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Kórnei Chukovski

 

El Comisario del Pueblo de Instrucción Pública

 


Escrito: Por Kórnei Chukovski.
Digitalización: Por Koba, http://bolchetvo.blogspot.com.
Fuente: De la tempestad surgieron. Moscú, Editorial Progreso, 1973.
Esta edición: Marxists.org, Nov. 2009.


I

En la puerta colgaba un papel sujeto de cualquier manera con una sola chinche. Decía así:

 

El Comisario del Pueblo de Instrucción Pública
A. V. Lunacharski
recibe únicamente los sábados
de 2 a 6

 

Se veía en seguida que no era aquel un papel riguroso. Colgaba oblicuamente, sin la menor pretensión de empaque oficial, y nadie le hacía caso: cada cual transponía aquella puerta cuando se le antojaba.

Anatoli Vasílievich -todo Petrogrado llamaba así a Lunacharski- vivía entonces en Maniezhni Pereúlok, cerca del puente Liteini, en un pequeño y modesto apartamiento asediado día y noche por decenas de personas que ansiaban recibir sus consejos y su ayuda.

Maestros, obreros, inventores, bibliotecarios, artistas de circo, futuristas, pintores de todas las tendencias y géneros (desde los realistas hasta los cubistas), filósofos, bailarinas, hipnotizadores, cantantes, poetas de Proletkult y poetas corrientes y actores de los teatros ex imperiales se dirigían en interminable procesión por la sucia escalera al apartamiento de Anatoli Vasílievich, sito en el primer piso, y entraban en un angosto recibimiento que, en fin de cuentas, pasó a llamarse la "antesala".

Esto que cuento fue en el año 18. Pronto el papel que colgaba en la puerta fue sustituido por otro extraordinariamente impresionante, que rezaba:

 

El Comisario del Pueblo de Instrucción Pública
A. V. Lunacharski
recibe en el Palacio de Invierno
(tal y tal día)
y en el Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública
(tal y tal día)
Aquí no recibe.

Aquello no imponía a nadie, y a las nueve de la mañana la "antesala" estaba ya abarrotada de gente que se sentaba en un flaco diván, en los poyos de las ventanas y en banquetas sacadas de la cocina. Entre toda aquella multitud de visitantes recuerdo particularmente bien a:

Vsiévolod Meyerjold, de aspecto todavía juvenil, sin afeitar, nervioso, veloz, como si hubiese escapado del torbellino de un trabajo de locura;

Vladímir Béjteriev, famoso siquiatra, soñoliento, barbudo, obeso, con tosca cara de campesino;

el fotógrafo Napelbaum, locuaz, sociable, vestido con una holgada blusa de terciopelo;

Mijaíl Nikoláievich, el hijo de Chernishevski, callado, bajo, acariciaba con su mano de gruesos dedos los voluminosos tomos carmesí de las obras de su gran padre, de las que se disponía a hablar con el Comisario del Pueblo;

el académico Oldenburg, de menguada talla, de aspecto poco serio, bullicioso como un chicuelo, vestido con una democrática cazadora que le quedaba corta;

el viejo novelista Ieronim Ieronímovich Yasinski, pintoresco, cano, guapo e imponente, con suntuosas cejas y ojos pequeños, diminutos y mantecosos;

el pintor Yuri Annénkov (todos lo llamábamos Yúrochka), omnipresente" desenvuelto y talentoso;

Alexandr Kúguel, conocedor y fanático del teatro, ex rey de los críticos, ingenioso, descuidado, de cabellera rizada, con una sonrisa maligna en sus ojos dolidos y cansados.

Todos iban a ver a Anatoli Vasílievich para pedirle consejo y ayuda. El estaba solo en su pequeña habitación y recibía a cada visitante con un interés tan vivo, tan extraordinario, como si desde hiciera mucho tiempo no pensara más que en trabar conocimiento con aquel hombre y conversar o, en caso necesario, discutir con él.

Conmigo la emprendió apenas hube despegado los labios.

- Sí -dijo-, está usted muy equivocado. Todo el tiempo elogia a su Whitman diciendo que es el poeta de la democracia . Pero ¿qué es la democracia? ¡Espíritu pequeñoburgués! ¡Una falaz pantalla para engañar a los trabajadores! ¡La república de los pequeños propietarios! Sí, Whitman...

Se levantó con juvenil agilidad y se puso a ir y venir por la habitación, exponiendo sus pensamientos acerca del "cantor de la democracia" norteamericano. Sus razonamientos, rápidos, seguros, fluían sin titubeos ni pausas. Los improvisaba con brillantez artística, con gran ligereza y naturalidad, y pronto empezó a decir palabras como "irradiación del espíritu", "arquitectura del Universo", "fusión de las voluntades". Pero este énfasis le quedaba bien a Anatoli Vasílievich, armonizaba con su voz cantarina y con su traza poética y elegante. Sin tener que forzar para nada la memoria, me recitó poesías no sólo de Walter Whitman, sino también de Verhaeren, Tiútchev y Julio Romains. Hay que decir que sabía infinidad de poesías en tres o cuatro idiomas y le gustaba recitarlas, con estilo también un poco teatral.

Su voz cobraba volumen. Parecía que estaba en una tribuna, pronunciando un discurso ante una densa muchedumbre, y a mí me resultaba un poco violento que todo aquel fuego se derrochara para mí solo.

Sin embargo, yo no podía aceptar por entero su interpretación de la poesía de Walter Whitman. Se lo hice saber así, muy turbado. Recuerdo que me gustó mucho la tolerancia, el respeto y la sencillez con que escuchó mis objeciones. Por cierto las hacía yo torpe y atropelladamente, pero él, con gran benevolencia, calaba en mi pensamiento y hasta me ayudaba a formularlo con la mayor precisión posible, para, inmediatamente, rebelarse contra él.

De pronto se acordó de que ya era tarde y la "antesala" estaba llena de gente. Abrió la puerta e invitó a pasar a Meyerjold, con quien, a veces, discutía horas y más horas, muy a menudo hasta las tantas de la noche, tomándose algunos descansos.

Resolvimos que volviera yo al cabo de unos días para terminar la discusión. Su final fue que pedí a Anatoli Vasílievich que escribiese un pequeño artículo para la nueva edición de mi libro acerca de Whitman. Anatoli Vasílievich accedió gustosamente, sin poner peros ministeriales y sin objetar a que al lado, en las páginas siguientes, se interpretara la obra del poeta norteamericano de modo distinto a como lo hacía él.

- El artículo estará listo pasado mañana -consultó su reloj-. Pasado mañana... a eso de las cuatro.

Yo sabía que Lunacharski trabajaba casi veinte horas diarias, olvidándose con frecuencia de comer y sin dormir lo bastante durante semanas enteras. Reuniones, horas de recibo, conferencias, participación en mítines (no sólo en Leningrado, sino también en Cronstadt, en Siestrorietsk y en otros lugares) se tragaban todo su tiempo. Por eso, al llegar a su casa a la hora fijada, estaba yo seguro de que no habría aún escrito el artículo. Pero tras la puerta de su cuarto se oía el tableteo de una máquina de escribir, y por las conocidas palabras que llegaron a mi oído ("irradiación del espíritu", "arquitectura universal", "nota original en la sinfonía única"), comprendí que Anatoli Vasílievich estaba dictando el artículo. Dictaba de corrida, con una rapidez que despertó en mí envidia profesional.

Hubiera terminado el artículo inmediatamente, pero a cada instante entraba alguien en la habitación.

Escuchaba atentamente a cada uno, y si en las palabras del visitante captaba algo que pudiese encerrar interés, la mecanógrafa tenía que sacar de la máquina el artículo a medio escribir y teclear al dictado disposiciones administrativas, órdenes y peticiones que él firmaba al instante, sin titubear lo más mínimo. En cuanto los visitantes se marchaban, la mecanógrafa de nuevo colocaba en la máquina la página del artículo, y Anatoli Vasílievich continuaba dictando, a partir de la palabra en que se había interrumpido, al mismo ritmo y con la misma entonación.

La mecanógrafa se quejaba de que, en los últimos tiempos, Anatoli Vasílievich tenía que escribir para la prensa siempre así: con intermitencias en las que los grandes temas teóricos, ideológicos, eran desplazados por pequeños asuntos. .

No obstante, se veía que aquello no pesaba lo más mínimo a Lunacharski. Su trabajo entonces (en 1918, en Petrogrado) se distinguía precisamente por que, al lado de vastos problemas estatales y hasta de importancia mundial, tenía que resolver multitud de pequeñas cuestiones, como era conseguir arándano helado para un albergue de ancianas actrices o peales para una casa de niños sita a orillas del Ojta.

La vida hambrienta y fría del país arruinado por la guerra exigía imperiosamente de Anatoli Vasílievich aquella compaginación constante de lo pequeño y lo grande, y, como en todos sus desvelos y preocupaciones, incluso en los microscópicos, veía siempre un grandioso fin -fortalecer las conquistas de Octubre y contribuir de uno u otro modo al nacimiento y al desarrollo de una cultura nueva y sin precedente, de la cultura soviética-, entregaba gustosamente sus energías a todas las pequeñeces de la vida diaria, estimando también eso dedicación a tan noble tarea.

Conservo algunas esquelas que me escribió Anatoli Vasílievich en aquella época. Todas ellas tratan precisamente de "pequeños asuntos", que, pese a su pequeñez, debían contribuir (y contribuyeron) a la monumental edificación de la cultura soviética.

He aquí una de ellas, extraordinariamente típica. A la izquierda había escritas a máquina, en columna, las imponentes palabras:

República Federativa Soviética de Rusia
Comisariado del Pueblo de Bienes de la República
Sección de Petersburgo
12 de julio de 1918
N° 1501
Petersburgo
Palacio de Invierno

Debajo de ellas había un sello que decía: "República de Rusia. Gobierno Obrero y Campesino. Comisariado de Instrucción Pública. Departamento de Arte".

A la derecha podía leerse lo siguiente:

"Al camarada Kornéi Ivánovich Chukovski.

Querido camarada: Le ruego encarecidamente, como buen conocedor de los cuentos del camarada Puni, que me dé por escrito su competente conclusión acerca de si valen para la Editorial del Estado.

El Comisario del Pueblo

A. Lunacharski".

La gente que no tenga idea de aquella maravillosa época quizás pueda preguntar si debía uno de los dirigentes del imponente Estado Mayor de la revolución interesarse por unos cuentecillos infantiles debidos a la pluma de un jovenzuelo desconocido. Sin embargo, como lo evidencia el texto de la esquela, Anatoli Vasílievich era tan atento a lo pequeño, también en este caso, en aras del logro de sus enormes objetivos. En esta esquela escrita de prisa y corriendo vemos reflejada, si nos fijamos bien, su celosa solicitud por la más pronta creación de dos importantes resortes de la futura cultura soviética: la Editorial del Estado, que no existía más que en embrión y no empezó a funcionar hasta pasado un año, y la literatura para los niños soviéticos, que tampoco había nacido aún .

Ahora que las editoriales del Estado han publicado ya miles de libros excelentes y a veces clásicos de todas las ramas de la técnica, la ciencia y el arte y nuestra literatura infantil es desde hace tiempo una potencia reconocida mundialmente, resulta imposible leer sin profunda emoción este amarillento papel que nos habla de tiempos en que uno de estos gigantes -la Editorial del Estado- era una partícula de polvo apenas visible, que el primer Comisario del Pueblo de Instrucción Pública tenía que patrocinar con todo celo, y la Editorial Infantil no existía tan siquiera.

Por cierto Anatoli Vasílievich no sólo se preocupaba de las artes porque lo requerían necesidades de Estado; su genuina naturaleza de artista le hacía apasionarse desinteresadamente por los cuentos, las canciones, los dramas y las sonoras poesías para los niños. Acogía calurosa y emocionadamente, con cordial gratitud a su autor, el más sencillo estudio pictórico, cada poesía y cada pieza musical, si llevaban la impronta del talento. Le vi escuchando a Blok (Alexandr Alexándrovich recitaba su poema La venganza), a Mayakovski y a un autor desconocido que había escrito un drama histórico en verso. Sólo un poeta podía escuchar así a otros poetas. Me gustaba observarle en aquellos instantes. El corte artístico de su personalidad se percibía incluso en la leve inclinación de su cabeza, en el garbo con que erguía su espalda, súbitamente rejuvenecido, en la emoción que le hacía apretar sus finos y nerviosos dedos a las solapas de la chaqueta y en el arrobo con que miraba al recitador.

Lunacharski amaba el teatro más que cualquier otro arte: más que la música, más que la pintura, más que la poesía. En el teatro nunca se sentía indiferente; se conmovía, se indignaba o sentía una alegría desbordante y, por muchas que fueran sus ocupaciones, siempre miraba hasta el final los espectáculos, aun los más flojos.

Cuando Monájov, el célebre artista de opereta, accedió a representar, a instancias de Gorki, Andréieva y Blok, papeles dramáticos y creó con gran inspiración y sutileza sicológica (en el año 19, en Petrogrado) la imagen del rey Felipe en el Don Carlos de Schiller, Lunacharski se precipitó hacia él entre bastidores, cuando aún no había tenido tiempo de quitarse el maquillaje, y le besó en sus embadurnadas mejillas. Monájov, por lo común frío, tranquilo y sereno, se turbó extraordinariamente y quedó conmovido del impulsivo saludo del Comisario del Pueblo.

Si se requiriera un ejemplo más expresivo y brillante del entusiasmo juvenil que el expansivo Anatoli Vasílievich sentía hacia el teatro, bastaría citar la esquela que escribió más tarde a Vajtángov, mortalmente enfermo, hallándose todavía bajo la impresión que le había producido el estreno de La Turandot, puesta en escena por el magnífico maestro del teatro.

"Querido, mi muy querido Evgueni Bagratiónovich: Experimento una sensación extraña. Usted ha hecho que mi alma se sienta alegre como un día sin nubes, ingrávido, cantarina... pero, a la vez, me he enterado de que está usted enfermo. Póngase bien, mi querido, inteligente y dotado amigo. Su talento es tan diverso, tan poético y tan profundo, que no se puede menos de quererle y de enorgullecerse de usted. Todos sus espectáculos que he podido ver son muy prometedores y emocionantes. Déjeme pensar un poco. No quiero escribir de usted a vuelapluma. Pero escribiré mi "Vajtángov". No será un ensayo, claro, sino una impresión de todo lo que usted me ha dado a mí, al hacer su generoso don al público. Repóngase. Estrecho fuertemente su mano. Le felicito por su éxito. Espero de usted algo grande, extraordinario.

Suyo,

Lunacharski".

Hay que estar perdidamente enamorado del teatro para escribir auno u otro de sus servidores una carta con tanta pasión juvenil.

 

II

Lunacharski se exigía a sí mismo, como representante del poder del Estado, un amor solícito, activo y tierno a los artistas. Habló muy bien de ello en un artículo consagrado a la memoria de Mayakovski. Refiriéndose a la muerte del poeta, hizo la siguiente confesión:

"No todos nos parecemos a Marx, quien decía que los poetas necesitan un gran cariño. No todos lo comprendemos, y no todos comprendimos que Mayakovski necesitaba un gran cariño".

De ese "cariño" hizo objeto a Mayakovski casi desde los primeros días de la Revolución de Octubre: era su heraldo, su defensor, su intérprete y amigo. En el año 18 les vi juntos más de una vez. A un observador superficial hubiera podido parecerle que Mayakovski no necesitaba "cariño" alguno: se mantenía con juvenil orgullo, muy independientemente, y se requería la gran sensibilidad que poseía Lunacharski para ver, tras aquella pose, "una gran sed de ternura y amor, una gran sed de simpatía extraordinariamente íntima.... el anhelo de ser comprendido y, a veces, consolado y acariciado". “Bajo esa coraza metálica en la que se reflejaba todo el mundo -dijo Lunacharski-, latía un corazón que no solamente era fogoso y tierno, sino frágil y fácilmente vulnerable".

Fue un gran mérito de Lunacharski el haber protegido en la medida de sus fuerzas, en bien de la cultura soviética, aquel corazón "frágil y fácilmente vulnerable".

Las relaciones entre el poeta y el Comisario del Pueblo, claras y exentas de todo carácter oficial, eran las que podían existir entre dos hombres rigurosamente fieles a sus principios y, al parecer, excluían (por ambas partes) toda ternura. Mayakovski, por ejemplo, nunca ocultó a Anatoli Vasílievich que, si bien lo estimaba como brillante crítico, no sustentaba una opinión muy halagüeña de sus dramas y versos. Posteriormente, expresó este parecer en público. En el año 20 se celebró en Moscú, en la Casa de la Prensa, una discusión, presidida por Kérzhentsev, de estas obras de Lunacharski. La discusión aquella se convirtió en un implacable juicio. Los oradores, comprendido Mayakovski, criticaron unánimes, durante cuatro horas seguidas, las obras teatrales del Comisario del Pueblo.

Anatoli Vasílievich "estaba sentado en el escenario y, durante cuatro horas, escuchó la érítica demoledora de sus obras... -recordaba posteriormente Mijaíl Koltsov-. Lunacharski escuchaba todo aquello en silencio, y se hacía difícil imaginarse que pudiera objetar algo a tan densa granizada de acusaciones. Pero a eso de la media noche..., Anatoli Vasílievich tomó la palabra. ¿Y que dirán que ocurrió? Estuvo hablando dos horas y media sin que nadie se marchara, sin que nadie se moviera de su sitio. En su maravilloso discurso, defendió sus obras y fulminó a sus oponentes, y todos juntos y a cada uno por separado.

Al terminar, a eso de las tres de la madrugada, toda la sala, comprendida los más furibundos oponentes de Lunacharski, le tributó una ovación como no había oído nunca la Casa de la Prensa".

Yo no asistí a aquella memorable disputa, pero jamás olvidaré con qué entusiasmo me habló de ella, en Leningrado, Mayakovski, muy impresionado todavía.

- Lunacharski habló como dios -me dijo textualmente Mayakovski-. Esa noche, Lunacharski estuvo genial.

Aquella noche, Anatoli Vasílievich salió a la calle con Mijaíl Koltsov.

"Sentía yo interés -recordaba posteriormente Koltsov- por conocer la impresión que le había dejado aquella fatigosa batalla. Pero lo que me dijo fue: "¿Se ha dado usted cuenta de que Mayakovski parece triste? ¿No sabe qué le pasa?"... Y añadió, preocupado: "Hay que ir a verle y animarle". Por cierto, Mayakovski, embalado en la polémica, habló con mucha aspereza de los dramas de Lunacharski.

Pero eso fue más tarde, cuando Anatoli Vasílievich se trasladó a Moscú. En el año 18, en Petrogrado, yo le oí hablar en público, a lo sumo, tres o cuatro veces, pero eso me bastó para comprender y sentir cuán enorme era su talento de propagandista, de orador, de maestro del discurso improvisado. Todos los discursos que le oí (tanto en Petrogrado, como, posteriormente, en Moscú) fueron improvisaciones en el pleno sentido de la palabra. Recuerdo que, a comienzos de la primavera del año 18, se disponía a visitar a Gorki, que vivía entonces en Petrográdskaya Storoná.

- Krónverkski Pereúlok -dijo al chófer-. Gorki vivía allí entonces, y Anatoli Vasílievich le visitaba con mucha frecuencia, casi cada día. Esta vez, apenas hubimos montado en el coche, sacó de la cartera unos papeles -actas, proyectos y oficios- y, con aquella rapidez propia únicamente de él, se puso a releerlos atentamente, preparándose para la entrevista con Gorki.

Pero, antes de llegar a Krónverkski Pereúlok, tuvimos que detenernos. Como en aquellos tiempos los automóviles eran extraordinariamente raros, muchos conocían de lejos el coche de Anatoli Vasílievich y, como sabían su itinerario habitual, lo paraban por el camino. Esta vez se le acercaren con su independiente porte de amos de la ciudad unos marinos del Báltico, armados de pies a cabeza. Uno de ellos se parecía asombrosamente a Esenin. Después de hablar unos cinco minutos con el Comisario del Pueblo acerca de algunas anormalidades que se observaban en la Fortaleza de Pedro y Pablo, le arrancaron la promesa de que aquel mismo día iría allí. Luego detuvieron el coche unos obreros entrados en años, todos ellos del tipo petersburgués que yo conocía desde la infancia -delgados, circunspectos, silenciosos, adustos- y le invitaron a asistir a la apertura del Club de Artes Gráficas, que se hallaba, si la memoria no me es infiel, en la calle Sadóvaya. Lunacharski consultó su bloc y les prometió que iría sin falta.

Recuerdo que entonces advertí lo que posteriormente, sobre todo en Moscú, pude apreciar muchas veces: aquel conocedor de Botticelli y de Ricardo Wagner, aquel intérprete de Ibsen, Maeterlinck, Marcelo Proust y Pirandello se sentía entre los proletarios de filas como el pez en el agua, pues aquellos hombres eran para él verdaderamente suyos, y todo su trabajo y todos sus conocimientos eran para ellos.