OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

JOSE CARLOS MARIATEGUI

 

ECUADOR

BENJAMIN CARRION

 

 

Mi voluntad es afirmativa, mi temperamento es de constructor, y nada me es más antitético que el bohe­mio puramente iconoclasta y disolvente; pero mi misión ante el pasado parece ser la de votar en contra.

El pasado nos interesa en la medida en que puede ser­vimos para explicarnos el presente. Las generaciones constructivas sienten el pasado como una raíz, como una causa. Jamás lo sienten como un programa.

El maquinismo, y sobre todo el taylorismo, han hecho odioso el trabajo. Pero sólo porque lo han degradado y rebajado, despojándolo de su virtud de creación.

El arte tiene necesidad de alimentarse de la savia de una tradición, de una historia, de un pueblo.

La obra maestra no florece sino en un terreno abonado por una anónima u oscura multitud de obras mediocres.

Toda crítica obedece a preocupaciones de filósofo, de político o de moralista.

Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la exégesis litera­ria todas mis pasiones e ideas políticas, aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en el lenguaje corriente, debo declarar que la política en mi es filosofía y religión.

No sobrevive sino el precursor, el anticipador, el suscitador.

 

 

J. C. M.

 

 

JOSE CARLOS MARIATEGUI

Por Benjamín Carrión

NUTRIDO de occidentalidad, dueño de una cultura ritmando con todos los toques de avan­zada del pensamiento europeo, José Carlos Ma­riátegui representa una fuerza de crítica y cons­trucción, de acción y sugerencia, de apostolado y de batalla, que hacen de él, incontestablemente, uno de los jefes espirituales de la América mo­derna en la lucha por desentrañar la auténtica realidad de nuestros pueblos y construir su per­sonalidad, estructurarlos para la vida política, económica y social, de acuerdo con su ideal y su verdad.

No hacen falta especiales dones de previsión para afirmar que su ideología, vigorosa, nervio­sa, apasionada, ha de cavar surco profundo en el devenir político y social de Hispanoamérica —a la que yo me resistiré siempre a llamar Indo­américa, como el mismo Mariátegui la llama, y menos aún esa barbaridad moral, histórica y gra­matical de Indolatinia, que por snobismo inex­cusable, propio de malas revistillas de vanguar­dia, fue llevado a la nueva Constitución del Ecuador.

El secreto de Mariátegui:.no es el catedrático dogmatizante —en cátedra de pedantería puede ser convertido el periódico, el folleto, el libro— ­que, armado de citas de primera o segunda ma­no, como antes se armaban los dómines de una verga, nos ataca con teorías trasplantadas, ex­puestas sin claridad ni belleza, a pesar de los consejos de Rodó, que es uno de los que más vandálicamente se saquea y se cita; no es el moralista baboso, que para decir vulgaridades adop­ta aires de evangelizador; no es el expositor frío de sistemas y tesis, que esconde bajo la capa barata de la serenidad, su espíritu infecundo; no es el romántico luchador elocuente ni el lírico glosador de utopías: fauna toda ésta que puebla los países hispano-americanos, enfermos de li­derismo y de politiquería, enamorados del mitin y de la plaza pública. José Carlos Mariátegui —aun cuando él mismo parece sostener lo con­trario— estructura en forma orgánica sus cam­pañas ideológicas, sin llegar al uso del papel de embalaje de la sistematización lógica, que las momificaría. Es natural: Mariátegui, antes de lanzarse a la acción, se ha construido reciamente a sí mismo en la vigilia porfiada con el libro y el dato, y en la directa observación de la tierra, de los hombres, de los pueblos. José Carlos Ma­riátegui, a su potencia excepcional de ver claro y hondo une la gran virtud de los hombres de lucha, de todos los hombres, simplemente: el don de apasionarse. Y convencido de la suma gran­deza de ese don, no trata de envolverlo en feme­ninos circunloquios de serenidad, de imparciali­dad, de mesure.1 El lo advierte críticamente en sí mismo, y lo proclama.

Preciso es no confundir la pasión con la vio­lencia. Detesto esta última como un resabio feli­no, como una supervivencia del bruto que veinte siglos de Cristo, de domesticación por las artes y por la cultura, han tratado de exterminar en el hombre: Detesto la violencia. Pero amo en cambio la pasión, que es el resumen de las su­perioridades humanas: Fe, Esperanza, Amor.

La imparcialidad, la calma, la mesure, son vir­tudes admirables y útiles en pueblos fatigados de historia, que han llegado ya, con su carga de gloria y de experiencia; como Francia, por ejem­plo, cuyo sistema orgánico se basa en las clases medias, en la pequeña burguesía ahorradora, ha­cendosa y limitada. Un príncipe hindú, que ha­bía aprendido a amar en los libros y en la Historia esta igualdad discreta de Francia, visitó encantado, de un extremo a otro, todas las suaves y dulces comarcas de la nación-jardín. Y al sentir la delicia apacible y sedante de este paisaje peinado y matizado, sin la accidentación catastrófica y brutal de los Andes y de los Himalayas, declaró comprenderlo y explicárselo todo: los hombres, ni grandes ni pequeños, ni morenos ni rubios; la libertad andando por las calles; la claridad; la sagesse.2 La música de Debussy, la pintura de Wateau, la lírica de Mallarmé.

Nuestra América necesita, digo mal, nuestra América, como fruto de su clima, debe producir hombres de pasión, porque se encuentra en un periodo de choque, de desentrañamiento, de desbroce. Quienes sueñan para este instante de los pueblos hispanoamericanos con los Coolidge o los Hoover de encargo —como se encarga un Ford o un W. C.— están en el más grande error. Esos hombres vendrán, si es que en alguna época son siquiera deseables, cuando nos hayamos hundido en el embrutecimiento de la materia y la máquina, cuando el valor hombre se haya igualado al valor hierro o petróleo en la misma utilidad como materia prima. Cuando, según la dura expresión de Duhamel, los yanquis hayan inventado el hombre-herramienta, como ya han inventado el buey de trabajo, la vaca lechera, la gallina que pone todo el año y el puerco especializado en dar manteca...

Necesitamos hombres apasionados, no violentos. Entre nosotros, la pasión es Bolívar, es Sarmiento, es García Moreno, es González Prada, es Montalvo, es Vasconcelos. La violencia es Rosas, es Guzmán Blanco, son todos los panfletarios y todos los tiranos que, en el balance gubernamental y literario de los países de América, se encuentran en incontestable mayoría.

Desagrada tanto el calificativo de imparcial y de sereno a los hombres de verdadero talento en nuestras tierras —porque saben que dicho calificativo encierra en sí la acusación de tibieza de espíritu— que aun aquéllos cuya coraza de hombres civilizados y occidentalizados parece proteger contra la pasión; aun Alfonso Reyes, el esteta clásico de Simpatías y Diferencias; aun Zaldumbide, han hecho protestas de su capacidad de enardecimiento y de fervor. Así se explica el hecho, a primera vista extraño, de que, aun dentro de creencias y opiniones diferentes, los intelectuales hispanoamericanos que se han acercado más a Europa, que viven en París, se apasionen tanto por espíritus que son algo más que apasionados: León Daudet, por ejemplo.

Charles Louis Philiphe, una de las figuras más nobles y amables de la literatura contemporánea en todos los países, se rebela contra el aplanamiento de los espíritus, contra la literatura sin humanidad y sin potencia:

«... Anatole France es delicioso, sabe todo, todo lo expresa, y es precisamente a causa de ello que él pertenece a una raza de escritores que termina: con él se cierra la literatura del siglo XIX. Ahora necesitamos bárbaros. Es necesario haber vivido muy cerca de Dios sin haberlo estudiado en los libros. Es necesario que se tenga una visión de la vida, que se tenga fuerza, que se tenga rabia. El tiempo de la dulzura y del diletantismo pasó ya. Ahora es el tiempo de la pasión».

Hombres apasionados, no hombres violentos; menos aún gentes que simulan pasión para los fines del liderismo y de la populachería. Dentro de nuestra generación, el hombre apasionado y fuerte: José Carlos Mariátegui:

«Mis juicios se nutren de mis ideales, de mis sentimientos, de mis pasiones»:

Mutsu-Hito, el creador del Japón moderno es, quizás, el hombre de Estado de más fuerza en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del siglo XX; el de más larga y profunda visión, menos ruidoso que Bismark, que Cavour, que Napoleón III, pero más realizador. Calladamente, como saben hacerlo los hombres de su raza, esparció por Occidente, por todos los países sustentadores de cultura en Occidente, antenas captadoras de civilización: las Universidades, los laboratorios, las fábricas europeas se repletaron de hombrecitos silenciosos y sonrientes, suaves y comedidos que, sin estorbar a nadie, se metían por todos los resquicios de la vida occidental y le exprimían el jugo de todos sus secretos. Como enjambre de hormigas en faena, los que se iban al Japón llevando su aporte de conocimientos, eran inmediatamente reemplazados por otros, sin que fuera posible advertir el cambio: quedaba siempre en Europa el mismo número de pares de ojillos escrutadores y sonrientes. El mundo, acaparado por el ruido de Napoleón III, de Bismark, de Cavour, que trataban de integrar o en- grandecer sus países —según la costumbre occidental— a cañonazos, no se daba cuenta del silencioso milagro japonés; hasta que un buen día, a costa del inmenso Imperio de los zares, el Universo se despertó con la noticia del advenimiento de una potencia de primer orden, capaz de ejercer, sin contradicción hasta ahora,3 la hegemonía sobre el Extremo Oriente. Una potencia con la cual, en adelante, sería necesario contar en todos los conciliábulos de las grandes países, para la paz como para la guerra.

Es que la atracción de cultura, dentro de una época en que la civilización marca definitivamente sus tendencias a universalizarse, constituye uno de los problemas fundamentales de los pueblos nuevos, o simplemente apartados de los cauces centrales de la civilización occidental, que mantiene en esta época la hegemonía del mundo.

En países como los nuestros el problema de atracción de cultura es definitivo. Desgraciadamente, nuestra conducta política sin línea, sin continuidad, hace que cada Gobierno no mire sino dentro de un período reducido: el corto período de una administración que, en los países de Hispanoamérica es, generalmente, de cuatro a cinco años. Así se explica lo burlesco de este dato: entre todas las realizaciones posibles, en América se prefiere la colocación de la primera piedra. Gesto simbólico de iniciación, que la práctica lo está cambiando en símbolo de entierro. Entierro con discursos y solemnidades, de la aspiración de un pueblo, de una región. So­terradas en nuestros campos y en nuestras ciu­dades, señalando un intento de ferrocarril, de escuela, de monumento, hay millares de primeras piedras. (Hasta se ha dado el caso de que, olvi­dando uña ceremonia idéntica, realizada años atrás, se haya escogido el mismo lugar en que ya había sido enterrada una primera piedra para enterrar otra). Cuando no es la primera piedra es el cimiento del edificio, hasta la altura que permita colocar una placa conmemorativa con el nombre del iniciador. Nada más. El sucesor en el Gobierno no se volverá a acordar de la obra, o, simplemente, hará retirar la placa.

En cambio, la obra de atraer cultura por me­dio de becas y pensiones es de resultados largos; la gloria de los frutos será para otros, pues que los pensionados no regresarán al país en el mismo período de aquél que los envía... Hay, pues, resistencias poderosas. Pero cómo algo es preciso hacer en este sentido, se opta por una solución de resultados inmediatos, de apariencia y re­lumbrón: se piden profesores extranjeros. Yo no ataco el sistema en general. Pero es preciso com­prender que no es la teoría científica —expli­cada en pésimo castellano— la que nos hace principalmente falta: ella nos llegará, directa, en su fuente misma, con el libro y la revista. Lo que hace falta es que nuestros espíritus mozos, seleccionados, aptos, vean, oigan, palpen, la civi­lización. Que se acostumbren, que se familiaricen con ella. Así ellos nos la traerán más eficazmen­te y sabrán aclimatarla en forma de insinuación, de consejo, de realización; nos la harán ver y sentir. La civilización nos llegará con ellos más humanizada, más familiar, más nuestra.

José Carlos Mariátegui, la figura joven más alta y pura del socialismo hispanoamericano, el campeón del indigenismo peruano, es el más grande ejemplo: «He hecho en Europa mi mejor aprendizaje. Y creo que no hay salvación para Indoamérica sin la ciencia y el pensamiento eu­ropeos u occidentales».

Cuando un país de los nuestros quiera salvarse por la cultura, quiera hallarse a sí mismo, por lo menos, tendrá que enviar a Occidente hombres como Mariátegui, o que de él tengan siquiera la inquietud del espíritu y la recta intención. No los gomosos, niños bien, que se envían gene­ralmente.

A causa de su obra Escena Contemporánea, Mariátegui fue tachado de europeizante. Su mi­rada ancha y larga, capaz de extenderse al pa­norama universal, se entretuvo en estudiar si­tuaciones y problemas de valor e influencia uni­versales, no para la ciega imitación ni para el trasplante inconsulto, sino para el juicio y la crítica, para la deducción histórica, que podrían dar su aprovechamiento al caso peculiar de estas tierras. Y es con mirada universalista que en­foca los problemas nuestros, para llegar a plan­teamientos y a soluciones que, conservando su totalismo humano, son enraizada y profundamen­te americanos, peruanos, incaicos.

Mariátegui no es un europeizante: es un uni­versalista. La marcha del hombre, sus conquis­tas, el devenir de su cultura, le interesan en to­dos los sitios, y cree que es preciso buscar la civilización donde se encuentre. Hoy se encuen­tra radicado en Occidente. Mariátegui ha ido allá.

La obra toda de Mariátegui —el sociólogo, el ensayista, el crítico y el luchador— tiene una orientación vertical: su convicción socialista mar­xista. El, que no sabe de las astucias serpentinas y que, sin ser brutal, es ante todo franco y lle­no de lealtad, lo declara en el pórtico dé su obra capital, Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana: «Tengo una declarada y ca­tegórica ambición: la de concurrir a la creación del socialismo peruana. La índole de este en­sayo no nos permite seguir a Mariátegui en el desarrollo de su tesis política —que por lo de­más es una aplicación peculiar de las doctrinas marxistas a la realidad del Perú—, en la cual pone la fuerza apasionada de su proselitismo. Pe­ro, al paso, admiraremos una especie como de efluvio de sinceridad que, unido a la potencia de una dialéctica apretada, sabe poner en pie, dar vida, humanizar los problemas que toca y que resuelve. Es que Mariátegui sabe darse todo entero a la marcha de su ideal. Sin las reservas gazmoñas o interesadas, sin el grito efectista que reclama, como los latiguillos en el teatro, el fácil aplauso de las galerías.

La influencia de Mariátegui, hablando a públicos acostumbrados a la oratoria y al halago habilidoso de pasiones momentáneas, sorprende a primera vista. En efecto, él se halla muy lejos de lo que pudiéramos llamar el barresismo: ofrecerse de abanderado a tropas que buscan el abanderado, dar el grito de avance a tropas que están ansiosas de escuchar ese grito. Al contrario, la prédica de Mariátegui, limeño de Lima  y escribiendo en Lima, al enarbolar el estandarte cuzqueñista o indigenista en medio de un ambiente lógicamente adverso, es una prédica que entra en el orden que pudiéramos llamar misionero: prédica que busca convertir y que, confiada en su verdad, está segura de vencer a los infieles a quienes va dirigida.

El socialismo por el que Mariátegui lucha es el marxismo escueto y fundamental. Preciso es anotarlo, porque eso significa mucho en la obra de este gran espíritu. Podría haberse valido, en efecto, del fácil efectismo humanitarista, de un socialismo moral que llegue más pronto al corazón de pueblos que tienen una grande capacidad para las reacciones sentimentales. El, sincero, no quiso hacerlo nunca. Siguió rectilíneamente la trayectoria inflexible de su verdad. Y sus campañas, de orden intelectual, son implacables.

La obra convictiva de Mariátegui, siendo llena de pasión, no es plañidera ni declamadora: áspero en la censura, su dureza nace más del poder de la realidad que descubre que del tono o de las palabras que emplea para condenar. No se queja, acusa. Le place dar a su sistema crítico un poco del valor jurídico de un proceso. Aun la terminología que emplea corrientemente, denuncia el procedimiento: enjuicia la realidad, argumenta, trata de probar su punto de vista, y al final casi siempre, condena: «Contra lo que ba­ratamente pudiera sospecharse, mi voluntad es afirmativa, mi temperamento es de constructor, y nada me es más antitético que el bohemio puramente iconoclasta y disolvente; pero mi mi­sión ante el pasado parece ser la de votar en contra.

Desde luego, Mariátegui es un arremetedor, un proselitista apasionado. Cuando en el curso de un desenvolvimiento capaz de desembocar en una conclusión favorable a su postulado, encuentra un fantasma que le estorba —algunas veces puede ser un fantasma inocente o inofensivo— él lo ata­ca y lo derriba. Es a veces injusto: nunca astuto, nunca malicioso, nunca abogadil. Al desarrollar sus tesis económicas, agrarias, de colonización, se muestra francamente injusto para España: ca­yendo en la deplorable costumbre —él, el hom­bre de las actitudes rectificadoras— de atacarla no por su obra colonizadora en América, en sí misma —que seguramente merece muchos repro­ches junto a muchas loanzas—, sino en compa­ración a la obra colonizadora de otros pueblos. Y eso, si se tienen en cuenta razones elementa­les de crítica histórica —época, realidad—, es honradamente insostenible. Pero como éste no es el momento de oponer- una convicción a otra convicción, una pasión a otra, sólo señalo —y no como un defecto, sino como una afirmación de cualidad combatidora— esta modalidad de ata­que del gran pensador peruano; reservándole mi adhesión para su método, para su actitud, y pa­ra buena parte de sus tesis de orden social o de valor americano.

Pero me resistiré a aceptar su particularismo indigenista. Creo que se puede sostener la pri­macía de lo indígena en la adopción de matrices directoras para la modelación del porvenir de América: lo natural es que eso hubiera ya ocu­rrido, pues la potencia modeladora de una ci­vilización, cuando es más fuerte y es más justa, ayudada por la fuerza del medio físico, acaba siempre por imponerse y marcar su estigma so­bre los invasores y los colonizadores. Ejemplos: el milagro mosaísta-cristiano sobre los conquistadores de Israel; el milagro griego sobre los ro­manos. En lo que no creo es en la exclusividad de lo indígena, en la hostilidad de lo indígena contra lo español. La historia no rehace sus ca­minos. La fusión hispano-indígena —que yo con­sidero universalista y generosa de parte de los españoles de una época (que es también esta épo­ca para los conquistadores modernos) en que co­lonizar era exterminar a los indígenas— es el primer paso nuestro hacia la universalización. Propugnar un indigenismo hostil cuando ya no existe la dominación efectiva, cuando los ele­mentos que se quiere levantar el uno contra el otro se hallan confundidos, me parece sencilla­mente nefasto, inhumano, históricamente falso. Como el actual antisemitismo europeo. Peor que la xenofobia china y la xenofobia yanqui. Como si en la Francia actual, en nombre de un indi­genismo galo, se armara una cruzada contra lo grecolatino... Está bien la lírica algarada de Valcárcel; admirable el fundamental indigenis­mo agrario de Mariátegui. Y en la campaña con­tra la hegemonía de Lima, en el Perú, me pare­ce que militan grandes razones de justicia y de verdad histórica. ¿Pero el exclusivismo indige­nista, como una teoría basamental para el futu­ro de América? Me quedo yo con Vasconcelos: «Por España y por el Indio».

Al enjuiciar —es su verbo predilecto— la rea­lidad peruana, José Carlos Mariátegui se detie­ne con cierta delectación ante el fenómeno lite­rario. Y su ensayo El proceso de la Literatura, iluminado a la luz nueva de su ideología político ­social, nos descubre un crítico penetrante, libre, de un poderoso discernimiento estético. Su posi­ción en este orden es, como todas sus posiciones, resuelta:

«Declaro, sin .escrúpulo, que traigo a la exé­gesis literaria todas mis pasiones e ideas políti­cas, aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en el lenguaje corriente, debo agregar que la política en mí es filosofía y reli­gión». Sería larga la cita de las líneas que Mariátegui dedica a precisar su posición de esteta fundida a su posición de político. Es sincero y fuerte en ellas.

Sin dejar, desde luego, su mirador apasiona- do, hay momentos en que Mariátegui, frente a la pura obra de arte —aunque halle en ella reminiscencias de ideologías generatrices distintas de la suya— es dominado por la admiración artística esencial, sin mezcla de razonamiento. Tal le ocurre frente a un poeta que, según Mariátegui, «dice a los hombres su mensaje divino», y cuya poesía —sigue hablando Mariátegui— «es una versión encantada y alucinada de la vida»; José María Eguren.

Frente a la pureza del autor de La canción de las figuras se detiene el doctrinario, el político, para dejar sitio a la admiración unciosa del esteta pocos habrán sabido sentir más hondo el júbilo de la comprensión, la beatitud del acercamiento a la belleza, como José Carlos Mariátegui ante la poesía de José María Eguren.

En el proceso de la literatura peruana ve diversas fases: el "colonialismo", un intento fracasado de "criollismo", y cree que se están abriendo los caminos hacia el "indigenismo" que, según él, representa «un estado de conciencia del Perú nuevo». Y en el desarrollo de esta tesis sostiene audazmente que, más que del pasado indígena ya muerto, más que de la civilización abolida, las direcciones indigenistas llegan de afuera, de las diversas influencias internacionales que se hacen sentir sobre la literatura, y que el cosmopolitismo abrirá las puertas al indigenismo: «Por los caminos universales, ecuménicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos».

Amauta, la gran revista de José Carlos Mariátegui, el papel de más nobleza y rectitud que se haya publicado en América, representa no sólo la voz del gran agitador espiritual, sino el núcleo en torno al cual se configura un vasto movimiento de renovación peruana, de renovación americana. El símbolo —Amauta, gran sacerdote, adivino y profeta del Imperio incaico— parece querer limitar el alcance y el significado de la obra a la tendencia primordialmente indigenista. Pero la potencia intelectual de Mariátegui, su liberalidad, su amplitud de hombre civilizado y civilizador, lo llevaron necesariamente más lejos. Más allá del indigenismo, como una orientación directiva de ideología y de acción; más allá del marxismo, como matriz intelectual de lucha, hay en Amauta un espíritu francamente universalista. Y el Amauta simbólico ya no protege sólo a los pobladores del antiguo y poderoso Imperio de Tahuantinsuyo, sino al Continente entero. No conozco que se haya publicado en ningún sitio del mundo un órgano resueltamente partidarista y doctrinario, una revista de agitación y de lucha que haya tenido el vuelo cosmopolita, la trascendencia de contenido espiritual y aun el valor editorial que Amauta.

La revista de Mariátegui comenzó a realizar el milagro de unificar, quizás más aún, de crear una conciencia continental indoespañola. Veinte años antes —y desde París entonces— otros peruanos, los hermanos García Calderón, habían, como lo afirmé en otra ocasión, «enseñado a pensar continentalmente» con la creación y el mantenimiento de La Revista de América. Pero lo que Francisco y Ventura García Calderón iniciaron en el orden del americanismo literario, Mariátegui lo afirma en el terreno de la inquietud renovadora político-social. Los grandes esfuerzos individuales, la siembra fecunda de Bunge, de Ugarte, de Palacios, de Rodó, de Vasconcelos, no encontraba terrenos preparados, no encontraba unidad de auditorio a través del Continente desligado. Faltaba algo que mantuviera un estado de amplia tensión simpática al mismo tiempo y en todos los países; algo que hiciera a todos los oídos estar atentos a la vez para escuchar las mismas voces. Nobilísima —y muy fértil— en este sentido, la obra del admirable García Monge y su Repertorio Americano. Pero la llegada de Amauta fue el advenimiento del verdadero órgano de la inquietud continental.

Cuando este ensayo estaba por cerrarse llega de Lima esta noticia brutal: la muerte de José Carlos Mariátegui, de quien justamente espera­ba una carta. No lo conocí personalmente. Nun­ca —a pesar de mi simpatía y de mi admiración—­ pude complacer a su solicitud benévola y premio­sa de colaborar en su revista. Sabía, eso sí, de su lucha heroica contra la miseria física, impla­cable. Lo sabía enfermo, golpeado por la vida rudamente; pero siempre encendido en su fe y siempre rectilíneo en sus campañas. Haciendo obra de luchador indomable dentro de un am­biente político hostil, y combatiendo tendencias —la hegemonía limeña, por ejemplo— enraiza­das en el medio mismo en que vivía.

Al admirar la obra —imbécilmente detenida por la muerte— de José Carlos Mariátegui, se nos presenta obsesionado por el fantasma de la po­tencia vasca en la historia de América y de Es­paña, teñido de tragedia. En la historia de los grandes fanatismos, sobre todo. Aquel vasco ge­nial, Simón Bolívar, realizó la obra de un fana­tismo delirante más extraordinaria del siglo XIX. Ahora el apellido vasco de este desaparecido —Mariátegui— contenía para mí, un caudal de esperanzas impregnado de una especie de reli­giosidad fanática. Ante él, ante lo que de él sa­bía y lo que de él leía, las más locas ilusiones hacían retroceder lo imposible. Pensando en él, me parecía que había llegado ya la hora del ad­venimiento...

La obra apostolar de Mariátegui ha tenido mu­cho de religiosa, sobre todo en la forma de pro­pagarse y de vivir. Cenáculos cerrados practi­caban su culto en Madrid, en París, en Londres, en Berlín. Grupos de hispanoamericanos morenos, inquietos y nerviosos se reunían, como para una conjuración libertaria o como huyendo de perse­cuciones —en catacumbas improvisabas en cuartos de hotel— para leer Amauta y comentarla. Grupos en los que, como en los comienzos de toda religión, se iluminaban las llamas de voces de mujeres.

En América la palabra de Mariátegui, su soplo vitalizador, corrió los lomos de la gran cordillera e inundó todos los valles. Su voz hizo eco en socios los lugares. Siento que con la muerte de Mariátegui se ha ido mucho de la nobleza y la virtud de nuestro tiempo. Siento que con la muerte de Mariátegui se ha ido mucho de la es­peranza —de la esperanza inmediata— de América.


NOTAS:

1 Medida.

2 sabiduría.

3 Téngase presente que este ensayo fue inicialmente publicado en 1930.