OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL II

  

LA ESCENA SUIZA*

 

El orden demo-liberal-burgués tiene su más acabada realización en la república federal suiza. Inglaterra es, ciertamente, la sede suprema del parlamentarismo, el liberalismo y el industrialis­mo, esto es de los principios y fenómenos fundamentales de la civilización capitalista. Pero In­glaterra es demasiado grande para que todas las instituciones posibles de la democracia hayan podido ser ensayadas y establecidas en su gobier­no. Inglaterra ha continuado siendo una monar­quía. Su aristocracia ha conservado todos sus fueros formales y algunos de sus privilegios reales. Inglaterra, sobre todo, es un imperio, de mo­do que internacionalmente no está en grado de aceptar y menos aún de aplicar las últimas consecuencias del pensamiento demo-liberal. Suiza, en cambio, hasta por su geografía de país de trá­fico internacional, se encuentra en condiciones de conformar tanto su política interna como su política exterior a este ideario. La democracia puede funcionar en Suiza con la misma preci­sión con que funcionan sus relojes. El ordenado espíritu suizo ha dado a su democracia un me­canismo de relojería. En un país pequeño, de población densa y culta, exenta de ambiciones e intereses imperialistas, la experiencia democrá­tica ha conseguido cumplirse casi sin obstáculos. 

El demos tiene en Suiza; como es sabido, to­dos los derechos. Tiene el derecho de referéndum y el derecho de iniciativa. El poder ejecu­tivo se renueva anualmente. El ciudadano suizo se siente gobernado por la mayoría. Le basta formar parte de la mayoría para que no le quepa la menor duda de que se gobierna a sí mismo. Y esto lo induce, como es lógico, a gobernarse lo menos posible. Las mayorías hacen en Suiza el uso más prudente y ponderado de sus derechos. Lo que no es sólo una cuestión de educación democrática sino también de comodidad política de todo suizo mayoritario. 

En esta época de pustchismo y fascismo, Suiza se presenta como el país más inmune a la dictadura. Ni el burgués, ni el pequeño burgués suizos pueden comprender todavía la necesidad de reemplazar su consejo federal por un directorio, ni su presidente de la república por un Mussolini. Suiza no quiere césares ni condottieres. Mussolini es el más impopular de los jefes de estado contemporáneos en la democracia helvética, no tanto por su propósito nacionalista de reivindicar el Ticino como por su personalidad megalómana de césar y dictador. El demos suizo está demasiado habituado a la ventaja de no sufrir, ni en la política ni en el gobierno, personalidades exorbitantes y excesivas. Un buen presidente de la república puede ser en Suiza un relojero. Motta, elegido varias veces para este cargo, tiene, por ejemplo, el prestigio de. hablar correctamente las tres lenguas de este país trilingüe y de pronunciar hermosos discursos en las asambleas de la Sociedad de las Naciones.

La función de Suiza en la historia contemporánea parece ser —a consecuencia de su democracia, de su urbanidad y de su geografía— la de servir de hogar a casi todos los experimentos y los ideales internacionalistas. Desde hace muchos años las organizaciones internacionales eligen generalmente una ciudad suiza como su se- de central. A comenzar de la Cruz Roja, tienen su asiento en Suiza todas las centrales del internacionalismo humanitario y pacifista. No están en Suiza las internacionales obreras. Pero a la historia de la Segunda Internacional se halla me­morablemente vinculado el país suizo, por ha­berse celebrado en Basilea el último de sus con­gresos prebélicos y en Berna el congreso que en 1919, concluida la guerra, estableció las bases de su reconstrucción. Y en cuanto a la Tercera In­ternacional puede considerársele incubada en Suiza por haberse realizado en Zimmerwald y Kienthal, durante la guerra, las conferencias de las minorías socialistas precursoras del progra­ma de Moscú. De otro lado, la Suiza albergó hasta la víspera de la revolución, a sus principales actores, de Lenin a Lunatcharsky. En Zurich, en un modesto cuarto amueblado, habitaron y tra­bajaron Lenin y su mujer por varios años pre­parando esta revolución que, según sus propios adversarios, constituye el más colosal ensayo político y social de la época. 

Mas el internacionalismo que característicamente reside en suelo suizo es el internaciona­lismo liberal, no el socialista. Ginebra, la ciudad de Rousseau y de Amiel, aloja periódicamente a los parlamentarios del desarme o de la paz. Ahí tiene su domicilio la Sociedad de las Naciones. Hace algunos años se firmó en Lausanna la paz entre el Occidente y Turquía. Hace un año se fir­mó en Locarno la nueva paz europea. A orillas de un lago suizo, Europa se siente, invariablemente, pacifista. 

¿Desmiente, entonces, Suiza la tesis de la irre­mediable decadencia de la democracia? No la desmiente: la confirma. Ni su democracia ni su neutralidad han preservado a Suiza de la tre­menda crisis post-bélica. Suiza, país prevalente­mente industrial, —el 78% de la población trabaja en la industria y el comercio—, vio declinar en 1919, a consecuencia de esta crisis, sus exporta­ciones. Sus principales industrias tuvieron que afrontar un período de duras dificultades. Los industriales pretendieron naturalmente encontrar una solución a expensas de la clase trabajadora. El gran número de desocupados creó una at­mósfera de agitación y descontento. Se sucedie­ron, como en los demás países de Europa, las huelgas y lock-outs. La izquierda del socialismo suizo dio su adhesión al, comunismo. Y la crisis, en general, evidenció que la democracia y sus instituciones son impotentes ante la lucha de clases. Suiza, malgrado su tradición de liberalismo, no ha sabido abstenerse de emplear medidas de excepción contra los comunista: La democracia suiza no admite ninguna amenaza seria al dog­ma de la propiedad privada. 

El sino de la democracia en Suiza tiene que ser, por otra parte, el mismo que en los otros pueblos de Occidente. No es en Suiza sino en Inglaterra, en Alemania, en Francia, donde se esclarece actualmente si la idea demo-liberal ha cumplido ya su función en la historia. Pero la experiencia suiza no estará, en ningún caso, per­dida para el progreso humano.

   


NOTA: 

* Publicado en Variedades, Lima, 17 de julio de 1926.