OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

CARTAS DE ITALIA

 

 

LOS CULPABLES DE LA GUERRA1

 

Vamos a asistir muy pronto al proceso ju­dicial más grande y sonoro de la historia del mundo. El proceso de los culpables de la gue­rra. Alemania misma será el juez. Debían serlo las potencias aliadas. Pero no parece posible. Alemania se halla incapacitada para cumplir la cláusula del Tratado de Versalles que la obli­ga a entregar a los acusados. No hay en Alema­nia un funcionario, un militar o un gendarme que quiera servir de ejecutor de esta cláusula. La aprehensión y la entrega de los acusados son materialmente impracticables. Frente a este hecho, la Entente ha tenido que transigir. Se ha avenido con que Alemania juzgue a los cul­pables, sin renunciar al derecho que le acuer­da el Tratado, en el caso de que Alemania no acredite plenamente la lealtad de su intención de esclarecer responsabilidades y punir a los delincuentes.

La justicia alemana está, pues, sometida a prueba. Los aliados acusan ante ella a ochocien­tos noventa ciudadanos alemanes, muchos de ellos ilustres, entre los cuales figura el ex-Kom­prinz, el príncipe Reupprecht, de Baviera, Hin­denburg, Ludendorf, Von Tirpitz, Von Cluck, Von Mackensen. Los responsables son de cinco cla­ses: 1° responsables de la política del gobierno generadora de la guerra; 2° responsables de la ejecución de medidas militares; 3º responsables de la ejecución de medidas sin carácter militar; 4º responsables de atrocidades con los prisione­ros; y 5º responsables de los crímenes de la campaña submarina.

Alemania no ha creído digno consignar a los acusados en manos de sus vencedores. Los so­cialistas germanos, colocándose fuera de esta creencia, han sostenido que esa consignación sería un acto de valor moral, probatorio de que la Alemania de hoy no es solidaria con la Ale­mania de ayer. Pero han clamado en el desier­to. Alemania no ha escuchado más voz que la de su corazón.

Evidentemente, muy doloroso y muy amar­go habría sido para Alemania obedecer la estipu­lación del Tratado de Versailles. Cualesquiera que sean sus pecados, los hombres a quienes debía entregar son los hombres que han peleado por ella, son los generales de su ejército, son los personajes de su historia contemporá­nea. Pero, sin embargo, habría sido tal vez me­jor para ella que fuesen tribunales extranjeros y no sus propios tribunales quienes los juzguen.

El proceso judicial alemán será válido si los aliados lo aprueban. Será válido, por ende, si conduce al castigo de los culpables. Mas si no conduce a este castigo, las potencias aliadas lo desaprobarán, lo declararán nulo y demandarán nuevamente la aplicación integral del Tratado. Por consiguiente, nada se habrá avanzado en la solución del enredado problema.

Alemania se encuentra coercitivamente empu­jada a la severidad. Los jueces alemanes que van a decidir si, dentro de la actual organiza­ción del mundo, cabe la punición legal de los responsables de una guerra y sus desmanes, no pueden decidirlo negativamente si desean que su fallo sea acatado.

Los aliados no pueden contentarse con pe­nas morales. Ciertamente, las penas morales son las mayores para la jerarquía a que pertenecen acusados como Guillermo de Hohenzollern, co­mo Bettmana Holweg, como Hindenburg. Un gobernante, un estadista, un general no pueden sufrir pena más acerba que el ostracismo, que la derrota, que el fracaso. Pero estas penas son, ciertamente, también, susceptibles de amnistía y de olvido. Y aquí reside, precisamente, la preo­cupación de la Entente. La Entente teme, con fundamento, que los hombres de la Alemania imperialista vuelvan a ser dueños de los desti­nos de su pueblo.

El problema que deben resolver los jueces de Leipzig está planteado en estos términos. Unánimemente se reconoce que, dentro de un punto de vista estrictamente moral, los autores de una guerra deben ser castigados. Pero, a continuación de este punto de partida común, la opinión mundial se divide en dos bandos. Conforme a uno, la sanción de los delincuentes de la guerra máxima es una base indispensa­ble de la futura organización jurídica de la hu­manidad. Conforme al otro, existen, efectivamente, un derecho de gentes y un derecho in­ternacional violados por los alemanes; pero no existen aún jueces competentes para juzgar es­tas violaciones que no se han cometido por pri­mera vez en el mundo. Para castigar al indivi­duo que mata o que roba, hay una sociedad de individuos con tribunales y códigos penales pre­establecidos. Para castigar a los individuos que llevan a una nación a la matanza y al latroci­nio no hay una sociedad de pueblos preestablecida ni hay tribunales ni códigos penales análo­gos. Además, no están en causa tan sólo los autores de crímenes vulgares: fusilamientos, sa­queos, extorsiones contra las poblaciones civiles. Están en causa, asimismo, los gestores de la política que antecedió a la guerra. Y la puni­ción legal de éstos sería totalmente lógica den­tro de una sociedad de pueblos que tuviera proscrita la guerra; pero no dentro de una so­ciedad de pueblos que deja a cada uno de sus miembros el derecho a conservar su aptitud béli­ca que es, en buena cuenta, el derecho a la guerra.

Para los aliados, el juzgamiento de los alemanes delincuentes por la Corte de Leipzig es conveniente por altas razones políticas. En primer lugar, los exonera de humillar a Alemania, imponiéndole la obediencia a una cláusula dura del tratado de paz cuya ejecución aumentaría en ella los gérmenes de un revanchismo apasio­nado y romántico. En segundo lugar, los libra de convertir en héroes y mártires, ante los ojos de los alemanes, a sus principales acusados. Su sentencia por un tribunal aliado despertaría en favor de los estadistas y generales de guerra —que actualmente son mirados, en su mayor parte, con indiferencia si no con rencor—, una reacción sentimental del pueblo alemán. Una sentencia de la Corte de Leipzig produciría efec­tos diametralmente opuestos. Eliminaría todo peligro de que los Hindenburg o los Baviera re­sulten más tarde los empresarios de una re­surrección imperialista.

El gobierno francés, con todo, no ha sido partidario de la transacción, a pesar del carácter condicional de ésta. Han sido los gobiernos británico e italiano quienes la han patrocinado. Y, en la imposibilidad de atraerlos a su tesis, Mi­llerand ha tenido que adherirse a la de Lloyd George y Nitti.

El caso del ex-Kaiser no está, como se sabe, confundido con los demás casos de responsa­bilidad. La Entente lo considera y lo trata por cuerda separada. No es con Alemania sino con Holanda con quien lo discute. Esto, naturalmen­te, hace más complicada la gestión respectiva. La Entente no puede usar con Holanda un to­no exigente porque Holanda no tiene, como Ale­mania, ningún tratado ni ningún compromiso que respetar.

Con muy buenas maneras y muy sagaces palabras, Holanda se niega rotundamente a conceder la extradición del prófugo acogido a su hospitalidad. La Entente acaba de insistir en su petición, recordando a Holanda los altos intere­ses de la tranquilidad europea que reclaman el aislamiento del ex-Kaiser, sobre cuya conduc­ta, como gobernante de Alemania y causante de la guerra, Holanda calla su opinión.

Se aguarda que este segundo requerimiento tenga mejor suerte que el primero. Entre otras cosas, porque en él la Entente se muestra incli­nada a una solución conciliadora del problema. Los aliados comprenden que Holanda no consentirá la extradición del ex-Kaiser. Se contentarían, por esto, con que Holanda lo internase en una de sus colonias. La internación sería suficiente para ellos. Porque no los mueve, respecto del ex-Kaiser, un implacable propósito de castigo sino una previsión cauta del peligro de que Gui­llermo conspire por enseñorearse otra vez en Alemania. Peligro que, por ahora, no es muy serio, pero que mañana, —cuando alrededor del hoy solitario castellano comiencen a reunirse los descontentos de la República de Ebert—, puede serlo en demasía.

 

 


NOTA:

1 Fechado en Roma, 17 de febrero de 1920; publicado en El Tiempo, Lima, 14 de julio de 1920.