OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

LA ESCENA CONTEMPORANEA

   

    

JOHN MAYNARD KEYNES

 

 

Keynes no es líder, no es político, no es siquie­ra diputado. No es sino director del Manchester Guardian1 y profesor de Economía de la Universidad de Cambridge. Sin embargo, es una figura de primer rango de la política europea. Y, aunque no ha descubierto la decadencia de la civilización occidental, la teoría de la relatividad, ni el injerto de la glándula de mono, es un hombre tan ilustre y resonante como Spengler, como Einstein y como Voronoff. Un libro de estruendazo éxito, Las consecuencias económicas de la Paz, propagó en 1919 el nombre de Keynes en el mundo.

Este libró así la historia íntima, descarnada y escueta de la conferencia de la paz y de sus escenas de bastidores. Y es, al mismo tiempo, una sensacional requisitoria contra el tratado de Versalles y contra sus protagonistas. Keynes denuncia en su obra las deformidades y los errores de ese pacto y sus consecuencias en la situación europea.

El pacto de Versalles es aún un tópico de actualidad. Los políticos y los economistas de la reconstrucción europea reclaman perentoriamente su revisión, su rectificación, casi su cancelación. La suscripción de ese tratado resulta una cosa condicional y provisoria. Estados Unidos le ha negado su favor y su firma. Inglaterra no ha disimulado a veces su deseo de abandonarlo. Keynes lo ha declarado una reglamentación temporal de la rendición alemana.

¿Cómo se ha incubado, cómo ha nacido este tratado deforme, este tratado teratológico? Keynes, testigo inteligente de la gestación, nos les explica. La Paz de Versalles fue elaborada por tres hombres: Wilson, Clemenceau y Lloyd George. —Orlando tuvo al lado de estos tres estadistas un rol secundario, anodino, intermitente y opaco. Su intervención se confinó en una sentimental defensa de los derechos de Italia—. Wilson ambicionaba seriamente una paz edificada sobre sus catorce puntos y nutrida de su ideología democrática. Pero Clemenceau pugnaba por obtener una paz ventajosa para Francia, una paz dura, áspera, inexorable. Lloyd George era empujado en análogo sentido por la opinión inglesa. Sus compromisos eleccionarios lo forzaban a tratar sin clemencia, a Alemania. Los pueblo de la Entente estaban demasiado perturbados por el placer y el delinquió de la victoria. Atravesaban un período de fiebre y de tensión nacionalistas. Su inteligencia estaba oscurecida por el pathos.2 Y, mientras Clemenceau y Lloyd George representaban a dos pueblos poseídos, morbosamente, por el deseo de expoliar y oprimir, a Alemania, Wilson no representaba a un pueblo realmente ganado a su doctrina, ni sólidamente mancomunado, con su beato y demagógico programa. A la mayoría del pueblo americano no le interesaba sino la liquidación más práctica y menos onerosa posible de la guerra. Tendía, por consiguiente, al abandono de todo lo que él programa wilsoniano tenía de idealista. El ambiente aliado, en suma, era adverso a una paz wilsoniana y altruista. Era un ambiente guerrero y truculento, cargado de odios, de rencores y dé gases asfixiantes. Wilson mismo no podía sustraerse a la influencia y a la sugestión de la "atmósfera pantanosa de París". El estado de ánimo aliado era agudamente hostil al programa wilsoniano de paz sin anexiones ni indemnizaciones. Además Wilson, como diplomático, como político, era asaz inferior a Clemenceau y a Lloyd George. La figura política de Wilson no sale muy bien parada del libro de Keynes. Keynes retrata la actitud de Wilson en la conferencia de la paz como una actitud mística, sacerdotal. Al lado de Lloyd George y de Clemenceau, cautos, redomados y sagaces estrategas de la política, Wilson resultaba un ingenuo maestro universitario, un utopista y hierático presbiteriano. Wilson, finalmente, llevó a la conferencia de la paz principios generales, pero no ideas concretas respecto de su aplicación. Wilson no conocía las cuestiones europeas a las cuales estaban destinados sus principios. A los aliados les fue fácil, por esto, camuflar3 y disfrazar de un ropaje idealista la solución que les convenía. Clemenceau y Lloyd George, ágiles y permeables, trabajaban asistidos por un ejército de técnicos y de expertos. Wilson, rígido y hermético, no te­nía casi contacto con su delegación. Ninguna per­sona de su entourage.4 ejercitaba influencia so­bre su pensamiento. A veces una redacción astu­ta, una maniobra gramatical, bastó para esconder dentro de una cláusula de apariencia inocua una intención trascendente. Wilson no pudo defender su programa del torpedamiento sigiloso de sus colegas de la conferencia.

Entre el programa wilsoniano y el tratado de Versalles existe, por esta y otras razones, una contradicción sensible. El programa wilsoniano garantizaba a Alemania el respeto de su integri­dad territorial, le aseguraba una paz sin multas ni indemnizaciones y proclamaba enfáticamente el derecho de los pueblos a disponer de ellos mis­mos. Y bien. El Tratado separa de Alemania la región del Sarre, habitada por seiscientos mil teu­tones genuinos. Asigna a Polonia y Checoeslovaquia otras porciones de territorio alemán. Au­toriza la ocupación durante quince años de la ri­bera izquierda del Rhin, donde habitan seis millones de alemanes. Y suministra a Francia pre­texto para invadir las provincias del Ruhr e ins­talarse en ellas. El tratado niega a Austria, reducida a un pequeño Estado, el derecho de aso­ciarse o incorporarse a Alemania. Austria no pue­de usar de este derecho sin el permiso de la So­ciedad de las Naciones. Y la Sociedad de las Naciones no puede acordarle su permiso sino por unanimidad de votos. El Tratado obliga a Alemania, aparte de la reparación de los daños cau­sados a poblaciones civiles y de la reconstrucción de ciudades y campos devastados, al reem­bolso de las pensiones de guerra de los países aliados. La despoja de todos sus bienes negocia­bles, de sus colonias, de su cuenca carbonífera del Sarre, de su marina mercante y hasta de la propiedad privada de sus súbditos en territorio aliado. Le impone la entrega anual de una canti­dad de carbón, equivalente a la diferencia entre la producción actual de las minas de carbón, francesas y la producción de antes de la guerra. Y la constriñe a conceder, sin ningún derecho a re­ciprocidad, una tarifa aduanera mínima a las mercaderías aliadas y a dejarse invadir, sin nin­guna compensación, por la producción aliada. En una palabra, el Tratado empobrece, mutila y de­sarma a Alemania y, simultáneamente, le demanda una enorme indemnización de guerra.

Keynes prueba que este pacto es una violación de las condiciones de paz, ofrecidas por los aliados a Alemania para inducirla a rendirse. Ale­mania capituló sobre la base de los catorce pun­tos de Wilson. Las condiciones de paz no debían, por tanto, haberse apartado ni diferenciado de esos catorce puntos. La conferencia de Versalles habría debido limitarse a la aplicación, a la for­malización de esas condiciones de paz. En tanto, la conferencia de Versalles impuso a Alemania una paz diferente, una paz distinta de la ofreci­da solemnemente por Wilson. Keynes califica esta conducta como una deshonestidad monstruosa.

Además, este tratado, que arruina y mutila a Alemania, no es sólo injusto e insensato. Como casi todos los actos insensatos e injustos, es peli­groso y fatal para sus autores. Europa ha menes­ter de solidaridad y de cooperación internaciona­les, para reorganizar su producción y restaurar su riqueza. Y el tratado la anarquiza, la fraccio­na, la conflagra y la inficiona de nacionalismo y jingoísmo.5 La crisis europea tiene en el pacto de Versalles uno de sus mayores estímulos morbo­sos. Keynes advierte la extensión y la profundi­dad de esta crisis. Y no cree en los planes de reconstrucción, "demasiado complejos, demasiado sentimentales y demasiado pesimistas". "El enfer­mo —dice— no tiene necesidad de drogas ni de medicinas. Lo que le hace falta es una atmósfe­ra sana y natural en la cual pueda dar libre cur­so a sus fuerzas de convalecencia". Su plan de reconstrucción europea se condensa, por eso, en dos proposiciones lacónicas: la anulación de las deudas interaliadas y la reducción de la indem­nización alemana a 36,000 millones de marcos. Keynes sostiene que éste es, también, el máxi­mum que Alemania puede pagar.

Pensamiento de economista y de financista, el pensamiento de Keynes localiza la solución de la crisis europea en la reglamentación económica de la paz. En su primer libro escribía, sin embargo, que "la organización económica, por la cual ha vivido Europa occidental durante el último medio siglo, es esencialmente extraordinaria, inestable, compleja, incierta y temporaria". La crisis, por consiguiente, no sé reduce a la existencia de la cuestión de las reparaciones y de las deudas interaliadas. Los problemas económicos de la paz exacerban, exasperan la crisis; pero no la causan íntegramente: La raíz de la crisis está en esa organización económica "inestable, compleja, etc" Pero Keynes es un economista burgués, de ideología evolucionista y de psicología británica, que, necesita inocular confianza e inyectar optimismo en el espíritu de la sociedad capitalista. Y debe, por eso, asegurarle que una solución sabia, sagaz y prudente de los problemas económicos de la paz removerá todos los obstáculos que obstruyen, actualmente, el camino del progreso, de la felicidad y del bienestar humanos.


NOTAS:

1 ver I. O.

2 Pathos significa pasión, emoción viva, movimiento del ánimo.

3 Enmascarar.

4 Séquito.

5 Patriotería.