OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

EL ARTISTA Y LA EPOCA

  

  

GEORGE BRANDES1

 

Casi simultáneamente nos llegan los ecos de dos funerales europeos: el de George Brandes y el de Rainer María Rilke. Los dos, el crítico danés y el poeta alemán, pertenecían a la estirpe, cara a Goethe y a Nietzsche de los buenos europeos. George Brandes, sobre todo, puso su mayor empeño en adquirir y merecer este título. El estudio de la obra de Ibsen, que fue uno de los primeros en explicar a Europa, le reveló lo difícil que es para un escritor superar la barrera del idioma, cuando éste no es un idioma muy difundido. Brandes resolvió escapar a esas barreras, escribiendo en alemán. Dominaba el alemán, el francés y el inglés como su lengua propia. Del francés decía que sería siempre para él la lengua de los artistas y de los hombres libres. Protestó siempre contra las limitaciones de todo nacionalismo.

No se le define, sin embargo, cuando se le llama internacionalista. Más que internacionalista, era antes un europeísta. El internacionalismo del siglo diecinueve —y Brandes se sintió siempre un hijo de su siglo— tuvo sus fronteras, que si no fueron, precisamente, las de un continente, fueron las de una raza: la raza blanca. Lo que descubrió ese siglo no fue la solidaridad de todos los pueblos, sino la solidaridad de los pueblos blancos. El sello occidental o blanco del internacionalismo de esos tiempos está impreso hasta en la práctica de las internacionales obreras.

Judío, Brandes procedía de una raza que parece predestinada para empresas universales y ecuménicas y a la que los nacionalismos europeos miran con encono por esta aptitud o destino. Pero Brandes se mantuvo a cierta distancia de mesianismos mundiales. Estaba demasiado enamorado de Occidente y, más que de Occidente, de Europa, para qué lo atrajeran dormidas culturas y aletargadas razas.

Los rasgos esenciales de George Brandes son su individualismo y su racionalismo. Bajo este aspecto, fue también un hijo de su siglo. No entendió nunca al demos, ni amó jamás a la masa. El culto de los héroes ocupó perenne y ardientemente su espíritu. Le tocó, sin embargo, pensar y obrar como un representante de un siglo de democracia burguesa y liberal. Pero no aceptó el título de demócrata, sin vacilaciones y sin escrúpulos, provenientes de su convicción de que ninguna gran idea, ninguna gran iniciativa había emanado nunca de la masa. «El gran hombre —afirmaba— no es el resumen de la civilización ya existente; es la fuente y el origen de un estado nuevo de civilización». Por esto prefería titularse radical. Su famoso estudio sobre Nietzsche, de quien fue grande y devoto amigo, se subtitulaba "ensayo sobre el aristocratismo radical".

Por su individualismo y por su racionalismo, George Brandes, no podía amar este siglo, contra el cual empezó a malhumorarse desde la propagación de la filosofía bergsoniana. En una entrevista con Frederic Lefébre, de hace dos años, recordaba él mismo una frase suya, pronunciada dos años atrás en una conferencia en Londres: «La intuición, he aquí una cualidad que hay que dejar a las admiradoras de Mr. Bergson». Su racionalismo ochocentista, reaccionaba agriamente contra toda tentativa de disminuir el imperio de la razón. El freudismo era una de las corrientes de este siglo que más le disgustaba. No obstante el vínculo racial del judaísmo —que juntó sus nombres en el comité de dirección de La Reinas Juive2— Brandes trataba con pocas consideraciones a Freud, cuyas teorías calificó una vez de "fantasías obscenas e inhumanas". Así como la intuición debía ser dejada a las admiradoras de Bergson, el psicoanálisis debía abandonarse a sus cultivadores de América. Para Brandes el hombre de pensamiento más grande de hoy era, sin disputa, Einstein. ¿Por qué? No es difícil adivinarlo. Porque en Einstein reconocía, ante todo, un representante del racionalismo. Todas sus conclusiones —de­cía— son verificables.

George Brandes no podía absolutamente, com­prender esta época, que repudiaba en bloque. Su criticismo ochocentista, descendiente en par­te del de Renán —sobre quien escribió fervoro­sas e inteligentes páginas, en sus buenos tiem­pos— se había tomado en pesimismo negativo, no menos radical que su antiguo aristocratismo. El bolchevismo y el fascismo eran para Brandes fenómenos totalmente ininteligibles. El naufra­gio de sus viejos y caros ideales le hacía pensar que no quedaban más ideales en el mundo ni en Europa. Al periodista norteamericano Clair Price, que lo entrevistó poco antes de su muer­te, le confesó todo su desencanto, más que cre­puscular, apocalíptico. «¡Europa! ¿Existe aún la idea de Europa?». Brandes no hablaba como si con él se acabara una época, sino como si con él se acabara Europa.

No hay que sorprenderse, pues, de que, los intelectuales de hoy lo mirasen como un sobre­viviente del siglo XIX. Extremando este juicio, o asimilándolo al del propio Brandes, Clair Price lo llamaba «un europeo que ha sobrevivido a Europa». Otros escritores contemporáneos, más distantes de su espíritu y de su mentalidad —por­que repudian por herético, cuando no por estú­pico, el siglo diecinueve— le dedicarán sin du­da un duro epitafio. En su Dizionario dell'uomo salvatico3, Giovanni Papini le ha puesto ya uno acérrimo: «Judío envenenador de los espíritus escandinavos del fin del siglo XIX. Pareció a los hiperbóreos la síntesis trinitaria de Voltaire-Taine-Heine. Hizo carrera como revelador y apóstol de Ibsen, Nietzsche, Strindberg, etc., pero no consiguió jamás descubrirse a sí mismo y los últimos apóstoles de su gloria danesa lo han dejado reblandecer solo».

Papini cometía la más grave injusticia, en este juicio sumario, al confinar la figura y la obra de Brandes dentro de los confines de Dina­marca. Desterrado en su juventud de su país, donde su radicalismo chocaba con los residuos del fariseísmo conservador, en su vejez le ha faltado también a la gloria de Brandes la rati­ficación de la mayoría de los suyos. Nacionalis­tas y revolucionarios lo declaran distante y ex­traño a ellos.

Pero el nombre de Brandes queda, de toda suerte, inscrito honrosamente en el escalafón in­telectual del siglo diecinueve. Su obra capital, seis volúmenes sobre las grandes corrientes de ese siglo —aunque no abarcan, propiamente, sino su primera mitad— le asegura un puesto de ho­nor en su tiempo. Y tiene, además, Brandes un mérito que nadie puede contestarle: su intran­sigente y apasionada fidelidad a sus ideales en esta época en que, ante la novedad reaccionaria, abdican tantos viejos representantes del pensa­miento demo-burgués, ese mérito, hace particu­larmente respetable la figura de Brandes, el "buen europeo" que no quiso jamás renegar de este título.

 


NOTAS:

1 Publicado en Variedades: Lima, 26 de marzo de 1927.

2 La Revista Judía.

3 Diccionario del hombre salvaje.