistencia a los desgraciados, a los enfermos, a las viudas, a los huérfanos; la administración ordenada y metódica de los campos, el desmonte de las nuevas tierras conquistadas para el cultivo. Son esos los medios que, como ha sucedido para todas las otras personas morales, han hecho de la asociación cristiana una cosa viviente, y que, sobre todo en la Edad Media, ha permitido a un pequeño número de iniciados en la doctrina hacer servir una vasta agrupación económica a sus fines relativamente más elevados, más nobles, más altruistas y más progresivos, como no lo fué en los círculos de las posesiones estrechamente feudales y bajo la influencia de los soberanos ocupados en robar, en hacer saqueos o en vivir como piratas. La burguesía, en sus diversas fases, con más o menos rapidez y en formas más o menos revolucionarias, ha arrasado después esta economía de la propiedad cristiana, y la ha incorporado de diversas maneras a la propiedad de pleno derecho privado, haciéndola desaparecer como un fluido en el sistema capitalista. Ahí donde esta propiedad de economía eclesiástica ha resistido en parte y donde resiste aún los golpes de la burguesía triunfante, es porque ésta cumple todavía ciertas funciones que las otras organizaciones públicas, y el Estado que las representa, no realizan o permiten que la Iglesia las realice en forma de concurrencia.

La historia de esta economía forma la substancia de esta interpretación de las variaciones del cristianismo, que la crítica ulterior tendrá que elaborar. Gregorio el Grande, que parece estar tan convencido que el obispo de Roma está destinado a substituir al desaparecido imperio de Occidente, Gregorio, que todas las personas de espíritu culto conocen por sus visiones, su amor a la música y por el apostolado de su delegado Agustín entre los anglo-sajones, ha redactado como economista las leyes de explotación del latifundio eclesiástico. A algunos siglos de distancia, a través de las adversidades que han sufrido los semi-Estados y las diferentes comunidades semi-políticas que se desarrollaron en el seno del imperio de Occidente, siempre mal afirmado y mal restaurado, la muy vasta propiedad eclesiástica, por todas partes expandida y por todas partes consolidada, permite tentar la política que, de Gregorio VII a Bonifacio VIII, tuvo por objeto hacer del sucesor de Pedro el heredero de Augusto. Esta política fué lo que fué no porque los monjes de Cluny elaboraran la teoría, o porque, como es verdad, Gregorio VII e Inocencio III fueran hombres eminentes, sino porque este vasto imperio económico ofrecía los medios para tentar un gran plan de organización, centra el cual, como se sabe, se han opuesto, de diversa manera, no solamente los otros semi-potentados políticos de la época y ciertas regiones en donde la actividad industrial y comercial era más avanzada (Flandes, Provenza, Italia del Norte) , sino también los distintos fines del cenobitismo exaltado, la libertad civil cristiana y una parte de la plebe y de los nuevos burgueses. Y, en efecto, la humillación infligida a Bonifacio VIII en Anagni no es más que el punto culminante de la política de Felipe el Hermoso, que, como precursor muy lejano del principal revolucionario del siglo XVI, es el primero que atrevidamente pone la mano sobre los bienes del pueblo cristiano.

Deseo terminar aquí esta digresión porque esta historia económica no ha sido aún escrita, y porque no soy yo quién la ha de comenzar con estas notas incidentales.

Me parece, sin embargo, oír que nuestros críticos habituales arguyen ¿pero acabada esta historia económica, todo el resto aparecerá claro de una claridad meridiana? Es la suerte ordinaria de todos los que construyen castillos de naipes para tener después el placer de destruirlos soplándoles. Explicar un proceso consiste, en general, en reducirlo a sus condiciones tan elementales que nos sea posible percibir y seguir (desde el mínimum perceptible) las fases sucesivas, como se desciende de las premisas a las consecuencias.

No se le ocurrirá a nadie afirmar, por ejemplo, que cuando se conozca a fondo la estructura económica de Atenas, desde fines del siglo V hasta comienzos del IV antes de J. C, pretenda comprender inmediatamente y sin más, es decir, sin la ayuda de la crítica de los elementos intelectuales recogidos por la tradición, el contenido ideológico de todos los diálogos de Platón. Lo que requiere previa explicación es, en verdad, la individualidad de Platón, es decir, sus actitudes estéticas y mentales, su pesimismo, su fuite du monde, su idealismo y su utopismo. Todo eso es el producto de las condiciones que, lo mismo que se han desarrollado ideológicamente en Platón, igualmente se han desarrollado en tantos otros contemporáneos, que sin eso no lo hubieran comprendido, admirado y seguido al punto de constituir alrededor de él una secta que vivió durante tantos siglos en tan diferentes formas. Si se trata de separar esta formación ideológica precisamente del medio en el que ha nacido, como primer principío del cristianismo, éste se hace incomprensible, es decir, poco más o menos que absurdo.

A potíori eso es verdad para las disposiciones y para las inclinaciones imaginativas o mentales que ha hecho nacer la necesidad de tantas creencias, de tantos símbolos, de tantos dogmas, de tantas leyendas, en la gran comunidad que fué la asociación cristiana con sus fines múltiples y sus múltiples combinaciones. Y es en verdad mucho más fácil comprender las relaciones que unen en general a todas estas ideaciones en condiciones materiales determinadas de la comunidad, que explicar separadamente todas estas ideaciones en su contenido particular. Esta dificultad de una explicación adecuada se agrava por el hecho de que se trata de una época de terribles catástrofes, de revueltas intestinas, de decadencia de las aptitudes para la ciencia, de tiempos, en suma, en los que falta casi siempre el testimonio imparcial, la crítica, la opinión pública, en donde los espíritus más potentes, separados de la vida, son llevados hacia lo abstruso, las sutilidades y el verbalismo.

Estas son, en efecto, las dificultades para comprender cómo las ideologías nacen del terreno material de la vida, que es lo que da fuerza a los argumentos de los que no admiten que sea posible dar una completa explicación genética del cristianismo. En general es verdad que la fenomenología o la psicología religiosa, cualquiera sea el nombre que se le dé, presenta grandes dificultades y contiene puntos muy obscuros.

La manera por la cual los datos empíricos de la naturaleza y de la vida social se transforman, en épocas determinadas, y estando dadas ciertas disposiciones étnicas, pasando por el crisol de la imaginación, en personas, en dioses, en ángeles, en demonios y, en seguida, en atributos, en emanación, en ornamento de las mismas personificaciones, y, en fin, en entidades abstractas y metafísicas como el logos, la bondad infinita, la justicia suprema, etc., no son cosas que sean fáciles de com.prender plenamente. En el dominio de la producción psíquica derivada y complicada nosotros estamos muy lejos de las condiciones elementalísimas por las cuales, por la observación y por la experiencia, es, por ejemplo, posible seguir el nacimiento y desenvolvimiento de las sensaciones de un extremo al otro, es decir, desde los aparatos periféricos hasta los centros cerebrales, en los que la excitación y las vibraciones se cambian en hechos de conciencia, es decir, en conciencia.

Pero, ¿es que esta dificultad psicológica es particular a las creencias cristianas? ¿No es esta dificultad común a la formación de todas las creencias, de todas las concepciones míticas y religiosas? ¿Las creaciones tan originales del Budismo primitivo o las creaciones más derivadas aún y casi sincréticas del mahometismo, son más claras? Y si nos remontamos más allá de los sistemas de las grandes religiones, a la creación de los mitos primitivos de nuestros primeros padres arios, sus concepciones imaginativas son más claras y evidentes a primera vista? ¿Es, pues, fácil darse cuenta en detalle de todas las transformaciones por las que ha pasado la imaginación de tantas generaciones, a través de tantos siglos, para que la pramantha, esto es, el cayado que produce una chispa por frotamiento sobre otro pedazo de madera, se transforme poco a poco hasta llegar a ser el héroe Prometeo? Y es ese, sin embargo, el mito más conocido de la mitología indo-europea, del que tenemos más referencias sobre sus diferentes fases embriogenéticas, desde los más antiguos himnos vedas en honor del dios Agni (el fuego), hasta la creación ético-religiosa de la tragedia esquiliana.

Es que los productos psíquicos de los hombres de los siglos pasados presentan a nuestro espíritu dificultades especiales. No podemos fácilmente reproducir en nosotros las condiciones necesarias para fundirnos en el estado de espíritu interior que correspondía a esos productos. Es necesario una larga experiencia para adquirir la actitud que es propia del glosólogo, del filósofo, del crítico y de los que estudian la prehistoria, es decir, de los que, por un largo ejercicio y por tentativas a menudo reiteradas, se hacen algo así como una conciencia artificial, en conformidad y en armonía con el objeto a explicar.

Pero el cristianismo (y entiendo por esto la creencia, la doctrina, el mito, el símbolo, la leyenda, y no la simple asociación en su oikonomika), presenta relativamente menos dificultades ya que está más cerca de nosotros. Nos envuelve por todas partes y debemos considerar constantemente sus consecuencias y derivaciones en la literatura y en las diferentes filosofías que nos son familiares. Podemos aún hoy observar cómo las multitudes cambian, groseramente, tanto las supersticiones atávicas como las supersticiones recientes con una aceptación medía o apenas aproxímativa al principio más general que unifica todas las confesiones, esto es: el principio de la caída y de la redención. Podemos ver la asociación cristiana en acción, en lo que hace y en las luchas que sostiene, por lo que estamos en condiciones de representarnos el pasado efectuando combinaciones análogas; cosa que nos es difícil para la interpretación de creencias remotas. Asistimos aún a la creación de nuevos dogmas, de nuevos santos, de nuevos milagros, de nuevos santuarios y, pensando en el pasado, podríamos decir: ¡tal cual como ahora! Quiero decir con esto que disponemos de un capital de observaciones y experiencias psicológicas que nos permiten revivir el pasado con menos esfuerzo que el que nos es necesario cuando debemos contentarnos sólo con el análisis de los documentos de las condiciones primitivas. ¿Desde cuándo se comienza a investigar algo con exactitud sobre el origen del lenguaje, sino desde que se ha comprendido que no se tiene otro terreno de experiencia que el que nos ofrecen los niños cuando aprenden aún hoy a hablar?

El problema del conocimiento de los orígenes del cristianismo es dificultado por otro prejuicio: se cree que se trata de una primera formación y de una creación casi ex nihilo. Estos no ven que los que se hacían cristianos llegaban a él partiendo de otras religiones; por otra parte, el problema del origen se reduce, ante todo, en recordar la manera por la cual los elementos preexistentes han tomado nueva forma en el seno de la asociación y en saber en que consiste el nudo verdadero y propiamente nuevo de la neo-formación. Se trata de tiempos históricos. De estas religiones conocemos principalmente la forma del judaismo posterior, que consistía, para la masa del pueblo, €n un mesianismo exaltado, y para la clase de los sabios, en una casuística muy sutil. Apenas si conocemos los cultos, las supersticiones y las creencias de las diferentes manifestaciones paganas del imperio y las tendencias religiosas de gran parte de los filósofos de esta época, que fueron casi todos decadentes, de la misma manera que apenas si conocemos las inclinaciones de los pueblos de entonces, más que nunca dispuestos a aceptar las nuevas formas de fe, las nuevas promesas y la buena nueva.

Se trata, pues, no de una creación, sino de una transformación — por lo que estamos, entonces, en un terreno que es común a todas las otras historias. Por ejemplo (ya que hablo de una manera sumaria e incidental) : ¿cómo ha surgido Jesús como el Mesías de los Hebreos (forma primitiva ebionita) ; cómo el Mesías de los Hebreos se ha hecho el redentor del pecado para todos los hombres (Pablo), y, en fin, cómo se ha combinado con el logos del neo-platonismo de Filón (cuarto evangelio) ? Es este el esquema del proceso ideológico, pero, por otra parte: ¿cómo la asociación primitiva comunista (comunismo, sea dicho al pasar, de la consumición) de aquellos que aguardaban el próximo fin de este mundo de pecado y la catástrofe universal (el Apocalipsis), ha llegado a ser una asociación (iglesia) — la espera del millenium ha sido transferida para una época indefinida (segunda epístola de Pedro) — , cuya organización aumenta, cuya economía se desarrolla, y se da sucesivamente nuevas atribuciones y nuevos roles? En este proceso que va de la secta a la Iglesia, de la espera ingenua a la formulación doctrinal compleja, es en donde reside todo el problema de los orígenes. El desenvolvimiento de la asociación entrañaba su adaptación a las diferentes formas de los derechos entonces existentes, y la difusión del platonismo decadente vino en ayuda a la necesidad de la doctrina. Por cierto que no podemos poner directamente a nuestro alcance y someter a observación todas estas producciones en una narración cronológica intuitiva. Nosotros no presenciamos la conversación de Felipe, de Mateo, de Pedro, de Santiago y sus sucesores inmediatos, así como escuchamos a Camilo Desmoulins a las 15 horas, el domingo 12 de julio de 1789, en un café del Palais-Royal. No seguimos el nacimiento y la consolidación de los dogmas como si se tratara de la compaginación de los artículos de la Enciclopedia. Estamos considerando una época de impresiones confusas y de revueltas como no se han visto después. Grandes epidemias morales invaden las almas. Las relaciones más elementales de la vida entran en un período de crisis aguda. Por encima de esta civilización del mundo mediterráneo que unificaba el poder político-administrativo del imperio y por sobre lo que había de más útil y más refinado en el Helenismo, existía una vegetación infinita de barbaries locales y de decadencias pútridas. Basta recordar que el cristianismo se ha detenido, de hecho y de nombre, como una cosa en sí, en Antíoco, depositario de todos los vicios, y que Pablo dirige sus sutiles meditaciones a los Galateos, judíos dispersos en un país de verdaderos bárbaros, mostrándonos que son muy poco diferentes de los judíos que más tarde componen el Talmud. El cristianismo se ha extendido entre la plebe, entre los humildes, los rechazados, los esclavos y los desesperados de las grandes ciudades, cuya vida tenebrosa nos es casi desconocida, a pesar de las sátiras de Petronio y Juvenal, los cuentos de Luciano y los relatos macabros de Apuleyo. ¿Qué sabemos de cierto de la condición de los Hebreos de la ciudad de Roma, entre los que en Occidente se expande primero la nueva superstición, según la expresión de Tácito, superstición que, en el curso de los siglos, se ha hecho el más poderoso organismo social que conoce la historia? No nos es posible hacer de estos orígenes un relato intuitivo y nos hallamos forzados a reconstruirlo por conjeturas. Es esta la razón principal de la inagotable literatura a que ha dado nacimiento, especialmente gracias a los sabios alemanes, que aun cuando no son de ninguna manera creyentes, tienen el hábito de llamar teología a esta literatura crítica y erudita.

La obscuridad relativa de sus orígenes ha hecho nacer en nuestro espíritu la extraña creencia de un cristianismo verdadero, esencialmente diferente de lo que se llamará después cristiano. Este cristianismo verdadero, originario, que es, por otra parte, tan obscuro que cada uno puede comprenderlo a su manera, ofrece a menudo la oportunidad de polémicas a los racionalistas quienes, después de haber cubierto en principio de invectivas esta Iglesia, que conocemos por la historia y por nuestra experiencia, llaman, en ayuda para sus argumentos retóricos, a la Iglesia ideal, que habría sido la primera comunión de los santos. Es este un mito histórico, como fué la Esparta de los retóricos de Atenas, como fué la antigua Roma de los Gibelinos decadentes del siglo XIV, como son todas las creaciones fantasmagóricas de un pasado paradisíaco, o de un porvenir aún lejano. Este mito histórico ha revestido formas diversas. Los sectarios que se rebelaron contra el catolicismo, en sus comienzos o ya largo tiempo triunfante, estos sectarios, desde los Montanistas a los Anabaptistas, que, con espíritu de verdadera igualdad democrática, en circunstancias históricas determinadas, se han rebelado contra la Iglesia terrestre y ortodoxamente jerárquica, tuvieron necesidad de construirse un cristianismo verdadero, esto es, la simple vida protoevangélíca, mientras llamaban decadencia, aberración, obra de Satán a todo lo que había sucedido después. Es a este cristianismo verdadero, muy verdadero, al que recurrieron a menudo los ingenuos comunistas cuando tuvieron necesidad, a falta de otra idea exacta sobre la manera de ser de este injusto mundo de miserables desigualdades, de forjar una imagen de sus propias aspiraciones, encontrando, como en tantos otros recuerdos verdaderos o falsos, su motivo y su colorido en la poesía evangélica. Es lo que ha sucedido hasta Weitling, quien ha escrito también un: Evangelio del pobre pecador. ¿Y por qué no podría recordar a los Saint-simonianos, quienes, imaginándose un cristianismo más verdadero, aún para el porvenir, han proyectado en él todas las aspiraciones de su imaginación sobrexcitada?

Por todas estas razones y por otras aún permanece como suspendida en el vacío, en muchos espíritus, la imagen caprichosa de un cristianismo ultraperfecto, que sería diferente — y para algunos completamente diferente — de todo lo que la historia corriente conoce y atribuye al cristianismo: desde la lapidación de San Esteban a la Santa Inquisición, que envía al otro mundo a tantos miles de infieles; desde el pecador de los pies desnudos, Pedro, que por sus tímidas denegaciones hace el papel del astuto Sancho Panza, hasta el Papa Pío IX, que halla en la infalibilidad una compensación al poder temporal que estaba por perder; desde los ágapes ebionitas, es decir, desde los pobres visitados por el Paracleto, a los Jesuítas que arman flotas y realizan empresas comerciales, precursores audaces de la política colonial de la época burguesa; desde el Rabí de Nazaret, que ha dicho que su reino no era de este mundo, hasta los obispos y otros prelados que han ocupado en su nombre, durante siglos, como propietarios y soberanos, la tercera o cuarta parte de las tierras, según los países, comprendiendo en algunos el jus primae noctis. Se comprende fácilmente que el que cree, sea por una razón o por otra, o aun por simple hipocresía literaria, en este cristianismo muy verdadero, encuentra dificultades para explicar cómo ha nacido el cristianismo menos verdadero, o absolutamente falso, que todos nosotros conocemos. Y se comprende también cómo esta verdad muy verdadera se hace un milagro, si no de la revelación, al menos de la ideología humana, y nosotros, por nuestra parte, no estamos obligados a dar la explicación de este milagro, ni en nombre del materialismo, ni en nombre de no importa qué otra doctrina científica, por la misma razón que la mecánica racional no se impone el deber de explicar el vuelo de Icaro o el del hipogrifo de Ariosto.

Es necesario, sin embargo, no olvidar que el cristianismo verdadero, que a menudo se opone idealmente al cristianismo positivo y realmente humano que se ha desarrollado en las condiciones accesibles a nuestra inteligencia ordinaria, ha ejercido, él también, su función histórica, y nos sirve ahora como de llave para penetrar más en el estado de alma y en las relaciones sociales de los primeros cristianos. Este cristianismo verdadero ha servido de símbolo a las diversas rebeliones de los proletarios, de la plebe, del vulgo, de los oprimidos, de los siervos, de los esclavos y de los explotados hasta el siglo XVI.

He tenido ocasión, como he dicho ya en otra carta, de ocuparme este año de manera circunstancial, en mi curso de la Universidad, precisamente de Fra Dolcino, que marca el punto culminante del movimiento de la secta de los Apostólicos, y cuyo fracaso señala el momento de su decadencia. Después de exponer las condiciones generales del desenvolvimiento económico y político de la Italia Septentrional y de la Italia Media y las condiciones más particulares del medio (esto es, de las clases sociales) en el que la secta de los Apostólicos nació y creció, me fué necesario en cierto momento explicar la doctrina por la que y con la que Dolcino supo mantener entre todos sus discípulos la tenacidad y el coraje necesario para combatir hasta el fin, como héroes, mártires y precursores de un nuevo orden de cosas en la vida de la humanidad. Esta doctrina es, también ella, uno de los tan numerosos retornos apocalípticos al cristianismo puramente evangélico, es decir, que es la negación de todo lo que la jerarquía ha establecido y hecho desde el papa Silvestre (el papa de la leyenda, al menos), negación reforzada por el ardor apostólico que el sentimiento de la lucha transforma en deber de luchar. Es natural que la primera explicación de estas ideas, como dirían los literatos, debe ser buscada entre los movimientos análogos de las rebeliones antijerárquicas de la época. Por una parte, es necesario remontarse hasta los Albigenses y por otra, a los movimientos, tan confusos y diferentes, de la plebe, que se designan con el nombre común de pataria; y es necesario tenar presente toda esta agitación mística y ascética, que en muchas oportunidades trató de sacudir la dominación papal, desde el comunismo ideológico de Joaquín de Fiore hasta las activas resistencias de los Fraticelli.

Deteniéndose un poco en esta investigación no es difícil encontrar, detrás de los velos místicos del ascetismo y de la exaltación por el cristianismo verdadero, las condiciones materiales y los móviles materiales que han hecho agruparse en derredor de algunos símbolos de rebelión a las clases más bajas entre los monjes, los campesinos de los países en los cuales el feudalismo es aún fuerte, los campesinos de otras tierras que, libres de los lazos feudales, fueron violentamente proletarizados por la formación rápida de las comunas libres, la plebe de las mismas comunas, tan despiadadamente corporativas, y, en fin, como siempre, los idealistas, que hacen suya la causa de los desgraciados: todos elementos de una revolución social. De esta explicación inmediata se llega a otra más general, a una explicación típica. El movimiento de Dolcino es uno de los eslabones de la gran cadena de alzamientos de la plebe cristiana que, con éxitos y complicaciones diversas, se han levantado contra la jerarquía, y que en los momentos más culminantes fueron llevados a esta consecuencia inevitable: la espera del comunismo. El ejemplo clásico, la forma célebre por consecuencia de las circunstancias de la época y por la extensión y duración del movimiento, es, ciertamente, el levantamiento de los Anabaptistas; pero el alzamiento de Dolcino tiene también su importancia, especialmente a causa de las condiciones económicas casi modernas en las que se hallaba el valle del Pó en los comienzos del siglo XIV.

Luego, el instinto de afinidad induce a los representantes y a los condottieri de la plebe inquieta a volverse hacia el recuerdo confuso o hacia la reproducción fantástica, nada segura, del cristianismo primitivo, que se componía completamente del vulgo, de afligidos y de desgraciados que aguardaban la redención de las miserias de este mundo criminal. El cristianismo verdadero, hacia el cual, por la simpatía que nace de la similitud de las condiciones, estos rebeldes exaltados se volvían con una fe e imaginación tan ardientes, ha sido una realidad, no en el sentido de un estado ideal y típico, del que la debilidad humana se ha desviado por aberración o por malicia, sino como un hecho pobremente empírico. El cristianismo primitivo, mutatis mutandis, ha estado, en su tipo, en su conjunto, en su fisonomía y en sus causas, mucho más cerca de lo que querían establecer Montano, Dolcino y Tomás Münzer en tiempos que no eran propicios para ello, que todos los dogmas, las liturgias, los grados jerárquicos, soberanías y dominios, luchas políticas, supremacías, inquisiciones y otras miserias parecidas, de las cuales está hecha la historia humanamente terrestre de la Iglesia. En las tentativas de estos rebeldes se ve, como si hubieran querido poner bajo nuestros ojos una experiencia del pasado, lo que ha debido ser, poco más o menos, la forma primitiva del cristianismo en tanto que secta de verdaderos santos, es decir, de gentes absolutamente iguales, sin distinción entre clérigos y laicos, todos de un mismo tipo, todos igualmente visitados por el espíritu divino, tanto descamisados como devotos.

El problema más grave y más difícil de la historia del cristianismo consiste en com.prender cómo, de esta secta de individuos absolutamente iguales, ha nacido, en menos de dos siglos, una asociación con una diferenciación jerárquica tal, que tiene, por una parte, el pueblo de los creyentes, y por otra, aquellos que están investidos de un poder sagrado. Esta diferenciación jerárquica es completada por el dogma, esto es, por una concepción rígida que suprime en los fieles la espontaneidad de la creencia, así como otras vocaciones personales. La jerarquía quiere decir sacerdocio, administración de las cosas y gobierno de las personas. De ahí nace la posibilidad de una política, y es a la conquista de esta política que tiende la historia de la Iglesia en el siglo III. La unión del Imperio y de la Iglesia en el siglo IV no es otra cosa que el resultado de la penetración recíproca de dos políticas, que hace que la religión y el gobierno de los negocios terminen por confundirse. En este pasaje de la asociación libre a la organización semi-estática, que ha permitido a la Iglesia ejercer después una acción política de acuerdo con el Estado, o contra el Estado, o haciéndose ella misma Estado, se manifiesta un hecho común a todas las asociaciones: desde que hay cosas que administrar y funciones que cumplir, se constituye necesariamente un gobierno. La Iglesia reproduce en sí misma los contrastes propios de todo estado, es decir, las oposiciones de ricos y pobres, de protectores y protegidos, de patrones y clientes, de propietarios y explotados, de príncipes y subditos, de soberanos y vasallos. Ha tenido, por lo tanto, en su propio seno luchas de clase propias, por ejemplo, del patriciado jerárquico y de la plebe cenobítica, del alto y del bajo clero, del catolicismo y de la secta. Las sectas han sido en gran parte inspiradas, hasta el siglo XVI, por la idea del retorno al cristianismo primitivo, y es por eso que han matizado a menudo sus aspiraciones, nacidas de las condiciones del momento presente, de una inspiración ideológica que es casi utópica. La Iglesia que ha triunfado es, por el contrario, aquella que siguiendo formas de acción que son propias del estado laico, ha llegado a ser, no una sociedad de iguales en el espíritu santo, sino una asociación jerárquica de desiguales, ejerciendo derechos formales, disponiendo de los medios de imponer y de ordenar, gozando de completa soberanía o de una parte de la soberanía concedida por otros soberanos, y del gobierno de las almas, que como cualquier otro gobierno espiritual, se consolida sobre todo gracias a la dominación sobre las cosas sin las cuales las almas no pueden existir. Estos atributos humanos que, dada la desigualdad económica de los hombres, une la asociación religiosa a todas las otras formas de gobierno de las cosas de este mundo, muestra, por una parte, que la asociación de los santos no ha podido nunca tener más que una forma de existencia utópica, y, por otra, nos explica la tendencia constante a la intolerancia y al catolicismo en sus variadas formas, en tanto que la asociación ha hecho de esta tierra su reino, dando así un desmentido al ingenuo mártir de Nazaret, relegado melancólicamente a los altares.

Para atenerme al ejemplo que me es más familiar por mis recientes estudios, recuerdo que el papado superimperial se ha difundido con Bonifacio VIII, según la profecía de Dolcino, que le sobrevivió tres años, pero no ha desaparecido para dar lugar al Apocalipsis. El papado se vio infligir la humillación de un exilio en Aviñón, pero no para establecer el nuevo imperio de los Césares, según la utopía de Alighieri. Se ven ya aparecer los principios de la era moderna, es decir, los signos precursores del reinado de la burguesía. Felipe el Hermoso, que desde lejos se acerca al principado civil, en el que dos siglos más tarde la burguesía recorre la primera etapa de su dominación política sobre la sociedad, enviaba al último suplicio a los Templarios, como mostrando que la época de las cruzadas termina por obra de los mismos cristianos. Y para que lo inaudito se encuentre en la anécdota, que siempre denuncia y desenmascara los momentos estridentes de la ironía de la historia, el comisario del sire de Francia que prepara la humillación de Anagni no fué un capitán de bando feudal, sino un legista que obtiene el dinero necesario para este trabajo con una letra de cambio girada contra un banquero de Florencia.

Fueron los legistas y los príncipes usurpadores de los derechos históricos y los banqueros que acumulaban dinero, que se transforma más tarde en capital, quienes dieron comienzo a la sociedad moderna, cuya estructura prosaica muestra tan claramente sus fines y sus medios. Así como sobre las ruinas de la sociedad corporativa y feudal, también sobre las ruinas del patrimonio eclesiástico se ha afirmado esta cruel burguesía que, lanzando un desafío a las potencias misteriosas, ha inaugurado la era del pensamiento libre y de la libre investigación. Y aguarda que se la destrone: pero esto no será ciertamente ni por el cristianismo verdadero, ni por el cristianismo muy verdadero.

Los hombres del porvenir, de los que nos ocupamos a menudo en demasía, ¿producirán o no también religión?  En cuanto a mí lo ignoro, y les dejo la preocupación de sus vidas, que será, así lo espero al menos, difícil también, para que no se vuelvan imbéciles en la beatitud paradisíaca. Lo que veo claramente es esto: que el cristianismo, que es, en substancia, la religión de los pueblos más civilizados hasta nosotros, no dejará lugar después de él a ninguna otra nueva religión. En el porvenir, aquellos que no sean cristianos, serán irreligiosos. Además, por otra parte, hago notar que los socialistas han hecho muy bien escribiendo en sus programas que la religión es cosa privada. Espero que nadie interpretará estas palabras como una teoría, sobre la que se podrá bordar una filosofía de la religión. Esta fórmula, simplemente práctica, quiere decir: que actualmente los socialistas tienen muchas cosas que hacer, más útiles y más serias que confundirse con los Hebertistas, los Blanquistas y los Bakuninistas, etc., que proclamaban la abolición de lo divino, y que decapitaban a Dios en efigie. Los materialistas de la historia piensan, sin embargo, en cuanto a ellos y fuera de toda apreciación subjetiva, que muy probablemente los hombres del porvenir renunciarán a toda explicación trascendente de los problemas prácticos de la vida de todos los días, ya que: ¡Primus in orbe deos fecit timor!  La fórmula es vieja, pero su valor es eterno.

 

 

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