OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

LA ESCENA CONTEMPORANEA

  

     

LA POLITICA SOCIALISTA EN ITALIA

 

 

La historia del socialismo italiano se conecta, teórica y prácticamente, con toda la historia del socialismo europeo. Se divide en dos periodos bien demarcados: el período pre-bélico y el período post-bélico. Enfoquemos, en este estudio, el segundo período, que comenzó, definida y netamente, en 1919, cuando las consecuencias económicas y psicológicas de la guerra y la influencia de la revolución rusa crearon en Italia una situación revolucionaria.

Las fuerzas socialistas llegaron a esos instantes unidos y compactos todavía. El partido socialista italiano, malgrado la crisis y las polémicas intestinas de veinte años, conservaba su unidad. Las disidencias, las secesiones de su proceso de formación —que habían eliminado sucesivamente de su seno el bakuninismo1 de Galleani, el sindicalismo soreliano2 de Enrique Leone y el reformismo colaboracionista de Bissolati y Bonomi— no habían engendrado, en las masas obreras, un movimiento concurrente. Los pequeños grupos que, fuera del socialismo oficial, trabajan por atraer a las masas a su doctrina, no significaban para el partido socialista verdaderos grupos competidores. Los reformistas de Bissolati y de Bo­nomi no constituían, en realidad, un sector socia­lista. Se habían dejado absorber por la democra­cia burguesa. El Partido Socialista dominaba en la Confederación General del Trabajo, que reu­nía en su sindicatos a dos millones de trabaja­dores. El desarrollo del movimiento obrero se en­contraba en su plenitud.

Pero la unidad era, sólo formal. Maduraba en el socialismo italiano, como en todo el socialismo europeo, una nueva conciencia, un nuevo espíri­tu. Esta nueva conciencia, este nuevo espíritu, pugnaban por dar al socialismo un rumbo revo­lucionario. La vieja guardia socialista, habituada a una táctica oportunista y democrática, defen­día, en tanto, obstinadamente su política, tradi­cional. Los antiguos líderes, Turati, Treves, Mo­digliani, D'Aragona, no creían arribada la hora de la revolución. Se aferraban a su viejo, método. El método del socialismo italiano había sido, has­ta entonces, teóricamente revolucionario; pero prácticamente reformista. Los socialistas no ha­bían colaborado en ningún ministerio; pero desde la oposición parlamentaria habían influido en la política ministerial. Los jefes parlamentarios y sindicales del, socialismo representaban esta praxis. No podían, por ende, adaptarse a una táctica revolucionaria.

Dos mentalidades, dos ánimas diversas, que convivían dentro del socialismo, tendían cada vez más a diferenciarse y separarse. En el congreso socialista de Bolonia (octubre de 1919), la polémi­ca entre ambas tendencias fue ardorosa y acérri­ma. Mas la ruptura pudo, aún, ser evitada. La tendencia revolucionaria triunfó en el congreso Y la tendencia reformista se inclinó, disciplina­damente, ante el voto de la mayoría. Las elec­ciones de noviembre de 1919 robustecieron luego la autoridad y la influencia de la fracción victo­riosa en Bolonia. El Partido Socialista obtuvo, en esas elecciones, tres millones de sufragios. Cien­to cincuentiséis socialistas ingresaren en la Cá­mara. La ofensiva revolucionaria, estimulada por este éxito, arreció en Italia tumultuosamente. Desde casi todas las tribunas del socialismo se predicaba la revolución. La monarquía liberal, el estado burgués, parecían próximas al naufra­gio. Esta situación favorecía en las masas el prevalecimíento de un humor insurreccional que anulaba casi completamente la influencia de la fracción reformista. Pero el espíritu reformista, latente en la burocracia del partido y de los sin­dicatos, aguardaba la ocasión de reaccionar. La ocasión llegó en agosto de 1920, con la ocupación de las fábricas por los obreros metalúrgicos. Este movimiento aspiraba a convertirse en la primera jornada de la insurrección. Giolitti, jefe enton­ces del gobierno italiano, advirtió claramente el peligro. Y se apresuró a satisfacer la reivindica­ción de los metalúrgicos, aceptando, en principio, el control obrero de las fábricas. La Confedera­ción General del Trabajo y el Partido Socialista, en un dramático diálogo, discutieron si era o no era la oportunidad, de librarla batalla decisiva. La supervivencia del espíritu reformista en la mayoría de los, funcionarios Y conductores del proletariado italiano aún en muchos de los que, intoxicados por la literatura del Avanti, se suponían y se proclamaban revolucionarios incan­descentes quedó evidenciada en ese debate. La revolución fue saboteada por los líderes. La ma­yoría se pronunció por la transacción. Esta retirada quebrantó, como era natural, la voluntad de combate de las masas. Y precipitó el cisma socialista. El Congreso de Livorno (enero de 1921) fue un vano intento por salvar la unidad. El em­peño romántico de mantener, mediante una fór­mula equívoca, la unidad socialista, tuvo un pé­simo resultado: El partido apareció, en el Con­greso de Livorno, dividido en tres fracciones: la fracción comunista, dirigida por Bórdiga, Terracini, Gennari, Graziadei, qué reclamaba la rup­tura con los reformistas y la adopción del progra­ma de la Tercera Internacional; la fracción cen­trista encabezada por Serrati, director del Avanti que, afirmando su adhesión a la Tercera In­ternacional, quería, sin embargo, la unidad a ul­tranza; y la fracción reformista que seguía a Turati, Treves, Prampolini y otros viejos líderes del socialismo italiano. La votación favoreció la te­sis centrista de Serrati; quien, por no romper con los más lejanos, rompió con los más próximos. La fracción comunista constituyó un nuevo partido. Y una segunda escisión empezó a incubarse.

Ausentes los comunistas, ausentes la juventud y la vanguardia, el partido socialista quedó bajo la influencia ideológica de la vieja guardia. El núcleo centrista de Serrati carecía de figuras intelectuales. Los reformistas, en cambio, conta­ban con un conjunto brillante de parlamentarios y escritores. A su lado estaban, además, los más poderosos funcionarios de la Confederación General del Trabajo. Serrati, y sus fautores acapa­raban, formalmente, la dirección del Partido So­cialista; pero los reformistas se, aprestaban a re­conquistarla sagaz y gradualmente. Las eleccio­nes de 1921 sorprendieron así escindido y desga­rrado el movimiento socialista. A la ofensiva re­volucionaria, detenida y agotada en la ocupación de las fábricas, seguía una truculenta contra­ofensiva reaccionaria. El fascismo, armado por la plutocracia, tolerado por el gobierno y cortejado por la prensa burguesa, aprovechaba la retirada y el cisma socialistas para arremeter contra los sindicatos, cooperativas y municipios proletarios. Los socialistas y los comunistas concurrieron a las elecciones separadamente. La burguesía les opu­so un cerrado frente único. Sin embargo, las elec­ciones fueron una vigorosa afirmación de la vita­lidad del movimiento socialista. Los socialistas conquistaron ciento veintidós asientos en la Cá­mara; los comunistas obtuvieron catorce. Jun­tos, habrían conservado seguramente su posición electoral de 1919. Pero la reacción estaba en marcha. No les bastaba a los socialistas disponer de una numerosa representación parlamentaria. Les urgía decidirse por el método revolucionario o por el método reformista. Los comunistas ha­bían optado por el primero; los socialistas no ha­bían optado por ninguno. El Partido Socialista, dueño de más de ciento veinte votos en la Cá­mara, no podía contentarse con una actitud perennemente negativa. Había que intentar una u otra cosa: la Revolución o la Reforma. Los reformistas propusieron abiertamente este último camino. Propugnaron una inteligencia con los populares y los liberales de izquierda contra el fascismo. Solo este bloque podía cerrar el paso a los fascistas. Mas el núcleo, de Serrati se negaba a abandonar su intransigencia formal. Y las masas ¿Ve lo sostenían, acostumbradas durante tanto tiempo a una cotidiana declamación maximalista, no se mostraban por su parte, asequibles a ideas colaboracionistas. El reformismo no había tenido aún tiempo de captarse a la mayoría del partido. Las tentativas de colaboración en un bloque de izquierdas resultaban prematuras. Encallaban en la intransigencia dé unos, en el hamletismo3 de otros. Dentro del Partido Socialista reaparecía, el conflicto entre dos tendencias incompatibles, aunque esta vez los términos del contraste no eran los mismos. Los reformistas tenían un programa; los centristas no tenían ninguno: El partido consumía su, tiempo en una polémica bizantina. Vino, finalmente, el golpe de estado fascista. Y, tras de ésta derrota, otra fractura. Los centristas rompieron con los reformistas. Constituyeron los primeros el Partido Socialista Maximalista y los segundos el Partido Socialista Unitario.    

La batalla antifascista no ha unido las fuerzas socialistas italianas. En las últimas elecciones, los tres partidos combatieron independientemente. A pesar de todo mandaron a la Cámara, en conjunto, más de sesenta diputados. Cifra conspicua en un escrutinio del cual salían completamente diezmados los grupos liberales y democráticos.

Presentemente, los unitarios y los maximalistas forman parte, de la oposición del Aventino. Los unitarios se declaran prontos a la colaboración ministerial, Su máximo líder Filippo Turati, preside las asambleas de los aventinistas. La batalla antifascista ha atraído a las filas socialistas unitarias a muchos elementos pequeño-burgueses de ideología democrática, disgustados de la política de los grupos liberales. El contenido social del reformismo ha acentuado así su color pequeño-burgués. Los socialistas unitarios conservan, por otra parte, su predominio en la Confederación General del Trabajo que, aunque quebrantada por varios años de terror, fascista, es todavía un potente núcleo de, sindicatos. Finalmente, el sacrificio de Matteotti, una de sus más nobles figuras, ha dado al Partido Socialista Unitario un elemento sentimental de popularidad.

Los maximalistas han sufrido algunas defecciones. Serrati y Maffi militan ahora en el comunismo. Lazzari, que representa la tradición proletaria clasista del socialismo italiano, trabaja por la adhesión de los maximalistas a la política de la Tercera Internacional: Los maximalistas se sirven, en su propaganda, del prestigio del antiguo P.S.I. (Partido Socialista Italiano) cuyo nombre guardan corno una reliquia. Han heredado el diario, Avanti, tradicional órgano socia lista. No hablan a las masas el mismo lenguaje demagógico de otros tiempos; Pero continúan sin un programa definido. De hecho, han adoptado provisoriamente el del bloque de izquierdas del Aventino. Programa más bien negativo que afirmativo, puesto que no se propone, realmente, construir un gobierno nuevo, sino casi sólo abatir al gobierno fascista. A los maximalistas les falta además, como ya he observado, elementos intelectuales.

Los comunistas, que reclutan a la mayoría de sus adherentes en la juventud proletaria, siguen la política de la Tercera Internacional. No figuran, por eso, en el bloque del Aventino, al cual han tratado de empujar a una actitud revolucionaria, invitándolo a funcionar y deliberar como parlamento del pueblo en oposición al parlamento fascista.

Se destacan en el estado mayor comunista el ingeniero Bórdiga, el abogado Terracini, el profesor Graziadei, el escritor Gramsci. El comunismo obtuvo en las elecciones del año pasado más de trescientos mil sufragios. Posee en Milán un diario: Unitá. Propugna la formación de un frente único de obreros y campesinos.

La división debilita, marcadamente, el movi­miento socialista en Italia. Pero este movimiento que ha resistido victoriamente más de tres años de violencia fascista, tiene intactas sus raíces vi­tales. Más de un millón de italianos (unitarios, maximalistas, comunistas), han votado por el socialismo, hace un año, a pesar de las brigadas de camisas negras. Y los augures, de la política italiana coinciden, casi unánimemente, en la previsión de que será la idea socialista, y no la idea demo-liberal, la que dispute el porvenir al fascio littorio.   


NOTAS:

 

1 Ver Bakunin Miguel en el I. O. 

2 Ver Sorel George en el I. O.

3 De Hamlet, personaje dubitativo, vacilante, de la celebre y homónima obra de Shakespeare.