OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL II

  

EL PROBLEMA DEL DESARME*

 

El complicado proceso de la conferencia tripartita de Ginebra para la limitación de los armamentos navales, revela el carácter abstracto y teórico que tiene hasta hoy la idea del desarme. No es improbable que el resultado paradójico de estas y otras conferencias sea para algunos países la necesidad de aumentar sus construcciones navales. El Japón, —que no se caracteriza por cierto en nuestra época como un Estado pacifista—, encuentra inaceptable el tonelaje sobre el cual están dispuestos a entenderse Inglaterra y los Estados Unidos. 

En estas conferencias no se trata de desarme propiamente dicho, sino tan sólo de limitación de armamentos. Ni sus debates ni sus acuerdos miran a asegurar la paz. Aspiran apenas a establecer un equilibrio que evite, por un período dado, una competencia desordenada en las construcciones navales. 

Las grandes potencias buscan el acuerdo respecto a los armamentos por razones esencialmente económicas. El trabajo de estabilización capitalista que del plan Dawes condujo al tratado de Locarno, exige ahora una reducción en los gastos navales de las potencias. Esta exigencia es especialmente imperiosa para Inglaterra que se esfuerza por adoptar una política de severas economías fiscales. Estados Unidos, empresario de la civilización europea, tiene por su parte que renunciar a toda exageración de su política armamentista que ponga en peligro las finanzas europeas, en cuya convalecencia se encuentra profundamente interesado por el crecimiento de sus acreencias e inversiones en el viejo continente. 

De esta angustiosa necesidad de la economía capitalista y no de los principios de la Sociedad de las Naciones —y mucho menos del llamado espíritu de Locarno, a cuyos más conspicuos intérpretes ha tocado esta vez el premio Nóbel de la paz— nace el difícil debate de la limitación de armamentos. Los Estados capitalistas, en especial los europeos, han menester de un período de prudente parsimonia en los gastos de barcos o cañones. No renuncian, absolutamente, a su derecho a hacerse la guerra en el porvenir. Sólo están más o menos acordes en suscribir un statu quo de pacífica rivalidad. 

Pero el problema de la limitación de armamentos no es, prácticamente, un problema fácil de resolver. De un lado se opone a su solución la competencia de los imperialismos. De otro lado la estorba la propia organización industrial de las potencias. Desmovilizar la industria de guerra en una época en que las industrias de paz, si así es posible calificarlas, atraviesan una dura crisis de superproducción y chômage, resulta una empresa quimérica. Cierto que nadie habla de desmovilizarla en grande, del mismo modo que nadie habla de desarme sino de limitación de armamentos; pero su tendencia al crecimiento no permite prever hasta qué punto sea posible frenarla, sin engendrar otros problemas de desequilibrio en el plano económico. 

Definitivamente tramontado el período de las esperanzas wilsonianas, la elocuencia pacifista de Paul Boncour y de los demás grandes retores de la democracia, no basta para que el mundo se encamine hacia la paz y el desarme. Los grandes Estados capitalistas han entrado, fatal e inevitablemente, en la fase del imperialismo. La lucha por los mercados y las materias primas no les permite fraternizar cristianamente. De modo inexorable, los empuja a la expansión. 

¿Quién puede creer seriamente garantizada la paz europea mientras el Estado fascista cifre en la guerra y, en todo caso, en la fuerza la realización de sus ideales imperialistas? El último discurso de Mussolini no consiente, a este respecto, ninguna ilusión pacifista. Mussolini prepara a su pueblo material y espiritualmente para la guerra. La suerte del Estado fascista es inseparable de los resultados y consecuencias de esta política. El duce del fascismo sabe que no es el momento de lanzar a Italia a una aventura. Oportunista extraordinario, acecha su hora. Piensa íntimamente que el golpe de mano que lo convirtió en amo de los destinos de Italia hace cinco años, pueda tal vez repetirse en mayor escala. Por lo pronto se contenta con definir al espíritu fascista como un espíritu de guerra y de expansión. El Estado fascista impone al pueblo, en nombre de sus fines imperialistas, una disciplina militar. (Mussolini se ha puesto a la cabeza de la lucha contra el celibato. Y, en su último discurso, denuncia el peligro de los matrimonios estériles. Italia necesita ser dentro de veinte o treinta años una nación de sesenta millones de hombres). 

Además de los imperios en acción, existen, pues, los imperios en potencia. Al lado de los imperialismos viejos, se oponen a la paz del mundo los imperialismos jóvenes. Estos tienen un lenguaje más agresivo y ardoroso que los primeros. 

La limitación de los armamentos navales, discutida en Ginebra, puede parecerle a más de un pacifista de viejo tipo un paso hacia el desarme. Pero la experiencia histórica nos prueba en una forma demasiado inolvidable que, después de varios pasos como éste, el mundo estará más cerca que nunca de la guerra.

 


NOTA: 

* Publicado en Variedades, Lima, 16 de Julio de 1927.