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José Carlos Mariátegui

La escena contemporánea


EL SEMITISMO Y EL ANTISEMITISMO

 

EL SEMITISMO

UNO de los fenómenos más interesantes de la post-guerra es el del renaci-miento judío. Los fautores del sionismo hablan de una resurrección del pueblo de Israel. El pueblo eterno del gran éxodo se siente designado, de nuevo, para un gran rol en la historia. El movimiento sionista no acapara toda la actividad de su espíritu. Muchos judíos miran con desconfianza este movimiento, con-trolado y dirigido por la política imperialista de Inglaterra. El renacimiento judío es un fenómeno mucho más vasto. El sionismo no constituye sino uno de sus aspectos, una de sus corrientes.

Este fenómeno tiene sus raíces próximas en la guerra. El programa de paz de los aliados no pudo prescindir de las viejas reivindicaciones israelitas. El pueblo judío era en la Europa Oriental, donde se concentraban sus mayores masas, un pueblo paria, condenado a todos los vejámenes. La civilización burguesa había dejado subsistente en Europa, entre otros residuos de la Edad Media, la inferioridad jurídica del judío. Un nuevo código internacional necesitaba afirmar y amparar el derecho de las poblaciones israelitas. Inglaterra, avisada y perspicaz, se dio cuenta oportuna de la conveniencia política de agitar, en un sentido favorable a los aliados, la antigua cuestión judía. La declaración Balfour proclamó, en noviembre de 1917, el derecho de los judíos a establecer en la Palestina su hogar nacional. La propaganda wilsoniana robusteció, de otro lado, la posición del pueblo de Israel. El papel representado en la guerra y en la paz por los Estados Unidos -la nación que más liberalmente había tratado a los judíos en los tiempos pre-bélicos- influyó de un modo decisivo en favor de las reivindicaciones israelitas. El tratado de paz puso en manos de la Sociedad de las Naciones la tutela de Israel.

La paz inauguró un período de emancipación de las poblaciones israelitas en la Europa Oriental. En Polonia y en Rumania, el Estado otorgó a los judíos el derecho de ciudadanía. El movimiento sionista anunció, a todos los dispersos y vejados hijos de Israel, la reconstrucción en Palestina de la patria de los judíos. Pero la resurrección israelita se apoyó, sobre todo, en la agitación revolucionaria nacida de la guerra. La revolución rusa no sólo canceló, con el régimen zarista, los rezagos de desigualdad jurídica y política de los judíos: colocó en el gobierno de Rusia a varios hombres de raza semita. La revolución alemana, con la ascensión de la social-democracia al poder, se caracterizó por la misma consecuencia. En el estado mayor del socialismo alemán militaban, desde los tiempos de Marx y Lassalle, muchos israelitas.

Tanto la política de la reforma como la política de la revolución, se presentaron, así, más o menos conectadas con el renacimiento judío. Y esto fue motivo de que la política de la reacción se tiñese en todo el Occidente de un fuerte color antisemita. Los nacionalistas, los reaccionarios, denunciaron en Europa la paz de Versalles como una paz inspirada en intereses y sentimientos israelitas. Y declararon al bolchevismo una sombría conjuración de los judíos contra las instituciones de la civilización cristiana. El antisemitismo adquirió en Europa, y aun en Estados Unidos, una virulencia y una agresividad extremadas. El sionismo, simultáneamente, en el ánimo de algunos de sus prosélitos, se contagiaba del mismo humor. Trataba de oponer a los innumerables nacionalismos occidentales y orientales un nacionalismo judío, inexistente antes de la crisis post-bélica.

Para un observador objetivo de esta crisis, la función de los judíos en la política reformista y en la política revolucionaria resultaba perfectamente explicable. La raza judía, bajo el régimen medioeval, había sido mirada como una raza réproba. La aristocracia le había negado el derecho de ejercer toda profesión noble. Esta exclusión había hecho de los judíos en el mundo una raza de mercaderes y artesanos. Había impedido, al mismo tiempo, la diseminación de los judíos en los campos. Los judíos, obligados a vivir en las ciudades, del comercio, de la usura y de la industria, quedaron solidarizados con la vida y el desarrollo urbanos. La revolución burguesa, por consiguiente, se nutrió en parte de savia judía. Y en la formación de la economía capitalista les tocó a los judíos, comerciantes e industriales expertos, un rol principal y lógico. La decadencia de las "profesiones nobles", la transformación de la propiedad agraria, la destrucción de los privilegios de la aristocracia, etc., dieron un puesto dominante en el orden capitalista al banquero, al co-merciante, al industrial. Los judíos, preparados para estas actividades, se beneficiaron con todas las manifestaciones de este proceso histórico, que trasladaba del agro a la urbe el dominio de la economía. El fenómeno más característico de la economía moderna -el desarrollo del capital financiero- acrecentó más aún el poder de la burguesía israelita. El judío aparecía, en la vida económica moderna, como uno de los más adecuados factores biológicos de sus movimientos sustantivos: capitalismo, indus-trialismo, urbanismo, internacionalismo. El capital financiero, que tejía por encima de las fronteras una sutil y recia malla de intereses, encontraba en los judíos, en todas las capitales del occidente, sus más activos y diestros agentes. La burguesía israelita, por todas estas razones, se sentía mancomunada con las ideas y las instituciones del orden democrático-capitalista. Su posición en la economía la empujaba al lado del reformismo burgués. (En general, la banca tiende, en la política, a una táctica oportunista y democrática que colinda a veces con la demagogia. Los banqueros sostienen, normalmente, a los parti-dos progresistas de la burguesía. Los terratenientes, en cambio, se enrolan en los partidos conservadores). El reformismo burgués había creado la Sociedad de las Naciones, como un instrumento de su atenuado internacionalismo. Coherente con sus intereses, la burguesía israelita tenía lógicamente, que simpatizar con un organismo que, en la práctica, no era sino una criatura del capital financiero.

Y como los judíos no se dividían únicamente en burguesía y pequeña burguesía sino además en proletariado, era también natural que en gran número resultasen mezclados al movimiento socialista y comunista. Los judíos que, como raza y como clase, habían sufrido doblemente la injusticia humana, ¿podían ser insensibles a la emoción revolucionaria? Su tempe-ramento, su psicología, su vida, impregnados de inquietud urbana, hacían de las masas israelitas uno de los combustibles más próximos a la revolución. El carácter místico, la mentalidad catastrófica de la revolución, tenían que sugestionar y conmover, señaladamente, a los individuos de raza judía. El juicio sumario y simplista de las extremas derechas no tomaba casi en cuenta ninguna de estas cosas. Prefería ver en el socialismo una mera elaboración del espíritu judío, sombríamente alimentada del rencor del ghetto contra la civilización occidental y cristiana.

El renacimiento judío no se presenta como el renacimiento de una nacio-nalidad. No se presenta tampoco como el renacimiento de una religión. Pretende ser, más bien, el renacimiento del genio, del espíritu, del sentimiento judío. El sionismo -la reconstrucción del hogar nacional judío- no es sino un episodio de esta resurrección. El pueblo de Israel, "el más soñador y el más práctico del mundo", como lo ha calificado un escritor francés, no se hace exageradas ilusiones respecto a la posibilidad de reconstituirse como nación, después de tantos siglos, en el territorio de Palestina.

El tratado de paz, en primer lugar, no ha podido dar a los judíos los medios de organizarse e instalarse libremente en Palestina. Palestina, conforme al tratado, constituye fundamentalmente una colonia de la Gran Bretaña. La Gran Bretaña considera al sionismo como una empresa de su política impe-rialista. En los seis años transcurridos desde la paz, no se han establecido en Palestina, según las cifras de La Revue Juive de Paris, sino 43,500 judíos. La inmigración a Palestina, sobre todo durante los primeros años, ha estado sometida a una serie de restricciones policiales de Inglaterra. Las autoridades inglesas han cernido severamente en las fronteras, y antes de las fronteras, a los inmigrantes. En las masas judías de Europa y América, por otra parte, no se ha manifestado una voluntad realmente viva de repoblar la Palestina. La mayor parte de los inmigrantes procede de las regiones de la Europa Oriental, donde la existencia de los judíos, a causa de las circunstancias económicas o del sentimiento antisemita, se ha tornado difícil o incómoda. Las masas judías se encuentran, en su mayoría, demasiado acostumbradas al tenor y al estilo de la vida urbana y occidental para adaptarse, fácilmente, a las necesidades de una colonización agrícola. Los judíos son generalmente industriales, comerciantes, artesanos, obreros; y la organización de la economía de Palestina tiene que ser obra de traba-jadores rurales. A la reconstrucción del hogar nacional judío en Palestina se opone, además, la resistencia de los árabes, que desde hace más de doce siglos poseen y pueblan ese territorio. Los árabes de Palestina no suman sino 800,000. Palestina puede alojar al menos una población de cuatro a cinco millones. De otro lado, como escribe Charles Gide, los árabes "han hecho de la Tierra Prometida una Tierra Muerta". El ilustre economista les recuerda "el versículo de El Corán que dice que la tierra pertenece a aquel que la ha trabajado, irrigado, vivificado, ley admirable, muy superior a la ley romana, que nosotros hemos heredado, que funda la propiedad de la tierra sobre la ocupación y la prescripción". Estos argumentos están muy bien. Pero, por el momento, prescinden de dos hechos: 1º) Que los israelitas no componen presentemente más que el diez por ciento de la población de Palestina, y que no es probable una fuerte aceleración del movimiento inmigratorio judío; y 2º) Que los árabes defienden no sólo su derecho al suelo sino también la independencia de Arabia y de Mesopotamia y en general del mundo musulmán, atacado por el imperialismo británico.

Los propios intelectuales israelitas, adheridos al sionismo, no exaltan gene-ralmente este movimiento por lo que tiene de nacionalista. Es necesario, dicen, que los judíos tengan un hogar nacional, para que se asilen en él las poblaciones judías "inasimilables", que se sienten extranjeras e incómodas en Europa. Estas poblaciones judías inasimilables -que son las que viven encerradas en sus ghettos (barrios de israelitas), boicoteadas por los prejuicios antisemitas de los europeos, en la Europa central y occidental-, representan una minoría del pueblo de Israel. La mayoría, incorporada plenamente en la civilización occidental, no la desertaría, no la abandonaría seguramente para marchar, de nuevo, a la conquista de la Tierra Prometida.

Einstein halla el mérito del sionismo en su poder moral. "El sionismo -escribe- está en camino de crear en Palestina un centro de vida espiritual judía". Y agrega: "Es por esto que yo creo que el sionismo, movimiento de apariencia nacionalista, es, en fin de cuentas, benemérito a la humanidad".

El renacimiento judío, en verdad, existe y vale, sobre todo, como obra espiritual e intelectual de sus grandes pensadores, de sus grandes artistas, de sus grandes luchadores. En el elenco de colaboradores de La Revue Juive se juntan hombres como Albert Einstein, Sigmund Freud, Georges Brandes, Charles Gide, Israel Zangwill, Waldo Frank, etc. En el movimiento revolu-cionario de Oriente y Occidente, la raza judía se encuentra numerosa y brillantemente representada. Son estos valores los que en nuestra época dan al pueblo de Israel derecho a la gratitud y a la admiración humanas. Y son también los que le recuerdan que su misión, en la historia moderna, como lo siente y lo afirma Einstein, es principalmente una misión internacional, una misión humana.

 

EL ANTISEMITISMO

El renacimiento del judaísmo ha provocado en el mundo un renacimiento del antisemitismo. A la acción judía ha respondido la reacción anti-semita. El antisemitismo, domesticado durante la guerra por la política de la "Unión Sagrada", ha recuperado violentamente en la post-guerra su antigua virulencia. La paz lo ha vuelto guerrero. Esta frase puede parecer de un gusto un poco paradójico. Pero es fácil convencerse de que traduce una realidad histórica.

La paz de Versalles, como es demasiado notorio, no ha satisfecho a ningún nacionalismo. El antisemitismo, como no es menos notorio, se nutre de nacionalismo y de conservantismo. Constituye un sentimiento y una idea de las derechas. Y las derechas, en las naciones vencedoras y en las naciones vencidas, se han sentido más o menos excluidas de la paz de Versalles. En cambio, han reconocido en la trama del tratado de paz algunos hilos interna-cionalistas. Han reconocido ahí, atenuada pero inequívoca, la inspiración de las izquierdas. Las derechas francesas han denunciado la paz como una paz judía, una paz puritana, una paz británica. No han temido contradecirse en todas estas sucesivas o simultáneas calificaciones. La paz -han dicho- ha sido dictada por la banca internacional. La banca internacional es, en gran parte, israelita. Su principal sede es Londres. El judaísmo ha entrado, en fuerte dosis espiritual, en la formación del puritanismo anglo-sajón. Por consiguiente, nada tiene de raro que los intereses israelitas, puritanos y británicos coincidan. Su convergencia, su solidaridad, explican por qué la paz es, al mismo tiempo, israelita, puritana y británica.

No sigamos a los escritores de la reacción francesa en el desarrollo de su teoría que se remonta, por confusos y abstractos caminos, a los más lejanos orígenes del puritanismo y del capitalismo. Contentémonos con constatar que, por razones seguramente más simples, los autores de la paz admitieron en el tratado algunas reivindicaciones israelitas.

El tratado reconoció a las masas judías de Polonia y Rumania los derechos acordados a las minorías étnicas y religiosas, dentro de los Estados adherentes a la Sociedad de las Naciones. En virtud de esta estipulación, quedaba de golpe abolida la desigualdad política y jurídica que la persistencia de un régimen medioeval había mantenido a los israelitas en los territorios de Polonia y Rumania. En Rusia la revolución había cancelado ya esa desi-gualdad. Pero Polonia, reconstituida como nación en Versalles, había here-dado del zarismo sus métodos y sus hábitos antisemitas. Polonia, además, alojaba a la más numerosa población hebrea del mundo. Los israelitas encerrados en sus ghettos, segregados celosamente de la sociedad nacional, sometidos a un pogrom permanente y sistemático, sumaban más de tres millones.

En ninguna parte existía, por ende, con tanta intensidad un problema judío. En ninguna nación las resoluciones de Versalles a favor de los judíos suscitaban, por la misma causa, una mayor agitación antisemita. El rol que le tocó a Polonia en la política europea de la post-guerra permitió que el poder cayera bajo el control del antisemitismo. Colocada bajo la influencia y la dirección de Francia, en un instante en que dominaba en Francia la reacción, Polonia recibió el encargo de defender y preservar el Occidente de las filtraciones de la revolución rusa. Esta política tuvo que apoyarse en las clases conservadoras, y que alimentarse de sus prejuicios y de sus rencores antijudíos. El hebreo resultaba invariablemente sospechoso de inclinación al bolchevismo.

Polonia es hasta hoy el país de más brutal antisemitismo. Ahí el antisemitismo no se manifiesta sólo en la forma de pogroms cumplidos por las turbas jingoístas. El gobierno es el primero en resistir a las obligaciones de la paz. Una reciente información de Polonia dice a este respecto: "El antisemitismo gubernamental y social parece acentuarse en Polonia. Hasta ahora las leyes de excepción legadas a Polonia por la Rusia zarista no han sido abrogadas".

Otro foco activo de antisemitismo es Rumania. Este país contiene igualmente una fuerte minoría israelita. Las persecuciones han causado un éxodo. Una gran parte de los inmigrantes que afluyen a Palestina proceden de Rumania. El número de israelitas que quedan en Rumania se acerca, sin embargo, a 755,000. Como en toda Europa, los hebreos componen en Rumania un estrato urbano. Y, en Rumania como en otras naciones de Europa Oriental, la legislación y la administración se inspiran principalmente en los intereses de las clases rurales. No por esto los judíos son menos combatidos dentro de las ciudades, demasiado saturadas naturalmente de sentimiento campesino. El nacionalismo y el conservantismo rumanos no pueden perdonarles la adquisición del derecho de ciudadanía, el acceso a las profesiones liberales. El odio antisemita monta su guardia en las universidades. Se encarniza contra los estudiantes israelitas. Reclama la adopción del Numerus Clasus, que consiste en la restricción al mínimo de la admisión de israelitas en los estudios universitarios.

El Numerus Clasus rige desde hace tiempo en Hungría, donde a la derrota de la revolución comunista siguió un período de terror antisemita. La perse-cución de comunistas, no menos feroz que la persecución de cristianos del Imperio Romano, se caracterizó por una serie de pogroms. Los judíos, bajo este régimen de terror, perdieron prácticamente todo derecho a la protección de las leyes y los tribunales. Se les atribuía la responsabilidad de la revolución sovietista. ¿Un israelita, Bela Khun, no había sido el presidente de la República Socialista Húngara? Este hecho parecía suficiente para condenar a toda la raza judía a una truculenta represión. No obstante el tiempo trascurrido desde entonces, el furor antisemita no se ha calmado aún. El fascismo húngaro lanza periódicamente sus legiones contra los judíos. Sus desmanes -cometidos en nombre de un sedicente cristianismo- han provocado última-mente una encendida protesta del Cardenal Csernoch, Príncipe Primado de Hungría. El Cardenal ha negado indignadamente a los autores de esos "actos abominables" el derecho de invocar el cristianismo para justificar sus excesos. "De lo alto de este sillón milenario -ha dicho- yo les grito que son hombres sin fe ni ley".

En Europa Occidental el antisemitismo no tiene la misma violencia. El clima moral, el medio histórico, son diversos. El problema judío reviste formas menos agudas. El antisemitismo, además, es menos potente y extenso. En Francia se encuentra casi localizado en el reducido aunque vocinglero sector de la extrema derecha. Su hogar es L'Action Française. Su sumo pontífice, Charles Maurras. En Alemania, donde la revolución suscitó una acre fermentación antijudía, el antisemitismo no domina sino en dos partidos: el Deutsche national y el fascista. El racismo que tiene en Luddendorf su más alto condottiere mira en el socialismo una diabólica elaboración del judaísmo. Pero en la misma derecha un vasto sector no toma en serio estas supersticiones. En el Volks Partei milita casi toda la plutocracia -industrial y financiera- israelita.

La reacción, en general, tiene, sin embargo, en todo el mundo, una tendencia antisemita. Israel combate en los frentes de la democracia y de la Revolución. Un escritor antisemita y reaccionario, Georges Batault, resume la situación en esta fórmula: "En tanto que los judíos internacionales juegan a dos cartas -Revolución y Sociedad de las Naciones- el antisemitismo juega a la carta nacionalista". El mismo escritor agrega que del sionismo se puede esperar una solución del problema judío. Los nacionalismos europeos trabajan por crear un nacionalismo judío. Porque piensan que la constitución de una nación judía libraría el mundo de la raza semita. Y, sobre todo, porque no pueden concebir la historia sino como una lucha de nacionalismos enemigos y de imperialismo beligerantes.