OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL I

   

  

LA PAZ EN LOCARNO Y LA GUERRA EN LOS BALKANES*

 

Se explica perfectamente el enfado del Consejo de la Sociedad de las Naciones contra Gre­cia y Bulgaria, responsables de haber pertur­bado la paz europea al día siguiente de la sus­cripción en Locarno de un pacto internacional destinado a asegurarla al menos provisoriamen­te. Signado el pacto de Locarno, la Sociedad de las Naciones tenía en verdad derecho a sentirse arrullada durante algunos meses por los brindis y los salmos pacifistas de sus retores y de sus diplomáticos. La historia del protocolo de Gine­bra, verbigracia, fue así. El protocolo, anuncia­do al mundo con entonación no menos exultante y jubilosa que el pacto, inspiró larga y pródiga­mente la oratoria pacifista. El gobierno conser­vador de Inglaterra declaró muy pronto su de­ceso, concediéndole cortés e irónicamente un funeral de primera clase. Pero, de toda suerte, el protocolo de Ginebra pareció inaugurar la era de la paz de un modo mucho más solemne que el pacto de Locarno.

En Locarno las potencias se han propuesto arribar a una meta más modesta. El pacto, se­gún su letra y su espíritu, no establece las con­diciones de la paz sino, solamente, las de una tregua. Se limita a prevenir, teóricamente, el pe­ligro de una agresión militar. Pero deja intac­tas y vivas todas las cuestiones que pueden enimporta no es absolutamen­te el principio que puede seguir triunfando indefinidamente encender la chispa de la guerra. Como estaba pre­visto, Alemania se ha negado a ratificar en Lo­carno todas las estipulaciones de la paz de Ver­sailles. Ha proclamado su necesidad y su obli­gación de reclamar, en debido tiempo, la co­rrección de sus absurdas fronteras orientales. Alemania, Checoeslovaquia y Polonia han convenido en no agredirse marcialmente por nin­gún motivo. Han acordado buscar una solución pacífica a los problemas que puedan amenazar sus buenas relaciones. Mas este acuerdo no tie­ne suficientes fianzas y garantías. Tácita y hasta explícitamente la convivencia internacional reposa desde hace mucho tiempo en el mismo prin­cipio, sobre cuyo valor práctico la experiencia de la guerra mundial no consiente ilusionarse demasiado. Lo que importa no es absolutamente el principio que pueda seguir triunfando indefinidamente en Locarno, en Ginebra, en La Haya y en todas las aras de la paz. Lo que im­porte es la posibilidad o la capacidad de Europa para aplicarlo y obedecerlo.

Nadie supone que el pacifismo de las poten­cias europeas sea una pura y total hipocresía. Europa ha menester de descansar de sus fatigas y de sus dolores bélicos. La civilización ca­pitalista busca un equilibrio. Ni Francia, ni In­glaterra, ni Alemania, piensan en este momento en atacarse. La reorganización de la economía y de la finanza europeas exige un poco de paz y de desarme. El pacifismo de la Sociedad de las Naciones borda sus frases sobre una gruesa malla de intereses. No se trata para los gobier­nos europeos de abstractos y lejanos ideales sino de concretas y perentorias necesidades. En la misma dirección se mueven los Estados Uni­dos, cuyos banqueros pugnan por imponer a to­da Europa un plan Dawes. Y, finalmente, con los pacifistas circunstanciales de la banca y de los gobiernos, colaboran entusiastas los pacifistas sinceros de la social-democracia, de quienes se ha apoderado la ilusión de que el camino de Locarno y de Ginebra puede ser, realmente, el camino de la paz. Estos últimos son los que abastecen de sus máximos tribunos y de sus supremos hierofantes —Paul Boncour, Albert Thomas, León Jouhaux, etc.— a las asambleas y a las oficinas de la Sociedad de las Naciones.

Pero no basta que los gobiernos europeos quieran la paz. Es necesario ante todo, averi­guar cómo la quieren, cuál es el precio a que, cada uno, está dispuesto a pagarla. Cuánto tiem­po coincidirá su pacifismo con su interés. Plan­teada así la cuestión, se advierte toda su com­plejidad. Se comprende que existen muchas ra­zones para creer que el Occidente europeo de-sea la paz; pero que existen muy pocas razones para creer que pueda realizarla.

Los gobiernos que han suscrito el documen­to de Locarno no saben todavía si este documen­to va a ser ratificado por todos los países contratantes. Apenas concluida la conferencia de Locarno, se ha producido una crisis de gobierno en Francia y en Alemania. En Alemania esta cri­sis es una consecuencia directa del pacto. En Francia, no. Pero en Francia, como en Alema­nia, se habla de una probable disolución del Parlamento. Las mayorías parlamentarias alemana y francesa no son bastante compactas y sólidas. La defección o el disenso de un grupo puede desquiciarlas. Y, por consiguiente, no es imposible la constitución de un gobierno que considere el problema de la paz con un criterio diferente del de Locarno. En las elecciones in­glesas del año último naufragó el protocolo de Ginebra. Su suerte estaba demasiado vinculada a la del Labour Party. En otras elecciones, ya no inglesas, pero sí alemanas por ejemplo, el pacto de Locarno corre el riesgo de encallar se­mejantemente.

Mas, admitiendo que el pacto de seguridad sea unánimemente ratificado, su relatividad como garantía efectiva de la paz no resulta por esto menos evidente. Para que la guerra se encienda de nuevo en Europa no es indispensable que Alemania ataque a Francia ni que Francia ataque a Alemania. La historia de la guerra 1914-1918 aparece a este respecto asaz instructiva. La conflagración empezó en un conflicto entre Austria y Servia que, hasta última hora, se confió en mantener localizado. La seguridad de las fron- teras de Francia no es sino una parte del problema de la paz. Cada uno de los estados favorecidos en Versalles aspira a la misma seguridad. Y cada uno de los estados mutilados en 1919 tiene por su parte alguna tierra Irredenta que reivindicar. En la Europa Oriental, sobre todo, fermentan enconadamente varios irredentismos. Hay pocas naciones contentas de sus actuales confines. Poco importa, por consiguiente, que se elimine, de Europa Occidental el peligro de una guerra. El peligro subsiste en la Europa Oriental. Los pleitos balkánicos son un excelente cultivo de toda clase de morbos bélicos.

El conflicto greco-búlgaro ha venido a recordárselos un poco brusca y descomedidamente a los actores de la conferencia de Locarno. El sometimiento de los dos beligerantes a la voluntad del consejo de la Sociedad de las Naciones no anula la notificación que entraña lo ya acontecido. Inglaterra puede ponerse todo lo adusta que quiera contra los dos pueblos que han perturbado la paz. De los dos, Grecia en particular sabe muy bien a qué atenerse acerca del pacifismo británico. Después de "la última de las guerras" Inglaterra lanzó y armó a Grecia contra Turquía. La empresa le salió mal a Inglaterra y a Grecia. Pero Grecia sigue siendo en el tablero de la política internacional el peón que Inglaterra puede tener necesidad de mover en cualquier momento contra Turquía.

Entre Bulgaria y Turquía existe un agrio mo­tivo de enemistad: la cuestión de Macedonia. El gobierno de Kankof, que se defiende de sus ene­migos mediante el terrorismo más sanguinario que es posible concebir, necesita explotar el sen­timiento nacionalista para buscar un diversivo a la opinión pública búlgara. El gobierno grie­go, por su parte, es un gobierno militarista anso lioso de una revancha de las armas griegas tan duramente castigadas en el Asia Menor. A tra­vés de estos gobiernos, interesados en explotar su enemistad, es imposible que Grecia y Bulga­ria lleguen a entenderse. La amenaza, difícil­mente sofocada hoy, quedará latente.

El blanco más débil, el lado más oscuro de la paz de Locarno no es éste sin embargo. Es, como ya tuve ocasión de observarlo en un ar­tículo sobre el debate del pacto de seguridad, su carácter de paz anti-rusa. El Occidente capi­talista propugna una paz exclusivamente occi­dental y burguesa; fundamentalmente anti-rusa, anti-oriental, anti-asiática. Su pacto tiene por ob­jeto evitar que por el momento se maten los alemanes y los franceses; pero iio el impedir que Francia, España e Inglaterra continúen gue­rreando en Marruecos, en Siria, en Mesopota­mia. El gobierno francés, a pesar de ser un go­bierno radical-socialista, localiza y circunscribe sus anhelos de paz a Europa. En Africa y en Asia, se siente obligado a masacrar, —en el nombre de la civilización es cierto—, a los rife ños y a los drusos.

 


 

NOTA:

 

* Publicado en la revista Variedades: Lima, 31 de Octubre de 1925