EL PROCESO DE LA LITERATURA
        
         
        I. TESTIMONIO DE PARTE
        
         
        La palabra proceso tiene en este caso su acepción judicial. No escondo 
        ningún propósito de participar en la elaboración de la historia de la 
        literatura peruana. Me propongo, sólo, aportar mi testimonio a un juicio 
        que considero abierto. Me parece que en este proceso se ha oído hasta 
        ahora, casi exclusivamente, testimonios de defensa, y que es tiempo de 
        que se oiga también testimonios de acusación. Mi testimonio es convicta 
        y confesamente un testimonio de parte. Todo crítico, todo testigo, 
        cumple consciente o inconscientemente, una misión. Contra lo que 
        baratamente pueda sospecharse, mi voluntad es afirmativa, mi 
        temperamento es de constructor, y nada me es más antitético que el 
        bohemio puramente iconoclasta y disolvente; pero mi misión ante el 
        pasado, parece ser la de votar en contra. No me eximo de cumplirla, ni 
        me excuso por su parcialidad. Piero Gobetti, uno de los espíritus con 
        quienes siento más amorosa asonancia, escribe en uno de sus admirables 
        ensayos: "El verdadero realismo tiene el culto de las fuerzas que crean 
        los resultados, no la admiración de los resultados 
        intelectualísticamente contemplados a priori. El realista sabe 
        que la historia es un reformismo, pero también que el proceso 
        reformístico, en vez de reducirse a una diplomacia de iniciados, es 
        producto de los individuos en cuanto operen como revolucionarios, a 
        través de netas afirmaciones de contrastantes exigencias" 
        (1). 
         
        Mi crítica renuncia a ser imparcial o agnóstica, si la verdadera crítica 
        puede serlo, cosa que no creo absolutamente. Toda crítica obedece a 
        preocupaciones de filósofo, de político, o de moralista. Croce ha 
        demostrado lúcidamente que la propia crítica impresionista o hedonista 
        de Jules Lemaitre, que se suponía exenta de todo sentido filosófico, no 
        se sustraía más que la de Saint Beuve, al pensamiento, a la filosofía de 
        su tiempo (2). 
         
        El espíritu del hombre es indivisible; y yo no me duelo de esta 
        fatalidad, sino, por el contrario, la reconozco como una necesidad de 
        plenitud y coherencia. Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la exégesis 
        literaria todas mis pasiones e ideas políticas, aunque, dado el 
        descrédito y degeneración de este vocablo en el lenguaje corriente, debo 
        agregar que la política en mí es filosofía y religión. 
         
        Pero esto no quiere decir que considere el fenómeno literario o 
        artístico desde puntos de vista extraestéticos, sino que mi concepción 
        estética se unimisma, en la intimidad de mi conciencia, con mis 
        concepciones morales, políticas y religiosas, y que, sin dejar de ser 
        concepción estrictamente estética, no puede operar independiente o 
        diversamente. 
         
        Riva Agüero enjuició la literatura con evidente criterio "civilista". Su 
        ensayo sobre "el carácter de la literatura del Perú independiente" 
        (3) 
        está en todas sus partes, inequívocamente transido no sólo de conceptos 
        políticos sino aun de sentimientos de casta. Es simultáneamente una 
        pieza de historiografía literaria y de reivindicación política. 
         
        El espíritu de casta de los encomenderos coloniales, inspira sus 
        esenciales proposiciones críticas que casi invariablemente se resuelven 
        en españolismo, colonialismo, aristocratismo. Riva Agüero no prescinde 
        de sus preocupaciones políticas y sociales, sino en la medida en que 
        juzga la literatura con normas de preceptista, de académico, de erudito; 
        y entonces su prescindencia es sólo aparente porque, sin duda, nunca se 
        mueve más ordenadamente su espíritu dentro de la órbita escolástica y 
        conservadora. Ni disimula demasiado Riva Agüero el fondo político de su 
        crítica, al mezclar a sus valoraciones literarias consideraciones 
        antihistóricas respecto al presunto error en que incurrieron los 
        fundadores de la independencia prefiriendo la república a la monarquía, 
        y vehementes impugnaciones de la tendencia a oponer a los oligárquicos 
        partidos tradicionales, partidos de principios, por el temor de que 
        provoquen combates sectarios y antagonismos sociales. Pero Riva Agüero 
        no podía confesar explícitamente la trama política de su exégesis: 
        primero, porque sólo posteriormente a los días de su obra, hemos 
        aprendido a ahorrarnos muchos disimulos evidentes e inútiles; segundo, 
        porque condición de predominio de su clase 
        –la aristocracia "encomendera"– 
        era, precisamente, la adopción formal de los principios e instituciones 
        de otra clase -la burguesía liberal- y, aunque se sintiese íntimamente 
        monárquica, española y tradicionalista, esa aristocracia necesitaba 
        conciliar anfibológicamente su sentimiento reaccionario con la práctica 
        de una política republicana y capitalista y el respeto de una 
        constitución demo-burguesa. 
         
        Concluida la época de incontestada autoridad "civilista" en la vida 
        intelectual del Perú, la tabla de valores establecida por Riva Agüero ha 
        pasado a revisión con todas las piezas filiares y anexa 
        (4). Por mi 
        parte, a su inconfesa parcialidad "civilista" o colonialista enfrento mi 
        explícita parcialidad revolucionaria o socialista. No me atribuyo mesura 
        ni equidad de árbitro: declaro mi pasión y mi beligerancia de opositor. 
        Los arbitrajes, las conciliaciones se actúan en la historia, y a 
        condición de que las partes se combatan con copioso y extremo alegato.
         
         
        II. LA LITERATURA DE LA COLONIA
         
        Materia primaria de unidad de toda literatura es el idioma. La 
        literatura española, como la italiana y la francesa, comienzan con los 
        primeros cantos y relatos escritos en esas lenguas. Sólo a partir de la 
        producción de obras propiamente artísticas, de méritos perdurables, en 
        español, italiano y francés, aparecen respectivamente las literaturas 
        española, italiana y francesa. La diferenciación de estas lenguas del 
        latín no estaba aún acabada, y del latín se derivaban directamente todas 
        ellas, consideradas por mucho tiempo como lenguaje popular. Pero la 
        literatura nacional de dichos pueblos latinos nace, históricamente, con 
        el idioma nacional, que es el primer elemento de demarcación de los 
        confines generales de una literatura. 
         
        El florecimiento de las literaturas nacionales coincide, en la historia 
        de Occidente, con la afirmación política de la idea nacional. Forma 
        parte del movimiento que, a través de la Reforma y el Renacimiento, creó 
        los factores ideológicos y espirituales de la revolución liberal y del 
        orden capitalista. La unidad de la cultura europea, mantenida durante el 
        Medioevo por el latín y el Papado, se rompió a causa de la corriente 
        nacionalista, que tuvo una de sus expresiones en la individualización 
        nacional de las literaturas. El "nacionalismo" en la historiografía 
        literaria, es por tanto un fenómeno de la más pura raigambre política, 
        extraño a la concepción estética del arte. Tiene su más vigorosa 
        definición en Alemania, desde la obra de los Schlegel, que renueva 
        profundamente la crítica y la historiografía literarias. Francesco de 
        Sanctis –autor de la justamente 
        célebre Storia della letteratura italiana, de la cual Brunetiére 
        escribía con fervorosa admiración, "esta historia de la literatura 
        italiana que yo no me canso de citar y que no se cansan en Francia de no 
        leer"– considera característico de 
        la crítica ochocentista "quel pregio de la nazionalitá, tanto stimato 
        dai critici moderni e pel cuale lo Schlegel esalta il Calderón, 
        nazionalissimo spagnuolo e deprime il Metastasio non punto italiano"
        (5).  
         
        La literatura nacional es en el Perú, como la nacionalidad misma, de 
        irrenunciable filiación española. Es una literatura escrita, pensada y 
        sentida en español, aunque en los tonos, y aun en la sintaxis y prosodia 
        del idioma, la influencia indígena sea en algunos casos más o menos 
        palmaria e intensa. La civilización autóctona no llegó a la escritura y, 
        por ende, no llegó propia y estrictamente a la literatura, o más bien, 
        ésta se detuvo en la etapa de los aedas, de las leyendas y de las 
        representaciones coreográfico-teatrales. La escritura y la gramática 
        quechuas son en su origen obra española y los escritos quechuas 
        pertenecen totalmente a literatos bilingües como El Lunarejo, hasta la 
        aparición de Inocencio Mamani, el joven autor de Tucuípac Munashcan
        (6). La lengua castellana, más o menos americanizada, es el lenguaje 
        literario y el instrumento intelectual de esta nacionalidad cuyo trabajo 
        de definición aún no ha concluido. 
         
        En la historiografía literaria, el concepto de literatura nacional del 
        mismo modo que no es intemporal, tampoco es demasiado concreto. No 
        traduce una realidad mensurable e idéntica. Como toda sistematización, 
        no aprehende sino aproximadamente la movilidad de los hechos (La nación 
        misma es una abstracción, una alegoría, un mito, que no corresponde a 
        una realidad constante y precisa, científicamente determinable). 
        Remarcando el carácter de excepción de la literatura hebrea, De Sanctis 
        constata lo siguiente: "Verdaderamente una literatura del todo nacional 
        es una quimera. Tendría ella por condición un pueblo perfectamente 
        aislado como se dice que es la China (aunque también en la China han 
        penetrado hoy los ingleses). Aquella imaginación y aquel estilo que se 
        llama hoy orientalismo, no es nada de particular al Oriente, sino más 
        bien es del septentrión y de todas las literaturas barbáricas y 
        nacientes. La poesía griega tenía de la asiática, y la latina de la 
        griega y la italiana de la griega y la latina" 
        (7). 
         
        El dualismo quechua-español del Perú, no resuelto aún, hace de la 
        literatura nacional un caso de excepción que no es posible estudiar con 
        el método válido para las literaturas orgánicamente nacionales, nacidas 
        y crecidas sin la intervención de una conquista. Nuestro caso es diverso 
        del de aquellos pueblos de América, donde la misma dualidad no existe, o 
        existe en términos inocuos. La individualidad de la literatura 
        argentina, por ejemplo, está en estricto acuerdo con una definición 
        vigorosa de la personalidad nacional. 
         
        La primera etapa de la literatura peruana no podía eludir la suerte que 
        le imponía su origen. La literatura de los españoles de la Colonia no es 
        peruana; es española. Claro está que no por estar escrita en idioma 
        español, sino por haber sido concebida con espíritu y sentimiento 
        españoles. A este respecto, me parece que no hay discrepancia. Gálvez, 
        hierofante del culto al Virreinato en su literatura, reconoce como 
        crítico que "la época de la Colonia no produjo sino imitadores serviles 
        e inferiores de la literatura española y especialmente la gongórica de 
        la que tomaron sólo lo hinchado y lo malo y que no tuvieron la 
        comprensión ni el sentimiento del medio, exceptuando a Garcilaso, que 
        sintió la naturaleza y a Caviedes que fue personalísimo en sus agudezas 
        y que en ciertos aspectos de la vida nacional, en la malicia criolla, 
        puede y debe ser considerado como el lejano antepasado de Segura, de 
        Pardo, de Palma y de Paz Soldán" 
        (8). 
         
        Las dos excepciones, mucho más la primera que la segunda, son 
        incontestables. Garcilaso, sobre todo, es una figura solitaria en la 
        literatura de la Colonia. En Garcilaso se dan la mano dos edades, dos 
        culturas. Pero Garcilaso es más inka que conquistador, más quechua que 
        español. Es, también, un caso de excepción. Y en esto residen 
        precisamente su individualidad y su grandeza. 
         
        Garcilaso nació del primer abrazo, del primer amplexo fecundo de las dos 
        razas, la conquistadora y la indígena. Es, históricamente, el primer 
        "peruano", si entendemos la "peruanidad" como una formación social, 
        determinada por la conquista y la colonización españolas. Garcilaso 
        llena con su nombre y su obra una etapa entera de la literatura peruana. 
        Es el primer peruano, sin dejar de ser español. Su obra, bajo su aspecto 
        histórico-estético, pertenece a la épica española. Es inseparable de la 
        máxima epopeya de España: el descubrimiento y conquista de América. 
         
        Colonial, española, aparece la literatura peruana, en su origen, hasta 
        por los géneros y asuntos de su primera época. La infancia de toda 
        literatura, normalmente desarrollada, es la lírica 
        (9). La literatura 
        oral indígena obedeció, como todas, esta ley. La Conquista trasplantó al 
        Perú, con el idioma español, una literatura ya evolucionada, que 
        continuó en la Colonia su propia trayectoria. Los españoles trajeron un 
        género narrativo bien desarrollado que del poema épico avanzaba ya a la 
        novela. Y la novela caracteriza la etapa literaria que empieza con la 
        Reforma y el Renacimiento. La novela es, en buena cuenta, la historia 
        del individuo de la sociedad burguesa; y desde este punto de vista no 
        está muy desprovisto de razón Ortega y Gasset cuando registra la 
        decadencia de la novela. La novela renacerá, sin duda, como arte 
        realista, en la sociedad proletaria; pero, por ahora, el relato 
        proletario, en cuanto expresión de la epopeya revolucionaria, tiene más 
        de épica que de novela propiamente dicha. La épica medioeval, que decaía 
        en Europa en la época de la Conquista, encontraba aquí los elementos y 
        estímulos de un renacimiento. El conquistador podía sentir y expresar 
        épicamente la Conquista. La obra de Garcilaso está, sin duda, entre la 
        épica y la historia. La épica, como observa muy bien De Sanctis, 
        pertenece a los tiempos de lo maravilloso 
        (10). La mejor prueba de la 
        irremediable mediocridad de la literatura de la Colonia la tenemos en 
        que, después de Garcilaso, no ofrece ninguna original creación épica. La 
        temática de los literatos de la Colonia es, generalmente, la misma de 
        los literatos de España, y siendo repetición o continuación de ésta, se 
        manifiesta siempre en retardo, por la distancia. El repertorio colonial 
        se compone casi exclusivamente de títulos que a leguas acusan el 
        eruditismo, el escolasticismo, el clasicismo trasnochado de los autores. 
        Es un repertorio de rapsodias y ecos, si no de plagios. El acento más 
        personal es, en efecto, el de Caviedes, que anuncia el gusto limeño por 
        el tono festivo y burlón. El Lunarejo, no obstante su sangre 
        indígena, sobresalió sólo como gongorista, esto es en una actitud 
        característica de una literatura vieja que, agotado ya el renacimiento, 
        llegó al barroquismo y al culteranismo. El Apologético en favor de 
        Góngora desde este punto de vista, está dentro de la literatura 
        española.  
         
        III. EL COLONIALISMO SUPÉRSTITE
         
        Nuestra literatura no cesa de ser española en la fecha de la fundación 
        de la República. Sigue siéndolo por muchos años, ya en uno, ya en otro 
        trasnochado eco del clasicismo o del romanticismo de la metrópoli. En 
        todo caso, si no española, hay que llamarla por luengos años, literatura 
        colonial. 
         
        Por el carácter de excepción de la literatura peruana, su estudio no se 
        acomoda a los usados esquemas de clasicismo, romanticismo y modernismo, 
        de antiguo, medioeval y moderno, de poesía popular y literaria, etc. Y 
        no intentaré sistematizar este estudio conforme la clasificación 
        marxista en literatura feudal o aristocrática, burguesa y proletaria. 
        Para no agravar la impresión de que mi alegato está organizado según un 
        esquema político o clasista y conformarlo más bien a un sistema de 
        crítica e historia artística, puedo construirlo con otro andamiaje, sin 
        que esto implique otra cosa que un método de explicación y ordenación, y 
        por ningún motivo una teoría que prejuzgue e inspire la interpretación 
        de obras y autores. 
         
        Una teoría moderna –literaria, no 
        sociológica– sobre el proceso normal 
        de la literatura de un pueblo distingue en él tres períodos: un período 
        colonial, un período cosmopolita, un período nacional. Durante el primer 
        período un pueblo, literariamente, no es sino una colonia, una 
        dependencia de otro. Durante el segundo período, asimila simultáneamente 
        elementos de diversas literaturas extranjeras. En el tercero, alcanzan 
        una expresión bien modulada su propia personalidad y su propio 
        sentimiento. No prevé más esta teoría de la literatura. Pero no nos hace 
        falta, por el momento, un sistema más amplio. 
         
        El ciclo colonial se presenta en la literatura peruana muy preciso y muy 
        claro. Nuestra literatura no sólo es colonial en ese ciclo por su 
        dependencia y su vasallaje a España; lo es, sobre todo, por su 
        subordinación a los residuos espirituales y materiales de la Colonia. 
        Don Felipe Pardo, a quien Gálvez arbitrariamente considera como uno de 
        los precursores del peruanismo literario, no repudiaba la República y 
        sus instituciones por simple sentimiento aristocrático; las repudiaba, 
        más bien, por sentimiento godo. Toda la inspiración de su sátira
        –asaz mediocre por lo demás– 
        procede de su mal humor de corregidor o de "encomendero" a quien una 
        revolución ha igualado, en la teoría si no en el hecho, con los mestizos 
        y los indígenas. Todas las raíces de su burla están en su instinto de 
        casta. El acento de Pardo y Aliaga no es el de un hombre que se siente 
        peruano sino el de un hombre que se siente español en un país 
        conquistado por España para los descendientes de sus capitanes y de sus 
        bachilleres. 
         
        Este mismo espíritu, en menores dosis, pero con los mismos resultados, 
        caracteriza casi toda nuestra literatura hasta la generación "colónida" 
        que, iconoclasta ante el pasado y sus valores, acata, como su maestro, a 
        González Prada y saluda, como su precursor a Eguren, esto es a los dos 
        literatos más liberados de españolismo. 
         
        ¿Qué cosa mantiene viva durante tanto tiempo en nuestra literatura la 
        nostalgia de la Colonia? No por cierto únicamente el pasadismo 
        individual de los literatos. La razón es otra. Para descubrirla hay que 
        sondear en un mundo más complejo que el que abarca regularmente la 
        mirada del crítico. 
         
        La literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su substratum 
        económico y político. En un país dominado por los descendientes de los 
        encomenderos y los oidores del Virreinato, nada era más natural, por 
        consi-guiente, que la serenata bajo sus balcones. La autoridad de la 
        casta feudal reposaba en parte sobre el prestigio del Virreinato. Los 
        mediocres literatos de una república que se sentía heredera de la 
        Conquista no podían hacer otra cosa que trabajar por el lustre y brillo 
        de los blasones virreinales. Únicamente los temperamentos superiores 
        -precursores siempre, en todos los pueblos y todos los climas, de las 
        cosas por venir- eran capaces de sustraerse a esta fatalidad histórica, 
        demasiado imperiosa para los clientes de la clase latifundista. 
         
        La flaqueza, la anemia, la flacidez de nuestra literatura colonial y 
        colonialista provienen de su falta de raíces. La vida, como lo afirmaba 
        Wilson, viene de la tierra. El arte tiene necesidad de alimentarse de la 
        savia de una tradición, de una historia, de un pueblo. Y en el Perú la 
        literatura no ha brotado de la tradición, de la historia, del pueblo 
        indígenas. Nació de una importación de literatura española; se nutrió 
        luego de la imitación de la misma literatura. Un enfermo cordón 
        umbilical la ha mantenido unida a la metrópoli. 
         
        Por eso no hemos tenido casi sino barroquismo y culteranismo de clérigos 
        y oidores, durante el coloniaje; romanticismo y trovadorismo mal 
        trasegados de los biznietos de los mismos oidores y clérigos, durante la 
        República. 
         
        La literatura colonial, malgrado algunas solitarias y raquíticas 
        evocaciones del imperio y sus fastos, se ha sentido extraña al pasado 
        inkaico. Ha carecido absolutamente de aptitud e imaginación para 
        reconstruirlo. A su historiógrafo Riva Agüero esto le ha parecido muy 
        lógico. Vedado de estudiar y denunciar esta incapacidad, Riva Agüero se 
        ha apresurado a justificarla, suscribiendo con complacencia y convicción 
        el juicio de un escritor de la metrópoli. "Los sucesos del Imperio 
        Incaico –escribe– 
        según el muy exacto decir de un famoso crítico (Menéndez Pelayo) nos 
        interesan tanto como pudieran interesar a los españoles de hoy las 
        historias y consejas de los Turdetanos y Carpetanos". Y en las 
        conclusiones del mismo ensayo dice: "El sistema que para americanizar la 
        literatura se remonta hasta los tiempos anteriores a la Conquista, y 
        trata de hacer vivir poéticamente las civilizaciones quechua y azteca, y 
        las ideas y los sentimientos de los aborígenes, me parece el más 
        estrecho e infecundo. No debe llamársele americanismo sino 
        exotismo. Ya lo han dicho Menéndez Pelayo, Rubio y Juan Valera; 
        aquellas civilizaciones o semicivilizaciones murieron, se extinguieron, 
        y no hay modo de reanudar su tradición, puesto que no dejaron 
        literatura. Para los criollos de raza española, son extranjeras y 
        peregrinas y nada nos liga con ellas; y extranjeras y peregrinas son 
        también para los mestizos y los indios cultos, porque la educación que 
        han recibido los ha europeizado por completo. Ninguno de ellos se 
        encuentra en la situación de Garcilaso de la Vega". En opinión de Riva 
        Agüero -opinión característica de un descendiente de la Conquista, de un 
        heredero de la Colonia, para quien constituyen artículos de fe los 
        juicios de los eruditos de la Corte-, "recursos mucho más abundantes 
        ofrecen las expediciones españolas del XVI y las aventuras de la 
        Conquista" (11). 
         
        Adulta ya la República, nuestros literatos no han logrado sentir el Perú 
        sino como una colonia de España. A España partía, en pos no sólo de 
        modelos sino también de temas, su imaginación domesticada. Ejemplo: la
        Elegía a la muerte de Alfonso XII de Luis Benjamín Cisneros, que 
        fue sin embargo, dentro de la desvaída y ramplona tropa romántica, uno 
        de los espíritus más liberales y ochocentistas. 
         
        El literato peruano no ha sabido casi nunca sentirse vinculado al 
        pueblo. No ha podido ni ha deseado traducir el penoso trabajo de 
        formación de un Perú integral, de un Perú nuevo. Entre el Inkario y la 
        Colonia, ha optado por la Colonia. El Perú nuevo era una nebulosa. Sólo 
        el Inkario y la Colonia existían neta y definidamente. Y entre la 
        balbuceante literatura peruana y el Inkario y el indio se interponía, 
        separándolos e incomunicándolos, la Conquista. 
         
        Destruida la civilización inkaica por España, constituido el nuevo 
        Estado sin el indio y contra el indio, sometida la raza aborigen a la 
        servidumbre, la literatura peruana tenía que ser criolla, costeña, en la 
        proporción en que dejara de ser española. No pudo por esto, surgir en el 
        Perú una literatura vigorosa. El cruzamiento del invasor con el indígena 
        no había producido en el Perú un tipo más o menos homogéneo. A la sangre 
        ibera y quechua se había mezclado un copioso torrente de sangre 
        africana. Más tarde la importación de culis debía añadir a esta mezcla 
        un poco de sangre asiática. Por ende, no había un tipo sino diversos 
        tipos de criollos, de mestizos. La función de tan disímiles elementos 
        étnicos se cumplía, por otra parte, en un tibio y sedante pedazo de 
        tierra baja, donde una naturaleza indecisa y negligente no podía 
        imprimir en el blando producto de esta experiencia sociológica un fuerte 
        sello individual. 
         
        Era fatal que lo heteróclito y lo abigarrado de nuestra composición 
        étnica trascendiera a nuestro proceso literario. El orto de la 
        literatura peruana no podía semejarse, por ejemplo, al de la literatura 
        argentina. En la república del sur, el cruzamiento del europeo y del 
        indígena produjo al gaucho. En el gaucho se fundieron perdurable y 
        fuertemente la raza forastera y conquistadora y la raza aborigen. 
        Consiguientemente la literatura argentina –que 
        es entre las literaturas iberoamericanas la que tiene tal vez más 
        personalidad– está permeada de 
        sentimiento gaucho. Los mejores literatos argentinos han extraído del 
        estrato popular sus temas y sus personajes. Santos Vega, Martín Fierro, 
        Anastasio el Pollo, antes que en la imaginación artística, vivieron en 
        la imaginación popular. Hoy mismo la literatura argentina, abierta a las 
        más modernas y distintas influencias cosmopolitas, no reniega su 
        espíritu gaucho. Por el contrario, lo reafirma altamente. Los más 
        ultraístas poetas de la nueva generación se declaran descendientes del 
        gaucho Martín Fierro y de su bizarra estirpe de payadores. Uno de los 
        más saturados de occidentalismo y modernidad, Jorge Luis Borges, adopta 
        frecuentemente la prosodia del pueblo. 
         
        Discípulos de Listas y Hermosillas, los literatos del Perú 
        independiente, en cambio, casi invariablemente desdeñaron la plebe. Lo 
        único que seducía y deslumbraba su cortesana y pávida fantasía de 
        hidalgüelos de provincia era lo español, lo virreinal. Pero España 
        estaba muy lejos. El Virreinato –aunque 
        subsistiese el régimen feudal establecido por los conquistadores– 
        pertenecía al pasado. Toda la literatura de esta gente da, por esto, la 
        impresión de una literatura desarraigada y raquítica, sin raíces en su 
        presente. Es una literatura de implícitos "emigrados", de nostálgicos 
        sobrevivientes. 
         
        Los pocos literatos vitales, en esta palúdica y clorótica teoría de 
        cansinos y chafados rétores, son los que de algún modo tradujeron al 
        pueblo. La literatura peruana es una pesada e indigesta rapsodia de la 
        literatura española, en todas las obras en que ignora al Perú viviente y 
        verdadero. El ay indígena, la pirueta zamba, son las notas más animadas 
        y veraces de esta literatura sin alas y sin vértebras. En la trama de 
        las Tradiciones ¿no se descubre en seguida la hebra del 
        chispeante y chismoso medio pelo limeño? Esta es una de las fuerzas 
        vitales de la prosa del tradicionista. Melgar, desdeñado por los 
        académicos, sobrevivirá a Althaus, a Pardo y a Salaverry, porque en sus 
        yaravíes encontrará siempre el pueblo un vislumbre de su auténtica 
        tradición sentimental y de su genuino pasado literario. 
         
        IV. RICARDO PALMA, LIMA Y LA COLONIA
        El colonialismo -evocación nostálgica del Virreinato- 
        pretende anexarse la figura de don Ricardo Palma. Esta literatura servil 
        y floja, de sentimentaloides y retóricos, se supone consustanciada con 
        las Tradiciones. La generación "futurista", que más de una vez he 
        calificado como la más pasadista de nuestras generaciones, ha gastado la 
        mejor parte de su elocuencia en esta empresa de acaparamiento de la 
        gloria de Palma. Es este el único terreno en el que ha maniobrado con 
        eficacia. Palma aparece oficialmente como el máximo representante del 
        colonialismo. 
         
        Pero si se medita seriamente sobre la obra de Palma confrontándola con 
        el proceso político y social del Perú y con la inspiración del género 
        colonialista, se descubre lo artificioso y lo convencional de esta 
        anexión. Situar la obra de Palma dentro de la literatura colonialista es 
        no sólo empequeñecerla sino también deformarla. Las Tradiciones 
        no pueden ser identificadas con una literatura de reverente y 
        apologética exaltación de la Colonia y sus fastos, absolutamente 
        peculiar y característica, en su tonalidad y en su espíritu, de la 
        académica clientela de la casta feudal. 
         
        Don Felipe Pardo y Don José Antonio de Lavalle, conservadores convictos 
        y confesos, evocaban la Colonia con nostalgia y con unción. Ricardo 
        Palma, en tanto, la reconstruía con un realismo burlón y una fantasía 
        irreverente y satírica. La versión de Palma es cruda y viva. La de los 
        prosistas y poetas de la serenata bajo los balcones del Virreinato, tan 
        grata a los oídos de la gente ancien régime, es devota y 
        ditirámbica. No hay ningún parecido sustancial, ningún parentesco 
        psicológico entre una y otra versión. 
         
        La suerte bien distinta de una y otra se explica fundamentalmente por la 
        diferencia de calidad; pero se explica también por la diferencia de 
        espíritu. La calidad es siempre espíritu. La obra pesada y académica de 
        Lavalle y otros colonialistas ha muerto porque no puede ser popular. La 
        obra de Palma vive, ante todo, porque puede y sabe serlo. 
         
        El espíritu de las Tradiciones no se deja mistificar. Es 
        demasiado evidente en toda la obra. Riva Agüero que, en su estudio sobre 
        el carácter de la literatura del Perú independiente, de acuerdo con los 
        intereses de su gens y de su clase, lo coloca dentro del 
        colonialismo, reconoce en Palma, "perteneciente a la generación que 
        rompió con el amaneramiento de los escritores del coloniaje", a un 
        literato "liberal e hijo de la República". Se siente a Riva Agüero 
        íntimamente descontento del espíritu irreverente y heterodoxo de Palma. 
         
        Riva Agüero trata de rechazar este sentimiento, pero sin poder evitar 
        que aflore netamente en más de un pasaje de su discurso. Constata que 
        Palma "al hablar de la Iglesia, de los jesuitas, de la nobleza, se 
        sonríe y hace sonreír al lector". Cuida de agregar que "con sonrisa tan 
        fina que no hiere". Dice que no será él quien le reproche su 
        volterianismo. Pero concluye confesando así su verdadero sentimiento: "A 
        veces la burla de Palma, por más que sea benigna y suave, llega a 
        destruir la simpatía histórica. Vemos que se encuentra muy desligado de 
        las añejas preocupaciones, que, a fuerza de estar libre de esas 
        ridiculeces, no las comprende; y una ligera nube de indiferencia y 
        despego se interpone entonces entre el asunto y el escritor" 
        (12). 
         
        Si el propio crítico e historiógrafo de la literatura peruana que ha 
        juntado, solidarizándolos, el elogio de Palma y la apología de la 
        Colonia, reconoce tan explícitamente la diferencia fundamental de 
        sentimiento que distingue a Palma de Pardo y de Lavalle, ¿cómo se ha 
        creado y mantenido el equívoco de una clasificación que virtualmente los 
        confunde y reúne? La explicación es fácil. Este equívoco se ha apoyado, 
        en su origen, en la divergencia personal entre Palma y González Prada; 
        se ha alimentado, luego, del contraste espiritual entre "palmistas" y "pradistas". 
        Haya de la Torre, en una carta sobre Mercurio Peruano, a la 
        revista Sagitario de La Plata, tiene una observación acertada: 
        "Entre Palma que se burlaba y Prada que azotaba, los hijos de ese pasado 
        y de aquellas castas doblemente zaheridas prefirieron el alfilerazo al 
        látigo" (l3). Pertenece al mismo Haya una precisa y, a mi juicio, 
        oportuna e inteligente mise au point sobre el sentido histórico y 
        político de las Tradiciones. "Personalmente
        –escribe–, 
        creo que Palma fue tradicionista, pero no tradicionalista. Creo que 
        Palma hundió la pluma en el pasado para luego blandirla en alto y reírse 
        de él. Ninguna institución u hombre de la Colonia y aun de la República 
        escapó a la mordedura tantas veces tan certera de la ironía, el sarcasmo 
        y siempre el ridículo de la jocosa crítica de Palma. Bien sabido es que 
        el clero católico tuvo en la literatura de Palma un enemigo y que sus 
        Tradiciones son el horror de frailes y monjas. Pero por una curiosa 
        paradoja, Palma se vio rodeado, adulado y desvirtuado por una troupe de 
        gente distinguida, intelectuales, católicos, niños bien y admiradores de 
        apellidos sonoros" 
        (l4). 
         
        No hay nada de extraño ni de insólito en que esta penetrante aclaración 
        del sentido y la filiación de las Tradiciones venga de un 
        escritor que jamás ha oficiado de crítico literario. Para una 
        interpretación profunda del espíritu de una literatura, la mera 
        erudición literaria no es suficiente. Sirven más la sensibilidad 
        política y la clarividencia histórica. El crítico profesional considera 
        la literatura en sí misma. No percibe sus relaciones con la política, la 
        economía, la vida en su totalidad. De suerte que su investigación no 
        llega al fondo, a la esencia de los fenómenos literarios. Y, por 
        consiguiente, no acierta a definir los oscuros factores de su génesis ni 
        de su subconsciencia. 
         
        Una historia de la literatura peruana que tenga en cuenta las raíces 
        sociales y políticas de ésta, cancelará la convención contra la cual hoy 
        sólo una vanguardia protesta. Se verá entonces que Palma está menos 
        lejos de González Prada de lo que hasta ahora parece 
        (15). 
         
        Las Tradiciones de Palma tienen, política y socialmente, una 
        filiación democrática. Palma interpreta al medio pelo. Su burla roe 
        risueñamente el prestigio del Virreinato y el de la aristocracia. 
        Traduce el malcontento zumbón del demos criollo. La sátira de las
        Tradiciones no cala muy hondo ni golpea muy fuerte; pero, 
        precisamente por esto, se identifica con el humor de un demos 
        blando, sensual y azucarado. Lima no podía producir otra literatura. Las
        Tradiciones agotan sus posibilidades. A veces se exceden a sí 
        mismas. 
         
        Si la revolución de la independencia hubiese sido en el Perú la obra de 
        una burguesía más o menos sólida, la literatura republicana habría 
        tenido otro tono. La nueva clase dominante se habría expresado, al mismo 
        tiempo, en la obra de sus estadistas, y en el verbo, el estilo y la 
        actitud de sus poetas, de sus novelistas y de sus críticos. Pero en el 
        Perú el advenimiento de la república no representó el de una nueva clase 
        dirigente. 
         
        La onda de la revolución era continental: no era casi peruana. Los 
        liberales, los jacobinos, los revolucionarios peruanos, no constituían 
        sino un manípulo. La mejor savia, la más heroica energía, se gastaron en 
        las batallas y en los intervalos de la lucha. La república no reposaba 
        sino en el ejército de la revolución. Tuvimos, por esto, un accidentado, 
        un tormentoso período de interinidad militar. Y no habiendo podido 
        cuajar en este período la clase revolucionaria, resurgió automáticamente 
        la clase conservadora. Los encomenderos y terratenientes que, durante la 
        revolución de la independencia oscilaron ambiguamente, entre patriotas y 
        realistas, se encargaron francamente de la dirección de la república. La 
        aristocracia colonial y monárquica se metamorfoseó, formalmente, en 
        burguesía republicana. El régimen económico-social de la Colonia se 
        adaptó externamente a las instituciones creadas por la revolución. Pero 
        la saturó de su espíritu colonial. 
         
        Bajo un frío liberalismo de etiqueta, latía en esta casta la nostalgia 
        del Virreinato perdido. 
        El demos criollo o, mejor, limeño, carecía de consistencia y de 
        originalidad. De rato en rato lo sacudía la clarinada retórica de algún 
        caudillo incipiente. Mas, pasado el espasmo, caía de nuevo en su muelle 
        somnolencia. Toda su inquietud, toda su rebeldía, se resolvían en el 
        chiste, la murmuración y el epigrama. Y esto es precisamente lo que 
        encuentra su expresión literaria en la prosa socarrona de las 
        Tradiciones. 
         
        Palma pertenece absolutamente a una mesocracia a la que un complejo 
        conjunto de circunstancias históricas no consintió transformarse en una 
        burguesía. Como esta clase compósita, como esta clase larvada, Palma 
        guardó un latente rencor contra la aristocracia antañona y reaccionaria. 
        La sátira de las Tradiciones hinca con frecuencia sus agudos 
        dientes roedores en los hombres de la República. Mas, al revés de la 
        sátira reaccionaria de Felipe Pardo y Aliaga, no ataca a la República 
        misma. Palma, como el demos limeño, se deja conquistar por la 
        declamación antioligárquica de Piérola. Y, sobre todo, se mantiene 
        siempre fiel a la ideología liberal de la independencia. 
         
        El colonialismo, el civilismo, por órgano de Riva Agüero y otros de sus 
        portavoces intelectuales, se anexan a Palma, no sólo porque esta anexión 
        no presenta ningún peligro para su política sino, principalmente, por la 
        irremediable mediocridad de su propio elenco literario. Los críticos de 
        esta casta saben muy bien que son vanos todos los esfuerzos por inflar 
        el volumen de don Felipe Pardo o don José Antonio de Lavalle. La 
        literatura civilista no ha producido sino parvos y secos ejercicios de 
        clasicismo o desvaídos y vulgares conatos románticos. Necesita, por 
        consiguiente, acaparar a Palma para pavonearse, con derecho o no, de un 
        prestigio auténtico. 
         
        Pero debo constatar que no sólo el colonialismo es responsable de este 
        equívoco. Tiene parte en él –como en 
        mi anterior artículo lo observaba–, 
        el "gonzález-pradismo". En un "ensayo acerca de las literaturas del 
        Perú" de Federico More, hallo el siguiente juicio sobre el autor de las
        Tradiciones: "Ricardo Palma, representativo, expresador y 
        centinela del Colonialismo, es un historizante anecdótico, divertido 
        narrador de chascarrillos fichados y anaquelados. Escribe con vistas a 
        la Academia de la Lengua y, para contar los devaneos y discreteos de las 
        marquesitas de pelo ensortijado y labios prominentes, quiere usar el 
        castellano del siglo de oro" 
        (16). 
         
        More pretende que de Palma quedará sólo la "risilla chocarrera". 
         
        Esta opinión, para algunos, no reflejará más que una notoria ojeriza de 
        More, a quien todos reconocen poca consecuencia en sus amores, pero a 
        quien nadie niega una gran consecuencia en sus ojerizas. Pero hay dos 
        razones para tomarla en consideración: 1ª La especial beligerancia que 
        da a More su título de discípulo de González Prada. 2ª La seriedad del 
        ensayo que contiene estas frases. 
         
        En este ensayo More realiza un concienzudo esfuerzo por esclarecer el 
        espíritu mismo de la literatura nacional. Sus aserciones fundamentales, 
        si no íntegramente admitidas, merecen ser atentamente examinadas. More 
        parte de un principio que suscribe toda crítica profunda. "La literatura 
        -escribe- sólo es traducción de un estado político y social". El juicio 
        sobre Palma pertenece, en suma, a un estudio al cual confieren 
        remarcable valor las ideas y las tesis que sustenta; no a una 
        panfletaria y volandera disertación de sobremesa. Y esto obliga a 
        remarcarlo y rectificarlo. Pero al hacerlo conviene exponer y comentar 
        las líneas esenciales de la tesis de More. 
         
        Ésta busca los factores raciales y las raíces telúricas de la literatura 
        peruana. Estudia sus colores y sus líneas esenciales; prescinde de sus 
        matices y de sus contornos complementarios. El método es de panfletario; 
        no es de crítico. Esto da cierto vigor, cierta fuerza a las ideas, pero 
        les resta flexibilidad. La imagen que nos ofrecen de la literatura 
        peruana es demasiado estática. 
         
        Pero si las conclusiones no son siempre justas, los conceptos en que 
        reposan son, en cambio, verdaderos. More siente el dualismo peruano. 
        Sostiene que en el Perú "o se es colonial o se es inkaico". Yo, que 
        reiteradamente he escrito que el Perú hijo de la Conquista es una 
        formación costeña, no puedo dejar de declararme de acuerdo con More 
        respecto al origen y al proceso del conflicto entre inkaísmo y 
        colonialismo. No estoy lejos de pensar como More que este conflicto, 
        este antagonismo, "es y será por muchos años, clave sociológica y 
        política de la vida peruana". 
         
        El dualismo peruano se refleja y se expresa, naturalmente, en la 
        literatura. "Literariamente –escribe 
        More–, el Perú preséntase, como es 
        lógico, dividido. Surge un hecho fundamental: los andinos son rurales, 
        los limeños urbanos. Y así las dos literaturas. Para quienes actúan bajo 
        la influencia de Lima todo tiene idiosincrasia iberafricana: todo es 
        romántico y sensual. Para quienes actuamos bajo la influencia del Cuzco, 
        la parte más bella y honda de la vida se realiza en las montañas y en 
        los valles y en todo hay subjetividad indescifrada y sentido dramático. 
        El limeño es colorista: el serrano musical. Para los herederos del 
        coloniaje, el amor es un lance. Para los retoños de la raza caída, el 
        amor es un coro trasmisor de las voces del destino". 
         
        Mas esta literatura serrana que More define con tanta vehemencia, 
        oponiéndola a la literatura limeña o colonial, sólo ahora empieza a 
        existir seria y válidamente. No tiene casi historia, no tiene casi 
        tradición. Los dos mayores literatos de la República, Palma y González 
        Prada, pertenecen a Lima. Estimo mucho, como se verá más adelante, la 
        figura de Abelardo Gamarra; pero me parece que More, tal vez, la 
        superestima. Aunque en un pasaje de su estudio conviene en que "no fue, 
        por desgracia Gamarra, el artista redondo y facetado, limpio y fulgente, 
        el cabal hombre de letras que se necesita". 
         
        El propio More reconoce que "las regiones andinas, el inkaísmo, aún no 
        tienen el sumo escritor que sintetice y condense, en fulminantes y 
        lucientes páginas, las inquietudes, las modalidades y las oscilaciones 
        del alma inkaica". Su testimonio sufraga y confirma, por ende, la tesis 
        de que la literatura peruana hasta Palma y González Prada es colonial, 
        es española. La literatura serrana, con la cual la confronta More, no ha 
        logrado, antes de Palma y González Prada, una modulación propia. Lima ha 
        impuesto sus modelos a las provincias. Peor todavía; las provincias han 
        venido a buscar sus modelos a Lima. La prosa polémica del regionalismo y 
        el radicalismo provincianos desciende de González Prada, a quien, en 
        justicia, More, su discípulo, reprocha su excesivo amor a la retórica. 
         
        Gamarra es para More el representativo del Perú integral. Con Gamarra 
        empieza, a su juicio, un nuevo capítulo de nuestra literatura. El nuevo 
        capítulo comienza, en mi concepto, con González Prada que marca la 
        transición del españolismo puro a un europeísmo más o menos incipiente 
        en su expresión pero decisivo en sus consecuencias. 
         
        Pero Ricardo Palma, a quien More erróneamente designa como un 
        "representativo, expresador y centinela del colonismo", malgrado sus 
        limitaciones, es también de este Perú integral que en nosotros principia 
        a concretarse y definirse. Palma traduce el criollismo, el mestizaje, la 
        mesocracia de una Lima republicana que, si es la misma que aclama a 
        Piérola –más arequipeño que limeño 
        en su temperamento y en su estilo–, 
        es igualmente la misma que, en nuestro tiempo, revisa su propia 
        tradición, reniega su abolengo colonial, condena y critica su 
        centralismo, sostiene las reivindicaciones del indio y tiende sus dos 
        manos a los rebeldes de provincias. 
         
        More no distingue sino una Lima. La conservadora, la somnolienta, la 
        frívola, la colonial. "No hay problema ideológico o sentimental
        –dice– 
        que en Lima haya producido ecos. Ni el modernismo en literatura ni el 
        marxismo en política; ni el símbolo en música ni el dinamismo 
        expresionista en pintura han inquietado a los hijos de la ciudad 
        sedante. La voluptuosidad es tumba de la inquietud". Pero esto no es 
        exacto. En Lima, donde se ha constituido el primer núcleo de 
        industrialismo, es también donde, en perfecto acuerdo con el proceso 
        histórico de la nación, se ha balbuceado o se ha pronunciado la primera 
        resonante palabra de marxismo. More, un poco desconcertado de su pueblo, 
        no lo sabe acaso, pero puede intuirlo. No faltan en Buenos Aires y La 
        Plata quienes tienen título para enterarlo de las reivindicaciones de 
        una vanguardia que en Lima como en el Cuzco, en Trujillo, en Jauja, 
        representa un nuevo espíritu nacional. 
         
        La requisitoria contra el colonialismo, contra el "limeñismo" si así 
        prefiere llamarlo More, ha partido de Lima. El proceso de la capital
        –en abierta pugna con lo que Luis 
        Alberto Sánchez denomina "perricholismo", y con una pasión y una 
        severidad que precisamente a Sánchez alarman y preocupan–, 
        lo estamos haciendo hombres de la capital 
        (l7). En Lima, algunos 
        escritores que del esteticismo d'annunziano importado por Valdelomar 
        habíamos evolucionado al criticismo socializante de la revista España, 
        fundamos hace diez años Nuestra Época, para denunciar, sin 
        reservas y sin compromisos con ningún grupo y ningún caudillo, las 
        responsabilidades de la vieja política 
        (18). En Lima, algunos 
        estudiantes, portavoces del nuevo espíritu, crearon hace cinco años las 
        universidades populares e inscribieron en su bandera el nombre de 
        González Prada. 
         
        Henríquez Ureña dice que hay dos Américas: una buena y otra mala. Lo 
        mismo se podría decir de Lima. Lima no tiene raíces en el pasado 
        autóctono. Lima es la hija de la Conquista. Pero desde que, en la 
        mentalidad y en el espíritu, cesa de ser sólo española para volverse un 
        poco cosmopolita, desde que se muestra sensible a las ideas y a las 
        emociones de la época, Lima deja de aparecer exclusivamente como la sede 
        y el hogar del colonialismo y españolismo. La nueva peruanidad es una 
        cosa por crear. Su cimiento histórico tiene que ser indígena. Su eje 
        descansará quizá en la piedra andina, mejor que en la arcilla costeña. 
        Bien. Pero a este trabajo de creación, la Lima renovadora, la Lima 
        inquieta, no es ni quiere ser extraña.  
         
        V. GONZÁLEZ PRADA
         
        González Prada es, en nuestra literatura, el precursor de la transición 
        del período colonial al período cosmopolita. Ventura García Calderón lo 
        declara "el menos peruano" de nuestros literatos. Pero ya hemos visto 
        que hasta González Prada lo peruano en esta literatura no es aún peruano 
        sino sólo colonial. El autor de Páginas Libres, aparece como un 
        escritor de espíritu occidental y de cultura europea. Mas, dentro de una 
        peruanidad por definirse, por precisarse todavía, ¿por qué considerarlo 
        como el menos peruano de los hombres de letras que la traducen? ¿Por ser 
        el menos español? ¿Por no ser colonial? La razón resulta entonces 
        paradójica. Por ser la menos española, por no ser colonial, su 
        literatura anuncia precisamente la posibilidad de una literatura 
        peruana. Es la liberación de la metrópoli. Es, finalmente, la ruptura 
        con el Virreinato. 
         
        Este parnasiano, este helenista, marmóreo, pagano, es histórica y 
        espiritualmente mucho más peruano que todos, absolutamente todos, los 
        rapsodistas de la literatura española anteriores y posteriores a él en 
        nuestro proceso literario. No existe seguramente en esta generación un 
        solo corazón que sienta al malhumorado y nostálgico discípulo de Lista 
        más peruano que el panfletario e iconoclasta acusador del pasado a que 
        pertenecieron ése y otros letrilleros de la misma estirpe y el mismo 
        abolengo. 
         
        González Prada no interpretó este pueblo, no esclareció sus problemas, 
        no legó un programa a la generación que debía venir después. Mas 
        representa, de toda suerte, un instante –el 
        primer instante lúcido–, de la 
        conciencia del Perú. Federico More lo llama un precursor del Perú nuevo, 
        del Perú integral. Pero Prada, a este respecto, ha sido más que un 
        precursor. En la prosa de Páginas Libres, entre sentencias 
        alambicadas y retóricas, se encuentra el germen del nuevo espíritu 
        nacional. "No forman el verdadero Perú –dice 
        González Prada en el célebre discurso del Politeama de 1888– 
        las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra 
        situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por las 
        muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la 
        cordillera'' (l9). 
         
        Y aunque no supo hablarle un lenguaje desnudo de retórica, González 
        Prada no desdeñó jamás a la masa. Por el contrario, reivindicó siempre 
        su gloria oscura. Previno a los literatos que lo seguían contra la 
        futilidad y la esterilidad de una literatura elitista. "Platón
        –les recordó en la conferencia del 
        Ateneo– decía que en materia de 
        lenguaje el pueblo era un excelente maestro. Los idiomas se vigorizan y 
        retemplan en la fuente popular, más que en las reglas muertas de los 
        gramáticos y en las exhumaciones prehistóricas de los eruditos. De las 
        canciones, refranes y dichos del vulgo brotan las palabras originales, 
        las frases gráficas, las construcciones atrevidas. Las multitudes 
        transforman las lenguas como los infusorios modifican los continentes". 
        "El poeta legítimo –afirmó en otro 
        pasaje del mismo discurso– se parece 
        al árbol nacido en la cumbre de un monte: por las ramas, que forman la 
        imaginación, pertenece a las nubes; por las raíces, que constituyen los 
        afectos, se liga con el suelo". Y en sus notas acerca del idioma 
        ratificó explícitamente en otros términos el mismo pensamiento. "Las 
        obras maestras se distinguen por la accesibilidad, pues no forman el 
        patrimonio de unos cuantos elegidos, sino la herencia de todos los 
        hombres con sentido común. Homero y Cervantes son ingenios democráticos: 
        un niño les entiende. Los talentos que presumen de aristocráticos, los 
        inaccesibles a la muchedumbre, disimulan lo vacío del fondo con lo 
        tenebroso de la forma". "Si Herodoto hubiera escrito como Gracián, si 
        Píndaro hubiera cantado como Góngora ¿habrían sido escuchados y 
        aplaudidos en los juegos olímpicos? Ahí están los grandes agitadores de 
        almas en los siglos XVI y XVIII, ahí está particularmente Voltaire con 
        su prosa, natural como un movimiento respiratorio, clara como un alcohol 
        rectificado" 
        (20). 
         
        Simultáneamente, González Prada denunció el colonialismo. En la 
        conferencia del Ateneo, después de constatar las consecuencias de la 
        ñoña y senil imitación de la literatura española, propugnó abiertamente 
        la ruptura de este vínculo. "Dejemos las andaderas de la infancia y 
        busquemos en otras literaturas nuevos elementos y nuevas impulsiones. Al 
        espíritu de naciones ultramontanas y monárquicas prefiramos el espíritu 
        libre y democrático del siglo. Volvamos los ojos a los autores 
        castellanos, estudiemos sus obras maestras, enriquezcamos su armoniosa 
        lengua; pero recordemos constantemente que la dependencia intelectual de 
        España significaría para nosotros la definida prolongación de la niñez" 
        (21). 
         
        En la obra de González Prada, nuestra literatura inicia su contacto con 
        otras literaturas. González Prada representa particularmente la 
        influencia francesa. Pero le pertenece en general el mérito de haber 
        abierto la brecha por la que debían pasar luego diversas influencias 
        extranjeras. Su poesía y aun su prosa acusan un trato íntimo de las 
        letras italianas. Su prosa tronó muchas veces contra las academias y los 
        puristas, y, heterodoxamente, se complació en el neologismo y el 
        galicismo. Su verso buscó en otras literaturas nuevos troqueles y 
        exóticos ritmos. 
         
        Percibió bien su inteligencia el nexo oculto pero no ignoto que hay 
        entre conservantismo ideológico y academicismo literario. Y combinó por 
        eso el ataque al uno con la requisitoria contra el otro. Ahora que 
        advertimos claramente la íntima relación entre las serenatas al 
        Virreinato en literatura y el dominio de la casta feudal en economía y 
        política, este lado del pensamiento de González Prada adquiere un valor 
        y una luz nuevos. 
         
        Como lo denunció González Prada, toda actitud literaria, consciente o 
        inconscientemente refleja un sentimiento y un interés políticos. La 
        literatura no es independiente de las demás categorías de la historia. 
        ¿Quién negará, por ejemplo, el fondo político del concepto en apariencia 
        exclusivamente literario, que define a González Prada como "el menos 
        peruano de nuestros literatos"? Negar peruanismo a su personalidad no es 
        sino un modo de negar validez en el Perú a su protesta. Es un recurso 
        simulado para descalificar y desvalorizar su rebeldía. La misma tacha de 
        exotismo sirve hoy para combatir el pensamiento de vanguardia. 
         
        Muerto Prada, la gente que no ha podido por estos medios socavar su 
        ascendiente ni su ejemplo, ha cambiado de táctica. Ha tratado de 
        deformar y disminuir su figura, ofreciéndole sus elogios 
        comprometedores. Se ha propagado la moda de decirse herederos y 
        discípulos de Prada. La figura de González Prada ha corrido el peligro 
        de resultar una figura oficial, académica. Afortunadamente la nueva 
        generación ha sabido insurgir oportunamente contra este intento. 
         
        Los jóvenes distinguen lo que en la obra de González Prada hay de 
        contingente y temporal de lo que hay de perenne y eterno. Saben que no 
        es la letra sino el espíritu lo que en Prada representa un valor 
        duradero. Los falsos gonzález-pradistas repiten la letra; los 
        verdaderos repiten el espíritu. 
        * * * 
        El estudio de González Prada pertenece a la crónica y 
        a la crítica de nuestra literatura antes que a las de nuestra política. 
        González Prada fue más literato que político. El hecho de que la 
        trascendencia política de su obra sea mayor que su trascendencia 
        literaria no desmiente ni contraría el hecho anterior y primario, de que 
        esa obra, en sí, más que política es literaria. 
         
        Todos constatan que González Prada no fue acción sino verbo. Pero no es 
        esto lo que a González Prada define como literato más que como político. 
        Es su verbo mismo. 
         
        El verbo, puede ser programa, doctrina. Y ni en Páginas Libres ni 
        en Horas de Lucha encontramos una doctrina ni un programa 
        propiamente dichos. En los discursos, en los ensayos que componen estos 
        libros, González Prada no trata de definir la realidad peruana en un 
        lenguaje de estadista o de sociólogo. No quiere sino sugerirla en un 
        lenguaje de literato. No concreta su pensamiento en proposiciones ni en 
        conceptos. Lo esboza en frases de gran vigor panfletario y retórico, 
        pero de poco valor práctico y científico. "El Perú es una montaña 
        coronada por un cementerio". "El Perú es un organismo enfermo: donde se 
        aplica el dedo brota el pus". Las frases más recordadas de González 
        Prada delatan al hombre de letras: no al hombre de Estado. Son las de un 
        acusador, no las de un realizador. 
         
        El propio movimiento radical aparece en su origen como un fenómeno 
        literario y no como un fenómeno político. El embrión de la Unión 
        Nacional o Partido Radical se llamó "Círculo Literario". Este grupo 
        literario se transformó en grupo político obedeciendo al mandato de su 
        época. El proceso biológico del Perú no necesitaba literatos sino 
        políticos. La literatura es lujo, no es pan. Los literatos que rodeaban 
        a González Prada sintieron vaga pero perentoriamente la necesidad vital 
        de esta nación desgarrada y empobrecida. "El «Círculo Literario», la 
        pacífica sociedad de poetas y soñadores –decía 
        González Prada en su discurso del Olimpo de 1887–, 
        tiende a convertirse en un centro militante y propagandista. ¿De dónde 
        nacen los impulsos de radicalismo en literatura? Aquí llegan ráfagas de 
        los huracanes que azotan a las capitales europeas, repercuten voces de 
        la Francia republicana e incrédula. Hay aquí una juventud que lucha 
        abiertamente por matar con muerte violenta lo que parece destinado a 
        sucumbir con agonía inoportunamente larga, una juventud, en fin, que se 
        impacienta por suprimir los obstáculos y abrirse camino para enarbolar 
        la bandera roja en los desmantelados torreones de la literatura 
        nacional" (22). 
         
        González Prada no resistió el impulso histórico que lo empujaba a pasar 
        de la tranquila especulación parnasiana a la áspera batalla política. 
        Pero no pudo trazar a su falange un plan de acción. Su espíritu 
        individualista, anárquico, solitario, no era adecuado para la dirección 
        de una vasta obra colectiva. 
         
        Cuando se estudia el movimiento radical, se dice que González Prada no 
        tuvo temperamento de conductor, de caudillo, de condotiero. Mas no es 
        ésta la única constatación que hay que hacer. Se debe agregar que el 
        temperamento de González Prada era fundamentalmente literario. Si 
        González Prada no hubiese nacido en un país urgido de reorganización y 
        moralización políticas y sociales, en el cual no podía fructificar una 
        obra exclusivamente artística, no lo habría tentado jamás la idea de 
        formar un partido. 
         
        Su cultura coincidía, como es lógico, con su temperamento. Era una 
        cultura principalmente literaria y filosófica. Leyendo sus discursos y 
        sus artículos, se nota que González Prada carecía de estudios 
        específicos de Economía y Política. Sus sentencias, sus imprecaciones, 
        sus aforismos, son de inconfundibles factura e inspiración literarias. 
        Engastado en su prosa elegante y bruñida, se descubre frecuentemente un 
        certero concepto sociológico o histórico. Ya he citado alguno. Pero en 
        conjunto, su obra tiene siempre el estilo y la estructura de una obra de 
        literato. 
         
        Nutrido del espíritu nacionalista y positivista de su tiempo, González 
        Prada exaltó el valor de la Ciencia. Mas esta actitud es peculiar de la 
        literatura moderna de su época. La Ciencia, la Razón, el Progreso, 
        fueron los mitos del siglo diecinueve. González Prada, que por la ruta 
        del liberalismo y del enciclopedismo llegó a la utopía anarquista, 
        adoptó fervorosamente estos mitos. Hasta en sus versos hallamos la 
        expresión enfática de su racionalismo.  
  
        
         
        Le tocó a González Prada enunciar solamente lo que hombres de otra 
        generación debían hacer. Predicó realismo. Condenando los gaseosos 
        verbalismos de la retórica tropical, conjuró a sus contemporáneos a 
        asentar bien los pies en la tierra, en la materia. "Acabemos ya
        –dijo– 
        el viaje milenario por regiones de idealismo sin consistencia y 
        regresemos al seno de la realidad, recordando que fuera de la Naturaleza 
        no hay más que simbolismos ilusorios, fantasías mitológicas, 
        desvanecimientos metafísicos. A fuerza de ascender a cumbres 
        enrarecidas, nos estamos volviendo vaporosos, aeriformes: 
        solidifiquémonos. Más vale ser hierro que nube" 
        (23). 
         
        Pero él mismo no consiguió nunca ser un realista. De su tiempo fue el 
        materialismo histórico. Sin embargo, el pensamiento de González Prada, 
        que no impuso nunca límites a su audacia ni a su libertad, dejó a otros 
        la empresa de crear el socialismo peruano. Fracasado el partido radical, 
        dio su adhesión al lejano y abstracto utopismo de Kropotkin. Y en la 
        polémica entre marxistas y bakuninistas, se pronunció por los segundos. 
        Su temperamento reaccionaba en éste como en todos sus conflictos con la 
        realidad, conforme a su sensibilidad literaria y aristocrática. 
         
        La filiación literaria del espíritu y la cultura de González Prada, es 
        responsable de que el movimiento radical no nos haya legado un conjunto 
        elemental siquiera de estudios de la realidad peruana y un cuerpo de 
        ideas concretas sobre sus problemas. El programa del Partido Radical, 
        que por otra parte no fue elaborado por González Prada, queda como un 
        ejercicio de prosa política de "un círculo literario". Ya hemos visto 
        cómo la Unión Nacional, efectivamente, no fue otra cosa.  
        * * * 
        El pensamiento de González Prada, aunque subordinado 
        a todos los grandes mitos de su época, no es monótonamente positivista. 
        En González Prada arde el fuego de los racionalistas del siglo XVIII. Su 
        Razón es apasionada. Su Razón es revolucionaria. El positivismo, el 
        historicismo del siglo XIX representan un racionalismo domesticado. 
        Traducen el humor y el interés de una burguesía a la que la asunción del 
        poder ha tornado conservadora. El racionalismo, el cientificismo de 
        González Prada no se contentan con las mediocres y pávidas conclusiones 
        de una razón y una ciencia burguesas. En González Prada subsiste, 
        intacto en su osadía, el jacobino. 
         
        Javier Prado, García Calderón, Riva Agüero, divulgan un positivismo 
        conservador. González Prada enseña un positivismo revolucionario. Los 
        ideólogos del civilismo, en perfecto acuerdo con sus sentimientos de 
        clase, nos sometieron a la autoridad de Taine; el ideólogo del 
        radicalismo se reclamó siempre de pensamiento superior y distinto del 
        que, concomitante y consustancial en Francia con un movimiento de 
        reacción política, sirvió aquí a la apología de las oligarquías 
        ilustradas. 
         
        No obstante su filiación racionalista y cientificista, González Prada no 
        cae casi nunca en un intelectualismo exagerado. Lo preservan de este 
        peligro su sentimiento artístico y su exaltado anhelo de justicia. En el 
        fondo de este parnasiano, hay un romántico que no desespera nunca del 
        poder del espíritu. 
         
        Una de sus agudas opiniones sobre Renán, el que ne dépasse pas le 
        doute, nos prueba que González Prada percibió muy bien el riesgo de 
        un criticismo exacerbado. "Todos los defectos de Renán se explican por 
        la exageración del espíritu crítico; el temor de engañarse y la manía de 
        creerse un espíritu delicado y libre de pasión, le hacían muchas veces 
        afirmar todo con reticencias o negar todo con restricciones, es decir, 
        no afirmar ni negar y hasta contradecirse, pues le acontecía emitir una 
        idea y en seguida, valiéndose de un pero, defender lo contrario. De ahí 
        su escasa popularidad: la multitud sólo comprende y sigue a los hombres 
        que franca y hasta brutalmente afirman con las palabras como Mirabeau, 
        con los hechos como Napoleón". 
         
        González Prada prefiere siempre la afirmación a la negación, a la duda. 
        Su pensamiento es atrevido, intrépido, temerario. Teme a la 
        incertidumbre. Su espíritu siente hondamente la angustiosa necesidad de
        dépasser le doute. La fórmula de Vasconcelos pudo ser también la 
        de González Prada: "pesimismo de la realidad, optimismo del ideal". Con 
        frecuencia, su frase es pesimista: casi nunca es escéptica. 
         
        En un estudio sobre la ideología de González Prada, que forma parte de 
        su libro El Nuevo Absoluto, Mariano Iberico Rodríguez define bien 
        al pensador de Páginas Libres cuando escribe lo siguiente: "Concorde 
        con el espíritu de su tiempo, tiene gran fe en la eficacia del trabajo 
        científico. Cree en la existencia de leyes universales inflexibles y 
        eternas, pero no deriva del cientificismo ni del determinismo una 
        estrecha moral eudemonista ni tampoco la resignación a la necesidad 
        cósmica que realizó Spinoza. Por el contrario, su personalidad 
        descontenta y libre superó las consecuencias lógicas de sus ideas y 
        profesó el culto de la acción y experimentó la ansiedad de la lucha y 
        predicó la afirmación de la libertad y de la vida. Hay evidentemente 
        algo del rico pensamiento de Nietzsche en las exclamaciones anárquicas 
        de Prada. Y hay en éste como en Nietzsche la oposición entre un concepto 
        determinista de la realidad y el empuje triunfal del libre impulso 
        interior" (24). 
         
        Por estas y otras razones, si nos sentimos lejanos de muchas ideas de 
        González Prada, no nos sentimos, en cambio, lejanos de su espíritu. 
        González Prada se engañaba, por ejemplo, cuando nos predicaba 
        antirreligiosidad. Hoy sabemos mucho más que en su tiempo sobre la 
        religión como sobre otras cosas. Sabemos que una revolución es siempre 
        religiosa. La palabra religión tiene un nuevo valor, un nuevo sentido. 
        Sirve para algo más que para designar un rito o una iglesia. Poco 
        importa que los soviets escriban en sus afiches de propaganda que "la 
        religión es el opio de los pueblos". El comunismo es esencialmente 
        religioso. Lo que motiva aún equívocos es la vieja acepción del vocablo. 
        González Prada predecía el tramonto de todas las creencias sin advertir 
        que él mismo era predicador de una creencia, confesor de una fe. Lo que 
        más se admira en este racionalista es su pasión. Lo que más se respeta 
        en este ateo, un tanto pagano, es su ascetismo moral. Su ateísmo es 
        religioso. Lo es, sobre todo, en los instantes en que parece más 
        vehemente y más absoluto. Tiene González Prada algo de esos ascetas 
        laicos que concibe Romain Rolland. Hay que buscar al verdadero González 
        Prada en su credo de justicia, en su doctrina de amor; no en el 
        anticlericalismo un poco vulgar de algunas páginas de Horas de Lucha. 
         
        La ideología de Páginas Libres y de Horas de Lucha es hoy, 
        en gran parte, una ideología caduca. Pero no depende de la validez de 
        sus conceptos ni de sus sentencias lo que existe de fundamental ni de 
        perdurable en González Prada. Los conceptos no son siquiera lo 
        característico de su obra. Como lo observa Iberico, en González Prada lo 
        característico "no se ofrece como una rígida sistematización de 
        conceptos -símbolos provisionales de un estado de espíritu-; lo está en 
        un cierto sentimiento, en una cierta determinación constante de la 
        personalidad entera, que se traducen por el admirable contenido 
        artístico de la obra y por la viril exaltación del esfuerzo y de la 
        lucha" (25). 
         
        He dicho ya que lo duradero en la obra de González Prada es su espíritu. 
        Los hombres de la nueva generación en González Prada admiramos y 
        estimamos, sobre todo, el austero ejemplo moral. Estimamos y admiramos, 
        sobre todo, la honradez intelectual, la noble y fuerte rebeldía. 
         
        Pienso, además, por mi parte que González Prada no reconocería en la 
        nueva generación peruana una generación de discípulos y herederos de su 
        obra si no encontrara en sus hombres la voluntad y el aliento 
        indispensables para superarla. Miraría con desdén a los repetidores 
        mediocres de sus frases. Amaría sólo una juventud capaz de traducir en 
        acto lo que en él no pudo ser sino idea y no se sentiría renovado y 
        renacido sino en hombres que supieran decir una palabra verdaderamente 
        nueva, verdaderamente actual. 
         
        De González Prada debe decirse lo que él, en Páginas Libres, dice 
        de Vigil. "Pocas vidas tan puras, tan llenas, tan dignas de ser 
        imitadas. Puede atacarse la forma y el fondo de sus escritos, puede 
        tacharse hoy sus libros de anticuados e insuficientes, puede, en fin, 
        derribarse todo el edificio levantado por su inteligencia; pero una cosa 
        permanecerá invulnerable y de pie, el hombre".  
         
        VI. MELGAR
          
        Durante su período colonial, la literatura peruana se 
        presenta, en sus más salientes peripecias y en sus más conspicuas 
        figuras, como un fenómeno limeño. No importa que en su elenco estén 
        representadas las provincias. El modelo, el estilo, la línea, han sido 
        de la capital. Y esto se explica. La literatura es un producto urbano. 
        La gravitación de la urbe influye fuertemente en todos los procesos 
        literarios. En el Perú, de otro lado, Lima no ha sufrido las 
        concurrencias de otras ciudades de análogos fueros. Un centralismo 
        extremo le ha asegurado su dominio. 
         
        Por culpa de esta hegemonía absoluta de Lima, no ha podido nuestra 
        literatura nutrirse de savia indígena. Lima ha sido la capital española 
        primero. Ha sido la capital criolla después. Y su literatura ha tenido 
        esta marca. 
         
        El sentimiento indígena no ha carecido totalmente de expresión en este 
        período de nuestra historia literaria. Su primer expresador de categoría 
        es Mariano Melgar. La crítica limeña lo trata con un poco de desdén. Lo 
        siente demasiado popular, poco distinguido. Le molesta en sus versos, 
        junto con una sintaxis un tanto callejera, el empleo de giros plebeyos. 
        Le disgusta en el fondo, el género mismo. No puede ser de su gusto un 
        poeta que casi no ha dejado sino yaravíes. Esta crítica aprecia más 
        cualquier oda soporífera de Pando. 
         
        Por reacción, no superestimo artísticamente a Melgar. Lo juzgo dentro de 
        la incipiencia de la literatura peruana de su época. Mi juicio no se 
        separa de un criterio de relatividad. 
         
        Melgar es un romántico. Lo es no sólo en su arte sino también en su 
        vida. El romanticismo no había llegado, todavía, oficialmente a nuestras 
        letras. En Melgar no es, por ende, como más tarde en otros, un gesto 
        imitativo; es un arranque espontáneo. Y éste es un dato de su 
        sensibilidad artística. Se ha dicho que debe a su muerte heroica una 
        parte de su renombre literario. Pero esta valorización disimula mal la 
        antipatía desdeñosa que la inspira. La muerte creó al héroe, frustró al 
        artista. Melgar murió muy joven. Y aunque resulta siempre un poco 
        aventurada toda hipótesis sobre la probable trayectoria de un artista, 
        sorprendido prematuramente por la muerte, no es excesivo suponer que 
        Melgar, maduro, habría producido un arte más purgado de retórica y 
        amaneramiento clásicos y, por consiguiente, más nativo, más puro. La 
        ruptura con la metrópoli habría tenido en su espíritu consecuencias 
        particulares y, en todo caso, diversas de las que tuvo en el espíritu de 
        los hombres de letras de una ciudad tan española, tan colonial como 
        Lima. Mariano Melgar, siguiendo el camino de su impulso romántico, 
        habría encontrado una inspiración cada vez más rural, cada vez más 
        indígena. 
         
        Los que se duelen de la vulgaridad de su léxico y sus imágenes, parten 
        de un prejuicio aristocratista y academicista. El artista que en el 
        lenguaje del pueblo escribe un poema de perdurable emoción vale, en 
        todas las literaturas, mil veces más que el que, en lenguaje académico, 
        escribe una acrisolada pieza de antología. De otra parte, como lo 
        observa Carlos Octavio Bunge en un estudio sobre la literatura 
        argentina, la poesía popular ha precedido siempre a la poesía artística. 
        Algunos yaravíes de Melgar viven sólo como fragmentos de poesía popular. 
        Pero, con este título, han adquirido sustancia inmortal. 
         
        Tienen, a veces, en sus imágenes sencillas, una ingenuidad pastoril que 
        revela su trama indígena, su fondo autóctono. La poesía oriental, se 
        caracteriza por un rústico panteísmo en la metáfora. Melgar se muestra 
        muy indio en su imaginismo primitivo y campesino. 
         
        Este romántico, finalmente, se entrega apasionadamente a la revolución. 
        En él la revolución no es liberalismo enciclopedista. Es, 
        fundamentalmente, cálido patriotismo. Como en Pumacahua, en Melgar el 
        sentimiento revolucionario se nutre de nuestra propia sangre y nuestra 
        propia historia. 
         
        Para Riva Agüero, el poeta de los yaravíes no es sino "un momento 
        curioso de la literatura peruana". Rectifiquemos su juicio, diciendo que 
        es el primer momento peruano de esta literatura.  
  
        VII. ABELARDO GAMARRA
         
        Abelardo Gamarra no tiene hasta ahora un sitio en las antologías. La 
        crítica relega desdeñosamente su obra a un plano secundario. Al plano, 
        casi negligible para su gusto cortesano, de la literatura popular. Ni 
        siquiera en el criollismo se le reconoce un rol cardinal. Cuando se 
        historia el criollismo se cita siempre antes a un colonialista tan 
        inequívoco como don Felipe Pardo. 
         
        Sin embargo, Gamarra es uno de nuestros literatos más representativos. 
        Es, en nuestra literatura esencialmente capitalina, el escritor que con 
        más pureza traduce y expresa a las provincias. Tiene su prosa 
        reminiscencias indígenas. Ricardo Palma es un criollo de Lima; el 
        Tunante es un criollo de la sierra. La raíz india está viva en su arte 
        jaranero. 
         
        Del indio tiene el Tunante la tesonera y sufrida naturaleza, la 
        panteísta despreocupación del más allá, el alma dulce y rural, el buen 
        sentido campesino, la imaginación realista y sobria. Del criollo, tiene 
        el decir donairoso, la risa zumbona, el juicio agudo y socarrón, el 
        espíritu aventurero y juerguista. Procedente de un pueblo serrano, el 
        Tunante se asimiló a la capital y a la costa, sin desnaturalizarse ni 
        deformarse. Por su sentimiento, por su entonación, su obra es la más 
        genuinamente peruana de medio siglo de imitaciones y balbuceos. 
         
        Lo es también por su espíritu. Desde su juventud, Gamarra militó en la 
        vanguardia. Participó en la protesta radical, con verdadera adhesión a 
        su patriotismo revolucionario. Lo que en otros corifeos del radicalismo 
        era sólo una actitud intelectual y literaria, en el Tunante era un 
        sentimiento vital, un impulso anímico. Gamarra sentía hondamente, en su 
        carne y en su espíritu, la repulsa de la aristocracia encomendera y de 
        su corrompida e ignorante clientela. Comprendió siempre que esta gente 
        no representaba al Perú; que el Perú era otra cosa. Este sentimiento, lo 
        mantuvo en guardia contra el civilismo y sus expresiones intelectuales e 
        ideológicas. Su seguro instinto lo preservó, al mismo tiempo, de la 
        ilusión "demócrata". El Tunante no se engañó sobre Piérola. Percibió el 
        verdadero sentido histórico del gobierno del 95. Vio claro que no era 
        una revolución democrática sino una restauración civilista. Y, aunque 
        hasta su muerte, guardó el más fervoroso culto a González Prada, cuyas 
        retóricas catilinarias tradujo a un lenguaje popular, se mostró 
        nostalgioso de un espíritu más realizador y constructivo. Su intuición 
        histórica echaba de menos en el Perú a un Alberdi, a un Sarmiento. En 
        sus últimos años, sobre todo, se dio cuenta de que una política 
        idealista y renovadora debe asentar bien los pies en la realidad y en la 
        historia. 
         
        No es su obra la de un simple costumbrista satírico. Bajo el animado 
        retrato de tipos y costumbres, es demasiado evidente la presencia de un 
        generoso idealismo político y social. Esto es lo que coloca a Gamarra 
        muy por encima de Segura. La obra del Tunante tiene un ideal; la de 
        Segura no tiene ninguno. 
         
        Por otra parte, el criollismo del Tunante es más integral, más profundo 
        que el de Segura. Su versión de las cosas y los tipos es más verídica, 
        más viviente. Gamarra tiene en su obra –que 
        no por azar es la más popular, la más leída en provincias–, 
        muchos atisbos agudísimos, muchos aciertos plásticos. El Tunante es un 
        Pancho Fierro de nuestras letras. Es un ingenio popular; un escritor 
        intuitivo y espontáneo. 
         
        Heredero del espíritu de la revolución de la independencia, tuvo 
        lógica-mente que sentirse distinto y opuesto a los herederos del 
        espíritu de la Conquista y la Colonia. Y, por esto, no diploma ni 
        breveta su obra la autoridad de academias ni ateneos ("¡De las 
        Academias, líbranos Señor!" -pensaba seguramente, como Rubén Darío, el 
        Tunante). Se le desdeña por su sintaxis. Se le desdeña por su 
        ortografía. Pero se le desdeña, ante todo, por su espíritu. 
         
        La vida se burla alegremente de las reservas y los remilgos de la 
        crítica, concediendo a los libros de Gamarra la supervivencia que niega 
        a los libros de renombre y mérito oficialmente sancionados. A Gamarra no 
        lo recuerda casi la crítica; no lo recuerda sino el pueblo. Pero esto le 
        basta a su obra para ocupar de hecho en la historia de nuestras letras 
        el puesto que formalmente se le regatea. 
         
        La obra de Gamarra aparece como una colección dispersa de croquis y 
        bocetos. No tiene una creación central. No es una afinada modulación 
        artística. Este es su defecto. Pero de este defecto no es responsable 
        totalmente la calidad del artista. Es responsable también la incipiencia 
        de la literatura que representa. 
         
        El Tunante quería hacer arte en el lenguaje de la calle. Su intento no 
        era equivocado. Por el mismo camino han ganado la inmortalidad los 
        clásicos de los orígenes de todas las literaturas.  
         
        VIII. CHOCANO
         
        José Santos Chocano pertenece, a mi juicio, al período colonial de 
        nuestra literatura. Su poesía grandílocua tiene todos sus orígenes en 
        España. Una crítica verbalista la presenta como una traducción del alma 
        autóctona. Pero este es un concepto artificioso, una ficción retórica. 
        Su lógica, tan simplista como falsa, razona así: Chocano es exuberante, 
        luego es autóctono. Sobre este principio, una crítica fundamentalmente 
        incapaz de sentir lo autóctono, ha asentado casi todo el dogma del 
        americanismo y el tropicalismo esenciales del poeta de Alma América. 
         
        Este dogma pudo ser incontestable en un tiempo de absoluta autoridad del 
        colonialismo. Ahora una generación iconoclasta lo pasa incrédulamente 
        por la criba de su análisis. La primera cuestión que se plantea es ésta: 
        ¿Lo autóctono es, efectivamente, exuberante? 
         
        Un crítico sagaz, extraño en este caso a todo interés polémico, como 
        Pedro Henríquez Ureña, examinando precisamente el tema de la exuberancia 
        en la literatura hispano-americana, observa que esta literatura, en su 
        mayor parte, no aparece por cierto como un producto del trópico. 
        Procede, más bien, de ciudades de clima templado y hasta un poco otoñal. 
        Muy aguda y certeramente apunta Henríquez Ureña: "En América conservamos 
        el respeto al énfasis mientras Europa nos lo prescribió; aún hoy nos 
        quedan tres o cuatro poetas vibrantes, como decían los 
        románticos. ¿No se atribuirá a influencia del trópico la que es 
        influencia de Víctor Hugo? ¿O de Byron, o de Espronceda o de Quintana?" 
        Para Henríquez Ureña la teoría de la exuberancia espontánea de la 
        literatura americana es una teoría falsa. Esta literatura es menos 
        exuberante de lo que parece. Se toma por exuberancia la verbosidad. Y 
        "si abunda la palabrería es porque escasea la cultura, la disciplina y 
        no por peculiar exuberancia nuestra" 
        (26). Los casos de verbosidad no 
        son imputables a la geografía ni al medio. 
         
        Para estudiar el caso de Chocano, tenemos que empezar por localizarlo, 
        ante todo, en el Perú. Y bien, en el Perú lo autóctono es lo indígena, 
        vale decir lo inkaico. 
         
        Y lo indígena, lo inkaico, es fundamentalmente sobrio. El arte indio es 
        la antítesis, la contradicción del arte de Chocano. El indio 
        esquematiza, estiliza las cosas con un sintetismo y un primitivismo 
        hieráticos. 
         
        Nadie pretende encontrar en la poesía de Chocano la emoción de los 
        Andes. La crítica que la proclama autóctona, la imagina únicamente 
        depositaria de la emoción de la "montaña", esto es de la floresta. Riva 
        Agüero es uno de los que suscriben este juicio. Pero los literatos que 
        sin noción ninguna de la "montaña", se han apresurado a descubrirla o 
        reconocerla íntegramente en la ampulosa poesía de Chocano, no han hecho 
        otra cosa que tomar al pie de la letra una conjetura del poeta. No han 
        hecho sino repetir a Chocano, quien desde hace mucho tiempo se supone 
        "el cantor de América autóctona y salvaje". 
         
        La "montaña" no es sólo exuberancia. Es, sustancialmente, muchas otras 
        cosas que no están en la poesía de Chocano. Ante su espectáculo, ante 
        sus paisajes, la actitud de Chocano es la de un espectador elocuente. 
        Nada más. Todas sus imágenes son las de una fantasía exterior y 
        extranjera. No se oye la voz de un hombre de la floresta. Se oye, a lo 
        más, la voz de un forastero imaginativo y ardoroso que cree poseerla y 
        expresarla. 
         
        Y esto es muy natural. La "montaña" no existe casi sino como naturaleza, 
        como paisaje, como escenario. No ha producido todavía una estirpe, un 
        pueblo, una civilización. Chocano, en todo caso, no se ha nutrido de su 
        savia. Por su sangre, por su mentalidad, por su educación, el poeta de
        Alma América es un hombre de la costa. Procede de una familia 
        española. Su formación espiritual e intelectual se ha cumplido en Lima. 
        Y su énfasis -este énfasis que, en último análisis, resulta la única 
        prueba de su autoctonismo y de su americanismo artístico o estético- 
        desciende totalmente de España. 
         
        Los antecedentes de la técnica y los modelos de la elocuencia de Chocano 
        están en la literatura española. Todos reconocen en su manera la 
        influencia de Quintana, en su espíritu la de Espronceda. Chocano se 
        reclama de Byron y de Hugo. Pero las influencias más directas que se 
        constatan en su arte son siempre las de poetas de idioma español. Su 
        egotismo romántico es el de Díaz Mirón, de quien tiene también el acento 
        arrogante y soberbio. Y el modernismo y el decadentismo que llegan hasta 
        las puertas de su romanticismo son los de Rubén Darío. 
         
        Estos rasgos deciden y señalan demasiado netamente, la verdadera 
        filiación artística de Chocano quien, a pesar de las sucesivas ondas de 
        modernidad que han visitado su arte sin modificarlo absolutamente en su 
        esencia, ha conservado en su obra la entonación y el temperamento de un 
        supérstite del romanticismo español y de su grandilocuencia. Su 
        filiación espiritual coincide, por otra parte, con su filiación 
        artística. El "cantor de América autóctona y salvaje" es de la estirpe 
        de los conquistadores. Lo siente y lo dice él mismo en su poesía, que si 
        no carece de admiración literaria y retórica a los inkas, desborda de 
        amor a los héroes de la Conquista y a los magnates del Virreinato. 
        * * * 
        Chocano no pertenece a la plutocracia capitalina. 
        Este hecho lo diferencia de los literatos específicamente colonialistas. 
        No consiente, por ejemplo, identificarlo con Riva Agüero. En su espíritu 
        se reconoce al descendiente de la Conquista más bien que al descendiente 
        del Virreinato (Y Conquista y Virreinato social y económicamente 
        constituyen dos fases de un mismo fenómeno, pero espiritualmente no 
        tienen idéntica categoría. La Conquista fue una aventura heroica; el 
        Virreinato fue una empresa burocrática. Los conquistadores eran, como 
        diría Blaise Cendrars, de la fuerte raza de los aventureros; los 
        virreyes y los oidores eran blandos hidalgos y mediocres bachilleres). 
         
        Las primeras peripecias de la poesía de Chocano son de carácter 
        romántico. No en balde el cantor de Iras Santas se presenta como 
        un discípulo de Espronceda. No en balde se siente en él algo de 
        romanticismo byroniano. La actitud de Chocano es, en su juventud, una 
        actitud de protesta. Esta protesta tiene a veces un acento anárquico. 
        Tiene otras veces un tinte de protesta social. Pero carece de 
        concreción. Se agota en una delirante y bizarra ofensiva verbal contra 
        el gobierno militar de la época. No consigue ser más que un gesto 
        literario. 
         
        Chocano aparece luego, políticamente enrolado en el pierolismo. Su 
        revolucionarismo se conforma con la revolución del 95 que liquida un 
        régimen militar para restaurar, bajo la gerencia provisoria de don 
        Nicolás de Piérola, el régimen civilista. Más tarde, Chocano se deja 
        incorporar en la clientela intelectual de la plutocracia. No se aleja de 
        Piérola y su pseudo-democracia para acercarse a González Prada sino para 
        saludar en Javier Prado y Ugarteche al pensador de su generación. 
         
        La trayectoria política de un literato no es también su trayectoria 
        artística. Pero sí es, casi siempre, su trayectoria espiritual. La 
        literatura, de otro lado, está como sabemos íntimamente permeada de 
        política, aun en los casos en que parece más lejana y más extraña a su 
        influencia. Y lo que queremos averiguar, por el momento, no es 
        estrictamente la categoría artística de Chocano sino su filiación 
        espiritual, su posición ideológica. 
         
        Una y otra no están nítidamente expresadas por su poesía. Tenemos, por 
        consiguiente, que buscarlas en su prosa, la cual, además de haber sido 
        más explícita que su poesía, no ha sido esencialmente contradicha ni 
        atenuada por ella. 
         
        La poesía de Chocano nos coloca, primero, ante un caso de individualismo 
        exasperado y egoísta, asaz frecuente y casi característico en la falange 
        romántica. Este individualismo es todo el anarquismo de Chocano. 
         
        Y en los últimos años, el poeta, lo reduce y lo limita. No renuncia 
        absolutamente a su egotismo sensual; pero sí renuncia a una buena parte 
        de su individualismo filosófico. El culto del Yo se ha asociado al culto 
        de la Jerarquía. El poeta se llama individualista, pero no se llama 
        liberal. Su individualismo deviene un "individualismo jerárquico". Es un 
        individualismo que no ama la libertad. Que la desdeña casi. En cambio, 
        la jerarquía que respeta no es la jerarquía eterna que crea el Espíritu; 
        es la jerarquía precaria que imponen, en la mudable perspectiva de lo 
        presente, la fuerza, la tradición y el dinero. 
         
        Del mismo modo doma el poeta los primitivos arranques de su espíritu. Su 
        arte, en su plenitud, acusa –por su 
        exaltado aunque retórico amor a la Naturaleza– 
        un panteísmo un poco pagano. Y este panteísmo
        –que producía un poco de animismo en 
        sus imágenes–, es en él la sola nota 
        que refleja a una "América autóctona y salvaje" (El indio es panteísta, 
        animista, materialista). Chocano, sin embargo, lo ha abandonado 
        tácitamente. La adhesión al principio de la jerarquía lo ha reconducido 
        a la Iglesia Romana. Roma es, ideológicamente, la ciudadela histórica de 
        la reacción. Los que peregrinan por sus colinas y sus basílicas en busca 
        del evangelio cristiano regresan desilusionados; pero los que se 
        contentan con encontrar, en su lugar, el fascismo y la Iglesia
        –la autoridad y la jerarquía en el 
        sentido romano–, arriban a su meta y 
        hallan su verdad. De estos últimos peregrinos es el poeta de Alma 
        América. Él, que nunca ha sido cristiano, se confiesa finalmente 
        católico. Romántico fatigado, hereje converso, se refugia en el sólido 
        aprisco de la tradición y del orden, de donde creyó un día partir para 
        siempre a la conquista del futuro.  
         
        
        IX. RIVA AGÜERO Y SU INFLUENCIA. 
        LA GENERACIÓN "FUTURISTA"
        
         
        La generación "futurista" -como paradójicamente se le apoda-, señala un 
        momento de restauración colonialista y civilista en el pensamiento y la 
        literatura del Perú. 
         
        La autoridad sentimental e ideológica de los herederos de la Colonia se 
        encontraba comprometida y socavada por quince años de predicación 
        radical. Después de un período de caudillaje militar análogo al que 
        siguió a la revolución de la independencia, la clase latifundista había 
        restablecido su dominio político pero no había restablecido igualmente 
        su dominio intelectual. El radicalismo, alimentado por la reacción moral 
        de la derrota –de la cual el pueblo 
        sentía responsable a la plutocracia–, 
        había encontrado un ambiente favorable a la propagación de su verbo 
        revolucionario. Su propaganda había rebelado, sobre todo, a las 
        provincias. Una marejada de ideas avanzadas había pasado por la 
        República. 
         
        La antigua guardia intelectual del civilismo, envejecida y debilitada, 
        no podía reaccionar eficazmente contra la generación radical. La 
        restauración tenía que ser realizada por una falange de hombres jóvenes. 
        El civilismo contaba con la Universidad. A la Universidad le tocaba 
        darle, por ende, esta milicia intelectual. Pero era indispensable que la 
        acción de sus hombres no se contentase con ser una acción universitaria. 
        Su misión debía constituir una reconquista integral de la inteligencia y 
        el sentimiento. Como uno de sus objetivos naturales y sustantivos, 
        aparecía la recuperación del terreno perdido en la literatura. La 
        literatura llega adonde no llega la Universidad. La obra de un solo 
        escritor del pueblo, discípulo de González Prada, el Tunante, era 
        entonces una obra mucho más propagada y entendida que la de todos los 
        escritores de la Universidad juntos. 
         
        Las circunstancias históricas propiciaban la restauración. El dominio 
        político del civilismo se presentaba sólidamente consolidado. El orden 
        económico y político inaugurado por Piérola el 95 era esencialmente un 
        orden civilista. Muchos profesionales y literatos que en el período 
        caótico de nuestra posguerra, se sintieron atraídos por el campo 
        radical, se sentían ahora empujados al campo civilista. La generación 
        radical estaba, en verdad, disuelta. González Prada, retirado a un 
        displicente ascetismo, vivía desconectado de sus dispersos discípulos. 
        De suerte que la generación "futurista" no encontró casi resistencia. 
         
        En sus rangos se mezclaban y se confundían "civilistas" y "demócratas", 
        separados en la lucha partidista. Su advenimiento era saludado, en 
        consecuencia, por toda la gran prensa de la capital. EI Comercio 
        y La Prensa auspiciaban a la "nueva generación". Esta generación 
        se mostraba destinada a realizar la armonía entre civilistas y 
        demócratas que la coalición del 95 dejó sólo iniciada. Su líder y 
        capitán Riva Agüero, en quien la tradición civilista y plutocrática se 
        conciliaba con una devoción casi filial al "Califa" demócrata, reveló 
        desde el primer momento tal tendencia. En su tesis sobre la "literatura 
        del Perú independiente", arremetiendo contra el radicalismo dijo lo 
        siguiente: "Los partidos de principios, no sólo no producirían bienes, 
        sino que crearían males irreparables. En el actual sistema, las 
        diferencias entre los partidos no son muy grandes ni muy hondas sus 
        divisiones. Se coaligan sin dificultad, colaboran con frecuencia. Los 
        gobernantes sagaces pueden, sin muchos esfuerzos, aprovechar del 
        concurso de todos los hombres útiles". 
         
        La resistencia a los partidos de principios denuncia el sentimiento y la 
        inspiración clasistas de la generación de Riva Agüero. Su esfuerzo 
        manifiesta de un modo demasiado inequívoco el propósito de asegurar y 
        consolidar un régimen de clase. Negar a los principios, a las ideas, el 
        derecho de gobernar el país significaba fundamentalmente, reservar ese 
        derecho para una casta. Era preconizar el dominio de la "gente decente", 
        de la "clase ilustrada". Riva Agüero, a este respecto, como a otros, se 
        muestra en riguroso acuerdo con Javier Prado y Francisco García 
        Calderón. Y es que Prado y García Calderón representan la misma 
        restauración. Su ideología tiene los mismos rasgos esenciales. Se reduce 
        en el fondo, a un positivismo conservador. Un fraseario más o menos 
        idealista y progresista disimula el ideario tradicional. Como ya lo he 
        observado, Riva Agüero, Prado y García Calderón coinciden en el 
        acatamiento a Taine. Riva Agüero para esclarecernos más su filiación, 
        nos descubre en su varias veces citada tesis -que es incontestablemente 
        el primer manifiesto político y literario de la generación "futurista"- 
        su adhesión a Brunetiére. 
         
        La revisión de valores de la literatura con que debutó Riva Agüero en la 
        política, corresponde absolutamente a los fines de una restauración. 
        Idealiza y glorifica la Colonia, buscando en ella las raíces de la 
        nacionalidad. Superestima la literatura colonialista exaltando 
        enfáticamente a sus mediocres cultores. Trata desdeñosamente el 
        romanticismo de Mariano Melgar. Reprueba a González Prada lo más válido 
        y fecundo de su obra: su protesta. 
         
        La generación "futurista" se muestra, al mismo tiempo universitaria, 
        académica, retórica. Adopta del modernismo sólo los elementos que le 
        sirven para condenar la inquietud romántica. 
         
        Una de sus obras más características y peculiares es la organización de 
        la Academia correspondiente de la Lengua Española. Uno de sus esfuerzos 
        artísticos más marcados es su retorno a España en la prosa y en el 
        verso. 
         
        El rasgo más característico de la generación apodada "futurista" es su 
        pasadismo. Desde el primer momento sus literatos se entregan a idealizar 
        el pasado. Riva Agüero, en su tesis, reivindica con energía los fueros 
        de los hombres y las cosas tradicionales. 
         
        Pero el pasado, para esta generación, no es muy remoto ni muy próximo. 
        Tiene límites definidos: los del Virreinato. Toda su predilección, toda 
        su ternura, son para esta época. El pensamiento de Riva Agüero a este 
        respecto es inequívoco. El Perú, según él, desciende de la Conquista. Su 
        infancia es la Colonia. 
         
        La literatura peruana deviene desde este momento acentuadamente 
        colonialista. Se inicia un fenómeno que no ha terminado todavía y que 
        Luis Alberto Sánchez designa con el nombre de "perricholismo". 
         
        En este fenómeno –en sus orígenes, 
        no en sus consecuencias– se combinan 
        y se identifican dos sentimientos: limeñismo y pasadismo. Lo que, en 
        política, se traduce así: centralismo y conservantismo. Porque el 
        pasadismo de la generación de Riva Agüero no constituye un gesto 
        romántico de inspiración meramente literaria. Esta generación es 
        tradicionalista pero no romántica. Su literatura, más o menos teñida de 
        "modernismo", se presenta por el contrario como una reacción contra la 
        literatura del romanticismo. El romanticismo condena radicalmente el 
        presente en el nombre del pasado o del futuro. Riva Agüero y sus 
        contemporáneos, en cambio, aceptan el presente, aunque para gobernarlo y 
        dirigirlo invoquen y evoquen el pasado. Se caracterizan, espiritual e 
        ideológicamente, por un conservantismo positivista, por un 
        tradicionalismo oportunista. 
         
        Naturalmente, esta es sólo la tonalidad general del fenómeno, en el cual 
        no faltan matices más o menos discrepantes. José Gálvez, por ejemplo, 
        individualmente escapa a la definición que acabo de esbozar. Su 
        pasadismo es de fondo romántico. Haya lo llama "el único palmista 
        sincero", refiriéndose sin duda al carácter literario y sentimental de 
        su pasadismo. La distinción no está netamente expresada. Pero parte de 
        un hecho evidente. Gálvez –cuya 
        poesía desciende de la de Chocano, repitiendo, atenuadamente unas veces, 
        desteñidamente otras, su verbosidad– 
        tiene trama de romántico. Su pasadismo, por eso, está menos localizado 
        en el tiempo que el del núcleo de su generación. Es un pasadismo 
        integral. Enamorado del Virreinato, Gálvez no se siente, sin embargo, 
        acaparado exclusivamente por el culto de esta época. Para él "todo 
        tiempo pasado fue mejor". Puede observarse que, en cambio, su pasadismo 
        está más localizado en el espacio. El tema de sus evocaciones es casi 
        siempre limeño. Pero también esto me parece en Gálvez un rasgo 
        romántico. 
         
        Gálvez, de otro lado, se aparta a veces del credo de Riva Agüero. Sus 
        opiniones sobre la posibilidad de una literatura genuinamente nacional 
        son heterodoxas dentro del fenómeno "futurista". Acerca del americanismo 
        en la literatura, Gálvez, aunque sea con no pocas reservas y 
        concesiones, se declara de acuerdo con la tesis del líder de su 
        generación y su partido. No lo convence la aserción de que es imposible 
        revivir poéticamente las antiguas civilizaciones americanas. "Por mucho 
        que sean civilizaciones desaparecidas y por honda que haya sido la 
        influencia española –escribe–, 
        ni el material mismo se ha extinguido, ni tan puros hispanos somos los 
        que más lo fuéramos, que no sintamos vinculaciones con aquella raza, 
        cuya tradición áurea bien merece un recuerdo y cuyas ruinas imponentes y 
        misteriosas nos subyugan y nos impresionan. Precisamente porque andamos 
        tan mezclados y son tan encontradas nuestras raíces históricas, por lo 
        mismo que nuestra cultura no es tan honda como parece, el material 
        literario de aquellas épocas definitivamente muertas es enorme para 
        nosotros, sin que esto signifique que lo consideremos primordial y 
        porque alguna levadura debe haber en nuestras almas de la gestación del 
        imperio incaico y de las luchas de las dos razas, la indígena y la 
        española, cuando aún nos encoge el alma y nos sacude con emoción extraña 
        y dolorida la música temblorosa del yaraví. Además, nuestra historia no 
        puede partir sólo de la Conquista y por vago que fuese el legado síquico 
        que hayamos recibido de los indios, siempre algo tenemos de aquella raza 
        vencida, que en viviente ruina anda preterida y maltratada en nuestras 
        serranías, constituyendo un grave problema social, que si palpita 
        dolorosamente en nuestra vida, ¿por qué no puede tener un lugar en 
        nuestra literatura que ha sido tan fecunda en sensaciones históricas de 
        otras razas que realmente nos son extranjeras y peregrinas?" 
        (27). No 
        acierta Gálvez, sin embargo, en la definición de una literatura 
        nacional. "Es cuestión de volver el alma -dice- a las rumorosas 
        palpitaciones de lo que nos rodea". Mas, a renglón seguido, reduce sus 
        elementos a "la historia, la tradición y la naturaleza". El pasadista 
        reaparece aquí íntegramente. Una literatura genuinamente nacionalista, 
        en su concepto, debe nutrirse sobre todo de la historia, la leyenda, la 
        tradición, esto es del pasado. El presente es también historia. Pero 
        seguramente Gálvez no lo pensaba cuando escogía las fuentes de nuestra 
        literatura. La historia, en su sentimiento, no era entonces sino pasado. 
        No dice Gálvez que la literatura nacional debe traducir totalmente al 
        Perú. No le pide una función realmente creadora. Le niega el derecho de 
        ser una literatura del pueblo. Polemizando con el Tunante, sostiene que 
        el artista "debe desdeñar altivamente la facilidad que le ofrece el 
        modismo callejero, admirable muchas veces para el artículo de 
        costumbres, pero que está distante de la fina aristocracia que debe 
        tener la forma artística" 
        (28). 
         
        El pensamiento de la generación futurista es, por otra parte, el de Riva 
        Agüero. El voto en contra o, mejor, el voto en blanco de Gálvez, en este 
        y otros debates, no tiene sino un valor individual. La generación 
        futurista, en tanto, utiliza totalmente el pasadismo y el romanticismo 
        de Gálvez en la serenata bajo los balcones del Virreinato, destinada 
        políticamente a reanimar una leyenda indispensable al dominio de los 
        herederos de la Colonia. 
         
        La casta feudal no tiene otros títulos que los de la tradición colonial. 
        Nada más concordante con su interés que una corriente literaria 
        tradicionalista. En el fondo de la literatura colonialista, no existe 
        sino una orden perentoria, una exigencia imperiosa del impulso vital de 
        una clase, de una "casta". 
         
        Y quien dude del origen fundamentalmente político del fenómeno 
        "futurista" no tiene sino que reparar en el hecho de que esta falange de 
        abogados, escritores, literatos, etc., no se contentó con ser sólo un 
        movimiento. Cuando llegó a su mayor edad quiso ser un partido.  
        
         
        X. COLÓNIDA Y VALDELOMAR
        
         
        "Colónida" representó una insurrección –decir 
        una revolución sería exagerar su importancia– 
        contra el academicismo y sus oligarquías, su énfasis retórico, su gusto 
        conservador, su galantería dieciochesca y su melancolía mediocre y 
        ojerosa. Los colónidas virtualmente reclamaron sinceridad y naturalismo. 
        Su movimiento, demasiado heteróclito y anárquico, no pudo condensarse en 
        una tendencia ni concretarse en una fórmula. Agotó su energía en su 
        grito iconoclasta y su orgasmo esnobista. 
         
        Una efímera revista de Valdelomar dio su nombre a este movimiento. 
        Porque "Colónida" no fue un grupo, no fue un cenáculo, no fue una 
        escuela, sino un movimiento, una actitud, un estado de ánimo. Varios 
        escritores hicieron "colonidismo" sin pertenecer a la capilla de 
        Valdelomar. El "colonidismo" careció de contornos definidos. Fugaz 
        meteoro literario, no pretendió nunca cuajarse en una forma. No impuso a 
        sus adherentes un verdadero rumbo estético. El "colonidismo" no 
        constituía una idea ni un método. Constituía un sentimiento ególatra, 
        individualista, vagamente iconoclasta, imprecisamente renovador. "Colónida" 
        no era siquiera un haz de temperamentos afines; no era al menos 
        propiamente una generación. En sus rangos, con Valdelomar, More, Gibson, 
        etc., militábamos algunos escritores adolescentes, novísimos, 
        principiantes. Los "colónidos" no coincidían sino en la revuelta contra 
        todo academicismo. Insurgían contra los valores, las reputaciones y los 
        temperamentos académicos. Su nexo era una protesta; no una afirmación. 
        Conservaron sin embargo, mientras convivieron en el mismo movimiento, 
        algunos rasgos espirituales comunes. Tendieron a un gusto decadente, 
        elitista, aristocrático, algo mórbido. Valdelomar, trajo de Europa 
        gérmenes de d'annunzianismo que se propagaron en nuestro ambiente 
        voluptuoso, retórico y meridional. 
         
        La bizarría, la agresividad, la injusticia y hasta la extravagancia de 
        los "colónidos" fueron útiles. Cumplieron una función renovadora. 
        Sacudieron la literatura nacional. La denunciaron como una vulgar 
        rapsodia de la más mediocre literatura española. Le propusieron nuevos y 
        mejores modelos, nuevas y mejores rutas. Atacaron a sus fetiches, a sus 
        iconos. Iniciaron lo que algunos escritores calificarían como "una 
        revisión de nuestros valores literarios". "Colónida" fue una fuerza 
        negativa, disolvente, beligerante. Un gesto espiritual de varios 
        literatos que se oponían al acaparamiento de la fama nacional por un 
        arte anticuado, oficial y pompier. 
         
        De otro lado, los "colónidos" no se comportaron siempre con injusticia. 
        Simpatizaron con todas las figuras heréticas, heterodoxas, solitarias de 
        nuestra literatura. Loaron y rodearon a González Prada. En el "colonidismo" 
        se advierte algunas huellas de influencia del autor de Páginas Libres 
        y Exóticas. Se observa también que los "colónidos" tomaron de 
        González Prada lo que menos les hacía falta. Amaron lo que en González 
        Prada había de aristócrata, de parnasiano, de individualista; ignoraron 
        lo que en González Prada había de agitador, de revolucionario. More 
        definía a González Prada como "un griego nacido en un país de zambos". "Colónida", 
        además, valorizó a Eguren, desdeñado y desestimado por el gusto mediocre 
        de la crítica y del público de entonces. 
         
        El fenómeno "colónida" fue breve. Después de algunas escaramuzas polémicas, 
        el "colonidismo" tramontó definitivamente. Cada uno de los "colónidos" 
        siguió su propia trayectoria personal. El movimiento quedó liquidado. 
        Nada importa que perduren algunos de sus ecos y que se agiten, en el 
        fondo de más de un temperamento joven, algunos de sus sedimentos. El "colonidismo", 
        como actitud espiritual, no es de nuestro tiempo. La apetencia de 
        renovación que generó el movimiento "colónida" no podía satisfacerse con 
        un poco de decadentismo y otro poco de exotismo. "Colónida" no se 
        disolvió explícita ni sensiblemente porque jamás fue una facción, sino 
        una postura interina, un ademán provisorio. 
         
        El "colonidismo" negó e ignoró la política. Su elitismo, su 
        individualismo, lo alejaban de las muchedumbres, lo aislaban de sus 
        emociones. Los "colónidos" no tenían orientación ni sensibilidad 
        políticas. La política les parecía una función burguesa, burocrática, 
        prosaica. La revista Colónida era escrita para el Palais Concert 
        y el jirón de la Unión. Federico More tenía afición orgánica a la 
        conspiración y al panfleto; pero sus concepciones políticas eran 
        antidemocráticas, antisociales, reaccionarias. More soñaba con una 
        aristarquía, casi con una artecracia. Desconocía y despreciaba la 
        realidad social. Detestaba el vulgo y el tumulto. 
         
        Pero terminado el experimento "colónida", los escritores que en él 
        intervinieron, sobre todo los más jóvenes, empezaron a interesarse por 
        las nuevas corrientes políticas. Hay que buscar las raíces de esta 
        conversión en el prestigio de la literatura política de Unamuno, de 
        Araquistáin, de Alomar y de otros escritores de la revista España; 
        en los efectos de la predicación de Wilson, elocuente y universitaria, 
        propugnando una nueva libertad; y en la sugestión de la mentalidad de 
        Víctor M. Maúrtua cuya influencia en el orientamiento socialista de 
        varios de nuestros intelectuales casi nadie conoce. Esta nueva actitud 
        espiritual fue marcada también por una revista, más efímera aún que 
        Colónida: Nuestra Época. En Nuestra Época, destinada a 
        las muchedumbres y no al Palais Concert, escribieron Félix del Valle, 
        César Falcón, César Ugarte, Valdelomar, Percy Gibson, César A. 
        Rodríguez, César Vallejo y yo. Este era ya, hasta estructuralmente, un 
        conglomerado distinto del de Colónida. Figuraban en él un 
        discípulo de Maúrtua, un futuro catedrático de la Universidad: Ugarte; y 
        un agitador obrero: del Barzo. En este movimiento, más político que 
        literario, Valdelomar no era ya un líder. Seguía a escritores más 
        jóvenes y menos conocidos que él. Actuaba en segunda fila. 
         
        Valdelomar, sin embargo, había evolucionado. Un gran artista es casi 
        siempre un hombre de gran sensibilidad. El gusto de la vida muelle, 
        plácida, sensual, no le hubiera consentido ser un agitador; pero, como 
        Óscar Wilde, Valdelomar habría llegado a amar el socialismo. Valdelomar 
        no era un prisionero de la torre de marfil. No renegaba su pasado 
        demagógico y tumultuario de billinghurista. Se complacía de que en su 
        historia existiera ese episodio. Malgrado su aristocratismo, Valdelomar 
        se sentía atraído por la gente humilde y sencilla. Lo acreditan varios 
        capítulos de su literatura, no exenta de notas cívicas. Valdelomar 
        escribió para los niños de las escuelas de Huaura su oración a San 
        Martín. Ante un auditorio de obreros, pronunció en algunas ciudades del 
        norte durante sus andanzas de conferencista nómade, una oración al 
        trabajo. Recuerdo que, en nuestros últimos coloquios, escuchaba con 
        interés y con respeto mis primeras divagaciones socialistas. En este 
        instante de gravidez, de maduración, de tensión máximas, lo abatió la 
        muerte.  
        
        * * * 
        
        No conozco ninguna definición certera, exacta, 
        nítida, del arte de Valdelomar. Me explico que la crítica no la haya 
        formulado todavía. Valdelomar murió a los treinta años cuando él mismo 
        no había conseguido aún encontrarse, definirse. Su producción 
        desordenada, dispersa, versátil, y hasta un poco incoherente, no 
        contiene sino los elementos materiales de la obra que la muerte frustró. 
        Valdelomar no logró realizar plenamente su personalidad rica y 
        exuberante. Nos ha dejado, a pesar de todo, muchas páginas magníficas. 
         
        Su personalidad no sólo influyó en la actitud espiritual de una 
        generación de escritores. Inició en nuestra literatura una tendencia que 
        luego se ha acentuado. Valdelomar que trajo del extranjero influencias 
        pluricolores e internacionales y que, por consiguiente, introdujo en 
        nuestra literatura elementos de cosmopolitismo, se sintió, al mismo 
        tiempo, atraído por el criollismo y el inkaísmo. Buscó sus temas en lo 
        cotidiano y lo humilde. Revivió su infancia en una aldea de pescadores. 
        Descubrió, inexperto pero clarividente, la cantera de nuestro pasado 
        autóctono. 
         
        Uno de los elementos esenciales del arte de Valdelomar es su humorismo. 
        La egolatría de Valdelomar era en gran parte humorística. Valdelomar 
        decía en broma casi todas las cosas que el público tomaba en serio. Las 
        decía pour épater les bourgeois. Si los burgueses se hubiesen 
        reído con él de sus "poses" megalomaníacas, Valdelomar no hubiese 
        insistido tanto en su uso. Valdelomar impregnó su obra de un humorismo 
        elegante, alado, ático, nuevo hasta entonces entre nosotros. Sus 
        artículos de periódicos, sus "diálogos máximos", solían estar llenos del 
        más gentil donaire. Esta prosa habría podido ser más cincelada, más 
        elegante, más duradera; pero Valdelomar no tenía casi tiempo para 
        pulirla. Era una prosa improvisada y periodística 
        (29). 
         
        Ningún humorismo menos acerbo, menos amargo, menos acre, menos maligno 
        que el de Valdelomar. Valdelomar caricaturizaba a los hombres, pero los 
        caricaturizaba piadosamente. Miraba las cosas con una sonrisa bondadosa. 
        Evaristo, el empleado de la botica aldeana, hermano gemelo de un sauce 
        hepático y desdichado, es una de esas caricaturas melancólicas que a 
        Valdelomar le agradaba trazar. En el acento de esta novela de sabor 
        pirandelliano se siente la ternura de Valdelomar por su desventurado, 
        pálido y canijo personaje. 
         
        Valdelomar parece caer a veces en la desesperanza y en el pesimismo. 
        Pero estos son desmayos pasajeros, depresiones precarias de su ánimo. 
        Era Valdelomar demasiado panteísta y sensual para ser pesimista. Creía 
        con D'Annunzio que "la vida es bella y digna de ser magníficamente 
        vivida". En sus cuentos y paisajes aldeanos se reconoce este rasgo de su 
        espíritu. Valdelomar buscó perennemente la felicidad y el placer. Pocas 
        veces logró gozarlos; pero estas pocas veces supo poseerlos plena, 
        absoluta, exaltadamente. 
         
        En su "Confiteor" –que es tal vez la 
        más noble, la más pura, la más bella poesía erótica de nuestra 
        literatura–, Valdelomar toca el más 
        alto grado de exaltación dionisíaca. Transido de emoción erótica, el 
        poeta piensa que la naturaleza, el Universo, no pueden ser extraños ni 
        indiferentes a su amor. Su amor no es egoísta: necesita sentirse rodeado 
        por una alegría cósmica. He aquí esta nota suprema de "Confiteor": 
          
        
        Ml AMOR ANIMARÁ EL MUNDO 
        
        
        
          
        
        ¿ES POSIBLE SUFRIR? 
        
        
         
        "Confiteor" es la ingenua confidencia lírica de un enamorado exultante 
        de amor y de felicidad. Delante de la amada, el poeta "tiembla como un 
        junco débil". Y con la cándida convicción de los enamorados, dice que no 
        todos pueden comprender su pasión. La imagen de su amada, es una imagen 
        prerrafaelista, presentida sólo por los que han "contemplado el lienzo 
        de Burne Jones donde está el ángel de la Anunciación". En el amor, 
        ninguno de nuestros poetas había llegado antes a este lirismo absoluto. 
        Hay algo de allegro beethoveniano en los versos transcritos. 
         
        A Valdelomar, a pesar de "El Hermano Ausente", a pesar de "Confiteor" y 
        otros versos, se le regatea el título de poeta que en cambio se 
        discierne por ejemplo, a don Felipe Pardo. No cabe Valdelomar dentro de 
        las clasificaciones arbitrarias y ramplonas de la vieja crítica. ¿Qué 
        puede decir esta crítica de Valdelomar y de su obra? Los matices más 
        nobles, las notas más delicadas del temperamento de este gran lírico no 
        podrán ser aprehendidos nunca por sus definiciones. Valdelomar fue un 
        hombre nómade, versátil, inquieto como su tiempo. Fue "muy moderno, 
        audaz, cosmopolita". En su humorismo, en su lirismo, se descubre a veces 
        lineamientos y matices de la moderna literatura de vanguardia. 
         
        Valdelomar no es todavía, en nuestra literatura, el hombre matinal. 
        Actuaban sobre él demasiadas influencias decadentistas. Entre "las cosas 
        inefables e infinitas", que intervienen en el desarrollo de sus leyendas 
        inkaicas, con la Fe, el Mar y la Muerte, pone al Crepúsculo. Desde su 
        juventud, su arte estuvo bajo el signo de D'Annunzio. En Italia, el 
        tramonto romano, el atardecer voluptuoso del Janiculum, la vendimia 
        autumnal, Venecia anfibia –marítima 
        y palúdica–, exacerbaron en 
        Valdelomar las emociones crepusculares de Il Fuoco. 
         
        Pero a Valdelomar lo preserva de una excesiva intoxicación decadentista 
        su vivo y puro lirismo. El humour, esa nota tan frecuente de su 
        arte, es la senda por donde se evade del universo d'annunziano. El 
        humour da el tono al mejor de sus cuentos: "Hebaristo, el sauce que 
        murió de amor". Cuento pirandelliano, aunque Valdelomar acaso no 
        conociera a Pirandello que, en la época de la visita de nuestro escritor 
        a Italia, estaba muy distante de la celebridad ganada para su nombre por 
        sus obras teatrales. Pirandelliano por el método: identificación 
        panteísta de las vidas paralelas de un sauce y un boticario; 
        pirandelliano por el personaje: levemente caricaturesco, mesocrático, 
        pequeño burgués, inconcluso; pirandelliano por el drama: el fracaso de 
        una existencia que, en una tentativa superior a su ritmo sórdido, siente 
        romperse su resorte con grotesco y risible traquido. 
         
        Un sentimiento panteísta, pagano, empujaba a Valdelomar a la aldea, a la 
        naturaleza. Las impresiones de su infancia, transcurrida en una apacible 
        caleta de pescadores gravitan melodiosamente en su subconsciencia. 
        Valdelomar es singularmente sensible a las cosas rústicas. La emoción de 
        su infancia está hecha de hogar, de playa y de campo. El "soplo denso, 
        perfumado del mar", la impregna de una tristeza tónica y salobre:  
  
        
         
        Tiene, empero, Valdelomar la sensibilidad cosmopolita y viajera del 
        hombre moderno. Nueva York, Times Square, son motivos que lo 
        atraen tanto como la aldea encantada y el "caballero carmelo". Del piso 
        54 de Woolworth pasa sin esfuerzo a la yerba santa y la verdolaga de los 
        primeros soledosos caminos de su infancia. Sus cuentos acusan la 
        movilidad caleidoscópica de su fantasía. El dandismo de sus cuentos 
        yanquis y cosmopolitas, el exotismo de sus imágenes chinas u orientales 
        ("mi alma tiembla como un junco débil"), el romanticismo de sus leyendas 
        inkaicas, el impresionismo de sus relatos criollos son en su obra 
        estaciones que se suceden, se repiten, se alternan en el itinerario del 
        artista, sin transiciones y sin rupturas espirituales. 
         
        Su obra es esencialmente fragmentaria y escisípara. La existencia y el 
        trabajo del artista se resentían de indisciplina y exuberancia criollas. 
        Valdelomar reunía, elevadas a su máxima potencia, las cualidades y los 
        defectos del mestizo costeño. Era un temperamento excesivo, que del más 
        exasperado orgasmo creador caía en el más asiático y fatalista 
        renunciamiento de todo deseo. Simultáneamente ocupaban su imaginación un 
        ensayo estético, una divagación humorística, una tragedia pastoril (Verdolaga), 
        una vida romancesca (La Mariscala). Pero poseía el don del 
        creador. Los gallinazos del Martinete, la Plaza del Mercado, las riñas 
        de gallos, cualquier tema podía poner en marcha su imaginación, con 
        fructuosa cosecha artística. De muchas cosas, Valdelomar es descubridor. 
        A él se le reveló, primero que a nadie en nuestras letras, la trágica 
        belleza agonal de ]as corridas de toros. En tiempos en que este asunto 
        estaba reservado aún a la prosa pedestre de los iniciados en la 
        tauromaquia, escribió su Belmonte, el trágico. 
         
        La "greguería" empieza con Valdelomar en nuestra literatura. Me consta 
        que los primeros libros de Gómez de la Serna que arribaron a Lima, 
        gustaron sobremanera a Valdelomar. El gusto atomístico de la "greguería" 
        era, además, innato en él, aficionado a la pesquisa original y a la 
        búsqueda microcósmica. Pero, en cambio, Valdelomar no sospechaba aún en 
        Gómez de la Serna al descubridor del Alba. Su retina de criollo 
        impresionista era experta en gozar voluptuosamente, desde la ribera 
        dorada, los colores ambiguos del crepúsculo. 
         
        Impresionismo: esta es, dentro de su variedad espacial, la filiación más 
        precisa de su arte.  
        
         
        XI. NUESTROS "INDEPENDIENTES"
        
         
        Al margen de los movimientos, de las tendencias, de los cenáculos y 
        hasta de las propias generaciones, no han faltado en el proceso de 
        nuestra literatura casos más o menos independientes y solitarios de 
        vocación literaria. Pero en el proceso de una literatura se borra 
        lentamente el recuerdo del escritor y del artista que no dejan 
        descendencia. El escritor, el artista, pueden trabajar fuera de todo 
        grupo, de toda escuela, de todo movimiento. Mas su obra entonces no 
        puede salvarlo del olvido si no es en sí misma un mensaje a la 
        posteridad. No sobrevive sino el precursor, el anticipador, el 
        suscitador. Por esto, las individualidades me interesan, sobre todo, por 
        su influencia. Las individualidades, en mi estudio, no tienen su más 
        esencial valor en sí mismas, sino en su función de signos. 
         
        Ya hemos visto cómo a una generación o, mejor, a un movimiento radical 
        que reconoció su líder en González Prada, siguió un movimiento 
        neo-civilista o colonialista que proclamó su patriarca a Palma. Y cómo 
        vino después un movimiento "colónida" precursor de una nueva generación. 
        Pero eso no quiere decir que toda la literatura de este largo período 
        corresponda necesariamente al fenómeno "futurista" o al fenómeno "colónida". 
         
        Tenemos el caso del poeta Domingo Martínez Luján, bizarro espécimen de 
        la vieja bohemia romántica, algunos de cuyos versos señalarán en las 
        antologías algo así como la primera nota rubendariana de nuestra poesía. 
        Tenemos el caso de Manuel Beingolea, cuentista de fino humorismo y de 
        exquisita fantasía que cultiva, en el cuento, el decadentismo de lo raro 
        y lo extraordinario. Tenemos el caso de José María Eguren, que 
        representa en nuestra historia literaria la poesía "pura", antes que la 
        poesía simbolista. 
         
        El caso de Eguren, empero, por su excepcional ascendiente, no se 
        mantiene extraño al juego de las tendencias. Constituye un valor surgido 
        aparte de una generación, pero que deviene luego un valor polémico en el 
        diálogo de dos generaciones en contraste. Desconocido, desdeñado por la 
        generación "futurista" que aclama como su poeta a Gálvez, Eguren es 
        descubierto y adoptado por el movimiento "colónida". 
         
        La revelación de Eguren empieza en la revista Contemporáneos, 
        sobre la que debo decir algunas palabras. Contemporáneos marca 
        incontestablemente una fecha en nuestra historia literaria. Fundada por 
        Enrique Bustamante y Ballivián y Julio Alfonso Hernández, esta revista 
        aparece como el órgano de un grupo de "independientes" que sienten la 
        necesidad de afirmar su autonomía del cenáculo "colonialista". De la 
        generación de Riva Agüero, estos "independientes" repudian más la 
        estética que el espíritu. Contemporáneos se presenta, ante todo, 
        como la avanzada del modernismo en el Perú. Su programa es 
        exclusivamente literario. Hasta como simple revista de renovación 
        literaria, le faltan agresividad, exaltación, beligerancia. Tiene la 
        ponderación parnasiana de Enrique Bustamante y Ballivián, su director. 
        Mas sus actitudes poseen de todos modos un sentido de protesta. Los 
        "independientes" de Contemporáneos bus-can la amistad de González 
        Prada. Este gesto afirma por sí solo una "secesión". El poeta de 
        Exóticas, el prosador de Páginas Libres, que entonces no 
        colaboraba sino en algún acre y pobre periódico anarquista, reaparece en 
        1909 ante el público de las revistas literarias, en compañía de unos 
        independientes que estimaban en él al parnasiano, al aristócrata, más 
        que al acusador, más que al rebelde. Pero no importa. Este hecho anuncia 
        ya una reacción. 
         
        La revista Contemporáneos, desaparecida después de unos cuantos 
        números, intenta renacer en una revista más voluminosa, Cultura. 
        Bustamante y Ballivián se asocia para esta tentativa a Valdelomar. Pero 
        antes del primer número, los co-directores riñen. Cultura sale 
        sin Valdelomar. El primer y único número da la impresión de una revista 
        más ecléctica, menos representativa que Contemporáneos. El 
        fracaso de este experimento prepara a Colónida. 
         
        Pero estos y otros intentos revelan que si la generación de Riva Agüero 
        no pudo desdoblarse y dividirse en dos bandos, en dos grupos antagónicos 
        y definidos, no constituyó tampoco una generación uniforme y unánime. En 
        ninguna generación se presentan esta uniformidad, esta unanimidad. La de 
        Riva Agüero tuvo sus "independientes", tuvo sus heterodoxos. Espiritual 
        e ideológicamente, el de más personalidad y significación fue sin duda 
        Pedro S. Zulen. A Zulen no le disgustaban únicamente el academicismo y 
        la retórica de los "futuristas"; le disgustaba profundamente el espíritu 
        conservador y tradicionalista. Frente a una generación "colonialista", 
        Zulen se declaró "pro-indigenista". Los demás "independientes" -Enrique 
        Bustamante y Ballivián, Alberto J. Ureta, etc.- se contentaron con una 
        implícita secesión literaria.  
        
         
        XII. EGUREN
        
         
        José María Eguren representa en nuestra historia literaria la poesía 
        pura. Este concepto no tiene ninguna afinidad con la tesis del Abate 
        Brémond. Quiero simplemente expresar que la poesía de Eguren se 
        distingue de la mayor parte de la poesía peruana en que no pretende ser 
        historia, ni filosofía ni apologética sino exclusiva y solamente poesía. 
         
        Los poetas de la República no heredaron de los poetas de la Colonia la 
        afición a la poesía teológica –mal 
        llamada religiosa o mística– pero sí 
        heredaron la afición a la poesía cortesana y ditirámbica. El parnaso 
        peruano se engrosó bajo la República con nuevas odas, magras unas, 
        hinchadas otras. Los poetas pedían un punto de apoyo para mover el 
        mundo, pero este punto de apoyo era siempre un evento, un personaje. La 
        poesía se presentaba, por consiguiente, subordinada a la cronología. 
        Odas a los héroes o hechos de América cuando no a los reyes de España, 
        constituían los más altos monumentos de esta poesía de efemérides o de 
        ceremonia que no encerraba la emoción de una época o de una gesta sino 
        apenas de una fecha. La poesía satírica estaba también, por razón de su 
        oficio, demasiado encadenada al evento, a la crónica. 
         
        En otros casos, los poetas cultivaban el poema filosófico que 
        generalmente no es poesía ni es filosofía. La poesía degeneraba en un 
        ejercicio de declamación metafísica. 
         
        El arte de Eguren es la reacción contra este arte gárrulo y retórico, 
        casi íntegramente compuesto de elementos temporales y contingentes. 
        Eguren se comporta siempre como un poeta puro. No escribe un solo verso 
        de ocasión, un solo canto sobre medida. No se preocupa del gusto del 
        público ni de la crítica. No canta a España, ni a Alfonso XIII, ni a 
        Santa Rosa de Lima. No recita siquiera sus versos en veladas ni fiestas. 
        Es un poeta que en sus versos dice a los hombres únicamente su mensaje 
        divino. 
         
        ¿Cómo salva este poeta su personalidad? ¿Cómo encuentra y afina en esta 
        turbia atmósfera literaria sus medios de expresión? Enrique Bustamante y 
        Ballivián que lo conoce íntimamente nos ha dado un interesante esquema 
        de su formación artística: "Dos han sido los más importantes factores en 
        la formación del poeta dotado de riquísimo temperamento: las impresiones 
        campestres recibidas en su infancia en Chuquitanta, hacienda de su 
        familia en las inmediaciones de Lima, y las lecturas que desde su niñez 
        le hiciera de los clásicos españoles su hermano Jorge. Diéronle las 
        primeras no sólo el paisaje que da fondo a muchos de sus poemas, sino el 
        profundo sentimiento de la Naturaleza expresado en símbolos como lo 
        siente la gente del campo que lo anima con leyendas y consejas y lo 
        puebla de duendes y brujas, monstruos y trasgos. De aquellas clásicas 
        lecturas, hechas con culto criterio y ponderado buen gusto, sacó la 
        afición literaria, la riqueza de léxico y ciertos giros arcaicos que dan 
        sabor peculiar a su muy moderna poesía. De su hogar, profundamente 
        cristiano y místico, de recia moralidad cerrada, obtuvo la pureza de 
        alma y la tendencia al ensueño. Puede agregarse que en él, por su 
        hermana Susana, buena pianista y cantante, obtuvo la afición musical que 
        es tendencia de muchos de sus versos. En cuanto al color y a la riqueza 
        plástica, no se debe olvidar que Eguren es un buen pintor (aunque no 
        llegue a su altura de poeta) y que comenzó a pintar antes de escribir. 
        Ha notado algún crítico que Eguren es un poeta de la infancia y que allí 
        está su virtud principal. Ello seguramente ha de tener origen (aunque 
        discrepemos de la opinión del crítico) en que los primeros versos del 
        poeta fueron escritos para sus sobrinas y que son cuadros de la infancia 
        en que ellas figuran" (30). 
         
        Encuentro excesivo o, más bien, impreciso, calificar a Eguren de poeta 
        de la infancia. Pero me parece evidente su calidad esencial de poeta de 
        espíritu y sensibilidad infantiles. Toda su poesía es una versión 
        encantada y alucinada de la vida. Su simbolismo viene, ante todo, de sus 
        impresiones de niño. No depende de influencias ni de sugestiones 
        literarias. Tiene sus raíces en la propia alma del poeta. La poesía de 
        Eguren es la prolongación de su infancia. Eguren conserva íntegramente 
        en sus versos la ingenuidad y la réverie del niño. Por eso su 
        poesía es una visión tan virginal de las cosas. En sus ojos deslumbrados 
        de infante, está la explicación total del milagro. 
         
        Este rasgo del arte de Eguren no aparece sólo en las que específicamente 
        pueden ser clasificadas como poesías de tema infantil. Eguren expresa 
        siempre las cosas y la Naturaleza con imágenes que es fácil identificar 
        y reconocer como escapadas de su subconsciencia de niño. La plástica 
        imagen de un "rey colorado de barba de acero"
        –una de las notas preciosas de "Eroe" 
        poesía de música rubendariana– no 
        puede ser encontrada sino por la imaginación de un infante. "Los reyes 
        rojos", una de las más bellas creaciones del simbolismo de Eguren, acusa 
        análogo origen en su bizarra composición de calcomanía:  
  
        
         
        Nace también de este encantamiento del alma de Eguren su gusto por lo 
        maravilloso y lo fabuloso. Su mundo es el mundo indescifrable y 
        aladinesco de "la niña de la lámpara azul". Con Eguren aparece por 
        primera vez en nuestra literatura la poesía de lo maravilloso. Uno de 
        los elementos y de las características de esta poesía es el exotismo. 
        Simbólicas tiene un fondo de mitología escandinava y de medioevo 
        germano. Los mitos helenos no asoman nunca en el paisaje wagneriano y 
        grotesco de sus cromos sintetistas. 
        
        * * * 
        
        Eguren no tiene ascendientes en la literatura 
        peruana. No los tiene tampoco en la propia poesía española. Bustamante y 
        Ballivián afirma que González Prada "no encontraba en ninguna literatura 
        origen al simbolismo de Eguren". También yo recuerdo haber oído a 
        González Prada más o menos las mismas palabras. 
         
        Clasifico a Eguren entre los precursores del período cosmopolita de 
        nuestra literatura. Eguren –he dicho 
        ya– aclimata en un clima poco 
        propicio la flor preciosa y pálida del simbolismo. Pero esto no quiere 
        decir que yo comparta, por ejemplo, la opinión de los que suponen en 
        Eguren influencias vivamente perceptibles del simbolismo francés. 
        Pienso, por el contrario, que esta opinión es equivocada. El simbolismo 
        francés no nos da la clave del arte de Eguren. Se pretende que en Eguren 
        hay trazas especiales de la influencia de Rimbaud. Mas el gran Rimbaud 
        era, temperamentalmente, la antítesis de Eguren. Nietzscheano, agónico, 
        Rimbaud habría exclamado con el Guillén de Deucalión: "Yo he de 
        ayudar al Diablo a conquistar el cielo". André Rouveyre lo declara "el 
        prototipo del sarcasmo demoníaco y del blasfemo despreciante". Mílite de 
        la Comuna, Rimbaud tenía una psicología de aventurero y de 
        revolucionario. "Hay que ser absolutamente moderno", repetía. Y para 
        serlo dejó a los veintidós años la literatura y París. A ser poeta en 
        París prefirió ser pioneer en África. Su vitalidad excesiva no se 
        resignaba a una bohemia citadina y decadente, más o menos verleniana. 
        Rimbaud, en una palabra, era un ángel rebelde. Eguren, en cambio, se nos 
        muestra siempre exento de satanismo. Sus tormentas, sus pesadillas son 
        encantada e infantilmente feéricas. Eguren encuentra pocas veces su 
        acento y su alma tan cristalinamente como en "Los Ángeles Tranquilos":
         
  
        
         
        El poeta de Simbólicas y de La Canción de las Figuras 
        representa, en nuestra poesía, el simbolismo; pero no un simbolismo. Y 
        mucho menos una escuela simbolista. Que nadie le regatee originalidad. 
        No es lícito regatearla a quien ha escrito versos tan absoluta y 
        rigurosamente originales como los de "El Duque":  
  
        
         
        Rubén Darío creía pensar en francés más bien que en castellano. 
        Probablemente no se engañaba. El decadentismo, el preciosismo, el 
        bizantinismo de su arte son los del París finisecular y verleniano del 
        cual el poeta se sintió huésped y amante. Su barca, "provenía del divino 
        astillero del divino Watteau". Y el galicismo de su espíritu engendraba 
        el galicismo de su lenguaje. Eguren no presenta el uno ni el otro. Ni 
        siquiera su estilo se resiente de afrancesamiento 
        (3l). Su forma es 
        española; no es francesa. Es frecuente y es sólito en sus versos, como 
        lo remarca Bustamante y Ballivián, el giro arcaico. En nuestra 
        literatura, Eguren es uno de los que representan la reacción contra el 
        españolismo porque, hasta su orto, el españolismo era todavía 
        retoricismo barroco o romanticismo grandilocuente. Eguren, en todo caso, 
        no es como Rubén Darío un enamorado de la Francia siglo dieciocho y 
        rococó. Su espíritu desciende del Medioevo, más bien que del 
        Setecientos. Yo lo hallo hasta más gótico que latino. Ya he aludido a su 
        predilección por los mitos escandinavos y germánicos. Constataré ahora 
        que en algunas de sus primeras composiciones, de acento y gusto un poco 
        rubendarianos, como "Las Bodas Vienesas" y "Lis", la imaginación de 
        Eguren abandona siempre el mundo dieciochesco para partir en busca de un 
        color o una nota medioevales:  
  
        
         
        Me parece que algunos elementos de su poesía
        –la ternura y el candor de la 
        fantasía, verbigratia– 
        emparentan vagamente a veces a Eguren con Maeterlinck
        –el Maeterlinck de los buenos 
        tiempos–. Pero esta indecisa 
        afinidad no revela precisamente una influencia maeterlinckiana. Depende 
        más bien de que la poesía de Eguren, por las rutas de lo maravilloso, 
        por los caminos del sueño, toca el misterio. Mas Eguren interpreta el 
        misterio con la inocencia de un niño alucinado y vidente. Y en 
        Maeterlinck el misterio es con frecuencia un producto de alquimia 
        literaria. 
         
        Objetando su galicismo, analizando su simbolismo, se abre de improviso, 
        feéricamente, como en un encantamiento, la puerta secreta de una 
        interpretación genealógica del espíritu y del temperamento de José M. 
        Eguren.  
        
        * * * 
        
        Eguren desciende del Medio Evo. Es un eco puro
        –extraviado en el trópico americano– 
        del Occidente medioeval. No procede de la España morisca sino de la 
        España gótica. No tiene nada de árabe en su temperamento ni en su 
        espíritu. Ni siquiera tiene mucho de latino. Sus gustos son un poco 
        nórdicos. Pálido personaje de Van Dyck, su poesía se puebla a veces de 
        imágenes y reminiscencias flamencas y germanas. En Francia el clasicismo 
        le reprocharía su falta de orden y claridad latinas. Maurras lo hallaría 
        demasiado tudesco y caótico. Porque Eguren no procede de la Europa 
        renacentista o rococó. Procede espiritualmente de la edad de las 
        cruzadas y las catedrales. Su fantasía bizarra tiene un parentesco 
        característico con la de los decoradores de las catedrales góticas en su 
        afición a lo grotesco. El genio infantil de Eguren se divierte en lo 
        grotesco, finamente estilizado con gusto prerrenacentista:  
  
        
         
        En Eguren subsiste, mustiado por los siglos, el espíritu aristocrático. 
        Sabemos que en el Perú la aristocracia colonial se transformó en 
        burguesía republicana. El antiguo encomendero reemplazó formalmente sus 
        principios feudales y aristocráticos por los principios demoburgueses de 
        la revolución libertadora. Este sencillo cambio le permitió conservar 
        sus privilegios de encomendero y latifundista. Por esta metamorfosis, 
        así como no tuvimos bajo el Virreinato una auténtica aristocracia, no 
        tuvimos tampoco bajo la República una auténtica burguesía. Eguren
        –el caso tenía que darse en un poeta– 
        es tal vez el único descendiente de la genuina Europa medioeval y 
        gótica. Biznieto de la España aventurera que descubrió América, Eguren 
        se satura en la hacienda costeña, en el solar nativo, de ancianos aromas 
        de leyenda. Su siglo y su medio no sofocan en él del todo el alma 
        medioeval (En España, Eguren habría amado como Valle Inclán los héroes y 
        los hechos de las guerras carlistas). No nace cruzado
        –es demasiado tarde para serlo–, 
        pero nace poeta. La afición de su raza a la aventura se salva en la 
        goleta corsaria de su imaginación. Como no le es dado tener el alma 
        aventurera, tiene al menos aventurera la fantasía. 
         
        Nacida medio siglo antes, la poesía de Eguren habría sido romántica 
        (32), aunque no por esto de mérito menos imperecedero. Nacida bajo el 
        signo de la decadencia novecentista, tenía que ser simbolista (Maurras 
        no se engaña cuando mira en el simbolismo la cola de la cola del 
        romanticismo). Eguren habría necesitado siempre evadirse de su época, de 
        la realidad. El arte es una evasión cuando el artista no puede aceptar 
        ni traducir la época y la realidad que le tocan. De estos artistas han 
        sido en nuestra América -dentro de sus temperamentos y sus tiempos 
        disímiles- José Asunción Silva y Julio Herrera y Reissig. 
         
        Estos artistas maduran y florecen extraños y contrarios al penoso y 
        áspero trabajo de crecimiento de sus pueblos. Como diría Jorge Luis 
        Borges, son artistas de una cultura, no de una estirpe. Pero son quizá 
        los únicos artistas que, en ciertos períodos de su historia, puede 
        poseer un pueblo, puede producir una estirpe. Valerio Brussiov, 
        Alejandro Block, simbolistas y aristócratas también, representaron en 
        los años anteriores a la revolución, la poesía rusa. Venida la 
        revolución, los dos descendieron de su torre solariega al ágora 
        ensangrentada y tempestuosa. 
         
        Eguren, en el Perú, no comprende ni conoce al pueblo. Ignora al indio, 
        lejano de su historia y extraño a su enigma. Es demasiado occidental y 
        extranjero espiritualmente para asimilar el orientalismo indígena. Pero, 
        igualmente, Eguren no comprende ni conoce tampoco la civilización 
        capitalista, burguesa, occidental. De esta civilización, le interesa y 
        le encanta únicamente, la colosal juguetería. Eguren se puede suponer 
        moderno porque admira el avión, el submarino, el automóvil. Mas en el 
        avión, en el automóvil, etc., admira no la máquina sino el juguete. El 
        juguete fantástico que el hombre ha construido para atravesar los mares 
        y los continentes. Eguren ve al hombre jugar con la máquina; no ve, como 
        Rabindranath Tagore, a la máquina esclavizar al hombre. 
         
        La costa mórbida, blanda, parda, lo ha aislado tal vez de la historia y 
        de la gente peruanas. Quizá la sierra lo habría hecho diferente Una 
        naturaleza incolora y monótona es responsable, en todo caso, de que su 
        poesía sea algo así como una poesía de cámara. Poesía de estancia y de 
        interior. Porque así como hay una música y una pintura de cámara, hay 
        también una poesía de cámara. Que, cuando es la voz de un verdadero 
        poeta, tiene el mismo encanto.  
        
         
        XIII. ALBERTO HIDALGO
        
         
        Alberto Hidalgo significó en nuestra literatura, de 1917 al 18, la 
        exasperación y la terminación del experimento "colónida". Hidalgo llevó 
        la megalomanía, la egolatría, la beligerancia del gesto "colónida" a sus 
        más extremas consecuencias. Los bacilos de esta fiebre, sin la cual no 
        habría sido posible tal vez elevar la temperatura de nuestras letras, 
        alcanzaron en el Hidalgo, todavía provinciano, de Panoplia Lírica, 
        su máximo grado de virulencia. Valdelomar estaba ya de regreso de su 
        aventuroso viaje por los dominios d'annunzianos, en el cual
        –acaso porque en D'Annunzio junto a 
        Venecia bizantina están el Abruzzo rústico y la playa adriática–, 
        descubrió la costa de la criolledad y entrevió lejano el continente del 
        inkaísmo. Valdelomar había guardado, en sus actitudes más ególatras, su 
        humorismo. Hidalgo, un poco tieso aún dentro de su chaqué arequipeño, no 
        tenía la misma agilidad para la sonrisa. El gesto "colónida" en él era 
        patético. Pero Hidalgo, en cambio, iba a aportar a nuestra renovación 
        literaria, quizá por su misma bronca virginidad de provinciano, a quien 
        la urbe no había aflojado, un gusto viril por la mecánica, el 
        maquinismo, el rascacielos, la velocidad, etc. Si con Valdelomar 
        incorporamos en nuestra sensibilidad, antes estragada por el espeso 
        chocolate escolástico, a D'Annunzio, con Hidalgo asimilamos a Marinetti, 
        explosivo, trepidante, camorrista. Hidalgo, panfletista y lapidario, 
        continuaba, desde otro punto de vista, la línea de González Prada y 
        More. Era un personaje excesivo para un público sedentario y reumático. 
        La fuerza centrífuga y secesionista que lo empuja, se lo llevó de aquí 
        en un torbellino. 
         
        Hoy Hidalgo es, aunque no se mueva de un barrio de Buenos Aires, un 
        poeta del idioma. Apenas si, como antecedente, se puede hablar de sus 
        aventuras de poeta local. Creciendo, creciendo, ha adquirido efectiva 
        estatura americana. Su literatura tiene circulación y cotización en 
        todos los mercados del mundo hispano. Como siempre, su arte es de 
        secesión. El clima austral ha temperado y robustecido sus nervios un 
        poco tropicales, que conocen todos los grados de la literatura y todas 
        las latitudes de la imaginación. Pero Hidalgo está
        –como no podía dejar de estar–
        en la vanguardia. Se siente –según 
        sus palabras– en la izquierda de la 
        izquierda. 
         
        Esto quiere decir, ante todo, que Hidalgo ha visitado las diversas 
        estaciones y recorrido los diversos caminos del arte ultramoderno. La 
        experiencia vanguardista le es, íntegramente, familiar. De esta gimnasia 
        incesante, ha sacado una técnica poética depurada de todo rezago 
        sospechoso. Su expresión es límpida, bruñida, certera, desnuda. El lema 
        de su arte es este: "simplismo". 
         
        Pero Hidalgo, por su espíritu, está, sin quererlo y sin saberlo, en la 
        última estación romántica. En muchos versos suyos, encontramos la 
        confesión de su individualismo absoluto. De todas las tendencias 
        literarias contemporáneas, el unanimismo es, evidentemente, la más 
        extraña y ausente de su poesía. Cuando logra su más alto acento de 
        lírico puro, se evade a veces de su egocentrismo. Así, por ejemplo, 
        cuando dice: "Soy apretón de manos a todo lo que vive. / Poseo plena la 
        vecindad del mundo". Mas con estos versos empieza su poema "Envergadura 
        del Anarquista" que es la más sincera y lírica efusión de su 
        individualismo. Y desde el segundo verso, la idea de "vecindad del 
        mundo" acusa el sentimiento de secesión y de soledad. 
         
        El romanticismo –entendido como 
        movimiento literario y artístico, anexo a la revolución burguesa– 
        se resuelve, conceptual y sentimentalmente, en individualismo. El 
        simbolismo, el decadentismo, no han sido sino estaciones románticas. Y 
        lo han sido también las escuelas modernistas en los artistas que no han 
        sabido escapar al subjetivismo excesivo de la mayor parte de sus 
        proposiciones. 
         
        Hay un síntoma sustantivo en el arte individualista, que indica, mejor 
        que ningún otro, un proceso de disolución: el empeño con que cada arte, 
        y hasta cada elemento artístico, reivindica su autonomía. Hidalgo es uno 
        de los que más radicalmente adhieren a este empeño, si nos atenemos a su 
        tesis del "poema de varios lados". "Poema en el que cada uno de sus 
        versos constituye un ser libre, a pesar de hallarse al servicio de una 
        idea o de una emoción centrales". Tenemos así proclamada, 
        categóricamente, la autonomía, la individualidad del verso. La estética 
        del anarquista no podía ser otra. 
         
        Políticamente, históricamente, el anarquismo es, como está averiguado, 
        la extrema izquierda del liberalismo. Entra, por tanto, a pesar de todas 
        las protestas inocentes o interesadas, en el orden ideológico burgués. 
        El anarquista, en nuestro tiempo, puede ser un revolté, pero no 
        es, históricamente, un revolucionario. 
         
        Hidalgo –aunque lo niegue– 
        no ha podido sustraerse a la emoción revolucionaria de nuestro tiempo 
        cuando ha escrito su "Ubicación de Lenin" y su "Biografía de la palabra 
        revolución". En el prefacio de su último libro Descripción del Cielo, 
        la visión subjetiva lo hace, sin embargo, escribir que el primero "es un 
        poema de exaltación, de pura lírica, no de doctrina" y que "Lenin ha 
        sido un pretexto para crear como pudo serlo una montaña, un río o una 
        máquina", y que "'Biografía de la palabra revolución', es un elogio de 
        la revolución pura, de la revolución en sí, cualquiera que sea la causa 
        que la dicte". La revolución pura, la revolución en sí, querido Hidalgo, 
        no existe para la historia y, no existe tampoco para la poesía. La 
        revolución pura es una abstracción. Existen la revolución liberal, la 
        revolución socialista, otras revoluciones. No existe la revolución pura, 
        como cosa histórica ni como tema poético. 
         
        De las tres categorías primarias en que, por comodidad de clasificación 
        y de crítica, cabe, a mi juicio, dividir la poesía de hoy
        –lírica pura, disparate absoluto y 
        épica revolucionaria–, Hidalgo 
        siente, sobre todo, la primera; y aquí está su fuerza más grande, la que 
        le ha dado su más bellos poemas. El poema a Lenin es una creación lírica 
        (Hidalgo se engaña sólo en cuanto se supone ajeno a la emoción 
        histórica). Este poema, que ha salvado íntegramente todos los riesgos 
        profesionales, es a la vez de una gran pureza poética. Lo trascribiría 
        entero, si estos versos no bastasen:  
  
        
         
        Su lirismo vigilante salva a Hidalgo de caer en un arte excesivamente 
        cerebral, subjetivo, nihilista. No es posible dudar de él, capaz de 
        recrearse en este "Dibujo de Niño":  
  
        
         
        El disparate –si enjuiciamos la 
        actualidad de Hidalgo por Descripción del Cielo– 
        desaparece casi completamente de su poesía. Es más bien, uno de los 
        elementos de su prosa; y nunca es, en verdad, disparate absoluto. Carece 
        de su incoherencia alucinada: tiende, más bien, al disparate lógico, 
        racional. La épica revolucionaria –que 
        anuncia un nuevo romanticismo indemne del individualismo del que termina–
        no se concilia con su temperamento ni con su vida, violentamente 
        anárquicos. 
         
        A su individualismo exasperado, debe Hidalgo su dificultad para el 
        cuento o la novela. Cuando los intenta, se mueve dentro de un género que 
        exige la extraversión del artista. Los cuentos de Hidalgo son los de un 
        artista introvertido. Sus personajes aparecen esquemáticos, 
        artificiales, mecánicos. Le sobra a su creación, hasta cuando es más 
        fantástica, la excesiva, intolerante y tiránica presencia del artista, 
        que se niega a dejar vivir a sus criaturas por su propia cuenta, porque 
        pone demasiado en todas ellas su individualidad y su intención.  
        
        XIV. CÉSAR VALLEJO
        
         
        El primer libro de César Vallejo, Los Heraldos Negros, es el orto 
        de una nueva poesía en el Perú. No exagera, por fraterna exaltación, 
        Antenor Orrego, cuando afirma que "a partir de este sembrador se inicia 
        una nueva época de la libertad, de la autonomía poética, de la vernácula 
        articulación verbal" 
        (33). 
         
        Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En Valleio se 
        encuentra, por primera vez en nuestra literatura, sentimiento indígena 
        virginalmente expresado. Melgar –signo 
        larvado, frustrado– en sus yaravíes 
        es aún un prisionero de la técnica clásica, un gregario de la retórica 
        española. Vallejo, en cambio, logra en su poesía un estilo nuevo. El 
        sentimiento indígena tiene en sus versos una modulación propia. Su canto 
        es íntegramente suyo. Al poeta no le basta traer un mensaje nuevo. 
        Necesita traer una técnica y un lenguaje nuevos también. Su arte no 
        tolera el equívoco y artificial dualismo de la esencia y la forma. "La 
        derogación del viejo andamiaje retórico –remarca 
        certeramente Orrego– no era un 
        capricho o arbitrariedad del poeta, era una necesidad vital. Cuando se 
        comienza a comprender la obra de Vallejo, se comienza a comprender 
        también la necesidad de una técnica renovada y distinta" 
        (34). El 
        sentimiento indígena es en Melgar algo que se vislumbra sólo en el fondo 
        de sus versos; en Vallejo es algo que se ve aflorar plenamente al verso 
        mismo cambiando su estructura. En Melgar no es sino el acento; en 
        Vallejo es el verbo. En Melgar, en fin, no es sino queja erótica; en 
        Vallejo es empresa metafísica. Vallejo es un creador absoluto. Los 
        Heraldos Negros podía haber sido su obra única. No por eso Vallejo 
        habría dejado de inaugurar en el proceso de nuestra literatura una nueva 
        época. En estos versos del pórtico de Los Heraldos Negros 
        principia acaso la poesía peruana (Peruana, en el sentido de indígena).
         
  
        
         
        Clasificado dentro de la literatura mundial, este libro, Los Heraldos 
        Negros, pertenece parcialmente, por su título verbigracia, al ciclo 
        simbolista. Pero el simbolismo es de todos los tiempos. El simbolismo, 
        de otro lado, se presta mejor que ningún otro estilo a la interpretación 
        del espíritu indígena. El indio, por animista y por bucólico, tiende a 
        expresarse en símbolos e imágenes antropomórficas o campesinas. Vallejo 
        además no es sino en parte simbolista. Se encuentra en su poesía
        –sobre todo de la primera manera– 
        elementos de simbolismo, tal como se encuentra elementos de 
        expresionismo, de dadaísmo y de suprarrealismo. El valor sustantivo de 
        Vallejo es el de creador. Su técnica está en continua elaboración. El 
        procedimiento, en su arte, corresponde a un estado de ánimo. Cuando 
        Vallejo en sus comienzos toma en préstamo, por ejemplo, su método a 
        Herrera y Reissig, lo adapta a su personal lirismo. 
         
        Mas lo fundamental, lo característico en su arte es la nota india. Hay 
        en Vallejo un americanismo genuino y esencial; no un americanismo 
        descriptivo o localista. Vallejo no recurre al folclore. La palabra 
        quechua, el giro vernáculo no se injertan artificiosamente en su 
        lenguaje; son en él producto espontáneo, célula propia, elemento 
        orgánico. Se podría decir que Vallejo no elige sus vocablos. Su 
        autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la tradición, no 
        se interna en la historia, para extraer de su oscuro substratum perdidas 
        emociones. Su poesía y su lenguaje emanan de su carne y su ánima. Su 
        mensaje está en él. El sentimiento indígena obra en su arte quizá sin 
        que él lo sepa ni lo quiera. 
         
        Uno de los rasgos más netos y claros del indigenismo de Vallejo me 
        parece su frecuente actitud de nostalgia. Valcárcel, a quien debemos tal 
        vez la más cabal interpretación del alma autóctona, dice que la tristeza 
        del indio no es sino nostalgia. Y bien, Vallejo es acendradamente 
        nostálgico. Tiene la ternura de la evocación. Pero la evocación en 
        Vallejo es siempre subjetiva. No se debe confundir su nostalgia 
        concebida con tanta pureza lírica con la nostalgia literaria de los 
        pasadistas. Vallejo es nostalgioso, pero no meramente retrospectivo. No 
        añora el Imperio como el pasadismo perricholesco añora el Virreinato. Su 
        nostalgia es una protesta sentimental o una protesta metafísica. 
        Nostalgia de exilio; nostalgia de ausencia.  
  
        
         
        Otras veces Vallejo presiente o predice la nostalgia que vendrá:  
  
        
         
        Vallejo interpreta a la raza en un instante en que todas sus nostalgias, 
        punzadas por un dolor de tres siglos, se exacerban. Pero
        –y en esto se identifica también un 
        rasgo del alma india–, sus recuerdos 
        están llenos de esa dulzura de maíz tierno que Vallejo gusta 
        melancólicamente cuando nos habla del "facundo ofertorio de los 
        choclos". 
         
        Vallejo tiene en su poesía el pesimismo del indio. Su hesitación, su 
        pregunta, su inquietud, se resuelven escépticamente en un "¡para qué!" 
        En este pesimismo se encuentra siempre un fondo de piedad humana. No hay 
        en él nada de satánico ni de morboso. Es el pesimismo de un ánima que 
        sufre y expía "la pena de los hombres" como dice Pierre Hamp. Carece 
        este pesimismo de todo origen literario. No traduce una romántica 
        desesperanza de adolescente turbado por la voz de Leopardi o de 
        Schopenhauer. Resume la experiencia filosófica, condensa la actitud 
        espiritual de una raza, de un pueblo. No se le busque parentesco ni 
        afinidad con el nihilismo o el escepticismo intelectualista de 
        Occidente. El pesimismo de Vallejo, como el pesimismo del indio, no es 
        un concepto sino un sentimiento. Tiene una vaga trama de fatalismo 
        oriental que lo aproxima, más bien, al pesimismo cristiano y místico de 
        los eslavos. Pero no se confunde nunca con esa neurastenia angustiada 
        que conduce al suicidio a los lunáticos personajes de Andreiev y 
        Arzibachev. Se podría decir que así como no es un concepto, tampoco es 
        una neurosis. 
         
        Este pesimismo se presenta lleno de ternura y caridad. Y es que no lo 
        engendra un egocentrismo, un narcisismo, desencantados y exasperados, 
        como en casi todos los casos del ciclo romántico. Vallejo siente todo el 
        dolor humano. Su pena no es personal. Su alma "está triste hasta la 
        muerte" de la tristeza de todos los hombres. Y de la tristeza de Dios. 
        Porque para el poeta no sólo existe la pena de los hombres. En estos 
        versos nos habla de la pena de Dios:  
  
        
         
        Otros versos de Vallejo niegan esta intuición de la divinidad. En "Los 
        Dados Eternos" el poeta se dirige a Dios con amargura rencorosa. "Tú que 
        estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación". Pero el 
        verdadero sentimiento del poeta, hecho siempre de piedad y de amor, no 
        es éste. Cuando su lirismo, exento de toda coerción racionalista, fluye 
        libre y generosamente, se expresa en versos como éstos, los primeros que 
        hace diez años me revelaron el genio de Vallejo:  
  
        
         
        "El poeta –escribe Orrego– 
        habla individualmente, particulariza el lenguaje, pero piensa, siente y 
        ama universalmente". Este gran lírico, este gran subjetivo, se comporta 
        como un intérprete del universo, de la humanidad. Nada recuerda en su 
        poesía la queja egolátrica y narcisista del romanticismo. El 
        romanticismo del siglo XIX fue esencialmente ndividualista; el 
        romanticismo del novecientos es, en cambio, espontánea y lógicamente 
        socialista, unanimista. Vallejo, desde este punto de vista, no sólo 
        pertenece a su raza, pertenece también a su siglo, a su evo 
        (35). 
         
        Es tanta su piedad humana que a veces se siente responsable de una parte 
        del dolor de los hombres. Y entonces se acusa a sí mismo. Lo asalta el 
        temor, la congoja de estar también él, robando a los demás:  
  
        
         
        La poesía de Los Heraldos Negros es así siempre. El alma de 
        Vallejo se da entera al sufrimiento de los pobres.  
  
        
         
        Este arte señala el nacimiento de una nueva sensibilidad. Es un arte 
        nuevo, un arte rebelde, que rompe con la tradición cortesana de una 
        literatura de bufones y lacayos. Este lenguaje es el de un poeta y un 
        hombre. El gran poeta de Los Heraldos Negros y de Trilce
        –ese gran poeta que ha pasado 
        ignorado y desconocido por las calles de Lima tan propicias y rendidas a 
        los laureles de los juglares de feria– 
        se presenta, en su arte, como un precursor del nuevo espíritu, de la 
        nueva conciencia. 
         
        Vallejo, en su poesía, es siempre un alma ávida de infinito, sedienta de 
        verdad. La creación en él es, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y 
        exultante. Este artista no aspira sino a expresarse pura e 
        inocentemente. Se despoja, por eso, de todo ornamento retórico, se 
        desviste de toda vanidad literaria. Llega a la más austera, a la más 
        humilde, a la más orgullosa sencillez en la forma. Es un místico de la 
        pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la dureza y 
        la crueldad de su camino. He aquí lo que escribe a Antenor Orrego 
        después de haber publicado Trilce: "El libro ha nacido en el 
        mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su 
        estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí, una 
        hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: 
        ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento 
        que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me 
        doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha 
        artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad! 
        ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa 
        libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes 
        espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se 
        vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!" Este es 
        inconfundiblemente el acento de un verdadero creador, de un auténtico 
        artista. La confesión de su sufrimiento es la mejor prueba de su 
        grandeza.  
        
         
        XV. ALBERTO GUILLÉN
        
         
        Alberto Guillén heredó de la generación "colónida" el espíritu 
        iconoclasta y ególatra. Extremó en su poesía la exaltación paranoica del 
        yo. Pero, a tono con el nuevo estado de ánimo que maduraba ya, tuvo su 
        poesía un acento viril. Extraño a los venenos de la urbe, Guillén 
        discurrió, con rústico y pánico sentimiento, por los caminos del agro y 
        la égloga. Enfermo de individualismo y nietzscheanismo, se sintió un 
        superhombre. En Guillén la poesía peruana renegaba, un poco desgarbada 
        pero oportuna y definitivamente, sus surtidores y sus fontanas. 
         
        Pertenecen a este momento de Guillén Belleza Humilde y 
        Prometeo. Pero es en Deucalión donde el poeta encuentra su 
        equilibrio y realiza su personalidad. Clasifico Deucalión entre 
        los libros que más alta y puramente representan la lírica peruana de la 
        primera centuria. En Deucalión no hay un bardo que declama en un 
        tinglado ni un trovador que canta una serenata. Hay un hombre que sufre, 
        que exulta, que afirma, que duda y que niega. Un hombre henchido de 
        pasión, de ansia, de anhelo. Un hombre, sediento de verdad, que sabe que 
        "nuestro destino es hallar el camino que lleva al Paraíso". Deucalión 
        es la canción de la partida.  
  
        
         
        Este nuevo caballero andante no vela sus armas en ninguna venta. No 
        tiene rocín ni escudero ni armadura. Camina desnudo y grave como el 
        "Juan Bautista" de Rodin.  
  
        
         
        Pero la tensión de la vigilia de espera ha sido demasiado dura para sus 
        nervios jóvenes. Y, luego, la primera aventura, como la de Don Quijote, 
        ha sido desventurada y ridícula. El poeta, además, nos revela su 
        flaqueza desde esta jornada. No está bastante loco para seguir la ruta 
        de Don Quijote, insensible a las burlas del destino. Lleva acurrucado en 
        su propia alma al maligno Sancho con sus refranes y sus sarcasmos. Su 
        ilusión no es absoluta. Su locura no es cabal. Percibe el lado grotesco, 
        el flanco cómico de su andanza. Y, por consiguiente, fatigado, 
        vacilante, se detiene para interrogar a todas las esfinges y a todos los 
        enigmas.  
  
        
         
        Pero la duda, que roe el corazón del poeta, no puede aún prevalecer 
        sobre su esperanza. El poema tiene mucha sed de infinito. Su ilusión 
        está herida; pero todavía logra ser imperativa y perentoria. Este soneto 
        resume entero el episodio:  
  
        
         
        No es tan fuerte siempre el caminante. El diablo lo tienta a cada paso. 
        La duda, a pesar suyo, empieza a filtrarse sagazmente en su conciencia, 
        emponzoñándola y aflojándola. Guillén conviene con el diablo en que "no 
        sabemos si tiene razón Quijote o Panza". Mina su voluntad una filosofía 
        relativista y escéptica. Su gesto se vuelve un poco inseguro y 
        desconfiado. Entre la Nada y el Mito, su impulso vital lo conduce al 
        Mito. Pero Guillén conoce ya su relatividad. La duda es estéril. La fe 
        es fecunda. Sólo por esto Guillén se decide por el camino de la fe. Su 
        quijotismo ha perdido su candor y su pureza. Se ha tornado pragmatista. 
        "Piensa que te conviene / no perder la esperanza". Esperar, creer, es 
        una cuestión de conveniencia y de comodidad. Nada importa que luego esta 
        intuición se precise en términos más nobles: "Y, mejor, no razones, más 
        valen ilusiones que la razón más fuerte". 
         
        Pero todavía el poeta recupera, de rato en rato, su divina locura. 
        Todavía está encendida su alucinación. Todavía es capaz de expresarse 
        con una pasión sobrehumana:  
  
        
         
        Y, en este admirable soneto, grávido de emoción, religioso en su acento, 
        el poeta formula su evangelio:  
  
        
         
        La raíz de esta poesía está a veces en Nietzsche, a veces en Rodó, a 
        veces en Unamuno; pero la flor, la espiga, el grano, son de Guillén. No 
        es posible discutirle ni contestarle su propiedad. El pensamiento y la 
        forma se consustancian, se identifican totalmente en Deucalión. 
        La forma es como el pensamiento, desnuda, plástica, tensa, urgente. 
        Colérica y serena al mismo tiempo (Una de las cosas que yo amo más en 
        Deucalión es, precisamente, su prescindencia casi absoluta de 
        decorado y de indumento; su voluntario y categórico renunciamiento a lo 
        ornamental y a lo retórico). Deucalión, es una diana. Es un orto. 
        En Deucalión parte un hombre, mozo y puro todavía, en busca de 
        Dios o a la conquista del mundo. 
         
        Mas, en su camino, Guillén se corrompe. Peca por vanidad y por soberbia. 
        Olvida la meta ingenua de su juventud. Pierde su inocencia. El 
        espectáculo y las emociones de la civilización urbana y cosmopolita 
        enervan y relajan su voluntad. Su poesía se contagia del humor negativo 
        y corrosivo de la literatura de Occidente. Guillén deviene socarrón, 
        befardo, cínico, ácido. Y el pecado trae la expiación. Todo lo que es 
        posterior a Deucalión es también inferior. Lo que le falta de 
        intensidad humana le falta, igualmente, de significación artística. El
        Libro de las Parábolas y La Imitación de Nuestro Señor Yo 
        encierran muchos aciertos; pero son libros irremediablemente monótonos. 
        Me hacen la impresión de productos de retorta. El escepticismo y el 
        egotismo de Guillén destilan ahí, acompasadamente, una gota, otra gota. 
        Tantas gotas, dan una página; tantas páginas y un prólogo, dan un libro. 
         
        El lado, el contorno de esta actitud de Guillén más interesante es su 
        relativismo. Guillén se entretiene en negar la realidad del yo, del 
        individuo. Pero su testimonio es recusable. Porque tal vez, Guillén 
        razona según su experiencia personal: "Mi personalidad, como yo la soñé, 
        como yo la entreví, no se ha realizado; luego la personalidad no 
        existe". 
         
        En La Imitación de Nuestro Señor Yo, el pensamiento de Guillén es 
        pirandelliano. He aquí algunas pruebas: 
         
        "El, ella, todos existen, pero en ti". "Soy todos los hombres en mí". 
        "¿Mis contradicciones no son una prueba de que llevo en mí a muchos 
        hombres?" "Mentira. Ellos no mueren: somos nosotros que morimos en 
        ellos". 
         
        Estas líneas contienen algunas briznas de la filosofía del Uno,
        Ninguno, Cien Mil de Pirandello. 
         
        No creo, sin embargo, que Guillén, si persevera por esta ruta, llegue a 
        clasificarse entre los especímenes de la literatura humorista y 
        cosmopolita de Occidente. Guillén, en el fondo, es un poeta un poco 
        rural y franciscano. No toméis al pie de la letra sus blasfemias. Muy 
        adentro del alma, guarda un poco de romanticismo de provincia. Su 
        psicología tiene muchas raíces campesinas. Permanece, íntimamente, 
        extraña al espíritu quintaesenciado de la urbe. Cuando se lee a Guillén 
        se advierte, en seguida, que no consigue manejar con destreza el 
        artificio. 
         
        El título del último libro de Guillén Laureles resume la segunda 
        fase de su literatura y de su vida. Por conquistar estos y otros 
        laureles, que él mismo secretamente desdeña, ha luchado, ha sufrido, ha 
        peleado. El camino del laurel lo ha desviado del camino del Cielo. En la 
        adolescencia su ambición era más alta. ¿Se contenta ahora de algunos 
        laureles municipales o académicos? 
         
        Yo coincido con Gabriel Alomar en acusar a Guillén de sofocar al poeta 
        de Deucalión con sus propias manos. A Guillén lo pierde la 
        impaciencia. Quiere laureles a toda costa. Pero los laureles no 
        perduran. La gloria se construye con materiales menos efímeros. Y es 
        para los que logran renunciar a sus falaces y ficticias anticipaciones. 
        El deber del artista es no traicionar su destino. La impaciencia en 
        Guillén se resuelve en abundancia. Y la abundancia es lo que más 
        perjudica y disminuye el mérito de su obra que, en los últimos tiempos, 
        aunque adopte en verso la moda vanguardista, se resiente de cansancio, 
        de desgano y de repetición de sus primeros motivos.  
        
         
        XVI. MAGDA PORTAL
        
         
        Magda Portal es ya otro valor-signo en el proceso de nuestra literatura. 
        Con su advenimiento le ha nacido al Perú su primera poetisa. Porque 
        hasta ahora habíamos tenido sólo mujeres de letras, de las cuales una 
        que otra con temperamento artístico o más específicamente literario. 
        Pero no habíamos tenido propiamente una poetisa. 
         
        Conviene entenderse sobre el término. La poetisa es hasta cierto punto, 
        en la historia de la civilización occidental, un fenómeno de nuestra 
        época. Las épocas anteriores produjeron sólo poesía masculina. La de las 
        mujeres también lo era, pues se contentaba con ser una variación de sus 
        temas líricos o de sus motivos filosóficos. La poesía que no tenía el 
        signo del varón, no tenía tampoco el de la mujer -virgen, hembra, 
        madre-. Era una poesía asexual. En nuestra época, las mujeres ponen al 
        fin en su poesía su propia carne y su propio espíritu. La poetisa es 
        ahora aquella que crea una poesía femenina. Y desde que la poesía de la 
        mujer se ha emancipado y diferenciado espiritualmente de la del hombre, 
        las poetisas tienen una alta categoría en el elenco de todas las 
        literaturas. Su existencia es evidente e interesante a partir del 
        momento en que ha empezado a ser distinta. 
         
        En la poesía de Hispanoamérica, dos mujeres, Gabriela Mistral y Juana de 
        Ibarbourou, acaparan desde hace tiempo más atención que ningún otro 
        poeta de su tiempo. Delmira Agustini tiene en su país y en América larga 
        y noble descendencia. Al Perú ha traído su mensaje Blanca Luz Brum. No 
        se trata de casos solitarios y excepcionales. Se trata de un vasto 
        fenómeno, común a todas las literaturas. La poesía, un poco envejecida 
        en el hombre, renace rejuvenecida en la mujer. 
         
        Un escritor de brillantes intuiciones, Félix del Valle, me decía un día, 
        constatando la multiplicidad de poetisas de mérito en el mundo, que el 
        cetro de la poesía había pasado a la mujer. Con su humorismo ingénito 
        formulaba así su proposición: -La poesía deviene un oficio de mujeres-. 
        Esta es sin duda una tesis extrema. Pero lo cierto es que la poesía que, 
        en los poetas, tiende a una actitud nihilista, deportiva, escéptica, en 
        las poetisas tiene frescas raíces y cándidas flores. Su acento acusa más 
        élan vital, más fuerza biológica. 
         
        Magda Portal no es aún bastante conocida y apreciada en el Perú ni en 
        Hispanoamérica. No ha publicado sino un libro de prosa: El derecho de 
        matar (La Paz, 1926) y un libro de versos: Una Esperanza y el Mar 
        (Lima, 1927). El derecho de matar nos presenta casi sólo uno de 
        sus lados: ese espíritu rebelde y ese mesianismo revolucionario que 
        testimonian incontestablemente en nuestros días la sensibilidad 
        histórica de un artista. Además, en la prosa de Magda Portal se 
        encuentra siempre un jirón de su magnífico lirismo. "El poema de la 
        Cárcel", "La sonrisa de Cristo" y "Círculos violeta"
        –tres poemas de este volumen– 
        tienen la caridad, la pasión y la ternura exaltada de Magda. Pero este 
        libro no la caracteriza ni la define. El derecho de matar: título 
        de gusto anarcoide y nihilista, en el cual no se reconoce el espíritu de 
        Magda. 
         
        Magda es esencialmente lírica y humana. Su piedad se emparenta
        –dentro de la autónoma personalidad 
        de uno y otro– con la piedad de 
        Vallejo. Así se nos presenta, en los versos de "Ánima absorta" y "Una 
        Esperanza y el Mar". Y así es seguramente. No le sienta ningún gesto de 
        decadentismo o paradojismo novecentistas. 
         
        En sus primeros versos Magda Portal es, casi siempre, la poetisa de la 
        ternura. Y en algunos se reconoce precisamente su lirismo en su 
        humanidad. Exenta de egolatría megalómana, de narcisismo romántico, 
        Magda Portal nos dice: "Pequeña soy. . . !" 
         
        Pero, ni piedad, ni ternura solamente, en su poesía se encuentra todos 
        los acentos de una mujer que vive apasionada y vehementemente, encendida 
        de amor y de anhelo y atormentada de verdad y de esperanza. 
         
        Magda Portal ha escrito en el frontispicio de uno de sus libros estos 
        pensamientos de Leonardo de Vinci: "El alma, primer manantial de la 
        vida, se refleja en todo lo que crea". "La verdadera obra de arte es 
        como un espejo en que se mira el alma del artista". La fervorosa 
        adhesión de Magda a estos principios de creación es un dato de un 
        sentido del arte que su poesía nunca contradice y siempre ratifica. 
         
        En su poesía Magda nos da, ante todo, una límpida versión de sí misma. 
        No se escamotea, no se mistifica, no se idealiza. Su poesía es su 
        verdad. Magda no trabaja por ofrecernos una imagen aliñada de su alma en
        toilette de gala. En un libro suyo podemos entrar sin 
        desconfianza, sin ceremonia, seguros de que no nos aguarda ningún 
        simulacro, ninguna celada. El arte de esta honda y pura lírica, reduce 
        al mínimo, casi a cero, la proporción de artificio que necesita para ser 
        arte. 
         
        Esta es para mí la mejor prueba del alto valor de Magda. En esta época 
        de decadencia de un orden social –y 
        por consiguiente de un arte– el más 
        imperativo deber del artista es la verdad. Las únicas obras que 
        sobrevivirán a esta crisis, serán las que constituyan una confesión y un 
        testimonio. 
         
        El perenne y oscuro contraste entre dos principios
        –el de vida y el de muerte– 
        que rigen el mundo, está presente siempre en la poesía de Magda. En 
        Magda se siente a la vez un anhelo angustiado de acabar y de no ser y un 
        ansia de crear y de ser. El alma de Magda es un alma agónica. Y su arte 
        traduce cabal e íntegramente las dos fuerzas que la desgarran y la 
        impulsan. A veces triunfa el principio de vida; a veces triunfa el 
        principio de muerte. 
         
        La presencia dramática de este conflicto da a la poesía de Magda Portal 
        una profundidad metafísica a la que arriba libremente el espíritu, por 
        la propia ruta de su lirismo, sin apoyarse en el bastón de ninguna 
        filosofía. 
         
        También le da una profundidad psicológica que le permite registrar todas 
        las contradictorias voces de su diálogo, de su combate, de su agonía. 
         
        La poetisa logra con una fuerza extraordinaria la expresión de sí misma 
        en estos versos admirables: 
  
        
         
        Esta poetisa nuestra, a quien debemos saludar ya como a una de las 
        primeras poetisas de Indoamérica, no desciende de la Ibarbourou. No 
        desciende de la Agustini. No desciende siquiera de la Mistral, de quien, 
        sin embargo, por cierta afinidad de acento, se le siente más próxima que 
        de ninguna. Tiene un temperamento original y autónomo. Su secreto, su 
        palabra, su fuerza, nacieron con ella y están en ella. 
         
        En su poesía hay más dolor que alegría, hay más sombra que claridad. 
        Magda es triste. Su impulso vital la mueve hacia la luz y la fiesta. Y 
        Magda se siente impotente para gozarlas. Este es su drama. Pero no la 
        amarga ni la enturbia. 
         
        En "Vidrios de Amor", poema en dieciocho canciones emocionadas, toda 
        Magda está en estos versos:  
  
        
         
        ¿Toda Magda está en estos versos? Toda Magda, no. Magda no es sólo 
        madre, no es sólo amor. ¿Quién sabe de cuántas oscuras potencias, de 
        cuántas contrarias verdades está hecha un alma como la suya?  
        
         
        XVII. LAS CORRIENTES DE HOY.- EL INDIGENISMO
        
         
        La corriente "indigenista" que caracteriza a la nueva literatura 
        peruana, no debe su propagación presente ni su exageración posible a las 
        causas eventuales o contingentes que determinan comúnmente una moda 
        literaria. Y tiene una significación mucho más profunda. Basta observar 
        su coincidencia visible y su consanguinidad íntima con una corriente 
        ideológica y social que recluta cada día más adhesiones en la juventud, 
        para comprender que el indigenismo literario traduce un estado de ánimo, 
        un estado de conciencia del Perú nuevo. 
         
        Este indigenismo que está sólo en un período de germinación
        –falta aún un poco para que dé sus 
        flores y sus frutos– podría ser 
        comparado –salvadas todas las 
        diferencias de tiempo y de espacio– 
        al "mujikismo" de la literatura rusa pre-revolucionaria. El "mujikismo" 
        tuvo parentesco estrecho con la primera fase de la agitación social en 
        la cual se preparó e incubó la revolución rusa. La literatura "mujikista" 
        llenó una misión histórica. Constituyó un verdadero proceso del 
        feudalismo ruso, del cual salió éste inapelablemente condenado. La 
        socialización de la tierra, actuada por la revolución bolchevique, 
        reconoce entre sus pródromos la novela y la poesía "mujikistas". Nada 
        importa que al retratar al mujik –tampoco 
        importa si deformándolo o idealizándolo– 
        el poeta o el novelista ruso estuvieran muy lejos de pensar en la 
        socialización. 
         
        De igual modo el "constructivismo" y el "futurismo" rusos, que se 
        complacen en la representación de máquinas, rascacielos, aviones, 
        usinas, etc., corresponden a una época en que el proletariado urbano, 
        después de haber creado un régimen cuyos usufructuarios son hasta ahora 
        los campesinos, trabaja por occidentalizar Rusia llevándola a un grado 
        máximo de industrialismo y electrificación. 
         
        El "indigenismo" de nuestra literatura actual no está desconectado de 
        los demás elementos nuevos de esta hora. Por el contrario, se encuentra 
        articulado con ellos. El problema indígena, tan presente en la política, 
        la economía y la sociología no puede estar ausente de la literatura y 
        del arte. Se equivocan gravemente quienes, juzgándolo por la incipiencia 
        o el oportunismo de pocos o muchos de sus corifeos, lo consideran, en 
        conjunto, artificioso. 
         
        Tampoco cabe dudar de su vitalidad por el hecho de que hasta ahora no ha 
        producido una obra maestra. La obra maestra no florece sino en un 
        terreno largamente abonado por una anónima u oscura multitud de obras 
        mediocres. El artista genial no es ordinariamente un principio sino una 
        conclusión. Aparece, normalmente, como el resultado de una vasta 
        experiencia. 
         
        Menos aún cabe alarmarse de episódicas exasperaciones ni de anecdóticas 
        exageraciones. Ni unas ni otras encierran el secreto ni conducen la 
        savia del hecho histórico. Toda afirmación necesita tocar sus límites 
        extremos. Detenerse a especular sobre la anécdota es exponerse a quedar 
        fuera de la historia. 
         
        Esta corriente, de otro lado, encuentra un estímulo en la asimilación 
        por nuestra literatura de elementos de cosmopolitismo. Ya he señalado la 
        tendencia autonomista y nativista del vanguardismo en América. En la 
        nueva literatura argentina nadie se siente más porteño que Girondo y 
        Borges ni más gaucho que Güiraldes. En cambio quienes como Larreta 
        permanecen enfeudados al clasicismo español, se revelan radical y 
        orgánicamente incapaces de interpretar a su pueblo. 
         
        Otro acicate, en fin, es en algunos el exotismo que, a medida que se 
        acentúan los síntomas de decadencia de la civilización occidental, 
        invade la literatura europea. A César Moro, a Jorge Seoane y a los demás 
        artistas que últimamente han emigrado a París, se les pide allá temas 
        nativos, motivos indígenas. Nuestra escultora Carmen Saco ha llevado en 
        sus estatuas y dibujos de indios el más válido pasaporte de su arte. 
         
        Este último factor exterior es el que decide a cultivar el indigenismo 
        aunque sea a su manera y sólo episódicamente, a literatos que podríamos 
        llamar "emigrados" como Ventura García Calderón, a quienes no se puede 
        atribuir la misma artificiosa moda vanguardista ni el mismo contagio de 
        los ideales de la nueva generación supuestos en los literatos jóvenes 
        que trabajan en el país.  
        
        * * * 
        
        El criollismo no ha podido prosperar en nuestra 
        literatura, como una corriente de espíritu nacionalista, ante todo 
        porque el criollo no representa todavía la nacionalidad. Se constata, 
        casi uniformemente, desde hace tiempo, que somos una nacionalidad en 
        formación. Se percibe ahora, precisando ese concepto, la subsistencia de 
        una dualidad de raza y de espíritu. En todo caso, se conviene, 
        unánimemente, en que no hemos alcanzado aún un grado elemental siquiera 
        de fusión de los elementos raciales que conviven en nuestro suelo y que 
        componen nuestra población. El criollo no está netamente definido. Hasta 
        ahora la palabra "criollo" no es casi más que un término que nos sirve 
        para designar genéricamente una pluralidad, muy matizada, de mestizos. 
        Nuestro criollo carece del carácter que encontramos, por ejemplo, en el 
        criollo argentino. El argentino es identificable fácilmente en cualquier 
        parte del mundo: el peruano, no. Esta confrontación, es precisamente la 
        que nos evidencia que existe ya una nacionalidad argentina, mientras no 
        existe todavía, con peculiares rasgos, una nacionalidad peruana. El 
        criollo presenta aquí una serie de variedades. El costeño se diferencia 
        fuertemente del serrano. En tanto que en la sierra la influencia 
        telúrica indigeniza al mestizo, casi hasta su absorción por el espíritu 
        indígena, en la costa el predominio colonial mantiene el espíritu 
        heredado de España. 
         
        En el Uruguay, la literatura nativista, nacida como en la Argentina de 
        la experiencia cosmopolita, ha sido criollista, porque ahí la población 
        tiene la unidad que a la nuestra le falta. El nativismo, en el Uruguay, 
        por otra parte, aparece como un fenómeno esencialmente literario. No 
        tiene, como el indigenismo en el Perú, una subconsciente inspiración 
        política y económica. Zum Felde, uno de sus suscitadores como crítico, 
        declara que ha llegado ya la hora de su liquidación. "A la devoción 
        imitativa de lo extranjero –escribe– 
        había que oponer el sentimiento autonómico de lo nativo. Era un 
        movimiento de emancipación literaria. La reacción se operó; la 
        emancipación fue, luego, un hecho. Los tiempos estaban maduros para 
        ello. Los poetas jóvenes volvieron sus ojos a la realidad nacional. Y, 
        al volver a ella sus ojos, vieron aquello que, por contraste con lo 
        europeo, era más genuinamente americano: lo gauchesco. Mas, cumplida ya 
        su misión, el tradicionalismo debe a su vez pasar. Hora es ya de que 
        pase, para dar lugar a un americanismo lírico más acorde con el 
        imperativo de la vida. La sensibilidad de nuestros días se nutre ya de 
        realidades, idealidades distintas. El ambiente platense ha dejado 
        definitivamente de ser gaucho; y todo lo gauchesco
        –después de arrinconarse en los más 
        huraños pagos– va pasando al culto 
        silencioso de los museos. La vida rural del Uruguay está toda 
        transformada en sus costumbres y en sus caracteres, por el avance del 
        cosmopolitismo urbano" 
        (36). 
         
        En el Perú, el criollismo, aparte de haber sido demasiado esporádico y 
        superficial, ha estado nutrido de sentimiento colonial. No ha 
        constituido una afirmación de autonomía. Se ha contentado con ser el 
        sector costumbrista de la literatura colonial sobreviviente hasta hace 
        muy poco. Abelardo Gamarra es, tal vez, la única excepción en este 
        criollismo domesticado, sin orgullo nativo. 
         
        Nuestro "nativismo" –necesario 
        también literariamente como revolución y como emancipación–, 
        no puede ser simple "criollismo". El criollo peruano no ha acabado aún 
        de emanciparse espiritualmente de España. Su europeización
        –a través de la cual debe encontrar, 
        por reacción, su personalidad– no se 
        ha cumplido sino en parte. Una vez europeizado, el criollo de hoy 
        difícilmente deja de darse cuenta del drama del Perú. Es él precisamente 
        el que, reconociéndose a sí mismo como un español bastardeado, siente 
        que el indio debe ser el cimiento de la nacionalidad (Valdelomar, 
        criollo costeño, de regreso de Italia, impregnado de d'annunzianismo y 
        de esnobismo, experimenta su máximo deslumbramiento cuando descubre o, 
        más bien, imagina el Inkario). Mientras el criollo puro conserva 
        generalmente su espíritu colonial, el criollo europeizado se rebela, en 
        nuestro tiempo, contra ese espíritu, aunque sólo sea como protesta 
        contra su limitación y su arcaísmo. 
         
        Claro que el criollo, diverso y múltiple, puede abastecer abundantemente 
        a nuestra literatura –narrativa, 
        descriptiva, costumbrista, folclorista, etc.–, 
        de tipos y motivos. Pero lo que subconscientemente busca la genuina 
        corriente indigenista en el indio, no es sólo el tipo o el motivo. Menos 
        aún el tipo o el motivo pintoresco. El "indigenismo" no es aquí un 
        fenómeno esencialmente literario como el "nativismo" en el Uruguay. Sus 
        raíces se alimentan de otro humus histórico. Los "indigenistas" 
        auténticos –que no deben ser 
        confundidos con los que explotan temas indígenas por mero "exotismo"– 
        colaboran, conscientemente o no, en una obra política y económica de 
        reivindicación –no de restauración 
        ni resurrección. 
         
        El indio no representa únicamente un tipo, un tema, un motivo, un personaje. 
        Representa un pueblo, una raza, una tradición, un espíritu. No es 
        posible, pues, valorarlo y considerarlo, desde puntos de vista 
        exclusivamente literarios, como un color o un aspecto nacional, 
        colocándolo en el mismo plano que otros elementos étnicos del Perú. 
         
        A medida que se le estudia, se averigua que la corriente indigenista no 
        depende de simples factores literarios sino de complejos factores 
        sociales y económicos. Lo que da derecho al indio a prevalecer en la 
        visión del peruano de hoy es, sobre todo, el conflicto y el contraste 
        entre su predominio demográfico y su servidumbre
        –no sólo inferioridad–
        social y económica. La presencia de tres a cuatro millones de 
        hombres de la raza autóctona en el panorama mental de un pueblo de cinco 
        millones, no debe sorprender a nadie en una época en que este pueblo 
        siente la necesidad de encontrar el equilibrio que hasta ahora le ha 
        faltado en su historia. 
        
        * * * 
        
        El indigenismo, en nuestra literatura, como se 
        desprende de mis anteriores proposiciones, tiene fundamentalmente el 
        sentido de una reivindicación de lo autóctono. No llena la función 
        puramente sentimental que llenaría, por ejemplo, el criollismo. Habría 
        error, por consiguiente, en apreciar el indigenismo como equivalente del 
        criollismo, al cual no reemplaza ni subroga. 
         
        Si el indio ocupa el primer plano en la literatura y el arte peruanos no 
        será, seguramente, por su interés literario o plástico, sino porque las 
        fuerzas nuevas y el impulso vital de la nación tienden a reivindicarlo. 
        El fenómeno es más instintivo y biológico que intelectual y teorético. 
        Repito que lo que subconscientemente busca la genuina corriente 
        indigenista en el indio no es sólo el tipo o el motivo y menos aún el 
        tipo o el motivo "pintoresco". Si esto no fuese cierto, es evidente que 
        el "zambo", verbigratia, interesaría al literato o al artista 
        criollo -en especial al criollo- tanto como el indio. Y esto no ocurre 
        por varias razones. Porque el carácter de esta corriente no es 
        naturalista o costumbrista sino, más bien, lírico, como lo prueban los 
        intentos o esbozos de poesía andina. Y porque una reivindicación de 
        lo autóctono no puede confundir al "zambo" o al mulato con el indio. El 
        negro, el mulato, el "zambo" representan, en nuestro pasado, elementos 
        coloniales. El español importó al negro cuando sintió su imposibilidad 
        de sustituir al indio y su incapacidad de asimilarlo. El esclavo vino al 
        Perú a servir los fines colonizadores de España. La raza negra 
        constituye uno de los aluviones humanos depositados en la Costa por el 
        Coloniaje. Es uno de los estratos, poco densos y fuertes, del Perú 
        sedimentado en la tierra baja durante el Virreinato y la primera etapa 
        de la República. Y, en este ciclo, todas las circunstancias han 
        concurrido a mantener su solidaridad con la Colonia. El negro ha mirado 
        siempre con hostilidad y desconfianza la sierra, donde no ha podido 
        aclimatarse física ni espiritualmente. Cuando se ha mezclado al indio ha 
        sido para bastardearlo comunicándole su domesticidad zalamera y su 
        psicología exteriorizante y mórbida. Para su antiguo amo blanco ha 
        guardado, después de su manumisión, un sentimiento de liberto adicto. La 
        sociedad colonial, que hizo del negro un doméstico
        –muy pocas veces un artesano, un 
        obrero– absorbió y asimiló a la raza 
        negra, hasta intoxicarse con su sangre tropical y caliente. Tanto como 
        impenetrable y huraño el indio, le fue asequible y doméstico el negro. Y 
        nació así una subordinación cuya primera razón está en el origen mismo 
        de la importación de esclavos y de la que sólo redime al negro y al 
        mulato la evolución social y económica que, convirtiéndolo en obrero, 
        cancela y extirpa poco a poco la herencia espiritual del esclavo. El 
        mulato, colonial aun en sus gustos, inconscientemente está por el 
        hispanismo, contra el autoctonismo. Se siente espontáneamente más 
        próximo de España que del Inkario. Sólo el socialismo, despertando en él 
        conciencia clasista, es capaz de conducirlo a la ruptura definitiva con 
        los últimos rezagos de espíritu colonial. 
         
        El desarrollo de la corriente indigenista no amenaza ni paraliza el de 
        otros elementos vitales de nuestra literatura. El indigenismo no aspira 
        indudablemente a acaparar la escena literaria. No excluye ni estorba 
        otros impulsos ni otras manifestaciones. Pero representa el color y la 
        tendencia más característicos de una época por su afinidad y coherencia 
        con la orientación espiritual de las nuevas generaciones, condicionada, 
        a su vez, por imperiosas necesidades de nuestro desarrollo económico y 
        social. 
         
        Y la mayor injusticia en que podría incurrir un crítico, sería cualquier 
        apresurada condena de la literatura indigenista por su falta de 
        autoctonismo integral o la presencia, más o menos acusada en sus obras, 
        de elementos de artificio en la interpretación y en la expresión. La 
        literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista 
        del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su 
        propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama 
        indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, 
        vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de 
        producirla. 
         
        No se puede equiparar, en fin, la actual corriente indigenista a la 
        vieja corriente colonialista. El colonialismo, reflejo del sentimiento 
        de la casta feudal, se entretenía en la idealización nostálgica del 
        pasado. El indigenismo en cambio tiene raíces vivas en el presente. 
        Extrae su inspiración de la protesta de millones de hombres. El 
        Virreinato era; el indio es. Y mientras la liquidación de los residuos 
        de feudalidad colonial se impone como una condición elemental de 
        progreso, la reivindicación del indio, y por ende de su historia, nos 
        viene insertada en el programa de una Revolución. 
        
        * * * 
        
        Está, pues, esclarecido que de la civilización 
        inkaica, más que lo que ha muerto nos preocupa lo que ha quedado. El 
        problema de nuestro tiempo no está en saber cómo ha sido el Perú. 
        Está, más bien, en saber cómo es el Perú. El pasado nos interesa 
        en la medida en que puede servirnos para explicarnos el presente. Las 
        generaciones constructivas sienten el pasado como una raíz, como una 
        causa. Jamás lo sienten como un programa. 
         
        Lo único casi que sobrevive del Tawantinsuyo es el indio. La 
        civilización ha perecido; no ha perecido la raza. El material biológico 
        del Tawantinsuyo se revela, después de cuatro siglos, indestructible, y, 
        en parte, inmutable. 
         
        El hombre muda con más lentitud de la que en este siglo de la velocidad 
        se supone. La metamorfosis del hombre bate el récord en el evo moderno. 
        Pero éste es un fenómeno peculiar de la civilización occidental que se 
        caracteriza, ante todo, como una civilización dinámica. No es por un 
        azar que a esta civilización le ha tocado averiguar la relatividad del 
        tiempo. En las sociedades asiáticas –afines 
        si no consanguíneas con la sociedad inkaica–, 
        se nota en cambio cierto quietismo y cierto éxtasis. Hay épocas en que 
        parece que la historia se detiene. Y una misma forma social perdura, 
        petrificada, muchos siglos. No es aventurada, por tanto, la hipótesis de 
        que el indio en cuatro siglos ha cambiado poco espiritualmente. La 
        servidumbre ha deprimido, sin duda, su psiquis y su carne. Le ha vuelto 
        un poco más melancólico, un poco más nostálgico. Bajo el peso de estos 
        cuatro siglos, el indio se ha encorvado moral y físicamente. Mas el 
        fondo oscuro de su alma casi no ha mudado. En las sierras abruptas, en 
        las quebradas lontanas, a donde no ha llegado la ley del blanco, el 
        indio guarda aún su ley ancestral. 
         
        El libro de Enrique López Albújar, escritor de la generación radical, 
        Cuentos Andinos, es el primero que en nuestro tiempo explora estos 
        caminos. Los Cuentos Andinos aprehenden, en sus secos y duros 
        dibujos, emociones sustantivas de la vida de la sierra, y nos presentan 
        algunos escorzos del alma del indio. López Albújar coincide con 
        Valcárcel en buscar en los Andes el origen del sentimiento cósmico de 
        los quechuas. "Los Tres Jircas" de López Albújar y "Los Hombres de 
        Piedra" (37) de Valcárcel traducen la misma mitología. Los agonistas y 
        las escenas de López Albújar tienen el mismo telón de fondo que la 
        teoría y las ideas de Valcárcel. Este resultado es singularmente 
        interesante porque es obtenido por diferentes temperamentos y con 
        métodos disímiles. La literatura de López Albújar quiere ser, sobre 
        todo, naturalista y analítica; la de Valcárcel, imaginativa y sintética. 
        El rasgo esencial de López Albújar es su criticismo; el de Valcárcel, su 
        lirismo. López Albújar mira al indio con ojos y alma de costeño, 
        Valcárcel, con ojos y alma de serrano. No hay parentesco espiritual 
        entre los dos escritores; no hay semejanza de género ni de estilo entre 
        los dos libros. Sin embargo, uno y otro escuchan en el alma del quechua 
        idéntico lejano latido 
        (38). 
         
        La Conquista ha convertido formalmente al indio al catolicismo. Pero, en 
        realidad, el indio no ha renegado sus viejos mitos. Su sentimiento 
        místico ha variado. Su animismo subsiste. El indio sigue sin 
        entender la metafísica católica. Su filosofía panteísta y materialista 
        ha desposado, sin amor, al catecismo. Mas no ha renunciado a su propia 
        concepción de la vida que no interroga a la Razón sino a la Naturaleza. 
        Los tres jircas, los tres cerros de Huánuco, pesan en la 
        conciencia del indio huanuqueño más que la ultratumba cristiana. 
         
        "Los Tres Jircas" y "Cómo habla la coca" son, a mi juicio, las páginas 
        mejor escritas de Cuentos Andinos. Pero ni "Los Tres Jircas" ni 
        "Cómo habla la coca" se clasifican propiamente como cuentos. "Ushanam 
        Jampi", en cambio, tiene una vigorosa contextura de relato. Y a este 
        mérito une "Ushanam Jampi" el de ser un precioso documento del comunismo 
        indígena. Este relato nos entera de la forma como funciona en los 
        pueblecitos indígenas, a donde no arriba casi la ley de la República, la 
        justicia popular. Nos encontramos aquí ante una institución 
        sobreviviente del régimen autóctono. Ante una institución que declara 
        categóricamente a favor de la tesis de que la organización inkaica fue 
        una organización comunista. 
         
        En un régimen de tipo individualista, la administración de justicia se 
        burocratiza. Es función de un magistrado. El liberalismo, por ejemplo, 
        la atomiza, la individualiza en el juez profesional. Crea una casta, una 
        burocracia de jueces de diversas jerarquías. Por el contrario, en un 
        régimen de tipo comunista, la administración de justicia es función de 
        la sociedad entera. Es, como en el comunismo indio, función de los 
        yayas, de los ancianos 
        (39).  
        
        * * * 
        
        El porvenir de la América Latina depende, según la 
        mayoría de los pro-nósticos de ahora, de la suerte del mestizaje. Al 
        pesimismo hostil de los sociólogos de la tendencia de Le Bon sobre el 
        mestizo, ha sucedido un optimismo mesiánico que pone en el mestizo la 
        esperanza del Continente. El trópico y el mestizo son, en la vehemente 
        profecía de Vasconcelos, la escena y el protagonista de una nueva 
        civilización. Pero la tesis de Vasconcelos que esboza una utopía
        –en la acepción positiva y 
        filosófica de esta palabra– en la 
        misma medida en que aspira a predecir el porvenir, suprime e ignora el 
        presente. Nada es más extraño a su especulación y a su intento, que la 
        crítica de la realidad contemporánea, en la cual busca exclusivamente 
        los elementos favorables a su profecía. 
         
        El mestizaje que Vasconcelos exalta no es precisamente la mezcla de las 
        razas española, indígena y africana, operada ya en el continente, sino 
        la fusión y refusión acrisoladoras, de las cuales nacerá, después de un 
        trabajo secular, la raza cósmica. El mestizo actual, concreto, no es 
        para Vasconcelos el tipo de una nueva raza, de una nueva cultura, sino 
        apenas su promesa. La especulación del filósofo, del utopista, no conoce 
        límites de tiempo ni de espacio. Los siglos no cuentan en su 
        construcción ideal más que como momentos. La labor del crítico, del 
        historiógrafo, del político, es de otra índole. Tiene que atenerse a 
        resultados inmediatos y contentarse con perspectivas próximas. 
         
        El mestizo real de la historia, no el ideal de la profecía, constituye 
        el objeto de su investigación o el factor de su plan. En el Perú, por la 
        impronta diferente del medio y por la combinación múltiple de las razas 
        entrecruzadas, el término mestizo no tiene siempre la misma 
        significación. El mestizaje es un fenómeno que ha producido una variedad 
        compleja, en vez de resolver una dualidad, la del español y el indio. 
         
        El Dr. Uriel García halla el neo-indio en el mestizo. Pero este mestizo 
        es el que proviene de la mezcla de las razas española e indígena, sujeta 
        al influjo del medio y la vida andinas. El medio serrano en el cual 
        sitúa el Dr. Uriel García su investigación, se ha asimilado al blanco 
        invasor. Del abrazo de las dos razas, ha nacido el nuevo indio, 
        fuertemente influido por la tradición y el ambiente regionales. 
         
        Este mestizo, que en el proceso de varias generaciones, y bajo la 
        presión constante del mismo medio telúrico y cultural, ha adquirido ya 
        rasgos estables, no es el mestizo engendrado en la costa por las mismas 
        razas. El sello de la costa es más blando. El factor español, más 
        activo. 
         
        El chino y el negro complican el mestizaje costeño. Ninguno de estos dos 
        elementos ha aportado aún a la formación de la nacionalidad valores 
        culturales ni energías progresivas. El culi chino es un ser segregado de 
        su país por la superpoblación y el pauperismo. Injerta en el Perú su 
        raza, mas no su cultura. La inmigración china no nos ha traído ninguno 
        de los elementos esenciales de la civilización china, acaso porque en su 
        propia patria han perdido su poder dinámico y generador. Lao Tsé y 
        Confucio han arribado a nuestro conocimiento por la vía de Occidente. La 
        medicina china es quizá la única importación directa de Oriente, de 
        orden intelectual, y debe, sin duda, su venida, a razones prácticas y 
        mecánicas, estimuladas por el atraso de una población en la cual 
        conserva hondo arraigo el curanderismo en todas sus manifestaciones. La 
        habilidad y excelencia del pequeño agricultor chino, apenas si han 
        fructificado en los valles de Lima, donde la vecindad de un mercado 
        importante ofrece seguros provechos a la horticultura. El chino, en 
        cambio, parece haber inoculado en su descendencia, el fatalismo, la 
        apatía, las taras del Oriente decrépito. El juego, esto es un elemento 
        de relajamiento e inmoralidad, singularmente nocivo en un pueblo 
        propenso a confiar más en el azar que en el esfuerzo, recibe su mayor 
        impulso de la inmigración china. Sólo a partir del movimiento 
        nacionalista –que tan extensa 
        resonancia ha encontrado entre los chinos expatriados del continente–, 
        la colonia china ha dado señales activas de interés cultural e impulsos 
        progresistas. El teatro chino, reservado casi únicamente al 
        divertimiento nocturno de los individuos de esa nacionalidad, no ha 
        conseguido en nuestra literatura más eco que el propiciado efímeramente 
        por los gustos exóticos y artificiales del decadentismo. Valdelomar y 
        los "colónidas", lo descubrieron entre sus sesiones de opio, contagiados 
        del orientalismo de Loti y Farrere. El chino, en suma, no transfiere al 
        mestizo ni su disciplina moral, ni su tradición cultural y filosófica, 
        ni su habilidad de agricultor y artesano. Un idioma inasequible, la 
        calidad del inmigrante y el desprecio hereditario que por él siente el 
        criollo, se interponen entre su cultura y el medio. 
         
        El aporte del negro, venido como esclavo, casi como mercadería, aparece 
        más nulo y negativo aún. El negro trajo su sensualidad, su superstición, 
        su primitivismo. No estaba en condiciones de contribuir a la creación de 
        una cultura, sino más bien de estorbarla con el crudo y viviente influjo 
        de su barbarie. 
         
        El prejuicio de las razas ha decaído; pero la noción de las diferencias 
        y desigualdades en la evolución de los pueblos se ha ensanchado y 
        enriquecido, en virtud del progreso de la sociología y la historia. La 
        inferioridad de las razas de color no es ya uno de los dogmas de que se 
        alimenta el maltrecho orgullo blanco. Pero todo el relativismo de la 
        hora no es bastante para abolir la inferioridad de cultura. 
         
        La raza es apenas uno de los elementos que determinan la forma de una 
        sociedad. Entre estos elementos, Vilfredo Pareto distingue las 
        siguientes categorías: "1º El suelo, el clima, la flora, la fauna, las 
        circunstancias geológicas, mineralógicas, etc.; 2º Otros elementos 
        externos a una dada sociedad, en un dado tiempo, esto es las acciones de 
        las otras sociedades sobre ella, que son externas en el espacio, y las 
        consecuencias del estado anterior de esa sociedad, que son externas en 
        el tiempo; 3º Elementos internos, entre los cuales los principales son 
        la raza, los residuos o sea los sentimientos que manifiestan, las 
        inclinaciones, los intereses, las aptitudes al razonamiento, a la 
        observación, el estado de los conocimientos, etc.". Pareto afirma que la 
        forma de la sociedad es determinada por todos los elementos que operan 
        sobre ella que, una vez determinada, opera a su vez sobre esos 
        elementos, de manera que se puede decir que se efectúa una mutua 
        determinación (40). 
         
        Lo que importa, por consiguiente, en el estudio sociológico de los 
        estratos indio y mestizo, no es la medida en que el mestizo hereda las 
        cualidades o los defectos de las razas progenitoras sino su aptitud para 
        evolucionar, con más facilidad que el indio, hacia el estado social, o 
        el tipo de civilización del blanco. El mestizaje necesita ser analizado, 
        no como cuestión étnica, sino como cuestión sociológica. El problema 
        étnico en cuya consideración se han complacido sociologistas 
        rudimentarios y especuladores ignorantes, es totalmente ficticio y 
        supuesto. Asume una importancia desmesurada para los que, ciñendo 
        servilmente su juicio a una idea acariciada por la civilización europea 
        en su apogeo -y abandonada ya por esta misma civilización, propensa en 
        su declive a una concepción relativista de la historia-, atribuyen las 
        creaciones de la sociedad occidental a la superioridad de la raza 
        blanca. Las aptitudes intelectuales y técnicas, la voluntad creadora, la 
        disciplina moral de los pueblos blancos, se reducen, en el criterio 
        simplista de los que aconsejan la regeneración del indio por el 
        cruzamiento, a meras condiciones zoológicas de la raza blanca. 
         
        Pero si la cuestión racial –cuyas 
        sugestiones conducen a sus superficiales críticos a inverosímiles 
        razonamientos zootécnicos– es 
        artificial, y no merece la atención de quienes estudian concreta y 
        políticamente el problema indígena, otra es la índole de la cuestión 
        sociológica. El mestizaje descubre en este terreno sus verdaderos 
        conflictos; su íntimo drama. El color de la piel se borra como 
        contraste; pero las costumbres, los sentimientos, los mitos -los 
        elementos espirituales y formales de esos fenómenos que se designan con 
        los términos de sociedad y de cultura-, reivindican sus derechos. El 
        mestizaje -dentro de las condiciones económico-sociales subsistentes 
        entre nosotros-, no sólo produce un nuevo tipo humano y étnico sino un 
        nuevo tipo social; y si la imprecisión de aquél, por una abigarrada 
        combinación de razas, no importa en sí misma una inferioridad, y hasta 
        puede anunciar, en ciertos ejemplares felices, los rasgos de la raza 
        "cósmica", la imprecisión o hibridismo del tipo social, se traduce, por 
        un oscuro predominio de sedimentos negativos, en una estagnación sórdida 
        y morbosa. Los aportes del negro y del chino se dejan sentir, en este 
        mestizaje, en un sentido casi siempre negativo o desorbitado. En el 
        mestizo no se prolonga la tradición del blanco ni del indio: ambas se 
        esterilizan y contrastan. Dentro de un ambiente urbano, industrial, 
        dinámico, el mestizo salva rápidamente las distancias que lo separan del 
        blanco, hasta asimilarse la cultura occidental, con sus costumbres, 
        impulsos y consecuencias. Puede escaparle -le escapa generalmente- el 
        complejo fondo de creencias, mitos y sentimientos, que se agita bajo las 
        creaciones materiales e intelectuales de la civilización europea o 
        blanca; pero la mecánica y la disciplina de ésta le imponen 
        automáticamente sus hábitos y sus concepciones. En contacto con una 
        civilización maquinista, asombrosamente dotada para el dominio de la 
        naturaleza, la idea del progreso, por ejemplo, es de un irresistible 
        poder de contagio o seducción. Pero este proceso de asimilación o 
        incorporación se cumple prontamente sólo en un medio en el cual actúan 
        vigorosamente las energías de la cultura industrial. En el latifundio 
        feudal, en el burgo retardado, el mestizaje carece de elementos de 
        ascensión. En su sopor extenuante, se anulan las virtudes y los valores 
        de las razas entremezcladas; y, en cambio, se imponen prepotentes las 
        más enervantes supersticiones. 
         
        Para el hombre del poblacho mestizo –tan 
        sombríamente descrito por Valcárcel con una pasión no exenta de 
        preocupaciones sociológicas– la 
        civilización occidental constituye un confuso espectáculo, no un 
        sentimiento. Todo lo que en esta civilización es íntimo, esencial, 
        intransferible, energético, permanece ajeno a su ambiente vital. Algunas 
        imitaciones externas, algunos hábitos subsidiarios, pueden dar la 
        impresión de que este hombre se mueve dentro de la órbita de la 
        civilización moderna. Mas, la verdad es otra. 
         
        Desde este punto de vista, el indio, en su medio nativo, mientras la 
        emigración no lo desarraiga ni deforma, no tiene nada que envidiar al 
        mestizo. Es evidente que no está incorporado aún en esta civilización 
        expansiva, dinámica, que aspira a la universalidad. Pero no ha roto con 
        su pasado. Su proceso histórico está detenido, paralizado, mas no ha 
        perdido, por esto, su individualidad. El indio tiene una existencia 
        social que conserva sus costumbres, su sentimiento de la vida, su 
        actitud ante el universo. Los "residuos" y las derivaciones de que nos 
        habla la sociología de Pareto, que continúan obrando sobre él, son los 
        de su propia historia. La vida del indio tiene estilo. A pesar de 
        la conquista, del latifundio, del gamonal, el indio de la sierra se 
        mueve todavía, en cierta medida, dentro de su propia tradición. El ayllu 
        es un tipo social bien arraigado en el medio y la raza 
        (41). 
         
        El indio sigue viviendo su antigua vida rural. Guarda hasta hoy su 
        traje, sus costumbres, sus industrias típicas. Bajo el más duro 
        feudalismo, los rasgos de la agrupación social indígena no han llegado a 
        extinguirse. La sociedad indígena puede mostrarse más o menos primitiva 
        o retardada; pero es un tipo orgánico de sociedad y de cultura. Y ya la 
        experiencia de los pueblos de Oriente, el Japón, Turquía, la misma 
        China, nos han probado cómo una sociedad autóctona, aun después de un 
        largo colapso, puede encontrar por sus propios pasos, y en muy poco 
        tiempo, la vía de la civilización moderna y traducir, a su propia 
        lengua, las lecciones de los pueblos de Occidente.  
        
         
        XVIII. ALCIDES SPELUCÍN
        
         
        En el primer libro de Alcides Spelucín están, entre otras, las poesías 
        que me leyó hace nueve años cuando nos conocimos en Lima en la redacción 
        del diario donde yo trabajaba. Abraham Valdelomar medió fraternamente en 
        este encuentro, después del cual Alcides y yo nos hemos reencontrado 
        pocas veces, pero hemos estado cada día más próximos. Nuestros destinos 
        tienen una esencial analogía dentro de su disimilitud formal. Procedemos 
        él y yo, más que de la misma generación, del mismo tiempo. Nacimos bajo 
        idéntico signo. Nos nutrimos en nuestra adolescencia literaria de las 
        mismas cosas: decadentismo, modernismo, esteticismo, individualismo, 
        escepticismo. Coincidimos más tarde en el doloroso y angustiado trabajo 
        de superar estas cosas y evadirnos de su mórbido ámbito. Partimos al 
        extranjero en busca no del secreto de los otros sino en busca del 
        secreto de nosotros mismos. Yo cuento mi viaje en un libro de política; 
        Spelucín cuenta el suyo en un libro de poesía. Pero en esto no hay sino 
        diferencia de aptitud o, si se quiere, de temperamento; no hay diferen- 
        cia de peripecia ni de espíritu. Los dos nos embarcamos en la "barca de 
        oro en pos de una isla buena". Los dos en la procelosa aventura, hemos 
        encontrado a Dios y hemos descubierto a la Humanidad. Alcides y yo, 
        puestos a elegir entre el pasado y el porvenir, hemos votado por el 
        porvenir. Supérstites dispersos de una escaramuza literaria, nos 
        sentimos hoy combatientes de una batalla histórica. 
         
        El Libro de la Nave Dorada es una estación del viaje y del 
        espíritu de Alcides Spelucín. Orrego advierte de esto al lector, en el 
        prefacio, henchido de emoción, grávido de pensamiento, que ha escrito 
        para este libro. "No representa –escribe– 
        la actualidad estética del creador. Es un libro de la adolescencia, la 
        labor poética primigenia, que apenas rompe el claustro de la anónima 
        intimidad. El poeta ha recorrido desde entonces mucho camino ascendente 
        y gozoso; también mucha senda dolorosa. El espíritu está hoy más 
        granado, la visión más luminosa, el vehículo expresivo más rico, más 
        agilizado y más potente; el pensamiento más deslumbrado de sabiduría; 
        más extenso de panorama; más valorizado por el acumulamiento de 
        intuiciones; el corazón más religioso, más estremecido y más abierto 
        hacia el mundo. Es preciso marcar esto para que el lector se dé cuenta 
        de la penosa precocidad del poeta que cuando escribe este libro es casi 
        un niño" (42). 
         
        Como canción del mar, como balada del trópico, este libro es en la 
        poesía de América algo así como una encantada prolongación de la 
        "Sinfonía en Gris Mayor". La poesía de Alcides tiene en esta jornada 
        ecos melodiosos de la música rubendariana. Se nota también su 
        posterioridad a las adquisiciones hechas por la lírica hispanoamericana 
        en la obra de Herrera y Reissig. La huella del poeta uruguayo está 
        espléndidamente viva en versos como estos:  
  
        
         
        Pero esta presencia de Herrera y Reissig y la del propio Rubén Darío no 
        es sensible sino en la técnica, en la forma, en la estética. Spelucín 
        tiene del decadentismo la expresión; pero no tiene el espíritu. Sus 
        estados de alma no son nunca mórbidos. Una de las cosas que atraen en él 
        es su salud cabal. Alcides ha absorbido muchos de los venenos de su 
        época, pero su recia alma, un poco rústica en el fondo, se ha conservado 
        pura y sana. Así, está más viviente y personal en esta plegaria de 
        acendrado lirismo.  
  
        
         
        Alcides se semeja a Vallejo en la piedad humana, en la ternura humilde, 
        en la efusión cordial. En una época que era aún de egolatrismo 
        exasperado y bizantinismo d'annunziano, la poesía de Alcides tiene un 
        perfume de parábola franciscana. Su alma se caracteriza por un 
        cristianismo espontáneo y sustancial. Su acento parece ser siempre el de 
        esta otra plegaria con sabor de espiga y de ángelus como algunos versos 
        de Francis Jammes:  
  
        
         
        Esta claridad, esta inocencia de Alcides, son perceptibles hasta en esas 
        "aguas fuertes" de estirpe un poco bodeleriana, que, asumiendo íntegra 
        la responsabilidad de su poesía de juventud, ha incluido en El Libro 
        de la Nave Dorada. Y son tal vez la raíz de su socialismo que es un 
        acto de amor más que de protesta.  
        
         
        XIX. BALANCE PROVISORIO
        
         
        No he tenido en esta sumarísima revisión de valores signos el propósito 
        de hacer historia ni crónica. No he tenido siquiera el propósito de 
        hacer crítica, dentro del concepto que limita la crítica al campo de la 
        técnica literaria. Me he propuesto esbozar los lineamientos o los rasgos 
        esenciales de nuestra literatura. He realizado un ensayo de 
        interpretación de su espíritu; no de revisión de sus valores ni de sus 
        episodios. Mi trabajo pretende ser una teoría o una tesis y no un 
        análisis. 
         
        Esto explicará la prescindencia deliberada de algunas obras que, con 
        incontestable derecho a ser citadas y tratadas en la crónica y en la 
        crítica de nuestra literatura, carecen de significación esencial en su 
        proceso mismo. Esta significación, en todas las literaturas, la dan dos 
        cosas: el extraordinario valor intrínseco de la obra o el valor 
        histórico de su influencia. El artista perdura realmente, en el espíritu 
        de una literatura, o por su obra o por su descendencia. De otro modo, 
        perdura sólo en sus bibliotecas y en su cronología. Y entonces puede 
        tener mucho interés para la especulación de eruditos y bibliógrafos; 
        pero no tiene casi ningún interés para una interpretación del sentido 
        profundo de una literatura. 
         
        El estudio de la última generación, que constituye un fenómeno en pleno 
        movimiento, en actual desarrollo, no puede aún ser efectuado con este 
        mismo carácter de balance 
        (43). Precisamente en nombre del revisionismo 
        de los nuevos se instaura el proceso de la literatura nacional. En este 
        proceso como es lógico, se juzga el pasado; no se juzga el presente. 
        Sólo sobre el pasado puede decir ya esta generación su última palabra. 
        Los nuevos, que pertenecen más al porvenir que al presente, son en este 
        proceso jueces, fiscales, abogados, testigos. Todo, menos acusados. 
        Sería prematuro y precario, por otra parte, un cuadro de valores que 
        pretendiese fijar lo que existe en potencia o en crecimiento. 
         
        La nueva generación señala ante todo la decadencia definitiva del 
        "colonialismo". El prestigio espiritual y sentimental del Virreinato, 
        celosa e interesadamente cultivado por sus herederos y su clientela, 
        tramonta para siempre con esta generación. Este fenómeno literario e 
        ideológico se presenta, naturalmente, como una faz de un fenómeno mucho 
        más vasto. La generación de Riva Agüero realizó, en la política y en la 
        literatura, la última tentativa por salvar la Colonia. Mas, como es 
        demasiado evidente, el llamado "futurismo", que no fue sino un 
        neocivilismo, está liquidado política y literariamente, por la fuga, la 
        abdicación y la dispersión de sus corifeos. 
         
        En la historia de nuestra literatura, la Colonia termina ahora. El Perú, 
        hasta esta generación, no se había aún independizado de la Metrópoli. 
        Algunos escritores, habían sembrado ya los gérmenes de otras 
        influencias. González Prada, hace cuarenta años, desde la tribuna del 
        Ateneo, invitando a la juventud intelectual de entonces a la revuelta 
        contra España, se definió como el precursor de un período de influencias 
        cosmopolitas. En este siglo el modernismo ruben-dariano nos aportó, 
        atenuado y contrastado por el colonialismo de la generación "futurista", 
        algunos elementos de renovación estilística que afrancesaron un poco el 
        tono de nuestra literatura. Y, luego, la insurrección "colónida" amotinó 
        contra el academicismo español –solemne 
        pero precariamente restaurado en Lima con la instalación de una Academia 
        correspondiente–, a la generación de 
        1915, la primera que escuchó de veras la ya vieja admonición de González 
        Prada. Pero todavía duraba lo fundamental del colonialismo: el prestigio 
        intelectual y sentimental del Virreinato. Había decaído la antigua 
        forma; pero no había decaído igualmente el antiguo espíritu. 
         
        Hoy la ruptura es sustancial. El "indigenismo", como hemos visto, está 
        extirpando, poco a poco, desde sus raíces, al "colonialismo". Y este 
        impulso no procede exclusivamente de la sierra. Valdelomar, Falcón, 
        criollos, costeños, se cuentan -no discutamos el acierto de sus 
        tentativas-, entre los que primero han vuelto sus ojos a la raza. Nos 
        vienen, de fuera, al mismo tiempo, variadas influencias internacionales. 
        Nuestra literatura ha entrado en su período de cosmopolitismo. En Lima, 
        este cosmopolitismo se traduce, en la imitación entre otras cosas de no 
        pocos corrosivos decadentismos occidentales y en la adopción de 
        anárquicas modas finiseculares. Pero, bajo este flujo precario, un nuevo 
        sentimiento, una nueva revelación se anuncian. Por los caminos 
        universales, ecuménicos, que tanto se nos reprocha, nos vamos acercando 
        cada vez más a nosotros mismos.  
  
         
         
        REFERENCIAS
         
         
        1. Piero Gobetti, Opera Critica, parte prima, p. 
        88. Gobetti insiste en varios pasajes de su obra en esta idea, 
        totalmente concorde con el dialecticismo marxista, que en modo absoluto 
        excluye esas síntesis a priori tan fácilmente acariciadas por el 
        oportunismo mental de los intelectuales. Trazando el perfil de Domenico 
        Giuliotti, compañero de Papini en la aventura intelectual del 
        Dizionario dell'uomo salvatico, escribe Gobetti: "A los individuos 
        tocan las posiciones netas; la conciliación, la transacción es obra de 
        la historia tan sólo; es un resultado" (Obra citada, p. 82). Y en el 
        mismo libro, al final de unos apuntes sobre la concepción griega de la 
        vida, afirma: "El nuevo criterio de la verdad es un trabajo en armonía 
        con la responsabilidad de cada uno. Estamos en el reino de la lucha 
        (lucha de los hombres contra los hombres, de las clases contra las 
        clases, de los Estados contra los Estados) porque solamente a través de 
        la lucha se tiemplan fecundamente las capacidades y cada uno, 
        defendiendo con intransigencia su puesto, colabora al proceso vital". 
         
        2. Benedetto Croce, Nuovi Saggi di Estetica, ensayo sobre la 
        crítica literaria como filosofía, pp. 205 a 207. El mismo volumen, 
        descalificando con su lógica inexorable las tendencias esteticistas e 
        historicistas en la historiografía artística, ha evidenciado que "la 
        verdadera crítica de arte es ciertamente crítica estética, pero no 
        porque desdeñe la filosofía como la crítica pseudoestética, sino porque 
        obra como filosofía o concepción del arte; y es crítica histórica, pero 
        no porque se atenga a lo extrínseco del arte como la crítica 
        pseudohistórica, sino porque, después de haberse valido de los datos 
        históricos para la reproducción fantástica (y hasta aquí no es todavía 
        historia), obtenida ya la reproducción fantástica se hace historia, 
        determinando qué cosa es aquel hecho que ha reproducido en su fantasía, 
        esto es caracterizando el hecho merced al concepto y estableciendo cuál 
        es propiamente el hecho acontecido. De modo que las dos tendencias que 
        están en contraste en las direcciones inferiores de la crítica, en la 
        crítica coinciden; y 'crítica histórica del arte' y 'crítica estética' 
        son lo mismo". 
         
        3. Aunque es un trabajo de su juventud, o precisamente por serlo, el 
        Carácter de la Literatura del Perú Independiente traduce viva y 
        sinceramente el espíritu y el sentimiento de su autor. Los posteriores 
        trabajos de crítica literaria de Riva Agüero, no rectifican 
        fundamentalmente esta tesis. El Elogio del Inca Garcilaso por la 
        exaltación del genial criollo y de sus Comentarios Reales podría 
        haber sido el preludio de una nueva actitud. Pero en realidad, ni una 
        fuerte curiosidad de erudito por la historia inkaica, ni una fervorosa 
        tentativa de interpretación del paisaje serrano, han disminuido en el 
        espíritu de Riva Agüero la fidelidad a la Colonia. La estada en España 
        ha agitado, en la medida que todos saben, su fondo conservador y 
        virreinal. En un libro escrito en España, El Perú Histórico y 
        Artístico. Influencia y Descendencia de los Montañeses en él 
        (Santander, 1921), manifiesta una consideración acentuada de la sociedad 
        inkaica; pero en esto no hay que ver sino prudencia y ponderación de 
        estudioso, en cuyos juicios pesa la opinión de Garcilaso y de los 
        cronistas más objetivos y cultos. Riva Agüero constata que: "Cuando la 
        Conquista, el régimen social del Perú entusiasmó a observadores tan 
        escrupulosos como Cieza de León y a hombres tan doctos como el 
        Licenciado Polo de Ondegardo, el Oidor Santillán, el jesuita autor de la 
        Relación Anónima y el P. José de Acosta. Y, ¿quién sabe si en las 
        veleidades socializantes y de reglamentación agraria del ilustre Mariana 
        y de Pedro de Valencia (el discípulo de Arias Montano) no influiría, a 
        más de la tradición platónica, el dato contemporáneo de la organización 
        incaica, que tanto impresionó a cuantos la estudiaron?" No se exime Riva 
        Agüero de rectificaciones como la de su primitiva apreciación de 
        Ollantay, reconociendo haber "exagerado mucho la inspiración castellana 
        de la actual versión en una nota del ensayo sobre el Carácter de la 
        Literatura del Perú Independiente y que, en vista de estudios 
        últimos, si Ollantay, sigue apare- ciendo como obra de un 
        refundidor de la Colonia, "hay que admitir que el plan, los 
        procedimientos poéticos, todos los cantares y muchos trozos son de 
        tradición incaica, apenas levemente alterados por el redactor". Ninguna 
        de estas leales comprobaciones de estudioso, anula empero el propósito 
        ni el criterio de la obra, cuyo tono general es el de un recrudecido 
        españolismo que, como homenaje a la metrópoli, tiende a reivindicar el 
        españolismo "arraigado" del Perú. 
         
        4. Discuto y critico preferentemente la tesis de Riva Agüero porque la 
        estimo la más representativa y dominante, y el hecho de que a sus 
        valoraciones se ciñan estudios posteriores, deseosos de imparcialidad 
        crítica y ajenos a sus motivos políticos, me parece una razón más para 
        reconocerle un carácter central y un poder fecundador. Luis Alberto 
        Sánchez, en el primer volumen de La Literatura Peruana, admite 
        que García Calderón en Del Romanticismo al Modernismo, dedicado a 
        Riva Agüero, glosa, en verdad el libro de éste; y aunque años más tarde 
        se documentara mejor para escribir su síntesis de La Literatura 
        Peruana, no aumenta muchos datos a los ya apuntados por su amigo y 
        compañero, el autor de La Historia en el Perú, ni adopta una 
        orientación nueva, ni acude a la fuente popular indispensable. 
         
        5. Francesco de Sanctis, Teoria e Storia della Letteratura, vol. 
        1, p. 186. Ya que he citado los Nuovi Saggi di Estetica de Croce, 
        no debo dejar de recordar que, reprobando las preocupaciones 
        excesivamente nacionalista y modernista, respectivamente, de las 
        historias literarias de Adolfo Bartels y Ricardo Mauricio Meyer, Croce 
        sostiene: "que no es verdad que los poetas y los otros artistas sean 
        expresión de la conciencia nacional, de la raza, de la estirpe, de la 
        clase, o de cualquier otra cosa símil". La reacción de Croce contra el 
        desorbitado nacionalismo de la historiografía literaria del siglo 
        diecinueve, al cual sin embargo escapan obras como la de George Brandes, 
        espécimen extraordinario de buen europeo, es extremada y excesiva como 
        toda reacción; pero responde, en el universalismo vigilante y generoso 
        de Croce, a la necesidad de resistir a las exageraciones de la imitación 
        de los imperiales modelos germanos. 
         
        6. Véase en Amauta Nos. 12 y 14 las noticias y comentarios de 
        Gabriel Collazos y José Gabriel Cosio sobre la comedia quechua de 
        Inocencio Mamani, a cuya gestación no es probablemente extraño el 
        ascendiente fecundador de Gamaliel Churata. 
         
        7. De Sanctis, ob. citada, pp. 186 y 187. 
         
        8. José Gálvez, Posibilidad de una genuina literatura nacional, 
        p. 7. 
         
        9. De Sanctis, en su Teoria e Storia della Letteratura (p. 205) 
        dice: "El hombre, en el arte como en la ciencia, parte de la 
        subjetividad y por esto la lírica es la primera forma de la poesía. Pero 
        de la subjetividad pasa después a la objetividad y se tiene la 
        narración, en la cual la conmoción subjetiva es incidental y secundaria. 
        El campo de la lírica es lo ideal, de la narración lo real: en la 
        primera, la impresión es fin, la acción es ocasión; en la segunda sucede 
        lo contrario; la primera no se disuelve en prosa sino destruyéndose; la 
        segunda se resuelve en la prosa que es su natural tendencia". 
         
        10. "Son los tiempos de lucha -escribe De Sanctis- en los cuales la 
        humanidad asciende de una idea a la otra y el intelecto no triunfa sin 
        que la fantasía sea sacudida: cuando una idea ha triunfado y se 
        desenvuelve en ejercicio pacífico no se tiene más la épica, sino la 
        historia. El poema épico, por tanto, se puede definir como la historia 
        ideal de la humanidad en su paso de una idea a otra" (Ib., p. 207). 
         
        11. José de la Riva Agüero, Carácter de la Literatura del Perú 
        Independiente, Lima, 1905. 
         
        12. Ib. 
         
        13. En Sagitario Nº 3 (1926) y en Por la Emancipación de la 
        América Latina (Buenos Aires, 1927), p. 139. 
         
        14. Ob. citada, p. 139. 
         
        15. En una carta a Amauta (Nº 4), Haya, impulsado por su 
        entusiasmo, exagera, sin duda, esta reivindicación. 
         
        16. Federico More, "De un ensayo sobre las literaturas del Perú", en 
        El Diario de la Marina de La Habana (1924) y El Norte de 
        Trujillo (1924). 
         
        17. Véase en este volumen el ensayo sobre "Regionalismo y Centralismo". 
         
        18. De Nuestra Época (Julio de 1918) se publicaron sólo dos 
        números, rápidamente agotados. En ambos números, se esboza una tendencia 
        fuertemente influenciada por España, la revista de Araquistáin 
        que un año más tarde, reapareció en La Razón, efímero diario cuya 
        más recordada campaña es la de la Reforma Universitaria. 
         
        19. González Prada, Páginas Libres. 
         
        20. González Prada, ob. citada. 
         
        21. González Prada, ob. citada. 
         
        22. González Prada, ob. citada. 
         
        23. González Prada, ob. citada. 
         
        24. M. Iberico Rodríguez, El Nuevo Absoluto, p. 45. 
         
        25. Ib., pp. 43 y 44. 
         
        26. Pedro Henríquez Ureña, Seis Ensayos en busca de nuestra expresión, 
        p. 45 a p. 47. 
         
        27. Gálvez, ob. citada, pp. 33 y 34.  
         
        28. Ib., p. 90. 
         
        29. El humorismo de Valdelomar se cebaba donosamente en las disonancias 
        mestizas o huachafas. Una tarde, en el Palais Concert, Valdelomar me 
        dijo: "Mariátegui, a la leve y fina libélula, motejan aquí 
        chupajeringa". Yo, tan decadente como él entonces, lo excité a 
        reivindicar los nobles y ofendidos fueros de la libélula. Valdelomar 
        pidió al mozo unas cuartillas. Y escribió sobre una mesa del café 
        melifluamente rumoroso uno de sus "diálogos máximos". Su humorismo era 
        así, inocente, infantil, lírico. Era la reacción de un alma afinada y 
        pulcra contra la vulgaridad y la huachafería de un ambiente provinciano 
        monótono. Le molestaban los "hombres gordos y borrachos", los 
        prendedores de quinto de libra, los puños postizos y los zapatos con 
        elástico. 
         
        30. En el Boletin Bibliográfico de la Universidad de Lima, Nº 15 
        (diciembre de 1915). Nota crítica a una selección de poemas de Eguren 
        hecha por el Bibliotecario de la Universidad, Pedro S. Zulen, uno de los 
        primeros en apreciar y admirar el genio del poeta de Simbólicas. 
         
        31. No escasean en los versos de Eguren los italianismos. El gusto de 
        las palabras italianas -que no lo latiniza-, nace en el poeta de su 
        trato de la poesía de Italia, fomentado en él por las lecturas de su 
        hermano Jorge que residió largamente en ese país. 
         
        32. Una buena parte de la obra de Eguren es romántica, y no sólo en 
        Simbólicas sino en Sombras y aun en Rondinelas, las 
        dos últimas jornadas de su poesía. 
         
        33. Antenor Orrego, Panoramas, ensayo sobre César Vallejo. 
         
        34. Orrego, ob. citada. 
         
        35. Jorge Basadre juzga que en Trilce, Vallejo emplea una nueva 
        técnica, pero que sus motivos continúan siendo románticos. Pero la más 
        alquitarada "nueva poesía", en la medida en que extrema su subjetivismo, 
        también es romántica, como observo a propósito de Hidalgo. En Vallejo, 
        hay ciertamente mucho de viejo romanticismo y decadentismo hasta 
        Trilce, pero el mérito de su poesía se valora por los grados en que 
        supera y trascien-de esos residuos. Además, convendría entenderse 
        previamente sobre el término romanti-cismo. 
         
        36. Estudio sobre el nativismo en La Cruz del Sur (Montevideo). 
         
        37. De la Vida Inkaica, por Luis E. Valcárcel, Lima, 1925. 
         
        38. Una nota del libro de López Albújar que se acuerda con una nota del 
        libro de Valcárcel es la que nos habla de la nostalgia del indio. La 
        melancolía del indio, según Valcárcel, no es sino nostalgia. Nostalgia 
        del hombre arrancado al agro y al hogar por las empresas bélicas o 
        pacíficas del Estado. En "Ushanam Jampi" la nostalgia pierde al 
        protagonista. Conce Maille es condenado al exilio por la justicia de los 
        ancianos de Chupán. Pero el deseo de sentirse bajo su techo es más 
        fuerte que el instinto de conservación. Y lo impulsa a volver 
        furtivamente a su choza, a sabiendas de que en el pueblo lo aguarda tal 
        vez la última pena. Esta nostalgia nos define el espíritu del pueblo del 
        Sol como el de un pueblo agricultor y sedentario. No son ni han sido los 
        quechuas, aventureros ni vagabundos. Quizá por esto ha sido y es tan 
        poco aventurera y tan poco vagabunda su imaginación. Quizá por esto, el 
        indio objetiva su metafísica en la naturaleza que lo circunda. Quizá por 
        esto, los jircas, o sea los dioses lares del terruño, gobiernan su vida. 
        El indio no podía ser monoteísta. 
        Desde hace cuatro siglos las causas de la nostalgia indígena no han 
        cesado de multiplicarse. El indio ha sido frecuentemente un emigrado. Y, 
        como en cuatro siglos no ha podido aprender a vivir nómadamente, porque 
        cuatro siglos son muy poca cosa, su nostalgia ha adquirido ese acento de 
        desesperanza incurable con que gimen las quenas. 
        López Albújar se asoma con penetrante mirada al hondo y mudo abismo del 
        alma del quechua. Y escribe en su divagación sobre la coca: "El indio 
        sin saberlo es schopenhauerista. Schopenhauer y el indio tienen un punto 
        de contacto, con esta diferencia: que el pesimismo del filósofo es 
        teoría y vanidad y el pesimismo del indio, experiencia y desdén. Si para 
        uno la vida es un mal, para el otro no es ni mal ni bien, es una triste 
        realidad, y tiene la profunda sabiduría de tomarla como es". 
        Unamuno encuentra certero este juicio. También él cree que el 
        escepticismo del indio es experiencia y desdén. Pero el historiador y el 
        sociólogo pueden percibir otras cosas que el filósofo y el literato tal 
        vez desdeñan. ¿No es este escepticismo en parte, un rasgo de la 
        psicología asiática? El chino, como el indio, es materialista y 
        escéptico. Y, como en el Tawantinsuyo, en la China, la religión es un 
        código de moral práctica más que una concepción metafísica. 
         
        39. El prologuista de Cuentos Andinos, señor Ezequiel Ayllón, 
        explica así la justicia popular indígena: "La ley sustantiva, 
        consuetudinaria, conservada desde la más oscura antigüedad, establece 
        dos sustitutivos penales que tienden a la reintegración social del 
        delincuente, y dos penas propiamente dichas contra el homicidio y el 
        robo, que son los delitos de trascendencia social. El Yachíshum o
        Yachachíshum se reduce a amonestar al delincuente haciéndole 
        comprender los inconvenientes del delito y las ventajas del respeto 
        recíproco. El Alliyachíshum tiende a evitar la venganza personal 
        reconciliando al delincuente con el agraviado o sus deudos, por no haber 
        surtido efecto morigerador el Yachíshum. Aplicados los dos 
        sustitutivos cuya categoría o trascendencia no son extraños a los medios 
        que preconizan con ese carácter los penalistas de la moderna escuela 
        positiva, procede la pena de confinamiento o destierro llamada 
        Jitaríshum, que tiene las proyecciones de una expatriación 
        definitiva. Es la ablación del elemento enfermo, que constituye una 
        amenaza para la seguridad de las personas y de los bienes. Por último, 
        si el amonestado, reconciliado y expulsado, roba o mata nuevamente 
        dentro de la jurisdicción distrital, se le aplica la pena extrema, 
        irremisible, denominada Ushanam Jampi, el último remedio que es 
        la muerte, casi siempre, a palos, el descuartizamiento del cadáver y su 
        desaparición en el fondo de los ríos, de los despeñaderos, o sirviendo 
        de pasto a los perros y a las aves de rapiña. El Derecho Procesal se 
        desenvuelve pública y oralmente, en una sola audiencia, y comprende la 
        acusación, defensa, prueba, sentencia y ejecución". 
         
        40. Vilfredo Pareto, Trattato di Sociologia Generale, tomo III, 
        p. 265. 
         
        41. Los estudios de Hildebrando Castro Pozo sobre la comunidad indígena, 
        consignan a este respecto datos de extraordinario interés, que he citado 
        ya en otra parte. Estos datos coinciden absolutamente con la sustancia 
        de las aserciones de Valcárcel en Tempestad en los Andes a las 
        cuales, si no estuviesen confirmadas por investigaciones objetivas se 
        podría suponer excesivamente optimistas y apologéticas. Además 
        cualquiera puede comprobar la unidad, el estilo, el carácter de la vida 
        indígena. Y sociológicamente la persistencia en la comunidad de los que 
        Sorel llama "elementos espirituales del trabajo", es de un valor 
        capital. 
         
        42. El Libro de la Nave Dorada, Ediciones de El Norte, Trujillo, 
        1926. 
         
        43. Reconozco, además, la ausencia en este ensayo de algunos 
        contemporáneos mayores, cuya obra debe aún ser estimada más o menos 
        susceptible de evolución o continuación. Mi estudio, lo repito, no está 
        concluido. 
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