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C. Marx


Trabajo asalariado y capital

(1849)



Escrito: Texto de Marx, en 1849; Introducción de Engels, en 1891.
Primera Edición: "Neue Rheinische Zeitung. Organ der Demokratie" (Nueva Gaceta del Rin. Organo de la Democracia), del 5, 6, 7, 8 y 11 de abril de 1849 y en folleto aparte, bajo la redacción y con un prefacio de F. Engels, en Berlín, en 1891.
Fuente: Biblioteca Virtual Espartaco.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2000.


De diversas partes se nos ha reprochado el que no hayamos expuesto las relaciones económicas que forman la base material de la lucha de clases y de las luchas nacionales de nuestros días. Sólo hemos examinado intencionadamente estas relaciones allí donde se imponían directamente en las colisiones políticas.

Tratábase, principalmente, de seguir la lucha de clases en la historia cotidiana, y demostrar empíricamente, con los materiales históricos existentes y con los que iban apareciendo todos los días, que con el sojuzgamiento de la clase obrera, protagonista de febrero y marzo, fueron vencidos, al propio tiempo, sus adversarios: en Francia, los republicanos burgueses, y en todo el continente europeo, las clases burguesas y campesinas en lucha contra el absolutismo feudal; que el triunfo de la «república honesta» en Francia fue, al mismo tiempo, la derrota de las naciones que habían respondido a la revolución de febrero con heroicas guerras de independencia; y, finalmente, que con la derrota de los obreros revolucionarios, Europa ha vuelto a caer bajo su antigua doble esclavitud: la esclavitud anglo-rusa. La batalla de junio en París, la caída de Viena, la tragicomedia del noviembre berlinés de 1848, los esfuerzos desesperados de Polonia, Italia y Hungría, el sometimiento de Irlanda por el hambre: tales fueron los acontecimientos principales en que se resumió la lucha europea de clases entre la burguesía y la clase obrera, y a través de los cuales hemos demostrado que todo levantamiento revolucionario, por muy alejada que parezca estar su meta de la lucha de clases, tiene necesariamente que fracasar mientras no triunfe la clase obrera revolucionaria, que toda reforma social no será más que una utopía mientras la revolución proletaria y la contrarrevolución feudal no midan sus armas en una guerra mundial. En nuestra descripción lo mismo que en la realidad, Bélgica y Suiza eran estampas de género, caricaturescas y tragicómicas en el gran cuadro histórico: una, el Estado modelo de la monarquía burguesa; la otra, el Estado modelo de la república burguesa, y ambas, Estados que se hacen la ilusión de estar tan libres de la, lucha de clases como de la revolución europea.

Ahora que nuestros lectores han visto ya desarrollarse la lucha de clases, durante el año 1848, en formas políticas gigantescas, ha llegado el momento de analizar más de cerca las relaciones económicas en que descansan por igual la existencia de la burguesía y su dominación de clase, así como la esclavitud de los obreros.

Expondremos en tres grandes apartados:

1) La relación entre el trabajo asalariado y el capital, la esclavitud del obrero, la dominación del capitalista.

2) La inevitable ruina, bajo el sistema actual, de las clases medias burguesas y del llamado estamento campesino.

3) El sojuzgamiento y la explotación comercial de las clases burguesas de las distintas naciones europeas por Inglaterra, el déspota del mercado mundial.

Nos esforzaremos por conseguir que nuestra exposición sea lo más sencilla y popular posible, sin dar por supuestas ni las nociones más elementales de la Economía Política. Queremos que los obreros nos entiendan. Además, en Alemania reinan una ignorancia y una confusión de conceptos verdaderamente asombrosas acerca de las relaciones económicas más simples, que van desde los defensores patentados del orden de cosas existente hasta los taumaturgos socialistas y los genios políticos incomprendidos, que en la desmembrada Alemania abundan todavía más que los «padres de la Patria».

Pasemos, pues, al primer problema:

¿Qué es el salario? ¿Cómo se determina?

Si preguntamos a los obreros qué salario perciben, uno nos contestará: «Mi burgués me paga un marco por la jornada de trabajo»; el otro: «Yo recibo dos marcos», etc. Según las distintas ramas del trabajo a que pertenezcan, nos indicarán las distintas cantidades de dinero que los burgueses respectivos les pagan por la ejecución de una tarea determinada, v.gr., por tejer una vara de lienzo o por componer un pliego de imprenta. Pero, pese a la diferencia de datos, todos coinciden en un punto: el salario es la cantidad de dinero que el capitalista paga por un determinado tiempo de trabajo o por la ejecución de una tarea determinada.

Por tanto, diríase que el capitalista les compra con dinero el trabajo de los obreros. Estos le venden por dinero su trabajo. Pero esto no es más que la apariencia. Lo que en realidad venden los obreros al capitalista por dinero es su fuerza de trabajo. El capitalista compra esta fuerza de trabajo por un día, una semana, un mes, etc. Y, una vez comprada, la consume, haciendo que los obreros trabajen durante el tiempo estipulado. Con el mismo dinero con que les compra su fuerza de trabajo, por ejemplo, con los dos marcos, el capitalista podría comprar dos libras de azúcar o una determinada cantidad de otra mercancía cualquiera. Los dos marcos con los que compra dos libras de azúcar son el precio de las dos libras de azúcar. Los dos marcos con los que compra doce horas de uso de la fuerza de trabajo son el precio de un trabajo de doce horas. La fuerza de trabajo es, pues, una mercancía, ni más ni menos que el azúcar. Aquélla se mide con el reloj, ésta, con la balanza.

Los obreros cambian su mercancía, la fuerza de trabajo, por la mercancía del capitalista, por el dinero y este cambio se realiza guardándose una determinada proporción: tanto dinero por tantas horas de uso de la fuerza de trabajo. Por tejer durante doce horas, dos marcos. Y estos dos marcos, ¿no representan todas las demás mercancías que pueden adquirirse por la misma cantidad de dinero? En realidad, el obrero ha cambiado su mercancía, la fuerza de trabajo, por otras mercancías de todo género, y siempre en una determinada proporción. Al entregar dos marcos, el capitalista le entrega, a cambio de su jornada de trabajo, la cantidad correspondiente de carne, de ropa, de leña, de luz, etc. Por tanto, los dos marcos expresan la proporción en que la fuerza de trabajo se cambia por otras mercancías, o sea el valor de cambio de la fuerza de trabajo. Ahora bien, el valor de cambio de una mercancía, expresado en dinero, es precisamente su precio. Por consiguiente, el salario no es más que un nombre especial con que se designa el precio de la fuerza de trabajo, o lo que suele llamarse precio del trabajo, el nombre especial de esa peculiar mercancía que sólo toma cuerpo en la carne y la sangre del hombre.

Tomemos un obrero cualquiera, un tejedor, por ejemplo. El capitalista le suministra el telar y el hilo. El tejedor se pone a trabajar y el hilo se convierte en lienzo. El capitalista se adueña del lienzo y lo vende en veinte marcos, por ejemplo. ¿Acaso el salario del tejedor representa una parte del lienzo, de los veinte marcos, del producto de su trabajo? Nada de eso. El tejedor recibe su salario mucho antes de venderse el lienzo, tal vez mucho antes de que haya acabado el tejido. Por tanto, el capitalista no paga este salario con el dinero que ha de obtener del lienzo, sino de un fondo de dinero que tiene en reserva. Las mercancías entregadas al tejedor a cambio de la suya, de la fuerza de trabajo, no son productos de su trabajo, del mismo modo que no lo son el telar y el hilo que el burgués le ha suministrado. Podría ocurrir que el burgués no encontrase ningún comprador para su lienzo. Podría ocurrir también que no se reembolsase con el producto de su venta ni el salario pagado. Y puede ocurrir también que lo venda muy ventajosamente, en comparación con el salario del tejedor. Al tejedor todo esto le tiene sin cuidado. El capitalista, con una parte de la fortuna de que dispone, de su capital, compra la fuerza de trabajo del tejedor, exactamente lo mismo que con otra parte de la fortuna ha comprado las materias primas —el hilo— y el instrumento de trabajo —el telar—. Una vez hechas estas compras, entre las que figura la de la fuerza de trabajo necesaria para elaborar el lienzo, el capitalista produce ya con materias primas e instrumentos de trabajo de su exclusiva pertenencia. Entre los instrumentos de trabajo va incluido también, naturalmente, nuestro buen tejedor, que participa en el producto o en el precio del producto en la misma medida que el telar; es decir, absolutamente en nada.

Por tanto, el salario no es la parte del obrero en la mercancía por él producida. El salario es la parte de la mercancía ya existente, con la que el capitalista compra una determinada cantidad de fuerza de trabajo productiva.

La fuerza de trabajo es, pues, una mercancía que su propietario, el obrero asalariado, vende al capital. ¿Para qué la vende? Para vivir.

Ahora bien, la fuerza de trabajo en acción, el trabajo mismo, es la propia actividad vital del obrero, la manifestación misma de su vida. Y esta actividad vital la vende a otro para asegurarse los medios de vida necesarios. Es decir, su actividad vital no es para él más que un medio para poder existir. Trabaja para vivir. El obrero ni siquiera considera el trabajo parte de su vida; para él es más bien un sacrificio de su vida. Es una mercancía que ha adjudicado a un tercero. Por eso el producto de su actividad no es tampoco el fin de esta actividad. Lo que el obrero produce para sí no es la seda que teje ni el oro que extrae de la mina, ni el palacio que edifica. Lo que produce para sí mismo es el salario; y la seda, el oro y el palacio se reducen para él a una determinada cantidad de medios de vida, si acaso a una chaqueta de algodón, unas monedas de cobre y un cuarto en un sótano. Y para el obrero que teje, hila, taladra, tornea, construye, cava, machaca piedras, carga, etc., por espacio de doce horas al día, ¿son estas doce horas de tejer, hilar, taladrar, tornear, construir, cavar y machacar piedras la manifestación de su vida, su vida misma? Al contrario. Para él, la vida comienza allí donde terminan estas actividades, en la mesa de su casa, en el banco de la taberna, en la cama. Las doce horas de trabajo no tienen para él sentido alguno en cuanto a tejer, hilar, taladrar, etc., sino solamente como medio para ganar el dinero que le permite sentarse a la mesa o en el banco de la taberna y meterse en la cama. Si el gusano de seda hilase para ganarse el sustento como oruga, sería un auténtico obrero asalariado. La fuerza de trabajo no ha sido siempre una mercancía. El trabajo no ha sido siempre trabajo asalariado, es decir, trabajo libre. El esclavo no vendía su fuerza de trabajo al esclavista, del mismo modo que el buey no vende su trabajo al labrador. El esclavo es vendido de una vez y para siempre, con su fuerza de trabajo, a su dueño. Es una mercancía que puede pasar de manos de un dueño a manos de otro. El es una mercancía, pero su fuerza de trabajo no es una mercancía suya. El siervo de la gleba sólo vende una parte de su fuerza de trabajo. No es él quien obtiene un salario del propietario del suelo; por el contrario, es éste, el propietario del suelo, quien percibe de él un tributo.

El siervo de la gleba es un atributo del suelo y rinde frutos al dueño de éste. En cambio, el obrero libre se vende él mismo y además, se vende en partes. Subasta 8, 10, 12, 15 horas de su vida, día tras día, entregándolas al mejor postor, al propietario de las materias primas, instrumentos de trabajo y medios de vida; es decir, al capitalista. El obrero no pertenece a ningún propietario ni está adscrito al suelo, pero las 8, 10, 12, 15 horas de su vida cotidiana pertenecen a quien se las compra. El obrero, en cuanto quiera, puede dejar al capitalista a quien se ha alquilado, y el capitalista le despide cuando se le antoja, cuando ya no le saca provecho alguno o no le saca el provecho que había calculado. Pero el obrero, cuya única fuente de ingresos es la venta de su fuerza de trabajo, no puede desprenderse de toda la clase de los compradores, es decir, de la clase de los capitalistas, sin renunciar a su existencia. No pertenece a tal o cual capitalista, sino a la clase capitalista en conjunto, y es incumbencia suya encontrar un patrono, es decir, encontrar dentro de esta clase capitalista un comprador.

Antes de pasar a examinar más de cerca la relación entre el capital y el trabajo asalariado, expondremos brevemente los factores más generales que intervienen en la determinación del salario.

El salario es, como hemos visto, el precio de una determinada mercancía, de la fuerza de trabajo. Por tanto, el salario se halla determinado por las mismas leyes que determinan el precio de cualquier otra mercancía.

Ahora bien, nos preguntamos: ¿Cómo se determina el precio de una mercancía?

 

¿Qué es lo que determina el precio de una mercancía?

Es la competencia entre compradores y vendedores, la relación entre la demanda y la oferta, entre la apetencia y la oferta. La competencia que determina el precio de una mercancía tiene tres aspectos.

La misma mercancía es ofrecida por diversos vendedores. Quien venda mercancías de igual calidad a precio más barato, puede estar seguro de que eliminará del campo de batalla a los demás vendedores y se asegurará mayor venta. Por tanto, los vendedores se disputan mutuamente la venta, el mercado. Todos quieren vender, vender lo más que puedan, y, si es posible, vender ellos solos, eliminando a los demás. Por eso unos venden más barato que otros. Tenemos, pues, una competencia entre vendedores, que abarata el precio de las mercancías puestas a la venta.

Pero hay también una competencia entre compradores, que a su vez, hace subir el precio de las mercancías puestas a la venta.

Y, finalmente, hay la competencia entre compradores y vendedores; unos quieren comprar lo más barato posible, otros vender lo más caro que puedan. El resultado de esta competencia entre compradores y vendedores dependerá de la relación existente entre los dos aspectos de la competencia mencionada más arriba; es decir, de que predomine la competencia entre las huestes de los compradores o entre las huestes de los vendedores. La industria lanza al campo de batalla a dos ejércitos contendientes, en las filas de cada uno de los cuales se libra además una batalla intestina. El ejército cuyas tropas se pegan menos entre sí es el que triunfa sobre el otro.

Supongamos que en el mercado hay 100 balas de algodón y que existen compradores para 1.000 balas. En este caso, la demanda es, como vemos, diez veces mayor que la oferta. La competencia entre los compradores será, por tanto, muy grande; todos querrán conseguir una bala, y si es posible las cien. Este ejemplo no es ninguna suposición arbitraria. En la historia del comercio hemos asistido a períodos de mala cosecha algodonera, en que unos cuantos capitalistas coligados pugnaban por comprar, no ya cien balas, sino todas las reservas de algodón de la tierra. En el caso que citamos, cada comprador procurará, por tanto, desalojar al otro, ofreciendo un precio relativamente mayor por cada bala de algodón. Los vendedores, que ven a las fuerzas del ejército enemigo empeñadas en una rabiosa lucha intestina y que tienen segura la venta de todas sus cien balas, se guardarán muy mucho de irse a las manos para hacer bajar los precios del algodón, en un momento en que sus enemigos se desviven por hacerlos subir. Se hace, pues, a escape, la paz entre las huestes de los vendedores. Estos se enfrentan como un solo hombre con los compradores, se cruzan olímpicamente de brazos. Y sus exigencias no tendrían límite si no lo tuvieran, y muy concreto, hasta las ofertas de los compradores más insistentes.

Por tanto, cuando la oferta de una mercancía es inferior a su demanda, la competencia entre los vendedores queda anulada o muy debilitada. Y en la medida en que se atenúa esta competencia, crece la competencia entablada entre los compradores. Resultado: alza más o menos considerable de los precios de las mercancías.

Con mayor frecuencia se da, como es sabido, el caso inverso, y con inversos resultados: exceso considerable de la oferta sobre la demanda; competencia desesperada entre los vendedores; falta de compradores; lanzamiento de las mercancías al malbarato.

Pero, ¿qué significa eso del alza y la baja de los precios? ¿Qué quiere decir precios altos y precios bajos? Un grano de arena es alto si se le mira al microscopio, y, comparada con una montaña. una torre resulta baja. Si el precio está determinado por la relación entre la oferta y la demanda, ¿qué es lo que determina esta relación entre la oferta y la demanda?

Preguntemos al primer burgués que nos salga al paso. No separará a meditar ni un instante, sino que, cual nuevo Alejandro Magno, cortará este nudo metafísico [1] con la tabla de multiplicar. Nos dirá: si el fabricar la mercancía que vendo me ha costado cien marcos y la vendo por 110 —pasado un año, se entiende—, esta ganancia es una ganancia moderada, honesta y decente. Si obtengo, a cambio de esta mercancía, 120, 130 marcos, será ya una ganancia alta; y si consigo hasta 200 marcos, la ganancia será extraordinaria, enorme. ¿Qué es lo que le sirve a nuestro burgués de criterio para medir la ganancia? El coste de producción de su mercancía. Si a cambio de esta mercancía obtiene una cantidad de otras mercancías cuya producción ha costado menos, pierde. Si a cambio de su mercancía obtiene una cantidad de otras mercancías cuya producción ha costado más, gana. Y calcula la baja o el alza de su ganancia por los grados que el valor de cambio de su mercancía acusa por debajo o por encima de cero, por debajo o por encima del coste de producción.

Hemos visto que la relación variable entre la oferta y la demanda lleva aparejada tan pronto el alza como la baja de los precios determina tan pronto precios altos como precios bajos. Si el precio de una mercancía sube considerablemente, porque la oferta baje o porque crezca desproporcionadamente la demanda, con ello necesariamente bajará en proporción el precio de cualquier otra mercancía, pues el precio de una mercancía no hace más que expresar en dinero la proporción en que otras mercancías se entregan a cambio de ella. Si, por ejemplo, el precio de una vara de seda sube de cinco marcos a seis, bajará el precio de la plata en relación con la seda, y asimismo disminuirá, en proporción con ella, el precio de todas las demás mercancías que sigan costando igual que antes. Para obtener la misma cantidad de seda ahora habrá que dar a cambio una cantidad mayor de aquellas otras mercancías. ¿Qué ocurrirá al subir el precio de una mercancía? Una masa de capitales afluirá a la rama industrial floreciente, y esta afluencia de capitales al campo de la industria favorecida durará hasta que arroje las ganancias normales; o más exactamente, hasta que el precio de sus productos descienda, empujado por la superproducción, por debajo del coste de producción.

Y viceversa. Si el precio de una mercancía desciende por debajo de su coste de producción, los capitales se retraerán de la producción de esta mercancía. Exceptuando el caso en que una rama industrial no corresponda ya a la época, y, por tanto, tenga que desaparecer, esta huida de los capitales irá reduciendo la producción de aquella mercancía, es decir, su oferta, hasta que corresponda a la demanda, y, por tanto, hasta que su precio vuelva a levantarse al nivel de su coste de producción, o, mejor dicho, hasta que la oferta sea inferior a la demanda; es decir, hasta que su precio rebase nuevamente su coste de producción, pues el precio corriente de una mercancía es siempre inferior o superior a su coste de producción.

Vemos que los capitales huyen o afluyen constantemente del campo de una industria al de otra. Los precios altos determinan una afluencia excesiva, y los precios bajos, una huida exagerada.

Podríamos demostrar también, desde otro punto de vista, cómo el coste de producción determina, no sólo la oferta, sino también la demanda. Pero esto nos desviaría demasiado de nuestro objetivo.

Acabamos de ver cómo las oscilaciones de la oferta y la demanda vuelven a reducir siempre el precio de una mercancía a su coste de producción. Es cierto que el precio real de una mercancía es siempre superior o inferior al coste de producción, pero el alza y la baja se compensan mutuamente, de tal modo que, dentro de un determinado período de tiempo, englobando en el cálculo el flujo y el reflujo de la industria, puede afirmarse que las mercancías se cambian unas por otras con arreglo a su coste de producción, y su precio se determina, consiguientemente, por aquél.

Esta determinación del precio por el coste de producción no debe entenderse en el sentido en que la entienden los economistas. Los economistas dicen que el precio medio de las mercancías equivale al coste de producción; que esto es la ley. Ellos consideran como obra del azar el movimiento anárquico en que el alza se nivela con la baja y ésta con el alza. Con el mismo derecho podría considerarse, como lo hacen en efecto otros economistas, que estas oscilaciones son la ley, y la determinación del precio por el coste de producción, fruto del azar. En realidad, si se las examina de cerca. se ve que estas oscilaciones acarrean las más espantosas desolaciones y son como terremotos que hacen estremecerse los fundamentos de la sociedad burguesa. son las únicas que en su curso determinan el precio por el coste de producción. El movimiento conjunto de este desorden es su orden. En el transcurso de esta anarquía industrial, en este movimiento cíclico, la concurrencia se encarga de compensar, como si dijésemos, una extravagancia con otra.

Vemos, pues, que el precio de una mercancía se determina por su coste de producción, de modo que las épocas en que el precio de esta mercancía rebasa el coste de producción se compensan con aquellas en que queda por debajo de este coste de producción, y viceversa. Claro está que esta norma no rige para un producto industrial concreto, sino solamente para la rama industrial entera. No rige tampoco, por tanto, para un solo industrial, sino únicamente para la clase entera de los industriales.

La determinación del precio por el coste de producción equivale a la determinación del precio por el tiempo de trabajo necesario para la producción de una mercancía, pues el coste de producción está formado:

1) por las materias primas y el desgaste de los instrumentos, es decir, por productos industriales cuya fabricación ha costado una determinada cantidad de jornadas de trabajo y que representan, por tanto, una determinada cantidad de tiempo de trabajo. y

2) por el trabajo directo; cuya medida es también el tiempo.

Las mismas leyes generales que regulan el precio de las mercancías en general regulan también, naturalmente, el salario, el precio del trabajo.

La remuneración del trabajo subirá o bajará según la relación entre la demanda y la oferta, según el cariz que presente la competencia entre los compradores de la fuerza de trabajo, los capitalistas, y los vendedores de la fuerza de trabajo, los obreros. A las oscilaciones de los precios de las mercancías en general les corresponden las oscilaciones del salario. Pero, dentro de estas oscilaciones, el precio del trabajo se hallará determinado por el coste de producción, por el tiempo de trabajo necesario para producir esta mercancía, que es la fuerza de trabajo.

Ahora bien, ¿cuál es el coste de producción de la fuerza de trabajo?

Es lo que cuesta sostener al obrero como tal obrero y educarlo para este oficio.

Por tanto, cuanto menos tiempo de aprendizaje exija un trabajo, menor será el coste de producción del obrero, más bajo el precio de su trabajo, su salario. En las ramas industriales que no exigen apenas tiempo de aprendizaje, bastando con la mera existencia corpórea del obrero, el coste de producción de éste se reduce casi exclusivamente a las mercancías necesarias para que aquél pueda vivir en condiciones de trabajar. Por tanto, aquí el precio de su trabajo estará determinado por el precio de los medios de vida indispensables.

Pero hay que tener presente, además, otra circunstancia.

El fabricante, al calcular su coste de producción, y con arreglo a él el precio de los productos, incluye en el cálculo el desgaste de los instrumentos de trabajo. Si una máquina le cuesta, por ejemplo, mil marcos y se desgasta totalmente en diez años, agregará cien marcos cada año al precio de las mercancías fabricadas, para, al cabo de los diez años, poder sustituir la máquina ya agotada, por otra nueva. Del mismo modo hay que incluir en el coste de producción de la fuerza de trabajo simple el coste de procreación que permite a la clase obrera estar en condiciones de multiplicarse y de reponer los obreros agotados por otros nuevos. El desgaste del obrero entra, por tanto, en los cálculos, ni más ni menos que el desgaste de las máquinas.

Por tanto, el coste de producción de la fuerza de trabajo simple se cifra siempre en los gastos de existencia y reproducción del obrero. El precio de este coste de existencia y reproducción es el que forma el salario. El salario así determinado es lo que se llama el salario mínimo. Al igual que la determinación del precio de las mercancías en general por el coste de producción, este salario mínimo no rige para el individuo, sino para la especie. Hay obreros, millones de obreros, que no ganan lo necesario para poder vivir y procrear; pero el salario de la clase obrera en conjunto se nivela, dentro de sus oscilaciones, sobre la base de este mínimo.

Ahora, después de haber puesto en claro las leyes generales que regulan el salario, al igual que el precio de cualquier otra mercancía, ya podemos entrar de un modo más concreto en nuestro tema.

El capital está formado por materias primas, instrumentos de trabajo y medios de vida de todo género que se emplean para producir nuevas materias primas, nuevos instrumentos de trabajo y nuevos medios de vida. Todas estas partes integrantes del capital son hijas del trabajo, productos del trabajo, trabajo acumulado. El trabajo acumulado que sirve de medio de nueva producción es el capital.

Así dicen los economistas.

¿Qué es un esclavo negro? Un hombre de la raza negra. Una explicación vale tanto como la otra.

Un negro es un negro. Sólo en determinadas condiciones se convierte en esclavo. Una máquina de hilar algodón es una máquina para hilar algodón. Sólo en determinadas condiciones se convierte en capital. Arrancada a estas condiciones, no tiene nada de capital, del mismo modo que el oro no es de por sí dinero, ni el azúcar el precio del azúcar.

En la producción, los hombres no actúan solamente sobre la naturaleza, sino que actúan también los unos sobre los otros. No pueden producir sin asociarse de un cierto modo, para actuar en común y establecer un intercambio de actividades. Para producir los hombres contraen determinados vínculos y relaciones, y a través de estos vínculos y relaciones sociales, y sólo a través de ellos, es cómo se relacionan con la naturaleza y cómo se efectúa la producción.

Estas relaciones sociales que contraen los productores entre sí, las condiciones en que intercambian sus actividades y toman parte en el proceso conJunto de la producción variarán, naturalmente según el carácter de los medios de producción. Con la invención de un nuevo instrumento de guerra, el arma de fuego, hubo de cambiar forzosamente toda la organización interna de los ejércitos. cambiaron las relaciones dentro de las cuales formaban los individuos un ejército y podían actuar como tal, y cambió también la relación entre los distintos ejércitos.

Las relaciones sociales en las que los individuos producen, las relaciones sociales de producción, cambian, por tanto, se transforman, al cambiar y desarrollarse los medios materiales de producción, las fuerzas productivas. Las relaciones de producción forman en conjunto lo que se llaman las relaciones sociales, la sociedad, y concretamente, una sociedad con un determinado grado de desarrollo histórico, una sociedad de carácter peculiar y distintivo. La sociedad antigua, la sociedad feudal, la sociedad burguesa, son otros tantos conjuntos de relaciones de producción, cada uno de los cuales representa, a la vez, un grado especial de desarrollo en la historia de la humanidad.

También el capital es una relación social de producción. Es una relación burguesa de producción, una relación de producción de la sociedad burguesa. Los medios de vida, los instrumentos de trabajo, las materias primas que componen el capital, ¿no han sido producidos y acumulados bajo condiciones sociales dadas, en determinadas relaciones sociales? ¿No se emplean para un nuevo proceso de producción bajo condiciones sociales dadas, en determinadas relaciones sociales? ¿Y no es precisamente este carácter social determinado el que convierte en capital los productos destinados a la nueva producción?

El capital no se compone solamente de medios de vida, instrumentos de trabajo y materias primas, no se compone solamente de productos materiales; se compone igualmente de valores de cambio. Todos los productos que lo integran son mercancías. El capital no es, pues, solamente una suma de productos materiales; es una suma de mercancías, de valores de cambio, de magnitudes sociales.

El capital sigue siendo el mismo, aunque sustituyamos la lana por algodón, el trigo por arroz, los ferrocarriles por vapores, a condición de que el algodón, el arroz y los vapores —el cuerpo del capital— tengan el mismo valor de cambio, el mismo precio que la lana, el trigo y los ferrocarriles en que antes se encarnaba. El cuerpo del capital es susceptible de cambiar constantemente, sin que por eso sufra el capital la menor alteración.

Pero, si todo capital es una suma de mercancías, es decir, de valores de cambio, no toda suma de mercancías, de valores de cambio, es capital.

Toda suma de valores de cambio es un valor de cambio. Todo valor de cambio concreto es una suma de valores de cambio. Por ejemplo, una casa que vale mil marcos es un valor de cambio de mil marcos. Una hoja de papel que valga un pfennig, es una suma de valores de cambio de fennig.

Los productos susceptibles de ser cambiados por otros productos son mercancías. La proporción concreta en que pueden cambiarse constituye su valor de cambio, o, si se expresa en dinero, su precio. La cantidad de estos productos no altera para nada su destino de mercancías, de ser un valor de cambio o de tener un determinado precio. Sea grande o pequeño, un árbol es siempre un árbol. Por el hecho de cambiar hierro por otros productos en medias onzas o en quintales, ¿cambia su carácter de mercancía, de valor de cambio? Lo único que hace el volumen es dar a una mercancía mayor o menor valor, un precio más alto o más bajo.

Ahora bien, ¿cómo se convierte en capital una suma de mercancías, de valores de cambio?

Por el hecho de que, en cuanto fuerza social independiente, es decir, en cuanto fuerza en poder de una parte de la sociedad, se conserva y aumenta por medio del intercambio con la fuerza de trabajo inmediata, viva. La existencia de una clase que no posee nada más que su capacidad de trabajo es una premisa necesaria para que exista el capital.

Sólo el dominio del trabajo acumulado, pretérito, materializado sobre el trabajo inmediato, vivo, convierte el trabajo acumulado en capital.

El capital no consiste en que el trabajo acumulado sirva al trabajo vivo como medio para nueva producción. Consiste en que el trabajo vivo sirva al trabajo acumulado como medio para conservar y aumentar su valor de cambio.

¿Qué acontece en el intercambio entre el capitalista y el obrero asalariado?

El obrero obtiene a cambio de su fuerza de trabajo medios de vida, pero, a cambio de estos medios de vida de su propiedad, el capitalista adquiere trabajo, la actividad productiva del obrero, la fuerza creadora con la cual el obrero no sólo repone lo que consume, sino que da al trabajo acumulado un mayor valor del que antes poseía. El obrero recibe del capitalista una parte de los medios de vida existentes. ¿Para qué le sirven estos medios de vida? Para su consumo inmediato. Pero, al consumir los medios de vida de que dispongo, los pierdo irreparablemente, a no ser que emplee el tiempo durante el cual me mantienen estos medios de vida en producir otros, en crear con mi trabajo, mientras los consumo, en vez de los valores destruidos al consumirlos, otros nuevos. Pero esta noble fuerza reproductiva del trabajo es precisamente la que el obrero cede al capital, a cambio de los medios de vida que éste le entrega. Al cederla, se queda, pues, sin ella.

Pongamos un ejemplo. Un granjero abona a su jornalero cinco silbergroschen por día. Por los cinco silbergroschen el jornalero trabaja la tierra del granjero durante un día entero, asegurándole con su trabajo un ingreso de diez silbergroschen. El granjero no sólo recobra los valores que cede al jornalero, sino que los duplica. Por tanto, invierte, consume de un modo fecundo, productivo. los cinco silbergroschen que paga al jornalero. Por estos cinco silbergroschen compra precisamente el trabajo y la fuerza del jornalero, que crean productos del campo por el doble de valor y convierten los cinco silbergroschen en diez. En cambio, el jornalero obtiene en vez de su fuerza productiva, cuyos frutos ha cedido al granjero, cinco silbergroschen, que cambia por medios de vida, los cuales se han consumido de dos modos: reproductivamente para el capital, puesto que éste los cambia por una fuerza de trabajo [*] que produce diez silbergroschen; improductivamente para el obrero, pues los cambia por medios de vida que desaparecen para siempre y cuyo valor sólo puede recobrar repitiendo el cambio anterior con el granjero. Por consiguiente, el capital presupone el trabajo asalariado, y éste, el capital. Ambos se condicionan y se engendran recíprocamente.

Un obrero de una fábrica algodonera ¿produce solamente tejidos de algodón? No, produce capital. Produce valores que sirven de nuevo para mandar sobre su trabajo y crear, por medio de éste, nuevos valores.

El capital sólo puede aumentar cambiándose por fuerza de trabajo, engendrando el trabajo asalariado. Y la fuerza de trabajo del obrero asalariado sólo puede cambiarse por capital acrecentándolo, fortaleciendo la potencia de que es esclava. El aumento del capital es, por tanto, aumento del proletariado, es decir, de la clase obrera.

El interés del capitalista y del obrero es, por consiguiente, el mismo, afirman los burgueses y sus economistas. En efecto, el obrero perece si el capital no le da empleo. El capital perece si no explota la fuerza de trabajo, y, para explotarla, tiene que comprarla. Cuanto más velozmente crece el capital destinado a la producción, el capital productivo, y, por consiguiente, cuanto más próspera es la industria, cuanto más se enriquece la burguesía, cuanto mejor marchan los negocios, más obreros necesita el capitalista y más caro se vende el obrero.

Por consiguiente, la condición imprescindible para que la situación del obrero sea tolerable es que crezca con la mayor rapidez posible el capital productivo.

Pero, ¿qué significa el crecimiento del capital productivo? Significa el crecimiento del poder del trabajo acumulado sobre el trabajo vivo. El aumento de la dominación de la burguesía sobre la clase obrera. Cuando el trabajo asalariado produce la riqueza extraña que le domina, la potencia enemiga suya, el capital, refluyen a él, emanados de éste, medios de trabajo, es decir, medios de vida, a condición de que se convierta de nuevo en parte integrante del capital, en palanca que le haga crecer de nuevo con ritmo acelerado

Decir que los intereses del capital y los intereses de los obreros son los mismos, equivale simplemente a decir que el capital y el trabajo asalariado son dos aspectos de una misma relación. El uno se halla condicionado por el otro, como el usurero por el derrochador, y viceversa.

Mientras el obrero asalariado es obrero asalariado, su suerte depende del capital. He ahí la tan cacareada comunidad de intereses entre el obrero y el capitalista.

Al crecer el capital, crece la masa del trabajo asalariado, crece el número de obreros asalariados; en una palabra, la dominación del capital se extiende a una masa mayor de individuos. Y, suponiendo el caso más favorable: al crecer el capital productivo, crece la demanda de trabajo y crece también, por tanto, el precio del trabajo, el salario.

Sea grande o pequeña una casa, mientras las que la rodean son también pequeñas cumple todas las exigencias sociales de una vivienda, pero, si junto a una casa pequeña surge un palacio, la que hasta entonces era casa se encoge hasta quedar convertida en una choza. La casa pequeña indica ahora que su morador no tiene exigencias, o las tiene muy reducidas; y, por mucho que, en el transcurso de la civilización, su casa gane en altura, si el palacio vecino sigue creciendo en la misma o incluso en mayor proporción, el habitante de la casa relativamente pequeña se irá sintiendo cada vez más desazonado, más descontento, más agobiado entre sus cuatro paredes.

Un aumento sensible del salario presupone un crecimiento veloz del capital productivo. A su vez, este veloz crecimiento del capital productivo provoca un desarrollo no menos veloz de riquezas, de lujo, de necesidades y goces sociales. Por tanto, aunque los goces del obrero hayan aumentado, la satisfacción social que producen es ahora menor, comparada con los goces mayores del capitalista, inasequibles para el obrero, y con el nivel de desarrollo de la sociedad en general. Nuestras necesidades y nuestros goces tienen su fuente en la sociedad y los medimos, consiguientemente, por ella, y no por los objetos con que los satisfacemos. Y como tienen carácter social, son siempre relativos.

El salario no se determina solamente, en general, por la cantidad de mercancías que pueden obtenerse a cambio de él. Encierra diferentes relaciones.

Lo que el obrero percibe, en primer término, por su fuerza de trabajo, es una determinada cantidad de dinero. ¿Acaso el salario se halla determinado exclusivamente por este precio en dinero?

En el siglo XVI, a consecuencia del descubrimiento en América de minas más ricas y más fáciles de explotar, aumentó el volumen de oro y plata que circulaba en Europa. El valor del oro y la plata bajó, por tanto, en relación con las demás mercancías. Los obreros seguían cobrando por su fuerza de trabajo la misma cantidad de plata acuñada. El precio en dinero de su trabajo seguía siendo el mismo, y, sin embargo, su salario había disminuido, pues a cambio de esta cantidad de plata, obtenían ahora una cantidad menor de otras mercancías. Fue ésta una de las circunstancias que fomentaron el incremento del capital y, el auge de la burguesía en el siglo XVI.

Tomemos otro caso. En el invierno de 1847, a consecuencia de una mala cosecha, subieron considerablemente los precios de los artículos de primera necesidad: el trigo, la carne, la mantequilla, el queso, etc. Suponiendo que los obreros hubiesen seguido cobrando por su fuerza de trabajo la misma cantidad de dinero que antes, ¿no habrían disminuido sus salarios? Indudablemente. A cambio de la misma cantidad de dinero obtenían menos pan, menos carne, etc. Sus salarios bajaron, no porque hubiese disminuido el valor de la plata, sino porque aumentó el valor de los víveres.

Finalmente, supongamos que la expresión monetaria del precio del trabajo siga siendo el mismo, mientras que todas las mercancías agrícolas y manufacturadas bajan de precio, merced a la aplicación de nueva maquinaria, a la estación más favorable, etc. Ahora, por el mismo dinero los obreros podrán comprar más mercancías de todas clases. Su salario, por tanto, habrá aumentado, precisamente por no haberse alterado su valor en dinero.

Como vemos, la expresión monetaria del precio del trabajo, el salario nominal, no coincide con el salario real, es decir, con la cantidad de mercancías que se obtienen realmente a cambio del salario. Por consiguiente, cuando hablamos del alza o de la baja del salario. no debemos fijarnos solamente en la expresión monetaria del precio del trabajo, en el salario nominal.

Pero, ni el salario nominal, es decir, la suma de dinero por la que el obrero se vende al capitalista, ni el salario real, o sea, la cantidad de mercancías que puede comprar con este dinero, agotan las relaciones que encierra el salario.

El salario se halla determinado, además y sobre todo, por su relación con la ganancia, con el beneficio obtenido por el capitalista: es un salario relativo, proporcional.

El salario real expresa el precio del trabajo en relación con el precio de las demás mercancías; el salario relativo acusa, por el contrario, la parte del nuevo valor creado por el trabajo, que percibe el trabajo directo, en proporción a la parte del valor que se incorpora al trabajo acumulado, es decir, al capital.

Decíamos más arriba, en la pág. 14: «El salario no es la parte del obrero en la mercancía por él producida. El salario es la parte de la mercancía ya existente, con la que el capitalista compra una determinada cantidad de fuerza de trabajo productiva. Pero el capitalista tiene que reponer nuevamente este salario, incluyéndolo en el precio por el que vende el producto creado por el obrero; y tiene que reponerlo de tal modo, que, después de cubrir el coste de producción desembolsado, le quede además, por regla general, un remanente, una ganancia. El precio de venta de la mercancía producida por el obrero se divide para el capitalista en tres partes: la primera, para reponer el precio desembolsado en comprar materias primas, así como para reponer el desgaste de las herramientas, máquinas y otros instrumentos de trabajo adelantados por él; la segunda, para reponer los salarios por él adelantados, y la tercera, el remanente que queda después de saldar las dos partes anteriores, la ganancia del capitalista. Mientras que la primera parte se limita a reponer valores que ya existían, es evidente que tanto la suma destinada a reembolsar los salarios abonados como el remanente que forma la ganancia del capitalista salen en su totalidad del nuevo valor creado por el trabajo del obrero y añadido a las materias primas. En este sentido, podemos considerar tanto el salario como la ganancia, para compararlos entre sí, como partes del producto del obrero.

Puede ocurrir que el salario real continúe siendo el mismo e incluso que aumente, y, no obstante, disminuya el salario relativo. Supongamos, por ejemplo, que el precio de todos los medios de vida baja en dos terceras partes, mientras que el salario diario sólo disminuye en un tercio, de tres marcos a dos, v. gr. Aunque el obrero, con estos dos marcos, podrá comprar una cantidad mayor de mercancías que antes con tres, su salario habrá disminuido, en relación con la ganancia obtenida por el capitalista. La ganancia del capitalista (por ejemplo, del fabricante) ha aumentado en un marco; es decir, que ahora el obrero, por una cantidad menor de valores de cambio, que el capitalista le entrega, tiene que producir una cantidad mayor de estos mismos valores. La parte obtenida por el capital aumenta en comparación con la del trabajo. La distribución de la riqueza social entre el capital y el trabajo es ahora todavía más desigual que antes. El capitalista manda con el mismo capital sobre una cantidad mayor de trabajo. El poder de la clase de los capitalistas sobre la clase obrera ha crecido, la situación social del obrero ha empeorado, ha descendido un grado más en comparación con la del capitalista .

¿Cuál es la ley general que rige el alza y la baja del salario y la ganancia, en sus relaciones mutuas?

Se hallan en razón inversa. La parte de que se apropia el capital, la ganancia, aumenta en la misma proporción en que disminuye la parte que le toca al trabajo, el salario, y viceversa. La ganancia aumenta en la medida en que disminuye el salario y disminuye en la medida en que éste aumenta.

Se objetará acaso que el capital puede obtener ganancia cambiando ventajosamente sus productos con otros capitalistas, cuando aumenta la demanda de su mercancía, sea mediante la apertura de nuevos mercados, sea al aumentar momentáneamente las necesidades en los mercados antiguos. etc.; que, por tanto. las ganancias de un capitalista pueden aumentar a costa de otros capitalistas, independientemente del alza o baja del salario, del valor de cambio de la fuerza de trabajo; que las ganancias del capitalista pueden aumentar también mediante el perfeccionamiento de los instrumentos de trabajo, la nueva aplicación de las fuerzas naturales, etc.

En primer lugar, se reconocerá que el resultado sigue siendo el mismo, aunque se alcance por un camino inverso. Es cierto que la ganancia no habrá aumentado porque haya disminuido el salario. pero el salario habrá disminuido por haber aumentado la ganancia. Con la misma cantidad de trabajo ajeno, el capitalista compra ahora una suma mayor de valores de cambio, sin que por ello pague el trabajo más caro; es decir, que el trabajo resulta peor remunerado, en relación con los ingresos netos que arroja para el capitalista.

Además, recordamos que, pese a las oscilaciones de los precios de las mercancías, el precio medio de cada mercancía, la proporción en que se cambia por otras mercancías, se determina por su coste de producción. Por tanto, los lucros conseguidos por unos capitalistas a costa de otros dentro de la clase capitalista se nivelan necesariamente entre sí. El perfeccionamiento de la maquinaria, la nueva aplicación de las fuerzas naturales al servicio de la producción, permiten crear en un tiempo de trabajo dado y con la misma cantidad de trabajo y capital una masa mayor de productos, pero no, ni mucho menos, una masa mayor de valores de cambio. Si la aplicación de la máquina de hilar me permite fabricar en una hora el doble de hilado que antes de su invención, por ejemplo, cien libras en vez de cincuenta, a cambio de estas cien libras de hilado no obtendré a la larga más mercancías que antes a cambio de las cincuenta, porque el coste de producción se ha reducido a la mitad o porque, ahora, con el mismo coste puedo fabricar el doble del producto.

Finalmente, cualquiera que sea la proporción en que la clase capitalista, la burguesía, bien la de un solo país o la del mercado mundial entero, se reparta los ingresos netos de la producción, la suma global de estos ingresos netos no será nunca otra cosa que la suma en que el trabajo vivo incrementa en bloque el trabajo acumulado. Por tanto, esta suma global crece en la proporción en que el trabajo incrementa el capital; es decir, en la proporción en que crece la ganancia, en comparación con el salario.

Vemos, pues, que, aunque nos circunscribimos a las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, los intereses del trabajo asalariado y los del capital son diametralmente opuestos.

Un aumento rápido del capital equivale a un rápido aumento de la ganancia. La ganancia sólo puede crecer rápidamente si el precio del trabajo, el salario relativo, disminuye con la misma rapidez. El salario relativo puede disminuir aunque aumente el salario real simultáneamente con el salario nominal, con la expresión monetaria del valor del trabajo, siempre que éstos no suban en la misma proporción que la ganancia. Si, por ejemplo, en una época de buenos negocios, el salario aumenta en un cinco por ciento y la ganancia en un treinta por ciento, el salario relativo, proporcional, no habrá aumentado, sino disminuido.

Por tanto, si, con el rápido incremento del capital, aumentan los ingresos del obrero, al mismo tiempo se ahonda el abismo social que separa al obrero del capitalista, y crece, a la par, el poder del capital sobre el trabajo, la dependencia de éste con respecto al capital.

Decir que el obrero está interesado en el rápido incremento del capital, sólo significa que cuanto más aprisa incrementa el obrero la riqueza ajena, más sabrosas migajas le caen para él, más obreros pueden encontrar empleo y ser echados al mundo, más puede crecer la masa de los esclavos sujetos al capital.

Hemos visto, pues:

Que, incluso la situación más favorable para la clase obrera, el incremento más rápido posible del capital, por mucho que mejore la vida material del obrero, no suprime el antagonismo entre sus intereses y los intereses del burgués, los intereses del capitalista. Ganancia y salario seguirán hallándose, exactamente lo mismo que antes, en razón inversa.

Que si el capital crece rápidamente, pueden aumentar también los salarios, pero que aumentarán con rapidez incomparablemente mayor las ganancias del capitalista. La situación material del obrero habrá mejorado, pero a costa de su situación social. El abismo social que le separa del capitalista se habrá ahondado.

Y, finalmente:

Que el decir que la condición más favorable para el trabajo asalariado es el incremento más rápido posible del capital productivo, sólo significa que cuanto más rápidamente la clase obrera aumenta y acrecienta el poder enemigo, la riqueza ajena que la domina, tanto mejores serán las condiciones en que podrá seguir laborando por el incremento de la riqueza burguesa, por el acrecentamiento del poder del capital, contenta con forjar ella misma las cadenas de oro con las que le arrastra a remolque la burguesía.

El incremento del capital productivo y el aumento del salario, ¿son realmente dos cosas tan inseparablemente enlazadas como afirman los economistas burgueses? No debemos creerles simplemente de palabra. No debemos siquiera creerles que cuanto más engorde el capital, mejor cebado estará el esclavo. La burguesía es demasiado instruida. demasiado calculadora, para compartir los prejuicios del señor feudal, que alardeaba con el brillo de sus servidores. Las condiciones de existencia de la burguesía la obligan a ser calculadora.

Deberemos, pues, investigar más de cerca lo siguiente: ¿Cómo influye el crecimiento del capital productivo sobre el salario?

Si crece el capital productivo de la sociedad burguesa en bloque, se produce una acumulación más multilateral de trabajo. Crece el número y el volumen de capitales. El aumento del número de capitales hace aumentar la concurrencia entre los capitalistas. El mayor volumen de los capitales permite lanzar al campo de batalla industrial ejércitos obreros más potentes, con armas de guerra más gigantescas.

Sólo vendiendo más barato pueden unos capitalistas desalojar a otros y conquistar sus capitales. Para poder vender más barato sin arruinarse, tienen que producir mas barato; es decir, aumentar todo lo posible la fuerza productiva del trabajo. Y lo que sobre todo aumenta esta fuerza productiva es una mayor división del trabajo, la aplicación en mayor escala y el constante perfeccionamiento de la maquinaria. Cuanto mayor es el ejército de obreros entre los que se divide el trabajo, cuanto más gigantesca es la escala en que se aplica la maquinaria, más disminuye relativamente el coste de producción, más fecundo se hace el trabajo. De aquí que entre los capitalistas se desarrolle una rivalidad en todos los aspectos para incrementar la división del trabajo y la maquinaria y explotarlos en la mayor escala posible.

Si un capitalista, mediante una mayor división del trabajo, empleando y perfeccionando nuevas máquinas, explotando de un modo más provechoso y más extenso las fuerzas naturales. encuentra los medios para fabricar, con la misma cantidad de trabajo o de trabajo acumulado, una suma mayor de productos, de mercancías, que sus competidores; si, por ejemplo, en el mismo tiempo de trabajo en que sus competidores tejen media vara de lienzo. él produce una vara entera, ¿cómo procederá este capitalista?

Podría seguir vendiendo la media vara de lienzo al mismo precio a que venía cotizándose anteriormente en el mercado, pero esto no sería el medio más adecuado para desalojar a sus adversarios de la liza y extender sus propias ventas. Sin embargo, en la misma medida en que se dilata su producción, se dilata para él la necesidad de mercado. Los medios de producción, más potentes y más costosos que ha puesto en pie, le permiten vender su mercancía mas barata, pero al mismo tiempo le obligan a vender más mercancías, a conquistar para éstas un mercado incomparablemente mayor; por tanto, nuestro capitalista venderá la media vara de lienzo más barata que sus competidores.

Pero, el capitalista no venderá una vara entera de lienzo por el mismo precio a que sus competidores venden la media vara, aunque a él la producción de una vara no le cueste más que a los otros la media. Si lo hiciese así, no obtendría ninguna ganancia extraordinaria; sólo recobraría por el trueque el coste de producción. Por tanto, aunque obtuviese ingresos mayores, éstos provendrían de haber puesto en movimiento un capital mayor, pero no de haber logrado que su capital aumentase más que los otros. Además, el fin que persigue, lo alcanza fijando el precio de su mercancía tan sólo unos puntos más bajo que sus competidores. Bajando el precio, los desaloja y les arrebata por lo menos una parte del mercado. Y, finalmente, recordamos que el precio corriente es siempre superior o inferior al coste de producción, según que la venta de una mercancía coincida con la temporada favorable o desfavorable de una rama industrial. Los puntos que el capitalista, que aplica nuevos y más fecundos medios de producción, puede añadir a su coste real de producción, al fijar el precio de su mercancía, dependerán de que el precio de una vara de lienzo en el mercado sea superior o inferior a su anterior coste habitual de producción.

Pero el privilegio de nuestro capitalista no es de larga duración; otros capitalistas, en competencia con él, pasan a emplear las mismas máquinas, la misma división del trabajo y en una escala igual o mayor, hasta que esta innovación acaba por generalizarse tanto, que el precio del lienzo queda por debajo, no ya del antiguo, sino incluso de su nuevo coste de producción.

Los capitalistas vuelven a encontrarse, pues, unos frente a otros, en la misma situación en que se encontraban antes de emplear los nuevos medios de producción; y si, con estos medios, podían suministrar por el mismo precio el doble de producto que antes, ahora se ven obligados a entregar el doble de producto por menos del precio antiguo. Y comienza la misma historia, sobre la base de este nuevo coste de producción. Más división del trabajo, más maquinaria en una escala mayor. Y la competencia vuelve a reaccionar, exactamente igual que antes, contra este resultado.

Vemos, pues, cómo se subvierten, se revolucionan incesantemente el modo de producción y los medios de producción, cómo la división del trabajo acarrea necesariamente otra división mayor del trabajo, la aplicación de la maquinaria, otra aplicación mayor de la maquinaria, la producción en gran escala, una producción en otra escala mayor.

Tal es la ley que saca constantemente de su viejo cauce a la producción burguesa y obliga al capital a tener constantemente en tensión las fuerzas productivas del trabajo, por haberlas puesto antes en tensión; la ley que no le deja punto de sosiego y le susurra incesantemente al oído: ¡Adelante! ¡Adelante!

Esta ley no es sino la que, dentro de las oscilaciones de los períodos comerciales, nivela necesariamente el precio de una mercancía con su coste de producción.

Por potentes que sean los medios de producción que un capitalista arroja a la liza, la concurrencia se encargará de generalizar el empleo de estos medios de producción, y, a partir del momento en que se hayan generalizado, el único fruto de la mayor fecundidad de su capital es que ahora tendrá que dar por el mismo precio diez, veinte, cien veces más producto que antes. Pero como, para compensar con la cantidad mayor del producto vendido el precio más bajo de venta, tendrá que vender acaso mil veces más, porque ahora necesita una venta en masa, no sólo para ganar más, sino para reponer el coste de producción, ya que los propios instrumentos de producción van siendo, como hemos visto, cada vez más caros, y como esta venta en masa no es una cuestión vital solamente para él, sino también para sus rivales, la vieja contienda se desencadena con tanta mayor violencia cuanto más fecundos son los medios de producción ya inventados. Por tanto, la división del trabajo y la aplicación de maquinaria seguirán desarrollándose de nuevo, en una escala incomparablemente mayor.

Cualquiera que sea la potencia de los medios de producción empleados, la competencia procura arrebatar al capital los frutos de oro de esta potencia, reduciendo el precio de las mercancías al coste de producción, y, por tanto, convirtiendo en una ley imperativa el que en la medida en que pueda producirse más barato, es decir, en que pueda producirse más con la misma cantidad de trabajo, haya que abaratar la producción, que suministrar cantidades cada vez mayores de productos por el mismo precio. Por donde el capitalista, como fruto de sus propios desvelos, sólo saldría ganando la obligación de rendir más en el mismo tiempo de trabajo; en una palabra, condiciones más difíciles para el aumento del valor de su capital. Por tanto, mientras que la concurrencia le persigue constantemente con su ley del coste de producción, y todas las armas que forja contra sus rivales se vuelven contra él mismo, el capitalista se esfuerza por burlar constantemente la competencia empleando sin descanso, en lugar de las antiguas, nuevas máquinas, que, aunque más costosas, producen más barato e implantando nuevas divisiones del trabajo en sustitución de las antiguas, sin esperar a que la competencia haga envejecer los nuevos medios.

Representémonos esta agitación febril proyectada al mismo tiempo sobre todo el mercado mundial, y nos formaremos una idea de cómo el incremento, la acumulación y concentración del capital trae consigo una división del trabajo, una aplicación de maquinaria nueva y un perfeccionamiento de la antigua en una carrera atropellada e ininterrumpida, en escala cada vez más gigantesca.

Ahora bien, ¿cómo influyen estos factores, inseparables del incremento del capital productivo, en la determinación del salario?

Una mayor división del trabajo permite a un obrero realizar el trabajo de cinco, diez o veinte; aumenta, por tanto, la competencia entre los obreros en cinco, diez o veinte veces. Los obreros no sólo compiten entre sí vendiéndose unos más barato que otros, sino que compiten también cuando uno solo realiza el trabajo de cinco, diez o veinte; y la división del trabajo, implantada y constantemente reforzada por el capital, obliga a los obreros a hacerse esta clase de competencia.

Además, en la medida en que aumenta la división del trabajo, éste se simplifica. La pericia especial del obrero no sirve ya de nada. Se le convierte en una fuerza productiva simple y monótona, que no necesita poner en juego ningún recurso físico ni espiritual. Su trabajo es ya un trabajo asequible a cualquiera. Esto hace que afluyan de todas partes competidores; y, además, recordamos que cuanto más sencillo y más fácil de aprender es un trabajo, cuanto menor coste de producción supone el asimilárselo, más disminuye el salario, ya que éste se halla determinado, como el precio de toda mercancía, por el coste de producción.

Por tanto, a medida que el trabajo va haciéndose más desagradable, más repelente, aumenta la competencia y disminuye el salario. El obrero se esfuerza por sacar a flote el volumen de su salario trabajando más; ya sea trabajando más horas al día o produciendo más en cada hora. Es decir, que, acuciado por la necesidad, acentúa todavía más los fatales efectos de la división del trabajo. El resultado es que, cuanto más trabaja, menos jornal gana; por la sencilla razón de que en la misma medida hace la competencia a sus compañeros, y convierte a éstos, por consiguiente, en otros tantos competidores suyos, que se ofrecen al patrono en condiciones tan malas como él; es decir, porque, en última instancia, se hace la competencia a sí mismo, en cuanto miembro de la clase obrera.

La maquinaria produce los mismos efectos en una escala mucho mayor, al sustituir los obreros diestros por obreros inexpertos, los hombres por mujeres, los adultos por niños, y porque, además, la maquinaria, dondequiera que se implante por primera vez, lanza al arroyo a masas enteras de obreros manuales, y, donde se la perfecciona, se la mejora o se la sustituye por máquinas más productivas, va desalojando a ;los obreros en pequeños pelotones. Más arriba, hemos descrito a grandes rasgos la guerra industrial de unos capitalistas con otros. Esta guerra presenta la particularidad de que en ella las batallas no se ganan tanto enrolando a ejércitos obreros, como licenciándolos. Los generales, los capitalistas rivalizan a ver quién licencia más soldados industriales.

Los economistas nos dicen, ciertamente, que los obreros a quienes la maquinaria hace innecesarios encuentran nuevas ramas en que trabajar.

No se atreven a afirmar directamente que los mismos obreros desalojados encuentran empleo en nuevas ramas de trabajo, pues los hechos hablan demasiado alto en contra de esta mentira. Sólo afirman, en realidad, que se abren nuevas posibilidades de trabajo para otros sectores de la clase obrera; por ejemplo, para aquella parte de la generación obrera juvenil que estaba ya preparada para ingresar en la rama industrial desaparecida. Es, naturalmente, un gran consuelo para los obreros eliminados. A los señores capitalistas no les faltarán carne y sangre fresca explotables y dejarán que los muertos entierren a sus muertos. Pero esto servirá de consuelo más a los propios burgueses que a los obreros. Si la maquinaria destruyese íntegra la clase de los obreros asalariados, ¡que espantoso sería esto para el capital, que sin trabajo asalariado dejaría de ser capital!

Pero, supongamos que los obreros directamente desalojados del trabajo por la maquinaria y toda la parte de la nueva generación que aguarda la posibilidad de colocarse en la misma rama encuentren nuevo empleo. ¿Se cree que por este nuevo trabajo se les habría de pagar tanto como por el que perdieron? Esto estaría en contradicción con todas las leyes de la economía. Ya hemos visto cómo la industria moderna lleva siempre consigo la sustitución del trabajo complejo y superior por otro más simple y de orden inferior.

¿Cómo, pues, una masa de obreros expulsados por la maquinaria de una rama industrial va a encontrar refugio en otra, a no ser con salarios más bajos, peores?

Se ha querido aducir como una excepción a los obreros que trabajan directamente en la fabricación de maquinaria. Visto que la industria exige y consume más maquinaria, se nos dice, las máquinas tienen, necesariamente, que aumentar, y con ellas su fabricación, y, por tanto, los obreros empleados en la fabricación de la maquinaria; además, los obreros que trabajan en esta rama industrial son obreros expertos, incluso instruidos.

Desde el año 1840, esta afirmación, que ya antes sólo era exacta a medias, ha perdido toda apariencia de verdad, pues en la fabricación de maquinaria se emplean cada vez en mayor escala máquinas, ni más ni menos que para la fabricación de hilo de algodón, y los obreros que trabajan en las fábricas de maquinaria sólo pueden desempeñar el papel de máquinas extremadamente imperfectas, al lado de las complicadísimas que se utilizan.

Pero, ¡en vez del hombre adulto desalojado por la máquina, la fábrica da empleo tal vez a tres niños y a una mujer! ¿Y acaso el salario del hombre no tenía que bastar para sostener a los tres niños y a la mujer? ¿No tenía que bastar el salario mínimo para conservar y multiplicar el género? ¿Qué prueba, entonces, este favorito tópico burgués? Prueba únicamente que hoy, para pagar el sustento de una familia obrera, la industria consume cuatro vidas obreras por una que consumía antes.

Resumiendo: cuanto más crece el capital productivo, mas se extiende la división del trabajo y la aplicación de maquinaria. Y cuanto más se extiende la división del trabajo y la aplicación de la maquinaria, más se acentúa la competencia entre los obreros y más se reduce su salario.

Además, la clase obrera se recluta también entre capas más altas de la sociedad. Hacia ella va descendiendo una masa de pequeños industriales y pequeños rentistas, para quienes lo más urgente es ofrecer sus brazos junto a los brazos de los obreros. Y así, el bosque de brazos que se extienden y piden trabajo es cada vez más espeso, al paso que los brazos mismos que lo forman son cada vez más flacos.

De suyo se entiende que el pequeño industrial no puede hacer frente a esta lucha, una de cuyas primeras condiciones es producir en una escala cada vez mayor, es decir, ser precisamente un gran y no un pequeño industrial.

Que el interés del capital disminuye en la misma medida que aumentan la masa y el número de capitales. en la que crece el capital, y que, por tanto, el pequeño rentista no puede seguir viviendo de su renta y tiene que lanzarse a la industria, ayudando de este modo a engrosar las filas de los pequeños industriales. y, con ello las de los candidatos a proletarios, es cosa que tampoco requiere más explicación.

Finalmente, a medida que los capitalistas se ven forzados, por el proceso que exponíamos más arriba, a explotar en una escala cada vez mayor los gigantescos medios de producción ya existentes, viéndose obligados para ello a poner en juego todos los resortes del crédito, aumenta la frecuencia de los terremotos industriales, en los que el mundo comercial sólo logra mantenerse a flote sacrificando a los dioses del averno una parte de la riqueza, de los productos y hasta de las fuerzas productivas; aumentan, en una palabra, las crisis. Estas se hacen más frecuentes y más violentas, ya por el solo hecho de que. a medida que crece la masa de producción y, por tanto, la necesidad de mercados más extensos, el mercado mundial va reduciéndose más y más, y quedan cada vez menos mercados nuevos que explotar, pues cada crisis anterior somete al comercio mundial un mercado no conquistado todavía o que el comercio sólo explotaba superficialmente. Pero el capital no vive sólo del trabajo. Este amo, a la par distinguido y bárbaro, arrastra consigo a la tumba los cadáveres de sus esclavos, hecatombes enteras de obreros que sucumben en las crisis. Vemos, pues, que, si el capital crece rápidamente, crece con rapidez incomparablemente mayor todavía la competencia entre los obreros, es decir, disminuyen tanto más, relativamente, los medios de empleo y los medios de vida de la clase obrera; y, no obstante esto, el rápido incremento del capital es la condición más favorable para el trabajo asalariado.

Escrito por C. Marx; sobre la base de las conferencias
pronunciadas en la segunda quincena de diciembre de 1847.

Se publica de acuerdo con el texto del folleto.

Traducido del alemán.




NOTAS

[1] Alusión a la leyenda del complicado nudo con que Gordio, rey de Frigia, unió el yugo al timón de su carro; según la predicción de un oráculo, quien lo desanudase sería el soberano de Asia; Alejandro de Macedonia, después de varias tentativas infructuosas, lo cortó con su espada.

[*] En este lugar el término «fuerza de trabajo» no fue introducido por Engels, sino que figura ya en el texto publicado por Marx en la «Neue Rheinische Zeitung» (N. de la Edit.)



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