OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

JOSE CARLOS MARIATEGUI

 

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LA SINFONIA INCONCLUSA

ERA un día del año 1928. Se recordaba el cen­tenario de Schubert y, en la casa de Amauta, con­versábamos Mariátegui, Eguren y yo del gran músico, muerto en plena juventud.

«Schubert —dijo José Carlos— es el músico de la Viena romántica. Sus Heder son la expresión del alma austríaca tan musical y lírica. Hay que evocarlo en las hosterías de las campiñas de su tierra, improvisando al piano, ante una grupa de amigos, sus canciones aladas y desbordantes de ternura. A pesar de la evolución de las formas musicales estas canciones perduran por lo que tie­nen de sinceridad y de emoción».

«Su Serenata —apuntó Eguren— es como la María de Jorge Isaacs, un idilio inocente e in­mortal».

«¿Y la Sinfonía Inconclusa —pregunté ye—, qué le parece esa obra que no pudo terminar y de la que sólo se ejecutan dos movimientos en los con­ciertos?»

Mariátegui calló un momento, antes de con­testar.

«No hay ninguna obra inconclusa en arte. Ya lo ve Ud.; esta sinfonía sólo se compone de dos movimientos y, sin embargo, su belleza y su acento patético llegan a todas las sensibilidades, porque el compositor puso en ella, así inacabada, todas las posibilidades de su arte...»

Se hizo un silencio. Mariátegui prosiguió:

«Habría que publicar una nota, en Amauta sobre Schubert».

Después de muchos años resuenan en mi memoria las palabras de Mariátegui: «No hay ninguna obra inconclusa en arte».

Su vida, que termina a los 35 años, cuando resplandecía en toda su plenitud su talento, es la Sinfonía inconclusa, no incompleta.

Realiza Mariátegui obra singularmente fecunda; de posibilidades extraordinarias y asentadas en la realidad, Es un idealista —la pureza de su serenidad en el sufrimiento, su entereza en sus convicciones así lo definen— y un realista, que se enfrenta a los problemas históricos y humanos de su época.

En la Sinfonía Inconclusa podría encontrarse un signo de su vida y de su obra. Sólo alcanzó a escribir dos movimientos, pero con ellos levantó la arquitectura de una conciencia y de un ideal.

Mariátegui, para emprender viaje a la Argentina, esperaba una respuesta de Samuel Glusberg, que preparaba alojamiento en Buenos Aires para el escritor y su familia. En Santiago, Luis Alberto Sánchez tenía ya listo el ciclo de cuatro conferencias que debía dictar, en esa ciudad, el autor de los Siete Ensayos. Se aguardaba con vivísimo interés, tanto en Chile como en la Argentina, la llegada del mensajero, del sembrador de ideas, del gran socialista peruano.

Pero, al principio de Marzo de 1930, la antigua dolencia de José Carlos —aparentemente curada— vuelve a atacar con más virulencia el frágil cuerpo y hay que trasladar a Mariátegui a una clínica. El Dr. Quesada, y con él otros médicos, atiende al enfermo. Amauta, que se encontraba en prensa, no se interrumpe. En su número 28 había publicado el último artículo escrito por su director: "Popularismo literario y estabilización capitalista". El número 29 trae detalles de la enfermedad de Mariátegui, además un boletín diario publicado por la "Sociedad Editora Amauta" informaba sobre la salud del eminente escritor.

¡Qué angustia —y al mismo tiempo no perdíamos la esperanza— la de todos nosotros, los que admirábamos y queríamos a Mariátegui!

En el cuerpo del escritor, mutilado ya una vez, el bisturí ha vuelto a cortar la carne doliente. Transfusiones de sangre e inyecciones de suero detienen esa vida, que se escapa. Los médicos, doctores Quesada, Carvallo, Villarán, Encinas, Pasee y Roe se reúnen, en junta, para polarizar sus conocimientos y vencer la infección. Hay una ligera mejoría, esa mejoría que en las enfermedades graves precede casi siempre a la etapa final. ¡Cómo nos alienta la esperanza! José Carlos no puede, no debe morir. Nuestro afecto no se resigna a perderlo. «Mi vida es una flecha que ha de llegar a su destino», había dicho Mariátegui, alguna vez. Pero la trayectoria estaba vencida y el dardo había penetrado en su punto.

Los dos tiempos de la Sinfonía resonaban armoniosos, patéticos, adoloridos y, a la vez, serenos y plenos de esperanza.

En una cama de la Clínica Villarán agonizaba el pequeño gran Amauta del Perú. Un grupo de artistas —Mariátegui pertenece ya a la posteridad— dibuja la faz contraída por el rictus de la agonía y el escultor Ocaña prepara el yeso para la mascarilla mortuoria.

Madrugada del 16 de Abril. Toda la noche ha repetido Mariátegui, entre quejidos y estertores, un solo nombre: «Anita». Ella —la acompañan Julio César Mariátegui, Tomás Escajadillo, entonces estudiante de Medicina, Posada— tiene en sus manos la del compañero moribundo. El conserva todavía un poco de lucidez. Y con la lengua ya trabada pide a su hermano cuide de sus pequeños hijos. Su última palabra, entrecortada, balbuciente, con un dejo desgarrador, es: «Aníta, adiós».

A las ocho de la mañana un último y fuerte quejido, y el gran corazón de José Carlos Mariátegui cesó de latir.

Día 17 de Abril, en la casa de la calle Wáshington. Allí, en su ataúd, reposa José Carlos Mariátegui. Desfilan ante los restos del escritor gentes y gentes. Admiradores, familiares, amigos, simples conocidos. La emoción es unánime y honda. De pronto un sollozo rompe el silencio y persiste por largo tiempo. Es una camarada que no puede controlar su pesar. Y el sollozo alterna con palabras incoherentes: «Camarada, camarada, adiós...»

Anita no llora. Su dolor no se manifiesta con lágrimas. En un rincón, calladamente, escucha las frases de sentimiento —sentimiento auténtico— que se le dirigen. A veces tiene que levantarse a atender algún menester hogareño. Ella no tiene empleadas que le permitan sufrir en paz, haciendo ellas los quehaceres de la casa. La compañera del escritor proletario ha de trabajar, aún sufriendo. De su rostro han desaparecido los "rurales colores"; ella le dio toda su vida, su juventud, su lozanía a José Carlos.

Los obreros se turnan para acompañar al amigo muerto. Y cuando el ataúd, con los restos de Mariátegui, es sacado de la casa, no permiten que los lleve la carroza. Desde la calle Washington hasta Maravillas, donde se encuentra la ciudad de los muertos, conducen en hombros al compañero que duerme. Y todos van a pie hasta el cementerio, silenciosos, afligidos, ofreciendo a Mariátegui su cariño y su tristeza.

¿Tristeza? Sí, inmensa, universal, sin reservas. Pero esa tristeza se expresará con una gran canción: ante la caja que contiene el pobre cuerpo frágil estalla el himno de los trabajadores, la Internacional, y flota la bandera roja del proletariado.

En las líneas de tranvía se ha hecho el silencio por cinco minutos; es que ha pasado el cadáver del camarada José Carlos Mariátegui.