OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

EL ARTISTA Y LA EPOCA

 

 

POPULISMO LITERARIO Y ESTABILIZACION CAPITALISTA1

 

No es raro que en un período de estabilización y de poincarismo —el ministerio de Tardieu, como lo remarcan sus más exactos críticos, no reniega absolutamente del espíritu proincarista sino lo continúa, insertando en él su técnica policial— aparezca en la literatura francesa una corriente una moda como el populismo,2 igualmente distante del esteticismo ultradecadente y de la desesperanza nihilista y anárquica. El populismo cuenta, para asegurar una buena cotización en la bolsa literaria, con la cooperación de ostensibles factores psicológicos y políticos. La descripción naturalista del tendero, del conserje, del pequeño empleado, del artesano, del obrero mismo, observado en apresuradas visitas a los suburbios en las horas más torrentosas del metro,3 recobra su rol en la literatura de la Tercera República.

Un movimiento que reconoce su mentor en Mr. André Thérive, sucesor de M. Paul Souday en la crítica literaria de Le Temps, no podría ciertamente asignarse ninguna función renovadora, social ni políticamente. El populismo proclama su agnosticismo, su neutralidad política. Pretende coincidir con la literatura revolucionaria de Rusia y Alemania en el realismo y la objetividad. Juega al alza de estos valores, en un instante en que se presiente la baja de los que deciden la moda de las novelas de Giraudoux o Morand.

¿Por qué, entonces, Agustín Hamaru en Monde4 declara más importante el acta bautismal del populismo que el manifiesto en que André Breton hace, en el último número de La Révolution Surréaliste, el balance de la experiencia suprarrealista? Habaru admite que «el populismo es un pobre feto cuyo frasco ocupará en los anaqueles de la historia literaria menos sitio que la bola de vidrio suprarrealista». Dadá y el Suprarrealismo, prolongando en un período de derrumbamiento y de caos la literatura de análisis psicológico, han sido manifestaciones fuertemente representativas de una época. La perezosa fórmula: pintar el pueblo no ofrece hoy día nada de parecido. Definiendo el espíritu del populismo, Habaru agrega: «André Thérive que ha hecho un loable esfuerzo por aproximarse al alma de los pequeños empleados, busca la vida del pueblo en la plataforma de los autobuses. Hace el efecto de un turista de la Agencia Cook5 en busca de las curiosidades de Belleville. Las altas esferas y los bajos fondos de la sociedad son asuntos devastados por el tráfico de veinte años de literatura. Se busca otra cosa en las regiones pobladas de pequeñas gentes. Otra cosa, es decir, otros temas de literatura».

Frente a una tentativa, o mejor frente a una especulación, de este género, la crítica revolucionaria no puede asumir sino una actitud de inexorable repudio. Excesivo y ultraísta, el suprarrealismo es una fuerza revolucionaria que exige y merece una evaluación bien distinta. Aceptando la validez del marxismo en el plano social y político, ha hecho el más honrado esfuerzo por imponerse, contra su impulso centrífugo y anárquico, una disciplina en la lucha contra el orden capitalista. El populismo, en tanto, no es sino la más especiosa maniobra por reconciliar las letras burguesas con una cuantiosa clientela de pequeñas gentes, con un ingente público que les habría enajenado el empleo exclusivo de los poncifs6 de trasguerra, el apogeo indefinido de las modas post-proustianas y post-gidianas.

La demagogia es el peor enemigo de la revolución, lo mismo en la política que en la literatura. El populismo es esencialmente demagógico. La novela y la crítica burguesas sienten en Francia que a las grandes masas de lectores del demos indiferenciado, mitad conservador, mitad frondeur,7 no les quedarían en breve plazo más obras prestigiosas que las de Zola, si la literatura se obstinara en seguir las huellas de los maestros del psicoanálisis moroso y de la prosa preciosista. De aquí nace la decisión de fomentar la producción en gran escala de novelas que, reclamándose precisamente de Zola, abastezcan al pueblo de una literatura que se adapte a sus gustos e indague con simpatía sus sentimientos. Sería sumamente peligroso para los intereses electorales y literarios de la burguesía francesa, que concluyesen por acaparar a este público, desalojando al mismo Zola, las novelas de la revolución rusa. Se traza el plan de una literatura populista exactamente como se trazaría un plan manufacturero, al abrigo de tarifas proteccionistas y atendiendo a la demanda y a las necesidades del mercado interno. El populismo se presenta, de este lado, en estricta correspondencia con la política de estabilización del franco. No es sino un aspecto de la reorganización de la economía francesa, dentro de los prudentes principios poincaristas. Para la burguesía, subconscientemente o conscientemente, la novela no es sino una rama de la industria, un sector de la producción. Por cierto relajamiento de la organización industrial, se estaba produciendo casi únicamente una novela de lujo. La novela popular era  abandonada a los autores revolucionarios o fabricados con viejos moldes, con gastadas matrices. Hay que prevenir la pérdida de una parte del mercado lanzando una nueva manufactura, que tenga en cuenta la evolución del gusto y las necesidades de los consumidores.

No es a causa de un honesto retorno a la objetividad y al realismo que surge el populismo. Entenderlo así, sería caer voluntaria o distraídamente en un engaño. El populismo se caracteriza íntegramente como un retorno a uno de los más viejos procedimientos de la literatura burguesa. Un crítico de Le Temps no podría amparar otra cosa. Ninguna tolerancia, ninguna esperanza son, por ende, concebibles respecto a este movimiento.

Nos interesa la sinceridad, la desnudez de la literatura burguesa. Más aún, nos interesa su cinismo. Que nos haga conocer toda la perplejidad, todos los desfallecimientos, todos los deliquios del espíritu burgués. Social o históricamente, nos importará siempre más una página de Próust y de Gide, que todos los volúmenes de los varios Thérive del populismo y del Temps. Artística, estéticamente, la única posibilidad de perduración de esta literatura está en la más rigurosa —y escandalosa—, sinceridad. Sobre la mesa de trabajo del crítico revolucionario, independientemente de toda consideración jerárquica, un libro de Joyce8 será en todo instante un documento más valioso que el de cualquier neo-Zola.

Zola, el viejo, el grande, fue como ya he escrito, la sublimación de la pequeña burguesía. Pequeño-burguesa, pero con los más despreciables estigmas de degeneración y utilitarismo, es toda especulación populista en la literatura y en la política contemporáneas.

Ernest Glaesser —el autor de Los que teníamos doce años, que a todos los que consideramos y entendemos la época desde el mismo ángulo social, nos merece sin duda más atención que M. André Thérive—, nos habla del hombre sin clase y lo define así: «El hombre que, a causa de la guerra, ha perdido su fe en las ideas de su educación, el hombre que no cree ya en ninguna fórmula; el hombre que en vano ha combatido un día por ideales; el hombre que, por esto, no se entrega más a un programa, a una teoría del universo; que se mantiene conscientemente alejado de toda interpretación de la vida. Los partidos llaman a estos hombres la gran masa de los abstencionistas; nosotros los llamamos la gran masa de los desesperados. Es este el tipo de hombre que importa hoy, pues se cuenta por millones. Es el gran enigma en el pueblo; constituye una gran capa anárquica a la que nada protege, ni doctrina universal ni programa; es inestable, es la materia prima de nuestro tiempo». Cuando intenta precisar la clasificación social de esta capa, Glaesser no sabe decirnos sino que se encuentra entre el proletariado y la pequeña burguesía. Aun aceptando la existencia de una cantidad innumerable de declassés,9 el estrato en que piensa Glaesser no es otro que la pequeña burguesía misma. Glaesser quiere que el arte traduzca al hombre sin clase, pero no según el método naturalista de descripción de una variedad de un género social, sino como introspección en lo más patético e individual de su drama de hombre sin esperanza, de alma centrífuga y sin meta. Y los libros en que piensa Glaesser, a propósito de esta tarea actual del arte, no son, por cierto, las mediocres especulaciones neo-naturalistas, sino el Ulysses de Joyce y el Berlín Alexanderplatz10 de Doeblin. Aquí, la intención es otra. Glaesser exagera el valor cualitativo y cuantitativo del hombre sin clase. Su esperanza —mesiánica, utopista— se alimenta de desesperanzas. Pero Glaesser, en esta empresa, toma posición neta y categórica contra el orden social reinante. Y asigna al arte la función, no de mantener en la pequeña burguesía la afición a la pintura naturalista de sus costumbres, sino de excitarla desesperada al combate, con el espectáculo tremendo de su soledad y de su vacío.

 


NOTAS:

1 Publicado en Amauta: Nº 28, pp. 6-9; Lima, Entero de 1930. En Variedades: Lima, 12 de febrero de 1930. Y reproducido en Hora del Hombre: Nº 9, pp. 20-22. Lima, Abril de 1944.

2 Del italiano popolo, pueblo, es una tendencia política e ideológica que toma las aspiraciones del pueblo como elemento básico de su acción.

3 Ferrocarril subterráneo que atraviesa París.

4 Nombre de la revista que dirigía en París Henri Barbusse. Ver el ensayo que, sobre la significación de este hebdomadario escribe José Carlos Mariátegui en Signos y Obras.

5 Agencia mundial que organiza viajes turísticos.

6 Suspensos.

7 De la fronda.

8 José Carlos Mariátegui expuso su estimación de James Joyce en un ensayo, que puede leerse en El Alma Matinal y Otras Estaciones del Hombre de Hoy.

9 Situado fuera de toda clase social, desclasado.

10 Plaza Alejandro en Berlín.