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Federico Engels
REVOLUCIÓN Y CONTRAREVOLUCIÓN EN ALEMANIA

 



V

LA INSURRECCION DE VIENA


El 24 de febrero de 1848 Luis Felipe fue expulsado de París y se proclamó la República Francesa. El 13 de marzo siguiente, el pueblo de Viena dio al traste con el poder del príncipe Metternich, a quien puso en vergonzosa fuga del país. El 18 de marzo, el pueblo de Berlín se alzó en armas y, tras obstinada lucha de dieciocho horas, tuvo la satisfacción de ver al Rey entregarse a sus manos. Hubo estallidos simultáneos de naturaleza más o menos violenta, pero todos con el mismo éxito, en las capitales de los Estados más pequeños de Alemania. El pueblo alemán, si bien es verdad que no llevó hasta el fin su primera revolución, emprendió al menos abiertamente el camino revolucionario.

Aquí no podemos entrar en detalles de los incidentes de todas estas insurrecciones: pero lo que sí debemos explicar es su carácter y la posición que las diferentes clases de la población adoptaron ante ellas.

Puede afirmarse que la revolución de Viena la hizo la población casi por unanimidad. La burguesía, excepto los banqueros y los capitalistas de la bolsa, se alzó como un solo hombre con los pequeños artesanos y comerciantes y el pueblo trabajador contra el gobierno que todos detestaban, contra el gobierno tan odiado por todos, que la pequeña minoría de nobles y acaudalados que lo apoyaban se agazapó al primer ataque. Las clases medias habían estado mantenidas en tal grado de ignorancia política por Metternich que no pudieron comprender en absoluto las noticias que les llegaron de París sobre el reino de la Anarquía, el Socialismo y el Terror y sobre la lucha que se avecinaba entre la clase de los capitalistas y la clase de los obreros. En su candor político, o no concedía importancia a estas noticias o las tenía por una diabólica invención de Metternich para intimidarlas y someterlas a su obediencia. Además, no habían visto nunca a los obreros actuar como clase o defender sus intereses propios, particulares, de clase. Por su vieja experiencia, no podían imaginarse la posibilidad de que surgieran repentinamente contradicciones algunas entre esas mismas clases que habían derrocado con unidad tan enternecedora un gobierno odiado por todos. Habían visto que los obreros estaban de acuerdo con ellas en todos los puntos: en el de la Constitución, en el del tribunal de jurados, en el de la libertad de prensa, etcétera. Así, al menos en marzo de 1848, estaban en cuerpo y alma con el movimiento, y el movimiento, por otra parte, las había hecho a ellas desde el mismo comienzo (por lo menos en teoría) las clases dominantes del Estado.

Pero todas las revoluciones tienen por destino que la unión de las diferentes clases, que siempre es en cierto grado una condición necesaria de toda revolución, no puede subsistir mucho tiempo. Tan pronto como se conquista la victoria contra el enemigo común, los vencedoras se dividen, forman distintas bandas, y vuelven las armas los unos contra los otros. Precisamente este rápido y pasional desarrollo del antagonismo entre las clases en los viejos y complicados organismos sociales hace que la revolución sea un agente tan poderoso del progreso social y político; y precisamente ese continuo y rápido crecer de los nuevos partidos, que se suceden en el poder durante esas conmociones violentas, hace a la nación que recorra en cinco años más camino que recorrería en un siglo en circunstancias ordinarias.

La revolución de Viena hizo a la clase media la clase predominante en el aspecto teórico; es decir, las concesiones que se arrancaron al gobierno eran tales que habrían asegurado inevitablemente la supremacía de la clase media si se hubieran puesto en práctica y se hubieran mantenido algún tiempo. Pero, en realidad, el dominio de esta clase estuvo lejos de establecerse. Es verdad que con la fundación de la Guardia Nacional, que dio armas a las clases medias, éstas cobraron fuerza e importancia; también es verdad que con la instauración del «Comité de Seguridad», especie de gobierno revolucionario que no respondía ante nadie y en el que predominaba la burguesía, ésta se encumbró en el poder. Pero, al mismo tiempo, parte de los obreros también estaban armados; ellos y los estudiantes cargaban con todo el peso de la lucha siempre que había que apelar a las armas; los estudiantes, unos cuatro mil en total, bien pertrechados y mucho más disciplinados que la Guardia Nacional, formaban el núcleo, la fuerza real del ejército revolucionario, y no estaban dispuestos a actuar como simple instrumento en manos del Comité de Seguridad. Y aunque los estudiantes lo reconocían y eran sus defensores más entusiastas, no por eso dejaban de constituir una especie de cuerpo independiente y bastante turbulento que celebraba por su cuenta reuniones en el «Aula» y mantenía una posición intermedia entre la burguesía y los obreros, impidiendo, con su agitación constante, que todo volviese a la tranquilidad cotidiana e imponiendo a menudo sus resoluciones al Comité de Seguridad. Por otra parte, los obreros, que habían sido despedidos del trabajo casi todos, hubieron de ser empleados en obras públicas a expensas del Estado y el dinero para pagarles había que sacarlo, naturalmente, de los bolsillos de los contribuyentes o de la caja de la ciudad de Viena. Todo esto no pudo menos de ser muy desagradable para los comerciantes y artesanos de Viena. Las manufacturas de la ciudad, destinadas a satisfacer el consumo de las casas ricas y aristocráticas de un vasto país, quedaron totalmente paralizadas, como se puede suponer, por la revolución, debido a la huida de los aristócratas y de la corte; el comercio decayó, y la agitación y ebullición continuas que partían de los estudiantes y los obreros no eran, por cierto, la mejor manera de «restablecer la confianza», como entonces se decía. Por eso no tardó en producirse cierto enfriamiento entre las clases medias, por un lado, y los turbulentos estudiantes y obreros, por el otro; y si, durante mucho tiempo, este enfriamiento no se transformó en hostilidad abierta, fue debido a que el Ministerio y, particularmente, la Corte, con su impaciencia por restablecer el viejo orden de las cosas daban constante pie a las sospechas y la actividad turbulenta de los partidos más revolucionarios y hacían aparecer sin cesar, incluso ante los ojos de las clases medias, el espectro del viejo despotismo de Metternich. Así, el 15 de mayo, y de nuevo el 26 del mismo, hubo en Viena más levantamientos de todas las clases debidos a que el gobierno había intentado restringir o anular totalmente algunas de las libertades recién conquistadas, y en cada ocasión, la alianza entre la Guardia Nacional o la burguesía armada, los estudiantes y los obreros se volvía a cimentar por cierto tiempo.

En cuanto a las otras clases de la población, la aristocracia y los magnates acaudalados habían desaparecido, y los campesinos estaban demasiado ocupados por todas partes en destruir el feudalismo hasta los últimos vestigios. Gracias a la guerra de Italia [30] y a las preocupaciones que Viena y Hungría daban a la Corte, los campesinos gozaban de completa libertad de acción, y en Austria consiguieron en la obra de su emancipación más que en cualquier otra parte de Alemania. La Dieta austríaca sólo tuvo que refrendar muy poco después los pasos dados en la práctica por los campesinos, y por mucho que el Gobierno de Schwarzenberg pueda restaurar, jamás podrá restablecer la servidumbre feudal de los campesinos. Y si en el momento presente Austria está de nuevo relativamente tranquila y hasta es fuerte, eso se debe principalmente a que la gran mayoría del pueblo, los campesinos, ha sacado verdaderas ventajas de la revolución y a que, atente el gobierno restaurado contra lo que quiera, estas ventajas materiales sensibles, conquistadas por los campesinos, siguen intactas hasta hoy.

Londres, octubre de 1851



[30]  Se trata de la guerra de liberación nacional del pueblo italiano contra la dominación austríaca en 1848 y 1849. La traicionera conducta de las clases dominantes italianas, que temían la unión de Italia por vía revolucionaria, condujo a la derrota en la lucha contra Austria.