OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

LA ESCENA CONTEMPORANEA

 

     

EL IMPERIO Y LA DEMOCRACIA YANQUIS

 

 

Con Mr. Coolidge y Mr. Dawes en el gobierno de los Estados Unidos, no es posible esperar que la causa de la libertad y de la democracia wilsonianas progresen gaya y beatamente como los brindis de Ginebra auguraban. Las elecciones norteamericanas han sancionado la política de Mr. Hughes y Mr. Coolidge. Política nacionalista, imperialista, que aleja al mundo de las generosas y honestas ilusiones de los fautores de la liga wilsoniana.

Los Estados Unidos, manteniendo una actitud imperialista, cumplen su destino histórico. El imperialismo, como lo ha dicho Lenin, en un panfleto revolucionario, es la última etapa del capitalismo. Como lo ha dicho Spengler, en una obra filosófica y científica, es la última estación política de una cultura. Los Estados Unidos, más que una gran democracia son un gran imperio. La forma republicana no significa nada. El crecimiento capitalista de los Estados Unidos tenía que desembocar en una conclusión imperialista. El capitalismo norteamericano no puede desarrollarse más dentro de los confines de los Estados Unidos y de sus colonias. Manifiesta, por esto, una gran fuerza de expansión y de dominio. Wilson quiso noblemente combatir por una Nueva Libertad, pero combatió, en verdad, por un nuevo imperio. Una fuerza histórica, superior a sus designios, lo  empujó a la guerra. La participación de los Estados Unidos en la guerra mundial fue dictada por un interés imperialista. Exaltando, elocuente y solemnemente, su carácter decisivo, el verbo de Wilson sirvió a la afirmación del Imperio. Los Estados Unidos, decidiendo el éxito de la guerra, se convirtieron repentinamente en árbitros de la suerte de Europa. Sus bancos y sus fábricas rescataron, las acciones y los valores norteamericanos que poseía Europa. Empezaron, en seguida; a acaparar acciones y valores europeos. Europa pasó de la condición de acreedora a la de deudora de los Estados Unidos. En los Estados Unidos se acumuló más de la mitad del oro del mundo. Adquiridos estos resultados, los yanquis sintieron instintivamente la necesidad de defenderlos y, acrecentarlos. Necesitaron, por esto, licenciar a Wilson. El verbo de Wilson, los embarazaba y molestaba. El programa wilsoniano, útil en tiempo de guerra, resultaba inoportuno en tiempo de paz. La Nueva Libertad, propugnada por Wilson, convenía a todo el mundo, menos a los Estados Unidos. Volvieron, así, los republicanos al poder.

¿Qué cosa habría podido inducir a los Estados Unidos a regresar, aunque no fuera sino muy tibia y parcamente, a la política wilsoniana? El candidato demócrata Davis era un ciudadano prudente, un diplomático pacato, sin la inquietud ni la imaginación de Wilson. Los Estados Unidos podían haberle confiado el gobierno sin peligro para sus intereses imperiales. Pero Coolidge ofrecía más garantías y mejores fianzas. Coolidge no se llama sino republicano, en tanto que Davis se llama demócrata, denominación, en todo caso, un poco sospechosa. Davis, tenía, además, el defecto de ser orador. Coolidge, en cambio, silencioso, taciturno, estaba exento de los peligros de la elocuencia. Por otra parte, en el partido demócrata quedaba mucha gente, impregnada todavía de ideas wilsonianas. Mientras tanto, el partido republicano había conseguido separarse de sus Lafollette, esto es de sus hombres más exuberantes e impetuosos. Lafollette, naturalmente, era para el capitalismo y el imperialismo norteamericanos un candidato absurdo. Un disidente peligroso, un desertor herético de las filas republicanas y de sus ponderados principios.

La elección de Mr. Calvin Coolidge no podía sorprender, por ende, sino a muy poca gente. La mayor parte de los espectadores y observadores de la vida norteamericana la preveía y la aguardaba. Aparecía evidente la improbabilidad de que los Estados Unidos, o mejor dicho sus capitalistas, quisiesen cambiar de política. ¿Para qué podían querer cambiarla? Con Coolidge las cosas no andaban mal. A Coolidge le faltaba estatura histórica, relieve mundial. Pero para algo había periódicos, agencias y escritores listos a inventarle una personalidad estupenda a una candidata la Presidencia de la República. La biografía la personalidad reales de Coolidge tenían pocas cosas de qué asirse; pero los periódicos, agencia y escritores descubrieron entre ellas una verdaderamente preciosa: el silencio. Y Coolidge nos ha sido presentado como una gran figura silenciosa, taciturna, enigmática. Es la antítesis de la gran figura parlante, elocuente, universitaria, de Wilson. Wilson era el Verbo; Coolidge es el Silencio. Las agencias, los periódicos, etc., nos dicen que Coolidge no habla, pero que piensa mucho. Generalmente estos hombres mudos, taciturnos, no callan porque les guste el silencio sino porque no tienen nada que decir. Pero a la humanidad le agrada y le atrae irresistiblemente todo lo que tiene algo de enigma, de esfinge y de abracadabra. La humanidad suele amar al verbo; pero respeta siempre el silencio. Además, el silencio es de oro. Y esto explica su prestigio en los Estados Unidos.

Es cierto que si los Estados Unidos son un imperio son también una democracia. Bien. Pero lo actual, lo prevaleciente en los Estados Unidos es hoy el imperio. Los demócratas representan más a la democracia; los republicanos representan más el imperio. Es natural, es lógico, por consiguiente, que las elecciones las hayan ganado los republicanos y no los demócratas.

El imperio yanqui es una realidad más evidente, más contrastable que la democracia yanqui. Este imperio no tiene todavía muchas trazas de dominar el mundo con sus soldados; pero sí de dominarlo con su dinero. Y un imperio no necesita hoy más. La organización o desorganización, del mundo, en esta época, es económica antes que política. El poder económico confiere poder político. Ahí donde los imperios antiguos desembarcaban sus ejércitos, a los imperios modernos les basta con desembarcar sus banqueros. Los Estados Unidos poseen, actualmente, la mayor parte del oro del mundo. Son una nación pletórica de oro que convive con naciones desmonetizada, exhaustas, casi mendigas. Puede, pues, dictarles su voluntad a cambio de un poco de su oro. El plan Dawes, que los Estados europeos juzgan salvador y taumatúrgico, es, ante todo, un plan de la banca norteamericana. Morgan fue el empresario y el manager1 de la conferencia de Londres. Los fautores de la política de reconstrucción europea hablan de los Estados Unidos como de un árbitro. Los libros de Nittí, verbigracia, empiezan o concluyen con un llamamiento a los Estados Unidos para que acudan en auxilio de la civilización europea.

Pero los Estados Unidos no son, como querrían, un espectador de la crisis contemporánea sino uno de sus protagonistas. Si a Europa le intere­san los acontecimientos norteamericanos, a los Estados Unidos no le interesan menos los aconte­cimientos europeos. La bancarrota europea signi­ficaría para los Estados Unidos el principio de su propia bancarrota. Norte América se ve for­zada por eso, a seguir prestando dinero a sus deudores europeos. Para que Europa le pague algún día, Norte América necesita continuar asis­tiéndola financieramente. No lo hace, naturalmente, sin exigir garantías excepcionales. Fran­cia obtuvo, con Poinearé, un préstamo de la banca norteamericana a condición, de reducir sus gastos y aumentar sus impuestos. Alemania, a cambio de la ayuda financiera que le acuerda el plan Dawes, se somete al control de los Estados Unidos.

Norte-América no puede desinteresarse de la suerte de Europa. No puede encerrarse dentro de sus murallas económicas: Al revés de Europa, los Estados Unidos sufren de plétora, de oro. La ex­periencia norteamericana nos enseña que si la falta de oro es un mal, el exceso de oro casi es un mal también. La plétora de oro origina encareci­miento de la vida y abaratamiento del capital. El oro es fatal al mundo, en la tragedia contemporá­nea, como en la ópera wagneriana.

El empobrecimiento de Europa representa pa­ra las finanzas y la industria norteamericanas la pérdida de inmensos mercados. La miseria y el desorden europeos disminuyen las exportaciones norteamericanas. Producen una crisis de desocu­pación en la agricultura y en la industria yanquis. La desocupación a su turno exaspera la cuestión social. Crea en el proletariado un estado de ánimo favorable, a la propagación de ideas revolu­cionarias.

Malgrado la victoria electoral de los republica­nos, malgrado su valor de afirmación imperialista y conservadora, es evidente que se difunde en los Estados Unidos un humor revolucionario. Varios hechos denuncian que los Estados Unidos no son, a este respecto, tan inexpugnables ni tan inmunes como algunos creen. El orientamiento de los obreros americanos adquiere rumbos cada vez más atrevidos. Los pequeños farmers,2 pauperizados por la baja de los productos agrícolas, de­sertan definitivamente de loa rangos de los viejos partidos.    

También, en los Estados Unidos el antiguo sis­tema bipartido se encuentra en crisis. La candidatura Lafollete ha roto, definitivamente el equilibrio de la política tradicional. Anuncia la aparición de una tercera corriente. Esta corriente no ha encontrado todavía su forma ni su expresión; pero sé ha afirmado como una poderosa fuerza renovadora. A la nueva facción es absur­do augurarle un destino análogo al de la que, hace varios años, se desprendió del partido republicano para seguir a Roosevelt. Los elementos menos representativos de su proselitismo son los republicanos cismáticos. Lafollette, ha sido, ante todo y sobre todo, un candidato de grupos agrarios y laboristas. Y, además de esta, otra corriente mas avanzada, siembra en los Estados Unidos ideas e inquietudes renovadoras.


NOTAS:

1 Director, Impulsor dinámico de una idea o un acto.

2 Agricultores, campesinos o propietarios agrícolas.