OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

MARIATEGUI Y SU TIEMPO

   

     

VIDA Y MUERTE DE LA REVOLUCIÓN

 

 

"La política es hoy la única grande actividad creadora. Es la realización de un inmenso ideal humano. La política se ennoblece, se dignifica, se eleva cuando es revolucionaria. Y la verdad de nuestra época es la revolución".

Mariátegui estará siempre dentro de la mis­ma sensibilidad que va formando a la genera­ción nueva de América. Los problemas que a la generación inquietan, fueron sus problemas; na­da de lo actual le fue indiferente, ajeno. Así lle­ga a esta afirmación histórica y no lógica: el destino de hoy es la política. En ello se con­jugan, por igual, el espíritu que habla en Spen­gler, la sombra de Lenin, el perfil de Mussolini; lo que mueve a las masas de Asia, a los indios y mestizos de América. Es la política. Ante to­do, un plan, un proyecto para cambiar la rea­lidad. Tomarla en las manos como materia ma­leable y hacer con ella nuevas formas, crear, en el mismo sentido en que crea el artista con su propia materia.

Esta comparación del político con el artista la hacía Schiller al enfrentar lo que llamaba el artista político y el artista plástico. Los dos tra­bajan sobre masas, Los dos modelan la mate­ria que les es propia. Pero ya Schiller notaba que mientras el plástico modela materia muerta, y por lo tanto tiene derecho a inferirle violencia, para darle forma hacerle agravio, el otro debe acercarse con respeto a la materia humana y social y tener en cuenta la voluntad, la perso­nalidad. Tanto uno como otro trabajan confor­me a un estilo. Es casi seguro que los estilos de ambas actividades se correspondan en un mismo tiempo; pero aún cuando ello no suce­diera así, la técnica de trabajo de ambos tiene semejanzas indudables. Moldear, planear, seguir la guía de la imaginación; si es necesario, idear un mundo nuevo que se levante sobre los restos del actual; de todas maneras: formar, crear. Esto es plástica y política.

Y precisamente en esa idea de crear sobre formas ya viejas o vividas, se asienta la idea de la revolución. Y no puede uno sino coincidir en lo fundamental: política es creación y confor­mación y readaptación del mundo. De las palabras de Schiller se levanta ya, además, una idea importante para nosotros, hoy. Me refie­ro a la esencia de las maneras de creación: con materia muerta y con materia viva. Porque crear con materia muerta ha de hacerse con violencia, la revolución, que es la creación con materia viva, se hace también con violen­cia; pero aquí nos aguarda siempre lo inespe­rado. Materia difícil, cambiante, trabajosa de prever sus accidentes, así es aquella de que es­tán hechos la sociedad y el hombre. Huidizo, sorprendente; cuando se le infieren molestias y se le violenta para transformarlo, se fatiga, da la espalda a la utopía y pide realidades. Por eso es el destino de toda revolución apagarse y convertirse en el mínimo de sus pretensiones. Retrocede, muere la revolución cuando ha pa­sado el primer período de su violencia. Así re­cordamos las palabras de Schiller que aconse­jaba respetar las personalidades. Es curioso que toda revolución agonice desde el instante en que lleva a su propia conciencia la idea de que lo humano preside la obra. La palabra es bastante peligrosa. Lo humano, como realidad, como concepto, implica deberes de carácter general ante los que retroceden los intentos reformadores. Respetar lo humano, y su condición, es ya renunciar a reformas que hieran y sangren.

El hombre, por apegado a su tradición, es lo menos revolucionario que hay. Si la natura­leza a veces asombra con transformaciones ma­ravillosas que nos hacen variar de ideas acerca del mundo; en cambio, la vida social opone di­ques y muros de conservación a nuestra volun­tad y se hace dura, tirante, rígida. El hombre, aparentemente abandona sus viejos impulsos y viola los viejos deseos, tradiciones y esperanzas; pero de pronto como que se cansa y vuel­ve a aferrarse a lo que ha sido antes. Carne, pasión y temor, asaltan de nuevo su imagina­ción y retrocede ante el plan de vida social que toda revolución supone. Nacen y mueren las re­voluciones, porque la energía que las lanza y el afán que las recoge, se asientan en lo que el hombre es de contradictorio, atrevido y teme­roso ante el mundo y ante sí mismo.

La política de tiempos tranquilos es una política de paz v de temores, no es revoluciona­ria; es política de cansancio; en ella los hombres convencidos de que lo pensado para refor­mar los ordenes de la vida es irrealizable o que la realidad cambia a tal grado los ideales que los reduce, los desluce, retornan a sus antiguas moradas. La política revolucionaria saca al hom­bre de sus propios límites, lo lleva a recorrer los campos de la audacia; es política juvenil, de novedades. Pero ambiciosa y violenta como es, choca y se estrella ante lo objetivo que la rechaza y la agota. En las revoluciones lo que se desgasta son las generaciones que cumplen su destino; es el hombre el que se apaga a fuer­za de realizar su propia vida. Pero los rendi­mientos siempre resultan desleídos ante lo lu­minoso y perfecto de los planes.

En tal medida se afirma la idea de que el destino de una época es el ser revolucionaria, que se une a la idea de la revolución la de to­do cambio histórico y aún natural; se preten­de encontrar en ella la expresión misma de un proceso metafísico que tiene lugar por dentro de la vida humana y de la naturaleza. El proceso dialéctico y la idea de la revolución, se identifican. La verdad es, entonces, la revolu­ción misma. Pero para la historia, la verdad es solamente el sentido, la dirección de los hechos. No importa que sus postulados sean falsos o verdaderos; la revolución marca el rumbo y encadena en su proceso a una generación entera que vive y muere por ella y queda presa dentro del movimiento en que ella misma vive y muere.