OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

EL ARTISTA Y LA EPOCA

  

  

PROLOGO

 

SEVERA y penetrante es la actitud que José Carlos Mariátegui asume frente a los problemas de la creación, cuando se propone examinar las influencias que entre sí cambian EL ARTISTA Y LA EPOCA. Claramente sugiere la definición de la obra artística como fruto de una tradición y una realidad, o como entidad que logra sus relieves al calor de una coyuntura histórica. E induce a reconocer como vanos cuantos esfuerzos se apli­quen a evitar toda proyección temporal en el arte, y a suponer que sus expresiones pueden tener ori­gen en una pura combinación de formas o pala­bras. Todo artista es hijo de su tiempo; es el intérprete de inquietudes y expectativas que la vida le impone; y aun la soledad que intente for­jarse, o su ensimismamiento, constituyen testimo­nios de sus conflictos personales. De manera que el crítico adopta una fecunda actitud, al dirigir su análisis hacia las relaciones entre EL ARTISTA Y LA EPOCA, pues, atendiendo a las circunstancias bio­gráficas y las incitaciones del contorno, ha de esclarecer los valores de la creación. La obra de arte es el objeto de su estudio; y cuando escru­ta cómo se revelan en ella el hombre y el medio, lo hace para captar su trascendencia, el origen y la proyección de su mensaje. No se limitará a los horizontes de una explicación sociológica, una ubicación histórica, o una divulgación anecdótica; ni habrá de satisfacerse con la especiosa identi­ficación de algunos recursos estilísticos o la glosa de su contenido ideológico; porque mira la creación como un aliento vital, y sólo a través de la concertada unidad de la vida hallará la explicación eficiente de su apariencia y su íntimo temblor.

Con la amplitud y la solvencia debidas a tal punto de vista, José Carlos Mariátegui formula juicios severos, agudos, novedosos y diáfanos, en torno a las más diversas y opuestas modalidades del arte actual; y logra felices revisiones de los criterios ya establecidos en lo tocante al arte clásico. Desautoriza a quienes admiten que la poesía de Jorge Manrique es nostalgiosa y pasadista, y polémicamente sostiene que se la debe considerar futurista; porque le parece superficial atender solamente al aserto según el cual "cualquiera tiempo pasado fue mejor", y hace notar que el poeta subordina ese concepto a su parecer, informado por la mística medioeval y amorosamente enderezado a la inmortalidad. O anuncia que en la poesía contemporánea ha reconocido "tres líneas, tres especies, tres estirpes... que superan todos los límites de escuela y estilo", a saber, "épica revolucionaria, disparate absoluto, lirismo puro". Y así denota que su interés no es unilateral, ni exclusivista; que no se halla sujeto a dogmas, ni se adapta a fórmulas estereotipadas; que se rige por la observación serena y directa del hecho artístico o literario, y busca su significación humana, su relación con el fluido curso de la vida.

Lógicamente, descubre un recio ligamen entre la intensidad de la vida y la obra del artista o el escritor; pues, así como las flores de invernadero languidecen y se opacan al ser extraídas de su ambiente, las creaciones estéticas no lucen brillos perennes cuando sólo se nutren del egotismo o apenas realizan habilidosos escarceos. "El artista que no siente las agitaciones, las inquietudes, las ansias de su pueblo y de su época, es un artista de sensibilidad mediocre, de comprensión anémica". Su ideología "no puede salir de las asambleas de estetas; tiene que ser una ideología plena de vida, de emoción, de humanidad y de verdad; no una concepción artificial, literaria y falsa". Pero aún podemos añadir que estos activos identifican al artista con el destino de se pueblo, lo compelen a expresar esperanzas y zozobras de sus gentes, y ganan para su obra la permanencia que le franquea la comprensiva simpatía de cuantos viven en ella. Por eso "el grande artista no fue nunca apolítico", no fue nunca un ente vegetativo y conformista. Por eso "el arte es esencial y eternamente heterodoxo".

El propio losé Carlos Mariátegui es un heterodoxo en materia artística, pues no considera operante la exclusiva adopción de las pautas de una escuela, ni acepta la validez permanente de ningún dogma estético. Y, atento a la dilatada perspectiva de los tiempos, advierte que "la herejía (artística) de hoy es casi seguramente el dogma de mañana, susceptible de ser negado a su vez por otros artistas a quienes animé el afán de renovar los medios de la creación. Pero no se crea que basta adoptar una actitud herética, o una expresión de inconformidad con los moldes y las orientaciones en boga; que basta iniciar una búsqueda de recursos ignorados, o ensayar un nuevo equilibrio de los elementos formales; no basta que la obra artística o literaria emerja como una voluntariosa afirmación de individualidad, para que se proyecte hacia el futuro. Una verdadera "herejía" artística obedece siempre a una coyuntura histórica; se nutre de los ideales porveniristas que alienta el público del artista; y expresa, o tácitamente supone, un voto contra las circunstancias del presente. Las iniciativas personales son respetables como anhelo de originalidad; pero en esencia pueden ser tomadas como un alarde de maestría en la utilización de los secretos del quehacer literario o artístico; y sólo representan la descomposición. "El arte ha perdido ante todo su unidad esencial; cada uno de su principios, cada uno de sus elementos ha reivindicado su autonomía; las escuelas se multiplican hasta lo infinito, porque no operan sino fuerzas centrífugas; pero esta anarquía, en la cual muere, irreparablemente escindido y disgregado el espíritu del arte bur­gués, preludia y prepara un orden nuevo... ais­ladamente, cada movimiento no trae una fórmula, pero todos concurren a su elaboración". Es claro, pues, que la "herejía" ha de convertirse en "dog­ma" cuando su ideología y su medios interpreta­tivos corresponden a precisas aspiraciones colecti­vas, e inspiran una general identificación con sus valores; o, mejor dicho, cuando compromete a se­guidores que truecan la tendencia en movimiento, y luego confieren a éste la jerarquía de escuela.

La negación de un "dogma" artístico o literario, considerada desde un punto de vista formal, pro­viene siempre de la repetición y la monotonía. Pero, en verdad, se percibe ésta cuando se ha mo­dificado la coyuntura histórica a cuya sombra nació ese "dogma", y sus ideales no coinciden ya con los requerimientos del hombre, ni impresio­nan su sensibilidad. Y muy justamente lo destaca José Carlos Mariátegui, en cuanto anota cómo ha devenido inoperante la servil objetividad del rea­lismo ochocentista: "La orientación naturalista y objetivista no ha tenido un largo dominio sobre el Arte; ha pretendido mantener en un injusto os­tracismo a la Fantasía y obligar a los artistas a buscar sus modelos y sus temas sólo en la Natu­raleza y en la Vida, tales como las perciben sus sentidos; el realismo ha empobrecido así a la Na­turaleza y a la Vida; por lo menos ha hecho que los hombres las declaren limitadas, monótonas y aburridas, y las desalojen, finalmente, de sus alta­res, para restaurar en ellos a la Fantasía". La cons­tatación es cabal. Pero al crítico no le satisface constreñirse a un simple registro de los hechos, y ha de esbozar una explicación que escrute en sus causas y sus relaciones: "Lo verdadero es que la ficción y la realidad se modifican recíprocamente; el arte se nutre de la vida y la vida se nutre del arte; es .absurdo intentar incomunicarlos y ais­larlos; el arte no es acaso sino un síntoma de ple­nitud de la vida". Y la conclusión brota, espontá­nea y enfática: "Un balance exclusivamente nega­tivo y pasivo de la escuela realista sería incom­pleto e injusto". Pero debe entenderse que José Carlos Mariátegui concibe la "fantasía" como una facultad que permite al artista anticiparse a la renovación de la vida, le infunde una especial ap­titud para intuir la progresión de los elementos que en ella germinan, y aún lo induce a preparar el advenimiento de sus nuevas fases. "La fantasía, cuando no nos acerca a la realidad, nos sirve bien poco... no tiene valor sino cuando crea algo real". Y, con mayor nitidez aún: "Lo que anar­quiza (la literatura moderna) no es la fantasía en sí misma... la raíz de su mal no hay que bus­carla en su exceso de ficciones, sino en la falta de una gran ficción que pueda ser su mito y su estrella". Toma la fantasía como símbolo de las fuerzas creadoras, y la mera objetividad realista como símbolo de la contemplación estática; y así logra impresionar la tímida sensibilidad de su personal audiencia, y llevar su audacia porveniris­ta hacia las mentes adormecidas por una cómoda y rutinaria visión de los problemas literarios, ar­tísticos y sociales.

Si se medita cuánto dejó implícito en sus for­mulaciones, cómo hubo de ajustar su expresión a los convencionalismos y las afinidades de su tiem­po, cómo hubo de apelar a enfocamientos indirectos para llegar sin hesitaciones a la enunciación de sus juicios, cómo se esforzó por vencer los re­chazos que su posición humana suscitaba y por evitar la prevención de los timoratos, se compren­derá que José Carlos Mariátegui veía hondamente las complejas motivaciones que afloran en la lite­ratura y el arte. Sus ensayos sobre EL ARTISTA Y LA EPOCA integran una valiosa guía para la justa estimación de los valores que realiza la creación. Principios teóricos y procedimientos técnicos, actitudes y escuelas, escritores y artistas desfilan en sus páginas con animada exactitud; y el lector re­conoce cómo asoman en ellos las influencias de la tradición y la esperanza, de la sociedad y la per­sonalidad. Envuelven un diagnóstico y un pronós­tico.

ALBERTO TAURO.

Lima, 1959.