K. Marx & F. Engels

La ideologia alemana

 

 

EL CONCILIO DE LEIPZIG

 

En el volumen tercero de la Wigandschen Viertel jahrs­schrift para 1845 asistimos realmente a la batalla de los hunos proféticamente pintada por Kaulbach. Los espíritus de los abatidos, cuya cólera no ha apaciguado ni siquiera la muerte, atruenan el espacio con su estrépito y sus bramidos, como un clamor de guerra y un ruido ensordecedor de espadas, escu­dos y carros de combate. Pero no se trata de cosas terrenales. En esta guerra santa no se ventilan los aranceles protectores, la Constitución, la enfermedad de las patatas, el régimen bancario o los ferrocarriles, sino los más sagrados intereses del espíritu, la “sustancia”, la “autoconciencia”, la “crítica”, el “Único” y el “hombre verdadero”. Estamos ante un Concilio de Padres de la Iglesia. Y como son los últimos ejemplares de su especie y asistimos, así hay que esperarlo, por última vez a un juicio en que se aboga en nombre del Altísimo, alias lo Absoluto, creemos que vale la pena de levantar acta de los debates.

Tenemos, en primer lugar, a San Bruno, a quien reconoceremos fácilmente por su cayado (“tórnate en sensualidad, tórnate en cayado”, Wigand, pág. 130). Ciñe su cabeza la gloriola de la “Crítica pura” y se envuelve, con gesto en que desprecia al mundo, en su “autoconciencia”. Ha “aplastado a la religión en su totalidad y al Estado en sus manifestaciones” (pág. 138), al tremolar el concepto de la “sustancia” en nombre de la suprema autoconciencia. Las ruinas de la Iglesia y los escombros del Estado yacen a sus pies, mientras su mirada debela a “la masa” y la hace morder el polvo. Es como Dios, que no tiene padre ni madre; es “la criatura de sí mismo, su propia obra” (pág. 136).

Es, en una palabra, el “Napoleón” del espíritu, y en espíritu “Napoleón”. Sus ejercicios espirituales consisten en “escucharse constantemente y en encontrar en este escucharse a sí mismo el acicate para la autodeterminación” (pág. 136); y, a consecuencia de este tremendo esfuerzo de tomar continuamente nota de sus propias palabras, adelgaza a ojos vistas. Pero, además de “escucharse” a sí mismo, escucha también, de vez en cuando, como habremos de ver, al Westphälisches Dampfboot [Vapor Westfaliano].

Frente a él aparece San Max. Los méritos de este santo varón para con el reino de Dios consisten en afirmar que, hasta el día de hoy, ha com-probado y demostrarlo su iden­tidad con cerca de seiscientos pliegos impresos, con los que patentiza que no es un cualquiera, “un Juan o un Pedro”, sino el santo Max en persona. De su gloriola y sus demás atributos cabe decir solamente que son “su objeto y, por tanto, su propiedad”, que son “únicos” e “incomparables” y que “no pueden nombrarse por nombres” (pág. 118). San Max es a un tiempo la “frase” y el.”fraseólogo”, Sancho Panza y Don Quijote. Sus ejercicios ascéticos consisten en amargos pensamientos acerca de la ausencia de pensa-mientos, en largos reparos acerca de la falta de reparos, que ocupan pliegos enteros, en la santificación de la falta de santidad. Por lo demás, no necesitarnos hacer grandes elogios de él, ya que tiene la costumbre de decir, a propósito de las cualidades que se le atribuyen, aunque sean más que los atributos que acompañan al nombre de Dios entre los mahometanos: soy todo eso y muchas cosas más; soy el todo de esa nada y la nada de ese todo. Y esto lo distingue ventajosamente de su sombrío rival por el hecho de poseer cierta solemne “ligereza” y de interrumpir de vez en cuando sus serias meditaciones con un “jubiloso grito crítico”.

Ante estos dos grandes ministros de la Santa Inquisición es llamado a comparecer el herético Feuerbach, para responder de una grave acu-sación de gnosticismo. El hereje Feuerbach “truena”, mientras San Bruno, que se halla en posesión de la hyle [En griego, materia, sustancia], de la sustancia, y se niega a entregársela a nadie, para que no se refleje en ella mi infinita autoconciencia. La autoconciencia tiene que rondar como un espectro hasta que no vuelva a recobrar en sí misma todas las cosas que son de ella y para ella. Ya se ha tragado al mundo entero, fuera de esta hyle de la sustancia, que el gnóstico Feuerbach tiene bajo cerrojo y no quiere entregar a nadie.

San Max acusa al gnóstico de poner en duda el dogma revelado por boca suya: el dogma de que “todo ganso, todo perro, todo caballo” es “el hombre perfecto y, si se gusta de emplear un superlativo, el hombre más perfecto” (Wigand, pág. 187: “A los demás no les falta tampoco un titulillo de lo que hace al hombre ser un hombre. Claro está que lo mismo ocurre con todo ganso, todo perro o todo caballo”).

Además del debate abierto por estas justas acusaciones, se ventila el proceso de los dos santos contra Moses Hess y el de San Bruno contra los autores de La Sagrada Familia. Sin embargo, como estos acusados se mueven entre las “cosas de este mundo”, razón por la cual no comparecen ante la Santa Casa [En español, en el original][3] se ven condenados en contumacia a la pena de eterno destierro del reino de Dios por todo el tiempo que dure su vida natural.

Por último, los dos grandes inquisidores se dedican también a urdir extravagantes intrigas entre sí y el uno contra el otro.