F. ENGELS

 

Contribución a la historia del cristianismo primitivo



Escrito: En 1894.
Primera edición: En la revista Die Neue Zeit, vol. I (1894/1895), pags. 4-13 y 36-43.
Fuente de la traducción: F. Engels, "Contribución a la historia del cristianismo primitivo", http://antorcha.webcindario.com/fondo/contribucion.htm.
Esta edición: Marxists Internet Archive, diciembre de 2016.




I

La historia del cristianismo primitivo ofrece curiosos puntos de contacto con el movimiento obrero moderno. Como éste, el cristianismo era en su origen el movimiento de los oprimidos: apareció primero como la religión de los esclavos y los libertos, de los pobres y los hombres privados de derechos, de los pueblos sometidos o dispersados por Roma. Ambos, el cristianismo y el socialismo obrero predican una próxima liberación de la servidumbre y la miseria; el cristianismo traslada esta liberación al más allá, a una vida después de la muerte, en el cielo; el socialismo la sitúa en este mundo, en una transformación de la sociedad. Ambos son perseguidos y acosados, sus seguidores son proscritos y sometidos a leyes de excepción, unos como enemigos del género humano, los otros como enemigos del gobierno, la religión, la familia, el orden social. Y a pesar de todas las persecuciones e incluso directamente favorecidos por ellas, uno y otro se abren camino victoriosa, irresistiblemente. Tres siglos después de su aparición, el cristianismo es reconocido como la religión de Estado del Imperio romano: en menos de sesenta años, el socialismo ha conquistado una posición tal que su triunfo definitivo está absolutamente asegurado.

En consecuencia, si el señor profesor A. Menger, en su Derecho al producto íntegro del trabajo se asombra de que, dada la colosal centralización de los bienes raíces bajo los emperadores romanos y los infinitos sufrimientos de la clase trabajadora compuesta en su mayor parte por esclavos, no se haya implantado el socialismo tras la caída del imperio romano occidental, lo que él no ve es que precisamente ese socialismo, en la medida en que era posible por aquel entonces, existía en efecto y había llegado al poder..., con el cristianismo. Sólo que el cristianismo, como fatalmente tenía que ocurrir dadas las condiciones históricas, no quería realizar la transformación social en este mundo, sino en el más allá, en el cielo, en la vida eterna tras la muerte, en el inminente milenio.

Ya en la Edad Media se impone el paralelismo de los dos fenómenos en el curso de los primeros levantamientos de los campesinos oprimidos y especialmente de los plebeyos de las ciudades. Estos levantamientos, así como todos los movimientos de las masas en la Edad Media, estaban enmascarados necesariamente por lo religioso; aparecían como restauraciones del cristianismo primitivo tras una creciente degeneración (1), pero detrás de la exaltación religiosa se ocultaban por lo regular intereses muy concretos de este mundo. Esto se mostraba de una forma grandiosa en la organización de los taboritas de Bohemia bajo Jean Zizka, de gloriosa memoria. Pero este rasgo persiste a través de toda la Edad media hasta que desaparece poco a poco, tras la guerra de los campesinos en Alemania, para reaparecer entre los obreros comunistas después de 1830. Los comunistas revolucionarios franceses, al igual que Weitling y sus correligionarios, se mostraron partidarios del cristianismo primitivo mucho antes de que Renan dijese:

Si queréis haceros una idea de las primeras comunidades cristianas, mirad una sección local de la Asociación Internacional de los Trabajadores.

El escritor francés que, gracias a una explotación de la crítica bíblica alemana, sin parangón incluso en el periodismo moderno, compuso su novela de historia de la Iglesia Los orígenes del cristianismo, no sabía todo lo que había de cierto en sus palabras. Me gustaría que el viejo internacionalista fuese capaz de leer, por ejemplo, la segunda Epístola a los Corintios, atribuida a Pablo, sin que, en un punto al menos, no se abriesen antiguas heridas en él. Toda la Epístola, a partir del capítulo VIII, resuena a la eterna triste canción, por desgracia demasiado conocida: no hay entrada de cotizaciones. Cuántos de los más comprometidos propagandistas, alrededor de 1865, hubiesen estrechado la mano del autor de esta carta, quien quiera que fuese, murmurándole al oído con una cómplice inteligencia: ¡También a ti te ha pasado, hermano, también a ti! Igualmente, nosotros podríamos hablar mucho sobre esto –también en nuestra organización pululaban los corintios-, esas cotizaciones que no se pagaban, que, inasequibles, daban vueltas ante nuestros ojos de Tántalo, y ahí estaban precisamente los famosos millones de la Internacional.

Una de nuestras mejores fuentes sobre los primeros cristianos es Luciano de Samosata, el Voltaire de la antigüedad clásica, que mantenía una actitud igualmente escéptica respecto de toda especie de superstición religiosa y que, en consecuencia, no tenía motivos –ni por creencias paganas ni por política- para tratar a los cristianos de forma distinta que a cualquier otra asociación religiosa. Por el contrario, se burla de todas por su superstición, tanto de los adoradores de Júpiter como de los adoradores de Cristo: desde su punto de vista, llanamente racionalista, un tipo de superstición es tan inútil como otro. Este testigo, en todo caso imparcial, cuenta entre otras cosas, la biografía de un aventurero, Peregrinus, que se llamaba Proteo, de Parium en el Helesponto. El tal Peregrinus comienza su carrera durante su juventud en Armenia. Debido a un adulterio fue pillado en flagrante delito y linchado según la costumbre del país. Logrando felizmente escapar, estranguló en Parium a su anciano padre y tuvo que huir.

Fue en esa época cuando se instruyó en la admirable religión de los cristianos, uniéndose a algunos de sus sacerdotes y escribas en Palestina. ¿Qué os puedo decir? Este hombre pronto les hizo ver que no eran más que unos niños; sucesivamente profeta, tiasarca (2), jefe de asamblea, lo hizo todo, interpretando sus libros, explicándolos, elaborando a partir de su propia cosecha. Además, numerosas personas le veían como un dios, un legislador, un pontífice, igual a aquél que es honrado en Palestina, donde fue crucificado por haber introducido este nuevo culto entre los hombres. Habiendo sido apresado por este motivo, Proteo fue encarcelado... Desde el momento en que estuvo tras las rejas, los cristianos, considerándose golpeados ellos mismos, hicieron todo lo posible para sacarle de allí, pero no pudiendo lograrlo, le proporcionaron al menos toda clase de servicios con un celo y una diligencia infatigables. Desde la mañana, se veía situados alrededor de la prisión a una multitud de ancianas, viudas y huérfanos. Los principales jefes de la secta pasaban la noche a su lado, tras haber corrompido a los carceleros; se hacían traer comida, leían sus libros santos; y el virtuoso Peregrinus, como se seguía llamando, era conocido entre ellos como el nuevo Sócrates. Y esto no es todo, varias ciudades de Asia le enviaron delegados en nombre de los cristianos para servirle de apoyo, como abogados y consoladores. Sería difícil de creer su apresuramiento en tales circunstancias, para decirlo todo en una palabra, nada les costó. En realidad, con el pretexto de su encarcelamiento, Peregrinus recibió fuertes sumas de dinero y amasó una buena renta. Estos infelices creen que son inmortales y que vivirán eternamente, en consecuencia desprecian los suplicios y se entregan voluntariamente a la muerte. Su primer legislador también les ha convencido de que son todos hermanos. Desde el momento en que cambian de religión, renuncian a los dioses de los griegos y adoran al sofista crucificado, cuyas leyes obedecen. Igualmente, desprecian todos los bienes y los ponen en común, tan completamente creen en sus propias palabras. De manera que si entre ellos se presenta un impostor, un bribón hábil, no tiene ningún problema para enriquecerse muy pronto, riéndose con disimulo de su simpleza. No obstante, Peregrinus pronto fue liberado de su encarcelamiento por el gobernador de Siria.

Tras una serie de otras aventuras, dice:

Peregrinus vuelve pues a su vida errante, acompañado en sus correrías vagabundas por una tropa de cristianos que le sirven de satélites y satisfacen abundantemente sus necesidades. De este modo se mantuvo durante algún tiempo. Pero después, habiendo violado algunos de sus preceptos (se le había visto, creo, comer algo prohibido), fue abandonado por su cortejo y reducido a la pobreza (traducción Talbot).

Cuántos recuerdos de juventud se despiertan en mí, tras la lectura de este pasaje de Luciano. Ahí está, en primer lugar, el profeta Albretch que, a partir de 1840 más o menos, y durante unos años volvió literalmente inestables las comunidades comunistas de Weitling en Suiza. Era un hombre grande y fuerte, llevaba una larga barba, y recorría Suiza a pie, en busca de un auditorio para su nuevo evangelio de liberación del mundo. A fin de cuentas, parece haber sido un busca-líos bastante inofensivo, y se murió joven. Su sucesor, menos inofensivo, fue el Dr. George Kuhlmann de Holstein, que aprovechó el tiempo en que Weitling estuvo en prisión para convertir a los comunistas de la Suiza francesa a su evangelio y que, durante un tiempo, lo consiguió hasta tal punto que se ganó al más espiritual y más bohemio de ellos, Augusto Becker. El difunto Kuhlmann dictaba conferencias que en 1845 fueron publicadas en Ginebra bajo el título: El nuevo mundo o el reino del espíritu en la tierra. Anunciación. En la introducción, redactada con toda probabilidad por Becker, se lee:

Faltaba un hombre en la boca del cual todos nuestros sufrimientos, todas nuestras esperanzas y nuestras aspiraciones, en una palabra, todo aquello que remueve más hondamente nuestro tiempo, encontrase una voz… Ese hombre que esperaba nuestra época, ha aparecido. Es el Dr. George Kuhlmann de Holstein. Apareció con la doctrina del nuevo mundo o del reino del espíritu en la tierra.

Hay que decir que esta doctrina del nuevo mundo era sólo el más banal de los sentimentalismos, traducido a una fraseología semibíblica a la Lamennais y declamado con una arrogancia de profeta. Lo que no impedía a los buenos discípulos de Weitling tratar con mucha delicadeza a este charlatán, como los cristianos de Asia habían hecho con Peregrinus. Ellos, que normalmente eran archidemocráticos e igualitarios, hasta el punto de alimentar sospechas inextinguibles respecto de todo maestro de escuela, periodista, de todos aquellos que no eran obreros manuales, como si fuesen otros tantos listillos que buscaban explotarles, se dejaron convencer por este Kuhlmann con sus atavíos melodramáticos, de que en el nuevo mundo el más cuerdo, id est Kuhlmann, reglamentaría el reparto de goces y que, en consecuencia, ya en el viejo mundo, los discípulos tenían que proporcionar los goces por celemines al más listo, y contentarse ellos con las migajas. Y Peregrinus-Kuhlmann vivió en la alegría y la abundancia..., mientras duró. A decir verdad, apenas duró; el creciente descontento de los escépticos y los incrédulos, las amenazas de persecución del gobierno valdense (*) pusieron fin al reino del espíritu en Lausana; Kulhmann desapareció.

Ejemplos semejantes vendrán por docenas a la memoria de cualquiera que haya conocido por propia experiencia los comienzos del movimiento obrero en Europa. En el momento actual, casos tan extremos son imposibles, al menos en los grandes centros; pero en localidades perdidas, donde el movimiento conquista un terreno virgen, un pequeño Peregrinus de este tipo bien podría contar todavía con un éxito momentáneo y relativo. Y del mismo modo que en todos los países afluyen hacia el partido obrero todos los elementos que no tienen nada que esperar del mundo oficial, o que están quemados en él –tal como los adversarios de la vacunación, los vegetarianos, los antiviviseccionistas, los partidarios de la medicina natural, los predicadores de las congregaciones disidentes cuyos fieles se han largado, los autores de nuevas teorías sobre el origen del mundo, los inventores fracasados o infelices, las víctimas de reales o imaginarios atropellos a quienes la burocracia llama los que recriminan por nada, los imbéciles honestos y los deshonestos impostores-, igual ocurría entre los cristianos. Todos los elementos que el proceso de disolución del antiguo mundo había liberado, es decir, había echado por la borda, eran atraídos, uno tras otro al círculo de atracción del cristianismo, el único elemento que resistía a esa disolución –justo porque era necesariamente su producto más especial- y que, en consecuencia, subsistía y crecía mientras que los otros elementos no eran más que moscas efímeras. No hay exaltación, extravagancia, locura o estafa que no haya crecido entre las jóvenes comunidades cristianas y que, temporalmente y en ciertas localidades, no haya encontrado orejas atentas y dóciles creyentes. Y como los comunistas de nuestras primeras comunidades, los primeros cristianos eran de una credulidad inaudita en relación con todo lo que parecía convenirles, de tal manera que no sabemos, de una forma positiva, si del gran número de escritos que Peregrinus compuso para la cristiandad no se deslizaron fragmentos, por aquí y por allá, en nuestro Nuevo Testamento.

 

II

La crítica bíblica alemana, hasta ahora la única base científica de nuestro conocimiento sobre la historia del cristianismo primitivo, ha seguido una doble tendencia.

Una de estas tendencias está representada por la escuela de Tubinga, a la cual pertenece también en un amplio sentido D.F. Strauss. Esta tendencia llega tan lejos en el examen crítico como una escuela teológica puede llegar. Admite que los cuatro evangelios no son informes de testigos oculares, sino modificaciones posteriores de escritos perdidos, y que sólo cuatro, como mucho, de las Epístolas atribuidas a Pablo son auténticas, etc. Borra de la narración histórica, como inadmisibles, todos los milagros y todas las contradicciones; de lo que queda, procura salvar todo lo que puede ser salvado. Y en esto deja ver a las claras su carácter de escuela teológica. Es gracias a esta escuela como Renan, quien en gran parte se basa en ella, ha podido, aplicando el mismo método, llevar a cabo todavía otros salvamentos más. Además de numerosos relatos más que dudosos del Nuevo Testamento, aún quiere imponernos cantidad de leyendas de mártires como autentificadas históricamente. En todo caso, todo lo que esta escuela de Tubinga rechaza del Nuevo Testamento como apócrifo, o como no histórico, puede ser considerado como definitivamente descartado por la ciencia.

La otra tendencia está representada por un solo hombre: Bruno Bauer. Su gran mérito es haber criticado sin piedad los Evangelios y las Epístolas apostólicas, haber sido el primero en tomar en serio el examen de los elementos no sólo judíos y greco-alejandrinos, sino también griegos y greco-romanos que permitieron al cristianismo llegar a ser una religión universal. La leyenda del cristianismo nacido completamente del judaísmo, partiendo de Palestina para conquistar el mundo con una dogmática y una ética establecidas en sus grandes líneas, se hizo imposible desde Bruno Bauer; en lo sucesivo, como mucho podrá continuar vegetando en las facultades de teología y en la mente de las gentes que quieren conservar la religión para el pueblo, aunque sea en detrimento de la ciencia. En la formación del cristianismo, tal como fue elevado al rango de religión de Estado por Constantino, la Escuela de Filón de Alejandría y la filosofía vulgar greco-romana –platónica y especialmente estoica- han influido en gran medida. Esta medida está lejos de ser establecida en sus detalles, pero el hecho está demostrado, y ha sido obra sobre todo de Bruno Bauer; él estableció las bases de la prueba de que el cristianismo no fue importado de fuera, de Judea, e impuesto al mundo greco-romano, sino que fue, al menos en la forma que revistió como religión universal, el producto más auténtico de este mundo. Naturalmente, en este trabajo, Bauer sobrepasó con mucho el objetivo, como ocurre con todos los que combaten los prejuicios empedernidos. Con el ánimo de determinar, incluso desde el punto de vista literario, la influencia de Filón, y sobre todo de Séneca, sobre el naciente cristianismo, y de representar formalmente a los autores del Nuevo Testamento como plagiarios de estos filósofos, está obligado a retrasar la aparición de la nueva religión medio siglo, rechazar los relatos de los historiadores romanos que se oponen a ella y, en general, tomarse grandes libertades con la historia recibida. Según él, el cristianismo como tal aparece bajo los emperadores Flavianos, la literatura del Nuevo Testamento bajo Adriano, Antonino y Marco Aurelio. En consecuencia, con Bauer desaparece toda base histórica para los relatos del Nuevo Testamento relativos a Jesús y a sus discípulos; se resuelven en leyendas donde las fases de desarrollo interno y los conflictos de sentimientos de las primeras comunidades son atribuidos a personas más o menos ficticias. Según Bauer, no son la Galilea ni Jerusalén, sino Alejandría y Roma los lugares de nacimiento de la nueva religión.

En consecuencia, si en el residuo que no pone en duda sobre la historia y la literatura del Nuevo Testamento, la escuela de Tubinga nos ha ofrecido lo máximo que puede la ciencia, incluso actualmente, dejar pasar como objeto de controversia, Bruno Bauer nos aporta lo máximo de lo que en ambas ella puede poner en duda. La verdad se encuentra entre estos dos límites. Que ésta, con nuestros actuales medios, sea susceptible de ser determinada, parece muy problemático. Nuevos hallazgos, especialmente en Roma, Oriente y ante todo en Egipto, contribuirán a ello bastante más que cualquier crítica.

Ahora bien, existe en el Nuevo Testamento un solo libro del que se puede fijar, algunos meses arriba o abajo, la fecha de redacción; debió ser escrito entre junio del 67 y enero o abril del 68; es un libro que, en consecuencia, pertenece a los primeros años cristianos, que refleja las ideas de esta época con la más ingenua sinceridad y en el lenguaje idiomático que le corresponde; que por lo tanto es, a mi entender, mucho más importante para determinar lo que fue realmente el cristianismo primitivo que todos los demás del Nuevo Testamento, muy posteriores en fecha en su redacción actual. Es el llamado Apocalipsis de Juan; y como además este libro, en apariencia el más oscuro de toda la Biblia, se ha convertido actualmente, gracias a la crítica alemana, en el más comprensible y transparente de todos, me propongo hablarle de él al lector.

Basta echar un vistazo a este libro para convencerse del estado de exaltación no sólo del autor, sino también del medio en el cual éste vivía. Nuestro Apocalipsis no es el único de su especie y de su época. Desde el año 164 antes de nuestra era, fecha del primero que se conserva –el libro de Daniel- hasta alrededor del 250 de nuestra era, fecha aproximada del Carmen de Comodo, Renan no cuenta menos de 15 Apocalipsis clásicos llegados hasta nosotros, sin hablar de las imitaciones ulteriores. (Cito a Renan porque su libro es el más accesible y conocido fuera de los círculos de los especialistas.) Fue una época en la que, en Roma y en Grecia, pero incluso más en Asia menor, en Siria y en Egipto, una mezcla absolutamente aventurada de las más groseras supersticiones de los pueblos más diversos era aceptada sin examen y completada con piadosos fraudes y un charlatanismo directo, en la  que los milagros, los éxtasis, las visiones, la adivinación, la alquimia, la cábala y otras hechicerías ocultas actuaban como el protagonista principal. En esta atmósfera nació el cristianismo primitivo, y esto en una clase de personas que, más que cualquier otras, estaban abiertas a estos fantasmas. Además, los gnósticos cristianos de Egipto, como lo prueban entre otras cosas los papiros de Leyde, en el 2º siglo de nuestra era se consagraron fuertemente a la alquimia e incorporaron nociones de ésta a sus doctrinas. Y los mathematici caldeos y judíos que, según Tácito, fueron expulsados de Roma por magia bajo Claudio y también bajo Vitelio, no se entregaban a otros tonos de geómetra distintos de los que encontraremos en el mismo corazón del Apocalipsis de Juan.

A esto se añade que todos los Apocalipsis se arrogan el derecho de engañar a sus lectores. No sólo son por norma general escritos por personas muy distintas –en su mayor parte más modernas- de sus pretendidos autores (por ejemplo, el libro de Daniel, el de Enoch, los Apocalipsis de Esdras, de Baruch, de Judas, etc.; los libros sibilinos), sino que además en el fondo sólo profetizan cosas ocurridas hace tiempo y perfectamente conocidas por el verdadero autor. Así, en el año 164, poco antes de la muerte de Antioco Epifanio, el autor del libro de Daniel le hace predecir a éste, del cual se considera que vivió en la época de Nabucodonosor, el ascenso y la caída de la hegemonía de Persia y de Macedonia, y el comienzo del imperio mundial de Roma, con el fin de preparar a sus lectores, mediante esta prueba de sus dones proféticos, para que acepten su profecía final: que el pueblo de Israel superará todos sus sufrimientos y logrará al fin la victoria. Por lo tanto, si el Apocalipsis de Juan fuese realmente obra del supuesto autor, constituiría la única excepción en la literatura apocaliptica.

En todo caso, el Juan que se considera su autor era un hombre muy considerado entre los cristianos de Asia Menor. Lo demuestra el tono de las cartas a las siete Iglesias. Por lo tanto, puede que éste fuese el apóstol Juan, cuya existencia histórica, si bien no está absolutamente atestiguada, al menos es muy verosímil. Y si este apóstol fue efectivamente el autor, esto reforzará nuestra tesis. Será la mejor prueba de que el cristianismo de este libro es el verdadero, al auténtico cristianismo primitivo. Está probado, dicho sea de paso, que el Apocalipsis no es del mismo autor que el Evangelio o las tres Epístolas atribuidas a Juan.

El Apocalipsis está compuesto por una serie de visiones. En la primera, Cristo aparece, vestido de sumo sacerdote, marchando entre siete candelabros de oro que representan a las siete Iglesias de Asia, y dicta a Juan las cartas a los siete ángeles de estas Iglesias de Asia. Desde el principio, se manifiesta de un modo contundente la diferencia entre este cristianismo y la religión universal de Constantino formulada por el concilio de Nicea. La Trinidad no sólo es desconocida, sino algo imposible aquí. En el lugar del Espíritu Santo único posterior, tenemos los siete espíritus de Dios extraídos por los rabinos de Isaías, XI, 2; Jesucristo es el Hijo de Dios, el primero y el último, el alfa y el omega, pero de ningún modo Dios él mismo, o igual que Dios; por el contrario, él es el comienzo de la creación de Dios, por consiguiente, una emanación de Dios que existe desde toda la eternidad, pero alternado, análoga a los siete espíritus mencionados más arriba. En el capítulo XV, 3, los mártires en el cielo cantan el cántico de Moisés, el servidor de Dios, y el cántico del cordero por la glorificación de Dios. Jesucristo aparece aquí, por lo tanto, no sólo subordinado a Dios, sino en cierto modo situado en el mismo plano que Moisés. Jesucristo es crucificado en Jerusalén (XI, 8), pero resucita (I, 5, 8), es el cordero que fue sacrificado por los pecados del mundo y con cuya sangre los fieles de todos los pueblos y lenguas son redimidos por Dios. Encontramos aquí la concepción fundamental que permite al cristianismo desarrollarse como religión universal. La noción de que los dioses, ofendidos por las acciones de los hombres podían ser aplacados mediante sacrificios era común a todas las religiones de los semitas y los europeos;  la primera idea revolucionaria fundamental del cristianismo (tomada de la escuela de Filón) era que, mediante el único gran sacrificio voluntario de un mediador, los pecados de todos los hombres de todos los tiempos eran expiados de una vez por todas..., para los fieles. De este modo, desaparecía la necesidad de todo sacrificio ulterior, y por consiguiente, la base de numerosas ceremonias religiosas. Ahora bien, desembarazarse de ceremonias que dificultaban o prohibían el comercio con hombres de creencias diferentes, era la primera condición de una religión universal. Y sin embargo la costumbre de los sacrificios estaba tan anclada en los hábitos populares que el catolicismo –que retoma tanto de las costumbres paganas- consideró útil acogerlos favorablemente introduciendo al menos el simbólico sacrificio de la misa. Por el contrario, ningún rastro en nuestro libro del dogma del pecado original.

Lo que por encima de todo caracteriza estas cartas, al igual que todo el libro, es que nunca ni en parte alguna se le ocurre al autor nombrarse, ni a sí mismo ni a sus correligionarios, de otro modo que como... judíos. A los sectarios de Esmirna y de Filadelfia, contra los cuales se alza, les reprocha: No se hacen llamar judíos y no lo son, sino que son una sinagoga de Satán; de los de Pérgamo, dice:

Están vinculados a la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balak a poner obstáculos ante los hijos de Israel para que comiesen carne de animales sacrificados a los ídolos y se entregasen a la impudicia.

Por lo tanto, no estamos hablando aquí de cristianos conscientes, sino de personas que se tienen por judíos; su judaísmo es sin duda una nueva fase de desarrollo del antiguo; precisamente por eso es el único verdadero. Por eso en el momento de la comparecencia de los santos ante el trono de Dios, aparecen en primer lugar 144.000 judíos, 12.000 de cada tribu, y sólo después la innumerable multitud de paganos convertidos a este judaísmo renovado. Hasta tal punto estaba nuestro autor, en el año 69 de nuestra era, lejos de dudar de que representara una fase totalmente nueva de la evolución religiosa, llamada a transformarse en uno de los elementos más revolucionarios en la historia del espíritu humano.

Como se puede ver, ese cristianismo de entonces, que todavÍa no tenía consciencia de sí, estaba a mil leguas de la religión universal, dogmáticamente asentada por el concilio de Nicea; imposible reconocer a ésta en aquél. Ni la dogmática ni la ética del cristianismo posterior se encuentran en él; en cambio, existe el sentimiento de que se está en lucha contra todo un mundo, y que de esta lucha se saldrá vencedor. Un ardor guerrero y una certeza de vencer que han desaparecido completamente entre los cristianos de nuestros días y no se encuentran ya más que en el otro polo de la sociedad, entre los socialistas.

En realidad, la lucha contra un mundo que, al principio, lleva la ventaja, y la lucha simultánea de los innovadores entre ellos mismos, son comunes a los dos, a los cristianos primitivos y a los socialistas. Estos dos grandes movimientos no están hechos por jefes y profetas –pese a que los profetas no faltan ni en uno ni en el otro-, son movimientos de masas. Y todo movimiento de masas es necesariamente confuso al principio; confuso porque se mueve, en primer lugar, entre contradicciones, porque carece de claridad y de coherencia; y también confuso precisamente a causa del papel que al comienzo juegan en él los profetas. Esta confusión se manifiesta en la formación de numerosas sectas que se combaten entre sí con tanta saña al menos como combaten contra el enemigo común ajeno a ellas. Esto ocurría en el cristianismo primitivo, y lo mismo ocurrió en los comienzos del movimiento socialista, por muy doloroso que fuese para las honradas personas bien intencionadas que predicaban la unión, cuando la unión no era posible.

¿Acaso, por ejemplo, la cohesión de la Internacional era debida a un dogma común? De ningún modo. Había en ella comunistas según la tradición francesa de antes de 1848 que, a su vez, representaban diferentes matices, comunistas de la escuela de Weitling, otros que pertenecían a la renovada liga de los comunistas, proudhonianos que representaban el elemento predominante en Francia y Bélgica, blanquistas, el Partido Obrero alemán, en fin, anarquistas bakuninistas que durante un tiempo predominaron en España e Italia. Y éstos eran sólo los grupos principales. A partir de la fundación de la Internacional, ha sido necesario un buen cuarto de siglo para que se lleve a cabo definitivamente y en todas partes la separación con los anarquistas, y que se establezca un acuerdo al menos sobre los puntos de vista económicos más generales. Y eso con nuestros medios de comunicación, los ferrocarriles, telégrafos, la ciudades monstruo industrializadas, la prensa y las reuniones populares organizadas.

La misma división en innumerables sectas se daba entre los primeros cristianos, división que era justamente el medio de suscitar la discusión y lograr la unidad ulterior. Constatamos ya esta división en este libro, indudablemente el más antiguo documento cristiano, y nuestro autor fulmina contra ella con el mismo implacable arrebato que contra todo el mundo pecador de afuera. En primer lugar, contra los nicolaítas, en Efeso y Pérgamo; los que dicen ser judíos pero son la sinagoga de Satán, en Esmirna y Filadelfia; los seguidores de la doctrina del falso profeta llamado Balaam, en Pérgamo; los que dicen ser profetas y no lo son, en Efeso; en fin, los partidarios de la falsa profetisa llamada Jezabel, en Tiatira. No sabemos nada más preciso sobre estas sectas, sólo de los sucesores de Balaam y de Jezabel se dice que comen carnes sacrificadas a los ídolos y se entregan a la impudicia.

Se ha tratado de representar a estas cinco sectas como si fuesen cristianos paulinos, y todas estas cartas como si fuesen dirigidas contra Pablo el falso apóstol, el supuesto Balaam y Nicolás. Los argumentos poco sostenibles que se relacionan con esto se encuentran reunidos en Renan, Saint Paul (Paris, 1869, páginas 303, 305, 367, 370). Todos conducen a una explicación de nuestras cartas mediante los Actos de los Apóstoles y las supuestas Epístolas de Pablo, escritos que, al menos en su redacción actual, son posteriores en sesenta años al Apocalipsis y cuyos datos relativos a éstas son, pues, más que dudosos y que, además, se contradicen absolutamente entre sí. Pero lo que zanja la cuestión es que a nuestro autor no se le pudo ocurrir darle a una sola y única secta cinco denominaciones diferentes: dos para la única Efeso (falsos apóstoles y nicolaítas) e igualmente dos para Pérgamo (los balamitas y los nicolaítas) y esto designándolos expresamente en cada caso como dos sectas diferentes. Sin embargo, no tenemos intención de negar que entre estas sectas hayan podido encontrarse elementos a los que hoy se consideraría como de sectas paulinas.

En los dos pasajes en que se entra en detalles, la acusación se limita al consumo de carnes sacrificadas a los ídolos, y a la impudicia, los dos puntos sobre los que los judíos –tanto los antiguos como los judíos cristianos- estaban en eterna disputa con los paganos conversos. Carne proveniente de sacrificios paganos era no sólo servida en los festines, en los cuales rechazar los manjares presentes podía parecer inconveniente, incluso ser peligroso, sino que además era vendida en los mercados públicos en los que apenas era posible discernir si era koscher (**) o no. Por impudicia, estos mismos judíos entendían no sólo el comercio sexual fuera del matrimonio, sino también el matrimonio entre parientes en grados prohibidos por la Ley judía, o aún más entre judíos y paganos, y es éste el sentido que, por lo común, se da a la palabra en los Hechos de los apóstoles (XV, 20 y 29). Pero nuestro Juan tiene una forma propia de verlo, incluso en lo relativo al comercio sexual permitido a los judíos ortodoxos. Dice (XIC, 4) de los 144.000 judíos celestes: Son los que no se han manchado con mujeres, los que son vírgenes. Y, de hecho, en el cielo de nuestro Juan no hay ni una sola mujer. Pertenece pues a esa tendencia que se manifiesta igualmente en otros escritos del cristianismo primitivo y que considera pecado el comercio sexual en general. Si, además, se tiene en cuenta el hecho de que califica a Roma como la gran prostituta con la cual los reyes de la tierra se han entregado a la impudicia y han sido embriagados por el vino de su impudicia –y sus comerciantes se han enriquecido por la pujanza de su lujo-, se nos hace imposible comprender la palabra de las cartas en el sentido estrecho que la apologética teológica querría atribuirle, con el único fin de extraer de ahí una confirmación para otros pasajes del Nuevo Testamento. Muy al contrario. Estos pasajes de las cartas indican claramente el fenómeno común a todas las épocas profundamente convulsas, a saber: que al mismo tiempo que se rompen todas las barreras, se busca relajar los vínculos tradicionales de las relaciones sexuales. Del mismo modo, en los primeros siglos cristianos, paralelamente al ascetismo que mortifica la carne, se manifiesta bastante a menudo la tendencia a extender la libertad cristiana a las relaciones, más o menos libres de trabas entre hombres y mujeres. Lo mismo ocurrió en el socialismo moderno.

¡Qué santa indignación provocó después de 1830, en la Alemania de entonces –esa piadosa guardería, como la llamaba Heine- la réhabilitation de la chair (3) saintsimoniana! Los más profundamente indignados fueron las órdenes aristocráticas que dominaban por entonces (en aquellos años aún no había clases entre nosotros) y que, tanto en Berlín como en sus propiedades del campo, no sabían vivir sin una rehabilitación reiterada de su carne. ¡Qué hubiesen dicho estas buenas gentes si hubiesen conocido a Fourier, que ofrece para la carne la perspectiva de otras muchas cabriolas!

Una vez superado el utopismo, estas extravagancias dejaron el puesto a nociones más racionales y, en realidad, mucho más radicales, y después de que la Alemania de la piadosa guardería de Heine que era, llegase a ser el centro del movimiento socialista, todos se burlan de la hipócrita indignación del piadoso mundo aristocrático.

Ese es todo el contenido  dogmático de las cartas. En cuanto a lo demás, llaman a los compañeros a la propaganda enérgica, a la orgullosa y valiente confesión de su fe frente a sus adversarios, a la lucha sin descanso contra el enemigo de fuera y de dentro; y por lo que respecta a esto, podrían estar escritas por un entusiasta de la Internacional un pelín profeta.

III

Las cartas son sólo la introducción al verdadero tema de la comunicación de nuestro Juan a las siete Iglesias de Asia menor y, por medio de éstas, a toda la judería reformada del año 69, de la que salió la cristiandad más adelante. Y aquí entramos en el santuario más íntimo del cristianismo primitivo.

¿Entre qué personas se reclutaron los primeros cristianos? Principalmente, entre los laboriosos y agobiados que pertenecían a las capas más bajas del pueblo, tal como conviene al elemento revolucionario. ¿Y de quiénes estaban compuestas estas capas? En las ciudades, hombres libres venidos a menos, personas de todo tipo, semejantes a los mean whites (4) de los Estados esclavistas del Sur, a los aventureros y vagabundos europeos de las ciudades marítimas coloniales y chinas, también de libertos y sobre todo de esclavos; en los latifundios de Italia, Sicilia y África, de esclavos; en los distritos rurales de las provincias, de pequeños campesinos cada vez más oprimidos por las deudas. No había de ninguna manera una vía de emancipación común para tan diversos elementos. Para todos ellos, el paraíso perdido estaba en el pasado; para el hombre libre venido a menos era la polis, ciudad y Estado a la vez cuyos ancestros habían sido en otros tiempos los ciudadanos libres; para los esclavos prisioneros de guerra, la era de la libertad antes de la servidumbre y la cautividad; para el pequeño campesino, la sociedad gentilicia y la comunidad del suelo aniquiladas. La mano de hierro igualadora del romano conquistador había echado abajo todo esto. La colectividad social más importante que la antigüedad había creado era la tribu y la confederación de tribus emparentadas, agrupamiento basado entre los bárbaros en las líneas de consanguíneos, entre los griegos y los italos, fundadores de ciudades, en la polis que comprendía una o varias tribus emparentadas. Filipo y Alejandro dieron a la península helénica la unidad política, pero el resultado no fue la formación de una nación griega. Las naciones sólo se hicieron posibles tras la caída del imperio romano. Éste puso fin de una vez por todas a los pequeños agrupamientos; la fuerza militar, la jurisdicción romana, el aparato de cobro de los impuestos dislocaron completamente la organización interna tradicional. A la pérdida de la independencia y de la organización original vino a añadirse el pillaje por las autoridades militares y civiles, que comenzaban por despojar a los vasallos de sus tesoros, para luego prestarles de nuevo a tasas de usura, a fin de que pudiesen pagar nuevas exacciones. El peso de los impuestos y la necesidad de dinero que resultaba de ello en regiones en las que la economía natural reinaba exclusivamente o de forma preponderante, ponían cada vez más a los campesinos a merced de los usureros, introducían una gran desproporción en las fortunas, enriquecían a los ricos y arruinaban por completo a los pobres. Y cualquier resistencia de las pequeñas tribus aisladas o de las ciudades al gigantesco poder de Roma carecía de toda esperanza. ¿Cuál era el remedio a esto, cuál el refugio para los avasallados, los oprimidos, los arruinados, qué salida común para estos distintos grupos humanos, con intereses divergentes e incluso opuestos? No obstante, se hacía muy necesario encontrar una, era preciso que un solo y gran movimiento revolucionario los abarcase a todos.

Esta salida se encontró, pero no en este mundo. Y, tal como estaban las cosas entonces, sólo la religión podía ofrecerla. Un nuevo mundo se abrió. La existencia del alma tras la muerte de los cuerpos se había hecho, poco a poco, un artículo de fe reconocido en todo el mundo romano. Además, una forma de castigo y de recompensa para el alma del muerto, según las acciones realizadas cuando estaba vivo, era cada vez más admitida por todos. Para las recompensas, la verdad es que esto sonaba un poco a hueco, la antigüedad era demasiado espontáneamente materialista para no atribuir un precio infinitamente mayor a la vida real que a la vida en el reino de las sombras; entre los griegos, la inmortalidad pasaba más bien por un infortunio. Llegó el cristianismo, que se tomó en serio las penas y las recompensas en el otro mundo y creó el cielo y el infierno; así se había encontrado la vía por la que conducir a los trabajadores y los oprimidos de este valle de lágrimas al paraíso eterno. De hecho, era necesaria la esperanza de una recompensa en el más allá para llegar a elevar la renuncia al mundo y el ascetismo de la escuela estoica de Filón al rango de principio ético fundamental de una nueva religión universal capaz de atraer a las masas oprimidas.

No obstante, la muerte no abre de buenas a primeras este paraíso celeste a los fieles. Veremos que el reino de Dios, cuya nueva Jerusalén es la capital, no se conquista ni se abre más que tras ardorosas luchas con las potencias infernales. Ahora bien, los primeros cristianos se representaban estas luchas como inminentes. Tras el inicio, nuestro Juan define su libro como la revelación de las cosas que deben ocurrir pronto; poco después, en el versículo 3, dice: Feliz el que lee y los que escuchan las palabras de la profecía, pues el tiempo está cercano; a la comunidad de Filadelfia, Jesucristo le dicta; Vendré pronto. Y en el último capítulo, el ángel dice que reveló a Juan las cosas que deben ocurrir pronto y le ordena: No pongas un sello a las palabras de la profecía de este libro, pues el tiempo está próximo, y el mismo Jesucristo dice, en dos ocasiones, versículos 12 y 30: Vendré pronto. A continuación veremos hasta que punto esta venida era esperada para pronto.

Las visiones apocalípticas que el autor hace pasar ahora ante nuestros ojos, son todas, y la mayor parte de las veces palabra por palabra, tomadas de modelos anteriores. En parte, de los profetas clásicos del Antiguo Testamento, sobre todo de Ezequiel, en parte de los Apocalipsis judíos posteriores, compuestos según el prototipo del libro de Daniel y sobre todo del libro de Enoc ya redactado, al menos en parte, en aquella época. Los críticos han demostrado hasta en los menores detalles, de dónde ha sacado nuestro Juan cada imagen, cada siniestro pronóstico, cada plaga infligida a la incrédula humanidad, en pocas palabras, el conjunto de los materiales de su libro; de manera que no sólo demuestra una falta de imaginación poco común, sino que también él mismo proporciona la prueba de que no vivió sus pretendidas visiones y éxtasis, ni siquiera en su imaginación, tal como las ha descrito.

He aquí, en pocas palabras, el desarrollo de esas apariciones. En primer lugar, Juan ve a Dios sentado en su trono, con un libro sellado por siete sellos en la mano; ante él está el cordero (Jesús) degollado, pero de nuevo vivo, que es hallado digno de abrir los sellos. La apertura de cada sello es acompañada de toda clase de signos y prodigios amenazantes. Al quinto sello, Juan percibe, bajo el altar de Dios, las almas de los mártires de Cristo que han sido muertos a causa de la palabra de Dios:

Ellos clamaron con fuerte voz, diciendo: ¿Hasta cuándo, maestro santo y venerable, esperarás para juzgar y vengar nuestra sangre en los habitantes de la tierra?

Después de esto, se le da a cada uno una ropa blanca y se les invita a tener un poco más de paciencia hasta que esté completo el número de los mártires que han de morir. Aquí todavía no se plantea de ninguna manera la religión del amor, del amad a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, etc..., aquí se predica abiertamente la venganza, la sana, la honesta venganza contra los perseguidores de los cristianos. Y es así a todo lo largo del libro. Cuanto más se acerca la crisis, más arrecia la lluvia de plagas y juicios del cielo, y más alegría manifiesta nuestro Juan al anunciar que, mientras tanto, la mayor parte de los hombres no se arrepienten y rechazan hacer penitencia por sus pecados; que nuevos azotes de Dios han de caer sobre ellos; que Cristo tiene que gobernarlos con una vara de hierro y pisar el vino en el lagar de la cólera de Dios todopoderoso; pero que, no obstante, los impíos se mantienen duros de corazón. Es el sentimiento natural, alejado de toda hipocresía, de que se está en la lucha, y que à la guerre comme à la guerre (5). Al abrirse el séptimo sello, aparecen siete ángeles con trompetas: cada vez que un ángel toca la trompeta, se producen nuevos signos de espanto. Tras el séptimo toque de trompeta, siete nuevos ángeles entran en escena portando las siete copas de la cólera de Dios que son arrojadas en la tierra y, de nuevo, llueven azotes y juicios, en lo esencial una fatigosa repetición de lo que ya ocurrió en numerosas ocasiones. Después, viene la mujer, Babilonia, la gran prostituta, vestida de púrpura y escarlata, sentada sobre las aguas, ebria de la sangre de los santos y de los mártires de Jesús, es la gran ciudad sobre las siete colinas que reina sobre los reyes de la tierra. Está sentada sobre una bestia que tiene siete cabezas y diez cuernos. Las siete cabezas son siete montañas, y son también siete reyes. De estos reyes, cinco ya han pasado; uno existe, el séptimo está por venir, y tras él, uno de los cinco primeros, que había sido herido de muerte pero fue curado, volverá. Éste reinará sobre la tierra durante cuarenta y dos meses, o tres años y medio (la mitad de una semana de siete años), perseguirá a los fieles a muerte y hará triunfar la impiedad. Después, se libra la gran batalla decisiva, los santos y los mártires son vengados con la destrucción de la gran prostituta Babilonia y de todos sus partidarios, es decir, de la gran mayoría de los hombres; el demonio es arrojado al abismo y encadenado allí por mil años, durante los cuales reina el Cristo con los mártires resucitados. Cuando se cumplen los mil años, el diablo es liberado: sigue una última batalla de los espíritus en la cual es definitivamente vencido. Tiene lugar una segunda resurrección, el resto de los muertos resucita y comparece ante el trono de Dios (no de Cristo, atención a esto) y los fieles entran en un nuevo cielo, una nueva tierra y una nueva Jerusalén para la vida eterna.

Del mismo modo que todo este tinglado es levantado con materiales exclusivamente judíos y precristianos, muestra concepciones casi pura y exclusivamente judías. Desde que las cosas comenzaron a ir mal para el pueblo de Israel, desde el momento en que se hizo tributario de Asiria y de Babilonia, desde la destrucción de los dos reinos de Israel y de Judá hasta su servidumbre a los seléucidas, es decir, desde Isaías hasta Daniel, siempre hubo, en las horas de adversidad, la profecía de un salvador providencial. En el capítulo XII, 1, 3 de Daniel se encuentra la profecía de la llegada de Miguel, el ángel guardián de los judíos, que les liberará de su gran desamparo: Muchos muertos resucitarán, habrá una especie de juicio final y los que hayan enseñado la justicia a la multitud brillarán como estrellas, para siempre y a perpetuidad. De cristiano sólo hay aquí el acento puesto con insistencia en la inminencia del reino de Jesucristo y en la felicidad de los fieles resucitados, particularmente los mártires.

Debemos a la crítica alemana, y sobre todo a Ewald, Lücke y Ferdinand Benary la interpretación de esta profecía, a pesar de que esté relacionada con los acontecimientos de la época. Gracias a Renan, penetró en otros medios distintos de los teológicos. La gran prostituta, Babilonia, significa, como ya hemos visto. La ciudad de las siete colinas, Roma. De la bestia sobre la cual ella está sentada, se dice en XVIII, 9, 11:

Las siete cabezas son siete montañas sobre las cuales está sentada la mujer. Son también siete reyes: cinco están derribados, uno existe, el otro aún no ha venido y cuando venga permanecerá por poco tiempo. Y la bestia que estaba, y que ya no está, es ella misma un octavo rey, y es del número de los siete, y va a la perdición.

La bestia es, pues, la dominación mundial de Roma, representada sucesivamente por siete emperadores, de los cuales uno ha sido herido de muerte y ya no reina, pero ha sido curado y va a volver con el fin de llevar a cabo como octavo rey el reino de la blasfemia y la rebelión contra Dios:

Y le fue dado hacer la guerra a los santos y vencerlos. Y le fue dada autoridad sobre toda tribu, todo pueblo, toda lengua y toda nación; y todos los habitantes de la tierra le adorarán, aquellos cuyo nombre no ha sido escrito desde la fundación del mundo en el libro de vida del cordero que ha sido inmolado. Y ella hizo que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, recibieran una marca en su mano derecha o en su frente y que nadie pudiese comprar o vender sin tener la marca, el nombre de la bestia o el número de su nombre. Aquí está la sabiduría. Que aquél que tenga inteligencia calcule el número de la bestia. Pues es un número de hombre y su número es 666 (XIII, 7-18).

Constatemos solamente que el boicot es mencionado aquí como una medida empleada por la potencia romana contra los cristianos –que es, pues, manifiestamente una invención del diablo- y pasemos a la cuestión de saber quién es este emperador romano que ya ha reinado, fue herido mortalmente y vuelve como el octavo de la serie para actuar como Anticristo.

Después de Augusto, el primero, tenemos: 2, Tiberio; 3, Calígula; 4, Claudio; 5, Nerón; 6, Galba. Cinco han caído, uno existe. Por lo tanto, Nerón ya ha caído. Galba existe. Galba reinó del 9 de junio del 68 al 15 de enero del 69. Pero inmediatamente después de subir al trono, las legiones del Rhin se sublevaron bajo el mando de Vitelius, al tiempo que en otras provincias otros generales preparaban levantamientos militares. En la misma Roma, los pretorianos se sublevaron, mataron a Galba y proclamaron emperador a Otón.

De ello resulta que nuestro Apocalipsis fue escrito bajo Galba, probablemente hacia el final de su reinado, o más tarde, durante los tres meses (hasta el 15 de abril del 69) del reinado de Otón, el séptimo. Pero ¿quién es el octavo, que estuvo y ya no está? El número 666 nos lo mostrará.

Entre los semitas –los caldeos y los judíos- de esta época, estaba en boga un arte mágica basada en el doble significado de las letras. Desde alrededor de trescientos años antes de nuestra era, las letras hebraicas eran igualmente empleadas como cifras: a = 1, b = 2, g = 3, d = 4, y así todas las demás. Ahora bien, los adivinos cabalistas sumaban los valores numéricos de las letras de un nombre y, con la ayuda de la adición de las cifras obtenida, por ejemplo formando palabras o combinaciones de palabras de igual valor numérico que permitiesen extraer conclusiones sobre el futuro del que llevaba ese nombre, procuraban hacer profecías. Del mismo modo, se expresaban palabras secretas en esta lengua cifrada. Se llamaba a este arte con una palabra griega, ghematriah, geometría; los caldeos que la ejercían como un oficio y que Tácito llama los mathematici, fueron perseguidos en Roma bajo Claudio y una vez más bajo Vitelius, al parecer por delito grave.

Es justamente en el ambiente de esta matemática como se produce el número 666. Tras él, se esconde el nombre de uno de los cinco primeros emperadores romanos. Ahora bien, Ireneo, a finales del siglo II, además del número 666, conocía la variante 616 que también databa de un tiempo en que el enigma de las cifras era todavía conocido. Si la solución da cuenta igualmente de los dos números, será la prueba de que es correcta.

Ferdinand Benary encontró esa solución. El nombre es Nerón. El número está basado en Nerón Kesar, la trascripción hebraica –tal como atestiguan el Talmud y las inscripciones de Palmira- del griego Neron Kaisar, Nerón emperador, que llevaba como leyenda la moneda del emperador acuñada en las provincias orientales del Imperio. Así: n (nun) = 50; r (resch) = 200; v (vav) para 0 = 6; n (nun) = 50; k (kaph) = 100; s (samech) = 60; y r (resch) = 200; total = 666. Ahora, tomando como base la forma latina, Nero Caesar el segundo n (nun) = 50 es suprimido, y obtenemos 666 – 50 = 616, la variante de Ireneo.

En efecto, todo el Imperio romano en tiempos de Galba estaba en pleno desbarajuste. El mismo Galba, a la cabeza de las legiones de España y de la Galia había marchado sobre Roma para derrocar a Nerón; este huyó y se hizo matar por un liberto. Pero contra Galba, no sólo los pretorianos en Roma, sino también los comandantes en las provincias conspiraban; por todas partes surgían pretendientes al trono, preparándose para lanzarse sobre la capital con sus legiones. El imperio parecía entregado a la guerra intestina; su caída parecía inminente. Para colmo, se extendió el rumor, sobre todo en Oriente, de que Nerón no estaba muerto, sino solamente herido, que se había refugiado entre los partos, que pasaría el Éufrates y vendría con un ejército para inaugurar un nuevo reinado de terror aún más sangriento. La Acadia y Asia en particular estaban sobresaltadas a causa de tales informes. Y justo en el momento en que el Apocalipsis debió ser compuesto, apareció un falso Nerón que se estableció con un partido bastante numeroso en la isla de Cythnos (la Termia moderna) en el mar Egeo, cerca de Patmos y del Asia menor, hasta que fue muerto, bajo Otón. Nada asombroso, pues, que entre los cristianos, contra los cuales Nerón había lanzado las primeras grandes persecuciones, se hubiese propagado la opinión de que volvería como el Anticristo, de que su vuelta, así como una nueva y más seria tentativa de exterminio sangriento de la joven secta sería el presagio y el preludio del Cristo, de la gran batalla victoriosa contra las potencias del infierno, del reino de mil años que se iba a establecer pronto y cuya llegada segura hizo que los mártires fuesen alegremente a la muerte.

La literatura cristiana y de inspiración cristiana de los dos primeros siglos señala con suficientes indicios que el secreto de la cifra 666 era entonces conocido por muchos. Ireneo, ciertamente, ya no lo conocía, pero por el contrario sabía, como muchos otros hasta finales del siglo II, que la bestia del Apocalipsis era Nerón que volvía. Después, esta última huella se pierde y nuestro Apocalipsis es entregado a la interpretación fantástica de adivinos ortodoxos; yo mismo he conocido aún a viejos que, según los cálculos del anciano Johann Albrecht Bengel, esperaban el fin del mundo y el juicio final para el año 1836. La profecía se realizó en la fecha anunciada. Sólo que el juicio no alcanzó al mundo de los pecadores, sino a los mismos piadosos intérpretes del Apocalipsis. Pues, en ese mismo año de 1836, F. Benary proporcionó la clave del número 666 y puso así punto final a todo ese cálculo adivinatorio, a esa nueva ghematriah.

Del reino de los cielos reservado a los fieles, nuestro Juan no nos ofrece más que una descripción muy superficial. Para la época, la nueva Jerusalén está ciertamente construida en un plano bastante grandioso: un cuadrado de 12.000 estadios de lado = 2.227 kilómetros, una superficie por lo tanto de alrededor de cinco millones de kilómetros cuadrados, más que la mitad de los Estados Unidos de América, construida únicamente en oro y piedras preciosas. Allí, Dios habita en medio de los suyos y los ilumina en lugar del sol; ya no hay ni muerte, ni pesar, ni sufrimiento; un río de agua viva discurre a través de la ciudad, sobre sus riberas crece el árbol de la vida produciendo doce veces sus frutos, dando su fruta cada mes, y las hojas del árbol sirven para la curación de los gentiles (a la manera de un té medicinal, según Renán: El Anticristo, p. 452). Allí viven los santos por los siglos de los siglos.

Así era el cristianismo en el Asia Menor, su principal hogar, hacia el año 68, hasta el punto en que es conocido por nosotros. Ni el más mínimo indicio de una Trinidad; por el contrario, el viejo Jehová uno e indivisible del judaísmo decadente desde el que, de Dios nacional judío se elevó, único, al rango de Dios supremo del cielo y de la tierra donde pretende reinar sobre todos los pueblos prometiendo la gracia a los conversos y exterminando a los rebeldes de forma inmisericorde, fiel en esto al antiguo parcere subjectis ac delellare superbos (6). De igual manera, es este mismo Dios el que preside el juicio final, y no Jesucristo, como en los relatos ulteriores de los Evangelios y las Epístolas. En consonancia con la doctrina persa de la emanación, familiar en el judaísmo decadente, Cristo es el cordero, emanado de Dios para toda la eternidad; y lo mismo, a pesar de que ocupen un rango inferior, los siete espíritus de Dios, que deben su existencia a un pasaje poético mal entendido (Isaías, XI, 2). Ninguno de ellos es Dios ni igual a Dios, sino que todos están sometidos a él. El cordero se ofrece de buen grado como sacrificio expiatorio por los pecados del mundo, y debido a este elevado acto es expresamente promovido en la jerarquía celeste; en todo el libro este sacrificio voluntario le es tenido en cuenta como un acto extraordinario y no como una acción que surgiese necesariamente de lo más profundo de su ser.

Ni qué decir tiene que toda la corte celestial de los ancianos, querubines, ángeles y santos está presente. A partir del Zendavesta, el monoteísmo siempre tuvo que hacerle concesiones al politeísmo para constituirse como religión. Entre los judíos, la recaída en los dioses paganos y sensuales persiste en estado crónico hasta que, tras el exilio la corte celeste al estilo persa acomoda un poco mejor la religión a la imaginación popular. También el cristianismo, incluso después de que hubiese reemplazado al Dios de los judíos eternamente inmutable por el misterioso Dios trinitario, diferenciado en sí mismo, sólo pudo suplantar el culto a los antiguos dioses entre las masas por el culto a los santos. Así, el culto a Júpiter, según Fallmerayer, sólo hacia el siglo IX llegó a extinguirse en el Peloponeso, en la Maina, en Arcadia, (Historia de la península de Morea, I, p. 227). Son la era burguesa moderna y su protestantismo los que en su momento descartan a los santos y se toman al fin en serio el monoteísmo diferenciado.

Nuestro Apocalipsis tampoco conoce el dogma del pecado original ni la justificación por la fe. La fe de estas primeras comunidades belicosas difiere en todo de aquella de la iglesia triunfante posterior; al lado del sacrificio expiatorio del cordero, el próximo retorno de Cristo y la inminencia del reino milenario constituyen su contenido esencial y el único por el que se manifiesta. Es el momento de la propaganda activa, la lucha sin descanso contra el enemigo de dentro y de fuera, la orgullosa confesión de estas convicciones revolucionarias ante los jueces paganos, el martirio soportado con coraje en la certeza de la victoria.

Como hemos visto, el autor aún no sospecha que es algo diferente de un judío. En consecuencia, ninguna alusión, en todo el libro, al bautismo; además, existen numerosos indicios de que el bautismo es una institución del segundo periodo cristiano. Los 144.000 judíos creyentes son sellados, no bautizados. De los santos del cielo, se dice: Son aquellos que han lavado y blanqueado sus largas vestiduras en la sangre del cordero; ni una palabra del agua del bautismo. Los dos profetas que preceden la aparición del Anticristo (capítulo XI) tampoco bautizan y en el capítulo XIX, 10, el testimonio de Jesús no es el bautismo, sino el espíritu de profecía. Habría sido natural en todas estas ocasiones hablar de bautismo, por poco que estuviese ya instituido. Estamos, pues, autorizados a concluir con una casi total certeza que nuestro autor no lo conocía y que sólo se introdujo cuando los cristianos se separaron definitivamente de los judíos.

Nuestro autor también ignora el segundo sacramento posterior, la eucaristía. Si en el texto de Lutero Cristo promete a todo habitante de Tiatira que haya perseverado en la fe que entrará en su casa y comulgará con él, con esto se induce a engaño. En griego se lee deipnêso, yo cenaré (con él), y la palabra está correctamente traducida en las biblias inglesas y francesas. De la cena como festín conmemorativo, no se habla aquí en absoluto.

Nuestro libro, con su fecha (68 ó 69) atestiguada de forma tan particular, es sin duda el más antiguo de la toda la literatura cristiana. Ningún otro fue escrito en una lengua tan bárbara, en la que pululan hasta tal punto los hebraísmos, las construcciones imposibles, las faltas gramaticales. Sólo los teólogos de profesión, o historiógrafos interesados niegan aún que los Evangelios o los Hechos de los apóstoles sean remodelaciones tardías de escritos actualmente perdidos y cuyo más mínimo núcleo histórico ya no puede ser descubierto bajo la exuberancia legendaria; incluso las tres o cuatro Epístolas apostólicas presuntamente auténticas de Bruno Bauer no representan más que escritos de una época posterior o, en el mejor de los casos, composiciones más antiguas de autores desconocidos, retocadas y embellecidas con numerosas adiciones e interpolaciones. Es tanto más importante para nosotros poseer con nuestra obra, cuyo periodo de redacción se puede establecer con un mes de variación, un libro que nos presenta el cristianismo bajo su forma más rudimentaria, bajo la forma en la que se parece a la religión de Estado del siglo IV, acabado en su dogmática y su mitología, poco más o menos lo que la mitología aún vacilante de los germanos de Tácito se parece a la mitología del Edda, plenamente elaborada bajo la influencia de elementos cristianos y antiguos. El germen de la religión universal está ahí, pero todavía encierra en estado indiferenciado las mil posibilidades de desarrollo que se realizan en las innumerables sectas posteriores. Si el fragmento más antiguo del devenir del cristianismo tiene para nosotros un valor tan particular es porque nos da a conocer en su integridad lo que el judaísmo –fuertemente influenciado por Alejandría- aportó al cristianismo. Todo lo posterior es añadido occidental, grecorromano. Fue necesaria la mediación de la religión judía monoteísta para revestir al monoteísmo erudito de la filosofía griega vulgar con la única forma religiosa bajo la cual podía influir en las masas. Una vez encontrada esta mediación, sólo podía transformarse en una religión universal en el mundo grecorromano, continuando su desarrollo para fundirse finalmente en el fondo de ideas que este mundo había conquistado.

 

 

_______________________________

Notas:

(1) Los levantamientos del mundo mahometano, especialmente en África, contrastan de forma singular. Con todo, el Islam es una religión hecha a la medida de los orientales, más especialmente de los árabes, es decir, por una parte, ciudadanos que practican el comercio y la industria, por otra, beduinos nómadas. Pero permanece el germen de un choque periódico. Una vez que se han vuelto opulentos y fastuosos, los ciudadanos se relajan en la observancia de la Ley. Los beduinos pobres y, a causa de su pobreza, de costumbres severas, observan con envidia y codicia esas riquezas y goces. Se unen bajo la dirección de un profeta, un Mahdi, para castigar a los infieles, restablecer la ley ceremonial y la verdadera fe, y para apropiarse, como recompensa, los tesoros de los infieles. Naturalmente, al cabo de cien años, se encuentran exactamente en el mismo punto que aquéllos: es necesaria una nueva purificación, aparece un nuevo Mahdi, el juego recomienza. Esto ocurrió así desde las guerras de conquista de los almorávides y los almohades africanos en España hasta el último Mahdi de Jartum que tan victoriosamente desafió a los ingleses. Así ocurrió, poco más o menos, con los levantamientos en Persia y otras regiones musulmanas. Son movimientos originados por causas económicas, aunque porten un disfraz religioso. Pero, aunque triunfen, dejan intactas las condiciones económicas. Así pues, nada ha cambiado, el choque se hace periódico. Por el contrario, en las insurrecciones populares del Occidente cristiano, el disfraz religioso sólo sirve como bandera y máscara para atacar a un orden económico que se ha hecho caduco: finalmente, este orden es derribado, un nuevo orden se levanta, hay progreso, el mundo avanza.
(2) Tiasarca, jefe del thiasos, asociación religiosa, especie de cofradía.
(3) En francés en el original: rehabilitación de la carne.
(4) Miserables blancos.
(5) En francés en el original: En la guerra, como en la guerra.
(6) En latín en el original: Perdonar a los vencidos y castigar a los soberbios.
(*) Originario de Vaud, en Lausana (Suiza) NdT.
(**) Comida al estilo judío, NdT.




Para volver al comienzo apriete aquí.