OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL I

   

  

LA LIBERTAD Y EL EGIPTO*

 

Despedida de algunos pueblos de Europa, la Libertad parece haber emigrado a los pueblos de Asia y de Africa. Renegada por una parte de los hombres blancos, parece haber encontrado nuevos discípulos en los hombres de color. El exilio y el viaje no son nuevos, no son insólitos en su vida. La pobre Libertad es, por naturaleza, un poco nómade, un poco vagabunda, un poco viajera. Está ya bastante vieja para los europeos. (Es la Libertad jacobina y democrática, la Libertad del gorro frigio, la Libertad de los derechos del hombre). Y hoy los europeos tienen otros amores. Los burgueses aman a la Reacción, su antigua rival, que reaparece armada del hacha de los lictores y un tanto modernizada, trucada, empolvada, con un tocado a la moda, de gusto italiano. Los obreros han desposado a la igualdad. Algunos políticos y capitanes de la burguesía osan afirmar que la Libertad ha muerto. "A la Dea Libertad —ha dicho Mussolini— la mataron los demagogos". La mayoría de la gente, en todo caso, la supone valetudinaria, achacosa, domesticada, deprimida. Sus propios escuderos actuales Herriot. Mac Donald, etc., se sienten un poco atraídos por la igualdad, la dea proletaria la nueva dea; y su último caballero, el Presidente Wilson, quiso imponerle una disciplina plesbiteriana y un léxico universitario completamente absurdos en una Libertad coqueta y entrada en años. 

Probablemente, lo que más que todo residente a la vieja dama es que los europeos no la consideren ya revolucionaria. El caso es que se propone, ostensiblemente, demostrarles que no es todavía estéril ni inocua. Una gran parte de la humanidad puede aún seguirla. Su seducción re­sulta vieja en Europa; pero no en los continentes que hasta ahora no la han poseído o que la han gozado incompletamente. Ahí la pobre divor­ciada encontrará fácilmente quien la despose. ¿No ha sido acaso, en su nombre, que las demo­cracias occidentales han combatido, en la gran guerra, contra la gente germana, nibelunga, im­perialista y bárbara? 

La Libertad jacobina y democrática no se equivoca. Es, en efecto, una Libertad vieja; pero en la guerra las democracias aliadas tuvie­ron que usarla, valorizarla y rejuvenecerla para agitar y emocionar al mundo contra Alemania. Wilson la llamaba la Nueva Libertad. Ella, mu­sa inagotable y clásica, inspiró los catorces puntos. Y más puntos les hubiera dado a los alia­dos si más puntos hubiesen necesitado éstos pa­ra vencer. Pero sólo catorce, todos variaciones. del mismo motivo, —libertad de los mares, libertad de las naciones, libertad de los Dardanelos, etc.— bastaron al presidente Wilson y a las democracias aliadas para ganar la guerra. La Libertad, después de alcanzar su máxima apoteosis retórica, comenzó entonces a tramontar. Las democracias aliadas pensaron que la Libertad, tan útil, tan buena en tiempos de guerra, resultaba excesiva e incómoda en tiempos de paz. En la conferencia de Versailles le dieron un asiento muy modesto y, luego, en el tratado intentaron degollarla, tras de algunas fórmulas equívocas y falaces. 

Pero la Libertad había huido ya a Egipto. Viajaba por el Africa, el Asia y parte de Améri­ca. Agitaba a los hindúes, a los persas, a los Turcos, a los árabes. Desterrada del mundo ca­pitalista, se alojaba en el mundo colonial. Su hermana menor, la igualdad, victoriosa en Ru­sia, la auxiliaba en esta campaña. Los hombres de color la aguardaban desde hacía mucho tiem­po. Y, ahora, la amaban apasionadamente. Maltratada en los mayores pueblos de Europa, la anciana Libertad volvía a sentirse, como en su juventud, aventurera, conspiradora, carbonaría, demagógica. 

Este es uno de los dramas de post-guerra. No sólo acontece que Asia y Africa, como dice Gorky, han perdido su antiguo, supersticioso respeto a la superioridad de Europa, a la civili­zación de Occidente. Sucede también que los asiáticos y los africanos han aprendido a usar las armas y los mitos de los europeos. No to­dos condenan místicamente, como Gandhi, la "satánica civilización europea". Todos, en cam­bio, adoptan el culto de la Libertad y muchos coquetean con el Socialismo. 

Inglaterra es, naturalmente, la nación más damnificada por esta agitación. Pero es, tam­bién, la que con más astutos medios defiende su imperio. A veces se desmanda en el uso de métodos marciales, crueles y sangrientos; pero vuelve, invariablemente, a sus métodos sagaces. La vía del compromiso es siempre su vía predi­lecta. Las colonias inglesas no se llaman hoy colonias; se llaman dominios. Inglaterra les ha concedido toda la autonomía compatible con la unidad imperial. Les ha consentido dejar el im­perio como vasallos para volver a él como aso­ciados. Mas no todas las colonias británicas se contentan con esta autonomía. El Egipto, por ejemplo, lucha esforzadamente por reconquistar su independencia. Y no la quiere relativa, apa­rente, condicionada. 

Hace más de cuarenta años que los ingleses se instalaron militarmente en tierra egipcia. Al­gunos años antes habían desembarcado ya en el Egipto sus funcionarios, su dinero y sus merca­derías. Inglaterra y Francia había impuesto en 1879 a los egipcios su control financiero. Luego, la insurrección de 1882 había sido aprovechada por Inglaterra para ocupar marcialmente el va­lle del Nilo. 

El Egipto siguió siendo, formalmente, un país tributario de Turquía; pero, prácticamente, se convirtió en una colonia británica. Los funciona­rios, las finanzas y los soldados británicos man­daban en su administración, su política y su economía. Cuando vino la guerra, los últimos vínculos formales del Egipto con Turquía quedaron cortados. El khedive fue depuesto. Lo reem­plazó un sultán nombrado por Inglaterra. Se inauguró un período de franco y marcial protec­torado británico. Conseguida la victoria, Ingla­terra negó al Egipto participación en la Paz. Zagloul Pachá debía haber representado a su pueblo en la conferencia; pero Inglaterra no aceptó la fastidiosa presencia de los delegados egipcios. Deportado a la isla de Malta, Zagloul Pa­chá debió guardar mejor coyuntura y mejores tiempos. El Egipto insurgió violentamente con­tra la Gran Bretaña. Los ingleses reprimieron duramente la insurrección. Mas comprendieron la urgencia de parlamentar con los egipcios. La crisis post-bélica desgarraba Europa. Los vence-dores se sentían menos arrogantes y orgullosos que en los días de embriaguez del armisticio. Una misión de funcionarios británicos desembar­có en diciembre de 1919 en el Egipto para es­tudiar las condiciones de una autonomía com­patible con los intereses imperiales. El pueblo egipcio la boycoteó y la aisló. Pero, algunos me­ses después, llamados a Londres, los represen­tantes del nacionalismo egipcio debatieron con el gobierno británico las bases de un convenio. 

Las negociaciones fracasaron. Inglaterra quería conservar el Egipto bajo su control militar. Sus condiciones de paz eran inconciliables con las reivindicaciones egipcias. 

Gobernaban entonces el Egipto, acaudillados por Adly Pachá, los nacionalistas moderados, que eran impotentes para dominar la ola insurrec­cional. Hubo, por esto, una tentativa de enten­dimiento entre éstos y los nacionalistas integrales de Zagloul Pachá. Pero la colaboración apa­recía inasequible. Adly Pachá continuó tratando sólo con los ingleses, sin avanzar en el camino de un acuerdo. La. agitación, después de un compás de espera, volvió a hacerse intensa y tumultuosa. Varias explosiones nacionalistas pro­vocaron, otra vez, la represión y Zagloul Pachá, que había regresado al Egipto, aclamado por su pueblo, sufrió una nueva deportación. A prin­cipios de 1922 una parte de los nacionalistas egipcios pareció inclinada a adoptar los métodos gandhianos de la no-cooperación. Eran los días de plenitud del gandhismo. Inglaterra insis­tió, sin éxito, en sus ofrecimientos de paz. 

Así arribo el conflicto a las últimas eleccio­nes egipcias, en las cuales una abrumadora ma­yoría votó por Zagloul Pachá. El sultán tuvo que llamar al gobierno al caudillo nacionalista. Su victoria coincidía, aproximadamente, con la del Labour Party en las elecciones inglesas. Y las negociaciones entraron, consecuentemente, en una etapa nueva. Pero esta etapa ha sido dema­siado breve. Zagloul Pachá ha estado, reciente-mente, en Londres, y ha conversado con Mac Do­nald. El diálogo entre el laborista británico y el nacionalista egipcio no ha podido desembocar en una solución. Se ha efectuado en días en que el gobierno laborista estaba vacilante. Zagloul Pa­chá ha vuelto, pues, a su país, con las manos vacías. La cuestión sigue íntegralmente en pie. 

No puede predecirse, exactamente, su porvenir. Es probable que, si Zagloul Pachá no con-sigue prontamente la independencia del Egipto, su ascendiente sobre las masas decaiga. Y que prosperen en el Egipto corriente más revolucio­narias y enérgicas que la suya. El poder ha pasado en el Egipto a tendencias cada vez más avanzadas. Primero lo conquistaron los naciona­listas moderados. Más tarde, tuvieron éstos que cederlo a los nacionalistas de Zagloul Pachá. La última palabra la dirán los obreros y los fellahs, en cuyas capas superiores se bosque-ja un movimiento clasista. 

La suerte del Egipto está vinculada a los acontecimientos políticos de Europa. De un go­bierno laborista podrían esperar los egipcios concesiones más liberales que de cualquier otro go­bierno británico. Pero la posibilidad de que los laboristas gobiernen, plenamente, efectivamente, Inglaterra, no es inmediata. Les queda a los egipcios el camino de la insurrección y la vio­lencia. ¿Elegirá esta vía Zagloul Pachá? Será di­fícil, ciertamente, que el Egipto se decida a la guerra, antes que Inglaterra a la transacción. Sin embargo, las cosas pueden llegar a un punto en que la transacción resulte imposible. Esto sería una lástima para el clásico método del compro­miso. ¿Pero acaso la crisis contemporánea no es una crisis de todo lo clásico?

 


NOTA:

* Publicado en Variedades, Lima, 1º Noviembre de 1924.