OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

HISTORIA DE LA CRISIS MUNDIAL

  

 

NOVENA CONFERENCIA1

LA PAZ DE VERSALLES Y LA SOCIEDAD DE LAS NACIONES

LA Paz de Versalles es el punto de partida de todos los problemas económicos y políticos de hoy El tratado de paz de Versalles no ha dado al mundo la tranquilidad ni el orden que de él esperaban los Estados. Por el contrario ha aporta­do nuevas causas de inquietud, de desorden y de malestar. Ni siquiera ha puesto definitiva­mente fin a las operaciones marciales. Esta paz no ha pacificado al mundo. Después de firmarla, Europa ha continuado en armas. Y hasta ha con­tinuado batiéndose y ensangrentándose parcial­mente. Asistimos hoy mismo a la ocupación del Ruhr que es una operación militar. Y que crea entre Francia y Alemania una situación casi bé­lica. El tratado no merece, por tanto, el nombre de tratado de paz, Merece, más bien, el nombre de tratado de guerra.

Todos los estadistas, que acarician la ilusión de una reconstrucción europea, juzgan indispen­sable la revisión, la rectificación, casi la anula­ción de este tratado que separa, enemista y frac­ciona a las naciones europeas; que hace imposi­ble, por consiguiente, una política de colabora­ción y solidaridad europeas; y que destruye la economía de Alemania, parte vital del organis­mo europeo. Con este motivo, el tratado de paz está en discusión permanente. Su sanción, su ra­tificación, su suscripción resultan provisorias. Uno de los principales beligerantes, Estados Uni­dos, le ha negado su adhesión y su firma. Otros beligerantes lo han abandonado. Alemania, en vista de la ocupación del Ruhr, se ha negado a seguir cumpliendo las obligaciones económicas que sus cláusulas le imponen. El estudio del tratado es, pues, de gran actualidad.

A los hombres de vanguardia, a los hombres de filiación revolucionaria, el conocimiento y el examen de la Paz de Versalles nos interesa también extraordinariamente. Primero, porque este tratado y sus consecuencias económicas y políticas son la prueba de la decadencia, del ocaso y de la bancarrota de la organización individualista, capitalista y burguesa. Segundo, porque ese tratado, su impotencia y su desprestigio, significan la impotencia y el desprestigio de la ideología democrática de los pacifistas burgueses del tipo de Wilson, que creen compatible la seguridad de la paz con la subsistencia del régimen capitalista.

Veamos qué cosa fue la Conferencia de Versalles. Y qué cosa es el tratado de paz. Tenemos que remontarnos a la capitulación, a la rendición de Alemania. Bien sabéis que Estados Unidos, por boca de Wilson, declararon oficialmente sus fines de guerra, a renglón seguido de su intervención. En enero de 1918, Wilson formuló sus catorce famosos puntos. Estos catorce puntos, como bien sabéis, no eran otra cosa qua las condiciones de paz, por las cuales luchaban contra Alemania y Austria las potencias aliadas y asociadas. Wilson ratificó, aclaró y precisó estas condiciones de paz en varios discursos y mensajes, mientras los ejércitos se batían. Inglaterra, Francia e Italia aceptaron los catorce puntos de Wilson. Alemania estaba entonces en una posición militar ventajosa y superior. Como he explicado en mis anteriores conferencias, la propaganda wilsoniana debilitó primero y deshizo después la fortaleza del frente alemán, más que los refuerzos materiales norteamericanos. Las condiciones de paz preconizadas por Wilson ganaron a la mayoría de la opinión popular alemana. El pueblo alemán dejó sentir su cansancio de la guerra, su voluntad de no seguir batiéndose, su deseo de aceptar la paz ofrecida por Wilson. Los generalísimos alemanes advirtieron que esta misma atmósfera moral cundía en el ejército. Comprendieron que, en tales condiciones morales, era imposible proseguir la guerra. Y propusieron el en­tablamiento inmediato de negociaciones de paz. Lo propusieron, precisamente, como un medio de mantener la,, unidad moral del ejército. Porque era necesario, demostrarle al ejército, en todo ca­so, que el gobierno alemán no prolongaba caprichosamente los sacrificios de la guerra y que estaba dispuesto a ponerles término, a cambio de una paz honrosa. Bajo esta presión, el gobierno alemán comunicó al Presidente Wilson que acep­taba los catorce puntos y que solicitaba la apertura de negociaciones de paz. El 8 de octubre el Presidente Wilson preguntó a Alemania si; aceptadas las condiciones planteadas, su objeto era simplemente llegar a una inteligencia sobre los detalles, de su aplicación. La respuesta de Alemania, de fecha 12 de octubre, fue afirma­tiva. Alemania se adhería, sin reservas, a los catorce puntos. El 14 de octubre, Wilson planteó las siguientes cuestiones previas: las condiciones del armisticio serían dictadas por los consejeros militares de los aliados; la guerra submarina cesaría inmediatamente; el gobierno alemán da­ría garantías de su carácter representativo. El 20 de octubre Alemania se declaró de acuerdo con las dos primeras cuestiones. En cuanto a la tercera respondió que el gobierno alemán estaba sujeto al control del Reichstag. El 23 de octubre Wilson comunicó a Alemania que había enterado oficialmente a los aliados de esta corresponden­cia, invitándoles a que, en el caso de que quisiesen la paz en las condiciones indicadas, encar­gasen a sus consejeros militares la redacción de las condiciones del armisticio. Los consejeros mi­litares aliados, presididos por Foch, discutieron y elaboraron estas condiciones. En virtud de ellas, Alemania quedaba; desarmada e incapacitada pa­ra proseguir la guerra.  Alemania,  sin embargo, se sometió. Nada tenía que temer de las condi­ciones de paz. Las condiciones de paz estaban ya acordadas explícitamente. Las negociaciones río tenían, por finalidad, sino "la protocolización de la forma de aplicarlas.

Alemania capituló, pues, en virtud del compromiso aliado de que la paz se ceñiría a los ca­torce puntos de Wilson y a las otras condiciones sustanciales enunciadas por Wilson en sus men­sajes y discursos. No se trataba sino de coordinar los detalles de una paz, cuyos lineamientos ge­nerales estaban ya fijados. La paz ofrecida por los aliados a Alemania era una paz sin anexiones ni indemnizaciones, una paz que aseguraba a los vencidos su integridad territorial, una paz que no echaba sobre sus espaldas el fardo de las obliga­ciones económicas de los vencedores, una paz que garantizaba a los vencidos su derecho, a la vida, a la independencia, a la prosperidad. So­bre la base de estas garantías Alemania y Aus­tria depusieron las armas. ¡Qué importaba mo­ralmente que esas garantías no estuviesen aún escritas en un tratado, en un documento suscrito por unos y otros beligerantes! No, por eso, eran menos categóricas, menos explícitas, ni me­nos terminantes.

Veamos ahora cómo fueron respetadas, cómo fueron cumplidas, cómo fueron mantenidas por los aliados. La historia de la Conferencia de Ver­salles es conocida en sus aspectos externos e ín­timos. Varios de los hombres que intervinieron en la conferencia han publicado libros relativos a su funcionamiento, a su labor y a su ambiente. Son universalmente conocidos el libro de Keynes, delegado económico de Inglaterra, el libro de Lansing, Secretario de Estado de Norteamérica, el libro de Andrés Tardieu, delegado de Francia y colaborador principal de Clemenceau, el libro de Nitti, delegado italiano y Ministro del Tesoro de Orlando. Además, Lloyd George, Clemenceau, Poincaré, Foch, han hecho diversas declaraciones acerca de las intimidades de la conferencia de Versalles. Se dispone, por tanto, de la cantidad necesaria de testimonios autorizados para juz­gar, documentadamente, la conferencia y el tra­tado. Todos los testimonios que he enumerado son testimonios aliados. No deseo recurrir a los testimonios alemanes para que no se les tache de parcialidad, de despecho, de encono.

Todas las potencias participantes enviaron a la conferencia delegaciones numerosas. Principalmente, las grandes potencias aliadas rodearon a sus delegados de verdaderos ejércitos de peritos, técnicos y auxiliares Pero estas comisiones no intervinieron sino en la elaboración de las cláu­sulas secundarias del tratado. Las cláusulas sus­tantivas, los puntos cardinales de la paz, fueron acordados exclusivamente por cuatro hombres: Wilson, Clemenceau, Lloyd George y Orlando. Estos cuatro hombres constituían el célebre Con­sejo de los Cuatro. Y de ellos Orlando tuvo en las labores del Consejo una intervención intermiten­te, localista y limitada. Orlando casi no se ocupó de las cuestiones especiales de Italia. La paz fue así, en consecuencia, obra de Wilson, Clemenceau y Lloyd George únicamente. De estos tres hom­bres, ten sólo Wilson ambicionaba seriamente una paz basada en los catorce puntos y en su ideo­logía democrática. Clemenceau aspiraba, sobre todo, a una paz ventajosa para Francia, dura, áspera, inexorable para Alemania. Lloyd George se oponía a que Alemania fuese tratada inclemen­temente, no por adhesión al programa wilsoniano sino por interés de que Alemania no resultase expoliada hasta el punto de comprometer su con­valecencia y, por consiguiente, la reorganización capitalista de Europa. Pero Lloyd George tenía, al mismo tiempo, que considerar la posición par­lamentaria de su gobierno. La opinión pública inglesa quería una paz que impusiese a Alema­nia el pago de todas las deudas de guerra. El contribuyente inglés no quería que recayesen sobre él las obligaciones económicas de la gue­rra. Quería que recayesen sobre Alemania. Las elecciones legislativas se efectuaron en Inglate­rra antes de la suscripción de la paz. Y Lloyd George, para no ser vencido en las elecciones, tuvo que incorporar en su plataforma electoral esa aspiración del contribuyente inglés. Lloyd George, en su palabra, se comprometió con el pueblo inglés a obligar a Alemania al pagó integral del costo de la guerra. Clemenceau, a su turno, era solicitado por la opinión públi­ca francesa en igual sentido. Eran los días de­lirantes de la victoria. Ni el pueblo francés, ni el pueblo inglés, disponían de serenidad para razonar, para reflexionar: su pasión y su ins­tinto oscurecían su inteligencia, su discernimien­to. Tras de Clemenceau y tras de Lloyd George habían, por consiguiente, dos pueblos que de­seaban la expoliación de Alemania. Tras de Wil­son, no había, en tanto, un pueblo devotamen­te solidario con los catorce puntos. Antes bien, la opinión norteamericana se inclinaba, egoís­tamente, al abandono de algunos anhelos líri­cos de Wilson. Wilson trataba, con jefes de Es­tado, parlamentariamente fuertes, dueños de ma­yorías numerosas en sus cámaras respectivas. A él le faltaba, en tanto, en los Estados Unidos, esta firme adhesión parlamentaria. Tenemos aquí una de las causas de las transacciones y de las concesiones de Wilson en el curso de las confe­rencias. Pero otra de las causas no era, como ésta, una causa externa. Era una causa interna, una causa psicológica. Wilson se encontraba fren­te a. dos políticos redomados, astutos, expertos en la trapacería, en el sofisma y en el engaño. Wil­son era un ingenuo profesor universitario, un personaje un poco sacerdotal, utopista y hieráti­co, un tipo algo místico de puritano y de pastor protestante. Clemenceau y Lloyd George eran, en cambio, dos políticos cautos, consumados y duches, largamente entrenados para el enredo di­plomático Dos estrategas hábiles y experimenta­dos. Dos falaces zorros de la política burguesa. Keynes dice, además, que Wilson no llevó a la conferencia de la paz sino principios generales, pero no ideas concretas en cuanto a su aplica­ción, Wilson no conocía detalladamente las cues­tiones europeas consideradas por sus catorce pun­tos. A los aliados les fue fácil, por esto, presen­tarle la solución en cada una de estas cuestiones con un ropaje idealista y doctrinario. No rega­teaban a Wilson la adhesión a ninguno de sus principios; pero se daban maña para burlados en la práctica y en la realidad, Redactaban as­tutamente las cláusulas del tratado, de suerte que dejasen resquicio a las interpretaciones conve­nientes para invalidar los mismos principios que, aparentemente, esas cláusulas consagraban y re­conocían. Wilson carecía de experiencia, de perspicacia para descubrir el sentido de todas las interlíneas, de todos los giros gramaticales de cada cláusula. El tratado de Versalles ha sido, desde este punto de vista, una obra maestra de tinterillismo de los más sagaces y mañosos abogados del mundo.

El programa de Wilson garantizaba a Alemania la integridad de su territorio. El Tratado de Versalles separa de Alemania la región del Sarre, poblada por seiscientos mil alemanes. El sentimiento de esa región es indiscutiblemente alemán. El tratado establece, sin embargo, que después de quince años un plebiscito decidirá la nacionalidad definitiva de esa región. En seguida, el tratado amputa a Alemania otras poblaciones alemanas para dárselas a Polonia y a Checoeslovaquia. Finalmente decide la ocupación por quince años de las provincias de la ribera izquierda del Rhin, que contienen una población de seis millones de alemanes. Varios millones de alemanes han sido arbitrariamente colocados bajo banderas extrañas a su nacionalidad verdadera, en virtud de un tratado que, conforme al programa de Wilson, debió ser un tratado de paz sin anexiones de ninguna clase.

El programa de Wilson garantizaba a Alemania una paz sin indemnizaciones. Y el Tratado de Versalles la obliga, no sólo a la reparación de los daños causados a las poblaciones civiles, a la reconstrucción de las ciudades devastadas, sino también al pago de las pensiones de los parientes de las víctimas de la guerra y de los inválidos. Además, la computación de estas sumas es hecha inapelablemente por los aliados, interesados naturalmente en exagerar el monto de esas sumas. La fijación del monto de esta indemnización de guerra no ha sido aún concluida. Se discute ahora la cantidad que Alemania está en aptitud de pagar.

El programa de Wilson garantizaba la ejecución del principio de los pueblos a disponer de sí mismos. Y el tratado de paz niega a Austria este derecho. Los austríacos, como sabéis, son hombres de raza, de tradición y de sentimiento alemanes. Las naciones de raza diferente, Bohemia, Hungría, Croacia, Dalmacia, incorporadas antes en el Imperio Austro-Húngaro, han ido independizadas de Austria que ha quedado reducida a una pequeña nación de población netamente germana, netamente alemana. A esta nación, el tratado de paz le niega el derecho de unirse a Alemania. No se lo niega explícitamente, porque el tratado, como ya he dicho, es un documento de refinada hipocresía; pero se lo niega disfrazada e indirectamente. El tratado de paz dice que Austria no podrá unirse a otra nación sin la anuencia de la Sociedad de las Naciones. Y dice, en seguida, en una disposición de apariencia inocente, que el consentimiento de la Sociedad de las Naciones debe ser unánime. Unánime, esto es que si un miembro de la Sociedad de las Naciones, uno solo, Francia, por ejemplo, rehusa su consentimiento, Austria no puede disponer de sí misma. Esta es una de las astutas burlas de sus catorce puntos, que los gobernantes aliados consiguieron jugar a Wilson en el tratado de paz.

El tratado de paz, por otra parte, ha despojado a Alemania de todos sus bienes inmediatamente negociables. Alemania, en virtud del tratado, ha sido desposeída no sólo de su marina de guerra sino, además, de su marina mercante. Al mismo tiempo, se le ha vetado, indirectamente, la reconstrucción de esta marina mercante, imponiéndosele la obligación de construir en, sus astilleros, durante cinco años, los vapores que los aliados:, necesiten. Alemania ha sido desposeída de todas sus colonias y de todas las propiedades del Estado alemán existentes en ellas: ferrocarriles, obras públicas, etc. Los aliados se han reservado, además, el derecho de expropiar, sin indemnización alguna, la propiedad privada de los súbditos alemanes residentes en esas colonias. Se han reservado el mismo derecho respecto a la propiedad de los súbditos alemanes residentes en Alsacia y Lorena y en los países aliados o sus colonias. Alemania ha sido desposeída de las minas de carbón del Sarre, que pasan a propiedad definitiva de Francia, mientras a los habitantes de la región se les acuerda el derecho a elegir, dentro de quince años, la soberanía que prefieran. El pretexto de la entrega de estas minas de carbón a Alemania reside en los daños causa­dos por la invasión alemana a las minas de car­bón de Francia; pero el tratado contempla en otra cláusula la reparación de estos daños, im­poniendo a Alemania la obligación de consignar anualmente a Francia una cantidad de carbón, igual a la diferencia entre la producción actual de las minas destruidas o dañadas y su producción de antes de la guerra. Esta imposición del tra­tado a Alemania asegura a Francia una cantidad de carbón anual idéntica a la que le daban sus minas antes de la invasión alemana. A pesar de esto, en el nombre de los daños sufridos por las minas francesas durante la guerra, se ha encon­trado necesario, además, despojar a Alemania de las minas del Sarre. Alemania, en fin, ha sido desposeía del derecho de abrir y cerrar sus fron­teras a quien le convenga. El tratado la obliga a dispensar a las naciones aliadas, sin derecho alguno a reciprocidad, el tratamiento aduanero acordado a la nación más favorecida. En una pa­labra, la obliga a que franquee sus fronteras a la invasión de mercaderías extranjeras, sin que sus mercaderías gocen de la misma franquicia aduanera para ingresar en los países aliados y asociados.

Para enumerar todas las expoliaciones que el tratado de paz inflige a Alemania necesitaría hablar toda la noche. Necesitaría, además, entrar en una serie de pormenores técnicos o estadísti­cos, fatigantes y áridos. Basta a mi juicio con la ligera enumeración que ya he hecho para que os forméis una idea de la magnitud de las car­gas económicas arrojadas sobre Alemania por el tratado de paz. El tratado de paz ha quitado a Alemania todos los medios de restaurar su econo­mía; ha mutilado su territorio; y ha suprimido virtualmente su independencia y su soberanía. El tratado de paz ha dado a la Comisión de Repa­raciones, verdadero instrumento de extorsión y de tortura, la facultad de intervenir a su antojo en la vida económica alemana.

Los aliados han cuidado de que el tratado de paz ponga en sus manos la suerte económica de Alemania. Ellos mismos han tenido que renunciar a la aplicación de muchas cláusulas que les entregaban la vida de Alemania. El tratado, por ejemplo, da derecho a, los aliados a reclamar el oro que posee el estado alemán; pero, como este oro es el respaldo de la moneda alemana, los aliados han tenido que abstenerse de exigir su entrega, para evitar que, por falta de respaldo metálico, la moneda alemana perdiese todo valor. El tratado es así, en gran parte, inejecutable. Y tiene por eso toda la virtualidad de un nudo corredizo puesto al cuello de Alemania. Los aliados no tienen sino que tirar de ese nudo corredizo para matar a Alemania. Actualmente la discusión entre Francia e Inglaterra no tiene otro sentido que éste: Francia cree en la conveniencia de asfixiar a Alemania, cuya vida está en sus manos; Inglaterra no cree en la conveniencia de acabar con la vida de Alemania. Teme que la descomposición del cadáver alemán infecte mortal- mente la atmósfera europea.

El tratado de paz, en suma, reniega los principios de Wilson, en el nombre de los cuales capituló Alemania. El tratado de paz no ha respetado las condiciones ofrecidas a Alemania para inducirla a rendirse. Los aliados suelen decir que Alemania debe resignarse a su suerte de nación vencida. Que Alemania ha perdido la guerra. Que los vencedores son dueños de imponerle una paz dura. Pero estas afirmaciones tergiversan y adulteran la verdad. El caso de Alemania no ha sido éste. Los aliados, precisamente con el objeto de decidir a Alemania a la paz, habían declarado previamente sus condiciones. Y se habían empeñado solemnemente a respetarlas y mantener- las. Alemania capituló, Alemania se rindió; Alemania depuso las armas, sobre la base de esas condiciones. No había, pues, derecho para imponer a Alemania, desarmada, una paz dura e inclemente. No había derecho a cambiar las condiciones de paz.

¿Cómo pudo tolerar Wilson este desconocimiento, esta violación de su programa? Ya he explicado en parte este hecho. Wilson, en unos casos, fue colocado ante una serie de tergiversadores hábiles, tinterillescas, hipócritas, de la aplicación de sus principios. Wilson, en otros casos, transigió con los puntos de vista de Francia, Bélgica, Inglaterra, a sabiendas de que atacaban su programa. Pero transigió a cambio de la aceptación de la idea de la Sociedad de las "Naciones. A juicio de Wilson, nada importaba que algunas de sus aspiraciones, la libertad de los mares, por ejemplo, no consiguiese una realización inmediata en el tratado. Lo esencial, lo importante era que el número cardinal de su programa no fracasase. Ese número cardinal de su programa era la Sociedad de las Naciones. La Sociedad de las Naciones, pensaba Wilson, hará realizable mañana lo que no es realizable hoy mismo. La reorganización del mundo, sobre la base de los catorce puntos, estaba automáticamente asegurada con la existencia de la Sociedad de las Naciones. Wilson se consolaba, en medio de sus más dolorosas con- cesiones; con la idea de que la Sociedad de las Naciones se salvaba.

Algo análogo pasó en el espíritu de Lloyd George. Lloyd George resistió a muchas de las exigencias francesas. Lloyd George combatió, por ejemplo, la ocupación militar de la ribera izquierda del Rhin. Lloyd George se esforzó porque el tratado no mutilase ni atacase la unidad alemana. Pero Lloyd George cedió a las demandas francesas porque pensó que no era el momento de discutirlas. Creyó Lloyd George que, poco a poco, a medida que se desvaneciese el delirio de la victoria, se conseguiría la rectificación paulatina de las cláusulas inejecutables del tratado. Por el momento lo que urgía era entenderse. Lo que urgía era suscribir el tratado de paz, sin reparar en muchos de sus defectos. Todo lo que en el tratado existía de absurdo iría desapareciendo sucesivamente en virtud de progresivas rectificaciones y progresivos compromisos. Por lo pronto, urgía firmar la paz. Más tarde se vería la manera de mejorarla y de componerla. No había necesidad de reñir teóricamente sobre las consecuencias del Tratado de Versalles. La realidad se encargaría de constreñir a las naciones interesadas a reconocer esas consecuencias y a acomodar su conducta a las necesidades que esas consecuencias creasen.

El pensamiento de Wilson, en una palabra, sera: El tratado es imperfecto; pero a Sociedad de las Naciones lo mejorará. El pensamiento de Lloyd George era: El Tratado es absurdo; pero la fuerza de la realidad, la presión de los hechos se encargarán de corregirlo.

Pero la Sociedad de las Naciones era una ilusión de la ideología de Wilson. La Sociedad de las Naciones ha quedado reducida a un nuevo e impotente tribunal de La Haya. Conforme a la ilusión de Wilson, la Sociedad de las Naciones debía haber comprendido a todos los países de la civilización occidental. Y a través de ellos a todos los países del mundo, porque los países de la civilización occidental serían mandatarios de los países de las otras civilizaciones del Africa, Asia, etc. Pero la realidad es otra. La Sociedad de las Naciones no comprende siquiera a la totalidad de las naciones vencedoras. Estados Unidos no ha ratificado el Tratado de Versalles ni se ha adherido a la Sociedad de las Naciones. Alemania, Austria, Turquía y otras naciones europeas son excluidas de la Sociedad y colocadas bajo su tutelaje. Rusia, que pesa en la economía europea con todo el peso de sus ciento veinte millones de habitantes, no forma parte de la Sociedad de las Naciones. Más aún, domina en ella un régimen antagónico del régimen representado por la Sociedad de las Naciones. Dentro de la Sociedad de las Naciones se reproduciría el peligroso equilibrio continental. Unas naciones se aliarían con otras. La Sociedad de las Naciones debía haber puesto término al sistema de las alianzas. Vemos, sin embargo, que Checoeslavia, Yugoeslavia y Rumania han constituido una alianza, la Petite Entente; que los pactos de grupos de naciones se renuevan. La Sociedad de las Naciones, sobre todo, no es tal Sociedad de las Naciones. Es una sociedad de gobiernos; es una sociedad de Estados, es una liga del régimen capitalista. La Sociedad de las Naciones cuenta con la adhesión de las clases dominante; pero no cuenta con la adhesión de la, clase dominada. La Sociedad de las Naciones es la Internacional del Capitalismo; pero no la Internacional de los Pueblos. Ninguna na­ción quiere renunciar a un derecho dado en favor de la Sociedad de las Naciones. Decidle a Fran­cia que someta el problema de las reparaciones a la Sociedad de las Naciones. Francia respon­derá que el problema de las reparaciones es un problema suyo; que no es un problema de la So­ciedad de las Naciones. La Sociedad de las Na­ciones es, a lo sumo, interesante como una ex­presión del fenómeno internacionalista. La bur­guesía ha concebido la idea de la Sociedad de las Naciones bajo la presión de fenómenos que le in­dican que la vida humana se ha solidarizado, se ha internacionalizado. La idea de la Sociedad de las Naciones es desde este punto de vista, com­pañeros, un homenaje involuntario de la burgue­sía a nuestro ideal proletario y clasista del inter­nacionalismo.

Yo he hablado, compañeros, de estas cuestio­nes, igualmente lejano de toda francofilia y de toda germanofilia. Yo no soy, no puedo ser ni germanófilo ni francófilo. Mis simpatías no están con una nación ni con otra. Mis simpatías están con el proletariado universal. Mis simpatías acompañan del mismo modo al proletariado ale­mán que al proletariado francés. Si yo hablo de la Francia oficial con alguna agresividad de len­guaje y de léxico es porque mi temperamento es un temperamento polémico, beligerante y com­bativo. Yo no sé hablar unciosamente, eufemísti­camente, mesuradamente, como hablan los cate­dráticos y los diplomáticos. Tengo ante las ideas, y ante los acontecimientos, una posición de polé­mica. Yo estudio los hechos con objetividad; pe­ro me pronuncio sobre ellos sin limitar, sin cohi­bir mi sinceridad subjetiva. No aspiro al título de hombre imparcial; porque me ufano por el con­trario de mi parcialidad, que coloca mi pensa­miento, mi opinión y mi sentimiento al lado de los hombres que quieren construir, sobre los es­combros de la sociedad vieja, el armonioso edifi­cio de la sociedad nueva.

 


NOTA:

1 Pronunciada el viernes 31 de agosto de 1923 en el local de la Federación de Estudiantes (Palacio de la Exposi­ción). Se publicó íntegramente en Amauta, Nº 31, Lima, junio-julio de 1930. La reseña periodística apare­ció en La Crónica del 6 de noviembre de 1923.