OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

EL ALMA MATINAL

    

     

INTERPRETACION DE ROMA1

I

En la Ciudad Eterna, con su Baedecker en la mano, el peregrino busca a Roma. Como Hipóli­to Taine, nuestro peregrino visita primero el Coliseo, luego San Pedro, después el Foro. En su ruta encuentra cosas que Taine no encontró. El monumento a Víctor Manuel. El Palacio de Jus­ticia. Estas cosas que presumen de grandes, no existían en los tiempos de Taine. Y nuestro pe­regrino, que no es un hombre vulgar, a pesar de que pasea por la Ciudad Eterna con su Bae­decker en la mano, no querría que existiesen tampoco ahora. Este monumento y este palacio tienen un aire de nuevos ricos. Su toilette bur­guesa no es del gusto de nuestro peregrino. Y, sobre todo, este monumento y este palacio com­plican demasiado el panorama y el espíritu de la Ciudad Eterna. El peregrino los desearía más simples. Es un hombre que ha leído a Goethe, a Stendhal, a Taine. (Ha leído también a Ma­dame Stael, aunque no acostumbre recordarlo). Y le contraría que, por culpa de un monumento y de un palacio nuevo, las impresiones de Goe­the, de Stendhal y de Taine no pueden ser ya total y absolutamente válidas para un viajero un poco romántico. El peregrino, algo desencan­tado, renuncia entonces a buscar a Roma en esta urbe un poco vieja y un poco nueva, por cuya calzada rueda desacompasadamente su vettura.

II

Este viaje en vettura no sería sin embargo infructuoso. El peregrino acabará por comprender que su Roma —Roma Una— no existe. Pero que, en cambio, existen tres Romas: la Roma de los Césares, la de los Papas y la Roma de Víc­tor Manuel. (La Roma de Remo y Rómulo está demasiado lejana, demasiado borrada. No ha existido tal vez nunca. Pertenece a la pre-histo­ria, a la mitología). Después de Stendhal, de Goethe y de Taine, ha nacido una Roma nueva. Esta Roma de Víctor Manuel y del Risorgimen­to —garibaldina, liberal y masónica en su ori­gen— es aun muy joven, muy incipiente, muy in­forme. Pero domina oficialmente la Ciudad Eterna. La gobierna políticamente. Se llama la Terza Roma.

Nuestro peregrino aprenderá, a costa de algu­nas ilusiones y de algunas liras, que en la Ciu­dad Eterna hay tres ciudades superpuestas. , Tres ciudades que no logran mezclarse, que no logran fundirse en una sola, no obstante que el tiempo ha entreverado tanto sus elementos. La ciudad papal se halla poblada de vestigios de la ciudad pagana. Los templos católicos contienen muchas columnas, muchos frisos, muchos mármoles, de los templos paganos. Sin embargo, se siente que uno y otro estilo, que una y otra época, no con­siguen identificarse y fusionarse. En la Ciudad Eterna se distinguen siempre diversas ciudades, como en un corte geológico se distinguen neta­mente diversos terrenos.

III

Pero la Roma que predomina todavía, en el plano y en el estilo de la Ciudad Eterna, es la misma que constataron Goethe, Stendhal y Taine. (Es probable que nuestro peregrino —a quien el lector y yo abandonaremos desde este instante en su peripecia— se regocije y se satisfaga de esta constatación. Dejémoslo explorar, por su cuenta y a su guisa, el misterio de la unidad y de la trinidad de la Ciudad Eterna).

La coexistencia de tres Romas resulta, en el fondo, ficticia. La Roma del Imperio es, desde hace mucho tiempo, una cosa muerta. La Roma de Víctor Manuel es —malgrado su presuntuoso monumento— una cosa larvada. Entre una y otra, ocupa hasta ahora el mayor puesto, un poco derrotada, un poco decaída, pero viviente aún, la Roma del Papado. La Roma del Papado tiene sobre la Roma del Risorgimento la ventaja de haber realizado su personalidad plenamente. Le pertenece, por ende, la mayoría de los monumentos y de las piedras. Su realidad, es para el viajero, para el turista, más sensible que la realidad de la Roma del Risorgimento. 

La Roma de los Papas desciende legítimamente de la Roma de los Césares. Esto es muy cierto. El sentimiento asiático, oriental, del primitivo cristianismo no conservó en Roma su pureza sino durante el período de las catacumbas. Luego, se confundió y se consubstanció con el sentimiento pagano. Pero entre una ciudad y otra se siente límites muy marcados y muy presentes. En la Roma papal renacieron muchos elementos, muchos matices de la Roma pagana. Más renacieron con una nueva ánima, en una nueva edad. La Roma papal se construyó sobre las ruinas de la Roma pagana. No hubo continuidad de una ciudad a otra. El renacimiento no habría podido enlazar fuertemente el estilo de la Roma pagana con el estilo de la Roma papal. La falta de monumentos góticos que señala la historia del Medio Evo facilitaba en Roma la unificación. Por muy complejas razones, el Renacimiento no quiso, empero, cumplir esta función. El estilo renacentista se convirtió muy pronto en Roma en el estilo barroco. Perdió rápidamente su mesura clásica, su serenidad greco-latina. El Papado edificó una ciudad barroca.

Entre la Roma papal y la Terza Roma los límites no están tan demarcados. La Terza Roma no ha destruido a la Roma papal. Ha crecido a su flanco. No ha pretendido reemplazarla en la historia. Se ha conformado con sustituirla en la política. La ha dejado intacta. Ha querido vivir en buenas relaciones de vecindad con el Papado. La Terza Roma, por ende, se deja sentir muy poco. La Monarquía de los Saboya no tiene una casa propia. Se alberga en el Quirinal, en un palacio barroco de los Papas. Todo esto se explica muy bien. El catolicismo fue un fenómeno ecuménico, un movimiento humano. El Risorgimento, en tanto, ha sido un fenómeno local, un movimiento italiano. Ha representado un ideal burgués, un ideal nacional del siglo diecinueve. Es lógico, pues, que la Roma del Risorgimento no se afirme con la misma potencia que la Roma del catolicismo. Es lógico que carezca de su fuerza destructiva. La Monarquía de Saboya no ha podido cambiar el espíritu del Quirinal. Parece, más bien, que el ambiente barroco y pontificio del Quirinal ha modificado el espíritu masónico de la monarquía de Saboya. La historia contemporánea de Italia nos ofrece numerosas señales de esta adaptación de la Terza Roma al ambiente del Quirinal y del borgho. Tres hechos elocuentes se eslabonan en esta dirección en la política post-bélica: la colaboración de los católicos como partido político, en el gobierno de Italia. La abdicación de la democracia liberal, ante el fascismo antiliberal y antidemocrático. El restablecimiento, por el fascismo, de la influencia de la Iglesia en la enseñanza.

El Papado, prisionero en el Vaticano, no es un vencido 1clel Quirinal. No lo ha sido nunca, ni ha perdido su poder espiritual. Ha hecho concesiones más bien aparentes que reales al espíritu de la época. Presentemente, recupera muchas posiciones abandonadas en el decurso de medio siglo demo-masónico. El fascismo se declara filo-católico. Mussolini mira en la Iglesia una fuerza de difusión de la italianidad en el mundo. La ideología imperialista y reaccionaria del fascismo encuentra en la Iglesia un instrumento adecuado a sus fines.

La historia de la política explica el panorama de la Ciudad Eterna mejor que la historia del arte. Las piedras de Roma no tienen origen puramente estético. (Mientras su cerebro no se acomode a esta visión de la realidad, el peregrino deambulará desorientado, sin brújula, por el borgho tortuoso).

En la Ciudad Eterna hay tres ciudades superpuestas; pero hay una que predomina: la ciudad papal. La Roma de la civilización romana no es sino un resto arqueológico. Y la Terza Roma no es, hasta ahora, sino una expresión política.

 

 


NOTAS:

1 Publicado en Mundial: Lima, 26 de Junio de 1925.