OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

MARIATEGUI Y SU TIEMPO

   

   

PROFESION DE FE

"…a mí, marxista convicto y confeso...".

El viaje va dejando un sedimento de imáge­nes; los contornos de cosas fugitivas encuen­tran sitio adecuado en los recuerdos; las sen­saciones se transforman misteriosamente y con­servan frescos los dulces días pasados y lo des­lumbrante de cielos vistos, las simpatías latentes en los ojos y en la sonrisa de las gentes con quienes hemos tropezado. Dichas y tormentas de un instante, ideas, figuras, en turbio torrente se precipitan sin descanso en nosotros, sin salida. Nace de ahí la necesidad de explicarnos lo acontecido ordenándolo en sistemas de visio­nes, en conjuntos de conceptos. Necesidad extraña esta que el hombre siente de aclarar, de bus­car orden en las cosas más opuestas, de some­ter la realidad a categorías, a cuadros, a renglo­nes definidos; lo conduce a cazar las semejanzas en todo, a clasificar, a matar con actos de inteligencia lo vivo, lo infinitamente variado de la realidad. En efecto, matamos lo que vemos con ánimo de estudio, se nos deshace en las ma­nos lo que observamos, se apaga ante los ojos la realidad palpitante cuando se somete al mar­co de nuestras facultades. Muere lo real porque entra en la concepción formal de la mente. Cien­cia, cultura, explicación del mundo, todo lo que el hombre ha creado como un conjunto de con­clusiones acerca de la vida y del mundo, todo ello es la historia de intentos organizados para dominar lo real y para quitarle así su caótica e informe existencia. Las mentes brillantes han sido el campo de la muerte; la historia de la inteligencia es la del movimiento de la natura­leza. Matar la realidad significa darle forma, sis­tematizarla, encerrarla en cuadros conceptuales. Todo ello por el anhelo de ordenar las cosas.

Así se explica la necesidad de una teoría ge­neral sobre la existencia. Tal es, precisamente, el arma más hábil para dominar la realidad. Poco a poco, esta teoría se va convirtiendo en verdad, a pesar de que, a veces, se mantenga alejada de lo real que escapa a ella y la contradice. Cuando la mente de un hombre va madurando, lo concreto pierde significado, abandona sus cua­lidades sensuales y en ella no permanece más que lo invariable. Se asciende a la verdad, por un camino lleno de asperezas, ausente de atrac­tivos, en donde las cosas dejan desparramadas sus calidades individuales, intransferibles.

Mariátegui llega, después de sus viajes, a la necesidad de encontrar dos o tres principios ge­nerales que expliquen la vida humana y el proce­so lógico de lo que acontece. Tal es el camino, la dinámica de su carácter y de su pensamien­to. Se va haciendo marxista. Aun antes de que llegara a la confesión de que lo era, ya bullían, en sus páginas, afirmaciones que parecían conducirlo a la aceptación de esa teoría de la vida humana. No obstante, tenemos la impresión de que se cuelan en sus obras, a menudo, tesis no ortodoxas, de que se abren pequeñas venta­nas por las que el espíritu escapa en libertad, sin las cadenas del dogma primario. Mariátegui jamás logró librarse, aunque parece haberlo intentado, de esa facultad suya para mirar las co­sas en un sentido estético; era un artista enfria­do por su propio gusto, sacrificado, diríamos, en aras de una misión político-filosófica. Sus páginas mejor logradas quedan a menudo lejos del dogma que eligió para someter la realidad a ordenaciones precisas.

A partir del momento en que hace profesión de fe, tenemos en Mariátegui un hombre some­tido a todos los peligros, a todas las limitacio­nes —fortalezas y debilidades—, de quien se ha plantado con solidez desde un ángulo de la rea­lidad y la ve desde ahí ansiosamente y busca, con manía casi, la confirmación de sus ideas. Un individuo afirmado en algo, aunque a menu­do cosas extrañas irrumpan violentamente en el campo de sus visiones, aunque algo aparentemente absurdo se salga del marco, desconcier­te y desmienta la verdad de las doctrinas gene­rales, tal es, como todos, Mariátegui. Nada im­porta que la realidad juegue con las formas ideales que construyen los hombres y sorprenda e inquiete; cuando la mente se ha detenido en un sitio cualquiera, se hace difícil sacarla de él; se obstina. En tal obstinación está el germen del sacrificio por las ideas propias, falsas o verda­deras, sacrificio que puede ser ejemplo mara­villoso o pequeña necedad, según el sentido inter­no que posea. La obstinación del hombre por sus ideas, lo salva y lo destruye; pero también lo realiza. Se limita, él mismo se estrecha, las cosas que piensa e inventa se convierten en se-ñoras, en amas de su mente; tal es su destino cuando se anquilosa en la madurez racional y helada, y deja la juventud emotiva, escéptica, maravillada de todo lo que encuentra a su paso, pequeño y grande. Alguna vez el hombre pierde su capacidad para el asombro y el entu­siasmo que la novedad produce, entonces ha dejado la actitud juvenil y permanece varado en el cieno profundo de sus dogmas, de las afir­maciones rígidas que lesionan sus más íntimos anhelos.

El marxismo de Mariátegui se va destilando a través de los años, en sus libros. Desde La Escena Contemporánea hasta la Defensa del Marxismo, pasando por los Siete Ensayos, va aumentando la facultad para fijar las cosas, encuadrarlas, hacerlas rígidas, matarlas. Pero ello no supone, en lo absoluto, la ausencia de pasión, la frialdad interior; al contrario, la más fervorosa decisión para destruir lo vivo de la realidad tiñe de mayores atractivos la actitud del hombre. Por eso declara: "No soy un espec­tador indiferente del drama humano. Soy, por el contrario, un hombre con una filiación y una fe".