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Federico Engels
REVOLUCIÓN Y CONTRAREVOLUCIÓN EN ALEMANIA

 



XVIII

LOS PEQUEÑOS COMERCIANTES Y ARTESANOS


En nuestro último artículo hemos mostrado que la lucha entre los gobiernos alemanes, por un lado, y el Parlamento de Francfort, por el otro, había adquirido últimamente tal grado de violencia que, en los primeros días de mayo, en gran parte de Alemania estallaron insurrecciones: primero en Dresde, luego en el Palatinado bávaro, en parte de la Prusia renana y, por último, en Baden.

En todos los casos, las verdaderas fuerzas combativas de los insurrectos, las que empañaron primero las armas y dieron la batalla a las tropas, eran los obreros de las ciudades. Parte de la población más pobre del campo, los jornaleros y los pequeños campesinos, se adherían a ellos por lo general después de que estallaba el conflicto. El mayor número de jóvenes de todas las clases inferiores a la de los capitalistas se encontraba, al menos por algún tiempo, en las filas de los ejércitos insurrectos, pero esta multitud, bastante abigarrada, de jóvenes, disminuyó rápidamente tan pronto como las cosas tomaron un giro algo serio. Particularmente los estudiantes, estos «representantes del intelecto», como les agradaba denominarse, fueron los primeros en abandonar sus banderas, a menos que se lograse sujetarlos, ascendiéndolos a oficiales, para lo cual, por supuesto, sólo muy rara vez tenían los dones necesarios.

La clase obrera participó en esta insurrección como lo hubiera hecho en otra cualquiera que les permitiera o retirar algunos de los obstáculos interpuestos en su progreso hacia la dominación política y la revolución social o, al menos, obligara a las clases sociales más influyentes, pero menos valientes, a seguir un rumbo más decidido y revolucionario del que habían seguido hasta entonces. La clase obrera empuñó las armas con pleno conocimiento de que esa lucha, por sus fines directos, no era la suya; pero se atuvo a la única política acertada para ella: no permitir a ninguna clase, encumbrada a costa suya (como había hecho la burguesía en 1848), que consolidase su dominación de clase si no le dejaba, al menos, el campo libre para la lucha por sus propios intereses; en todo caso, aspiraba a provocar una crisis por la que o la nación fuese resuelta e inconteniblemente encauzada por la senda revolucionaria o se la condujese al restablecimiento más completo posible del status quo prerrevolucionario y, por lo mismo, hiciese inevitable una nueva revolución. En ambos casos, la clase obrera representaba los intereses reales y bien entendidos de toda la nación, acelerando cuanto pudiera el rumbo revolucionario que, para las viejas sociedades de la civilizada Europa, era ya una necesidad histórica y sin el cual ninguna de ellas podía aspirar de nuevo a un desarrollo más tranquilo y regular de sus fuerzas.

En cuanto a la población rural, que se había adherido a la insurrección, ésta se lanzó en lo fundamental a los brazos del partido revolucionario, en parte, por el enorme peso de los impuestos y, en parte, por las cargas feudales que la agobiaban. Faltos de iniciativa propia, iban a la cola de las otras clases incorporadas a la insurrección, vacilando entre los obreros y la clase de los pequeños artesanos y comerciantes. Su propia posición social privada decidía en casi todos los casos el camino que elegían; los obreros agrícolas apoyaban por lo general a los artesanos de la ciudad, y los pequeños campesinos optaban por ir de la mano con la pequeña burguesía.

Esta clase de los pequeños comerciantes y artesanos, cuyas gran importancia e influencia hemos advertido ya varias veces, puede ser considerada la clase dirigente de la insurrección de mayo de 1849. Como en esta ocasión entre los centros del movimiento no figuraba ninguna ciudad grande de Alemania, dicha clase, que predomina siempre en las ciudades medianas y pequeñas, encontró los medios de tomar en sus manos la dirección del movimiento. Hemos visto, además, que en esta lucha por la Constitución imperial y por los derechos del Parlamento alemán se ponían en juego precisamente los intereses de la clase que estamos tratando. Los Gobiernos Provisionales que se formaron en todas las regiones sublevadas representaban en su mayoría a esta parte del pueblo; por eso puede juzgarse de lo que es capaz de hacer, en general, la pequeña burguesía alemana, por la magnitud del movimiento y, como veremos, es sólo capaz de frustrar cualquier movimiento que se confíe a su dirección.

La pequeña burguesía, grande en jactancia, es completamente incapaz de actuar y muy cobarde para arriesgar algo. El carácter mezquino de sus transacciones comerciales y de sus operaciones de crédito es de lo más apto para imprimir un sello de falta de energía y espíritu emprendedor; por eso era de esperar que estas mismas cualidades marcasen su rumbo político. Efectivamente, la pequeña burguesía incitaba a la insurrección con palabras rimbombantes y gran jactancia de lo que iba a hacer; ansiaba adueñarse del poder tan pronto como la insurrección, en mucho contra su voluntad, estallara; e hizo uso de su poder con el único propósito de reducir a la nada los efectos de la insurrección. Dondequiera que el conflicto armado llevaba a una seria crisis, la pequeña burguesía era presa del mayor pánico por la peligrosa situación que la crisis creaba; era presa de pánico ante el pueblo que había tomado en serio sus jactanciosos llamamientos a las armas; presa de pánico del poder que de ese modo le había caído en las manos; presa de pánico, sobre todo, de las consecuencias que tendría para ella, para sus posiciones sociales y para sus fortunas la política en que se habían metido ellos mismos. ¿No se esperaba de ella que arriesgara «la vida y la propiedad», como acostumbraba a decir, por la causa de la insurrección? ¿No se había visto obligada a tomar posiciones oficiales en la insurrección, por lo que, en caso de derrota, ella corría el peligro de perder su capital? Y en caso de victoria, ¿no estaba ella segura de verse inmediatamente desplazada de sus puestos y ver radicalmente trastocada su política por los proletarios triunfantes que constituían la fuerza principal de su ejército combativo? Colocada así entre los peligros opuestos que la rodeaban por todos lados, la pequeña burguesía no supo aprovechar su poder más que para dejar que las cosas fuesen al azar, en virtud de lo cual se malogró, como es natural, la pequeña oportunidad de éxito que pudo haber y, así, condenar definitivamente la insurrección a la derrota. La política o, mejor dicho, la falta de política de la pequeña burguesía fue la misma por doquier, y, por eso, las insurrecciones de mayo de 1849 en todas las tierras de Alemania estuvieron cortadas por el mismo patrón.

En Dresde, la lucha duró cuatro días en las calles. La pequeña burguesía de la ciudad, la «guardia municipal», no ya se mantuvo al margen de la lucha, sino que, en muchas ocasiones, favoreció las operaciones de las tropas contra los insurrectos, que eran casi exclusivamente obreros de los distritos fabriles circundantes y encontraron un jefe capaz y sereno en el refugiado ruso Mijaíl Bakunin, que fue hecho prisionero y se encuentra actualmente recluido en la fortaleza de Munkacs[*], en Hungría. La intervención de numerosas tropas prusianas aplastó esta insurrección.

En la Prusia renana, la lucha era de poca monta. Como todas las grandes ciudades eran fortalezas dominadas por ciudadelas, las acciones de los sublevados hubieron de limitarse a escaramuzas aisladas. En cuanto hubo bastantes tropas concentradas, se puso fin a la resistencia armada.

En el Palatinado y en Baden, por el contrario, los sublevados se adueñaron de una región rica y fértil y de un Estado entero. El dinero, las armas, los soldados, las municiones, todo estaba a su disposición. Los soldados del ejército regular se adhirieron voluntariamente a los insurrectos; es más, en Baden formaban en las primeras filas. Las insurrecciones de Sajonia y de la Prusia renana se sacrificaron por ganar tiempo para organizar este movimiento del Sur de Alemania. Jamás hubo, como en este caso, condiciones tan propicias para una insurrección provincial y parcial. En París se esperaba una revolución; los húngaros estaban a las puertas de Viena; en todos los Estados centrales de Alemania estaban a favor de la insurrección no sólo el pueblo, sino incluso las tropas, que sólo esperaban una oportunidad para adherirse a ella abiertamente. Sin embargo, como el movimiento cayó en manos de la pequeña burguesía, fue frustrado desde el mismo comienzo. Los gobernantes pequeñoburgueses, particularmente los de Baden, encabezados por el señor Brentano, jamás olvidaron que, usurpando el puesto y las prerrogativas del soberano «legal», el Gran Duque, incurrían en alta traición. Se mantuvieron quietos en sus sillones ministeriales, sintiéndose delincuentes en el alma. ¿Qué se podía esperar de esos cobardes? No sólo abandonaron la insurrección a la espontaneidad, dejándola descentralizada y, por lo mismo, ineficaz, sino que hicieron cuanto pudieron para restar al movimiento toda la energía, debilitarlo y malograrlo. Y lo consiguieron merced al celoso apoyo de la clase de los profundos políticos, de los héroes «democráticos» de la pequeña burguesía que estaban seriamente convencidos de que «salvaban el país» mientras toleraban que los engañasen unos cuantos trapacistas como Brentano.

Por cuanto al aspecto bélico del asunto se refiere, jamás se llevaron las operaciones militares con tanto desaliño y mentecatez como bajo la dirección del ex teniente general del ejército regular Sigel, general en jefe de Baden. Todo estaba en completo desorden, se dejaron pasar todas las oportunidades propicias y perder todos los momentos preciosos, planeando proyectos colosales, pero impracticables, y cuando, al fin, se hizo cargo del mando el polaco de talento Mieroslawski, el ejército estaba desorganizado, derrotado, desmoralizado, mal abastecido y teniendo que hacer frente a un enemigo el cuádruple más numeroso. Mieroslawski no pudo hacer otra cosa que dar en Waghäusel una batalla gloriosa, pero sin éxito, replegarse inteligentemente, ofrecer un último combate sin esperanzas ante los muros de Rastatt y deponer el mando. Lo mismo que en todas las guerras insurreccionales, en las que los ejércitos son mezclas de soldados adiestrados y reclutas sin preparación, en el ejército revolucionario hubo mucho heroísmo y, a la vez, mucho pánico, impropio del soldado; pero, con toda la imperfección que no podía menos de tener, le cupo al menos la satisfacción de ver que la cuádruple superioridad numérica del enemigo no pareció a éste suficiente para derrotarlo y de que cien mil hombres de un ejército regular en una campaña contra veinte mil insurrectos les tenían en el aspecto militar tanto respeto como si hubiesen tenido que pelear contra la Vieja Guardia de Napoleón.

La insurrección estalló en mayo de 1849, y a mediados de julio del mismo año fue aplastada por completo, acabando así la primera revolución alemana.

Londres, septiembre de 1852



[*] El nombre ucraniano es Mukáchevo. (N. de la Edit.)