OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

PERUANICEMOS AL PERÚ

 

LA CRISIS DE LA BENEFICENCIA Y LA
CUESTION DE LOS ASISTENTES*

El criterio con que la Beneficencia Pública de Lima ha balanceado su presupues­to deficitario, es singularmente expresivo de lo poco que se adapta y aviene esa anciana institución a sus fines de asistencia social. Puesta en el trance de hacer economía, la Beneficencia ha comenzado por la de los míseros haberes de los asistentes y exter­nos de los hospitales. Es decir por una economía que no sólo resulta la del bizcochuelo del loro, sino la más inconcebible en una institución cuyo objeto principal es precisamente, la asistencia hospitalaria. El fac­tor técnico es, —sin duda—, el más importante en tal servicio; pero la resolución de la Beneficencia lo presenta como el menos estimado por esta corporación.

Del déficit y la penuria de la Beneficencia, los asistentes y externos de los hospi­tales, no son, por supuesto, mínimamente responsables. Los sueldos de los asistentes apenas llegan a cinco libras mensuales. La Beneficencia, ha mantenido, en este servicio, con el celo más conservador y la tacañería más recalcitrante, una escala de sueldos que data probablemente de la época colonial. Todos los servidores de esta institución han obtenido progresivos aumentos. Nadie objetará, por cierto, la justicia de estos aumentos; pero todos tendrán que sorprenderse de que la Beneficencia no los haya hecho extensivos a los médicos y practicantes. La asistencia necesita un personal técnico antes que un personal burocrático. El personal técnico, sin embargo, se había conformada hasta ahora con una remuneración exigua, de la cual la Beneficencia se ha acordado sólo para reducirla o cercenarla.

Las propinas —hay que llamarla así— de los estudiantes que prestan sus servicios como externos, y aun como internos, en los hospitales, en un país donde no existen bolsas de  estudios, constituyen un modesto y parcial sucedáneo de los medios con que se cuenta  en otras partes para ayudar en su carrera a los estudiantes pobres. Su supresión o reducción no se explicaría en ningún caso; pero se explica menos aún decretada por la Beneficencia. La razón de economía no es bastante para justificar una medida de esta naturaleza que, de otro lado, no será sin duda suficiente para sacar a la Beneficencia de los apuros a que la ha conducido una administración imprevisora. La rebaja de los egresos tendría, necesariamente, que detenerse siempre ante renglones manifiestamente intangibles.

Es lógico y honrado que la Beneficencia se esfuerce por acomodar sus gastos a sus recursos. Pero su plan de economías no puede obedecer a un criterio puramente administrativo y financiero. Una Sociedad de Beneficencia no debe ni puede olvidar jamás su objeto, su función. Si no le es posible cumplirlos de otro modo que rebajándolos y amputándolos, tiene el deber de confesar y aceptar su fracaso. Porque a la Beneficencia se le podría haber disculpado su incapacidad orgánica para amoldarse a un entendimiento democrático de la asistencia social; se le podría haber disculpado su marcha remolona y achacosa hacia metas inaccesibles a sus gastadas fuerzas e incompatibles con sus hábitos sedentarios; pero no se le puede disculpar su déficit y su falencia. Lo menos que cabía exigir de la Beneficencia era parsimonia en los gastos, puntualidad en los presupuestos, prudencia en las empresas. En materia médico-social, su competencia tenía que ser muy elemental y modesta; pero siquiera en materia administrativa, podía suponérsele amaestrada por la experiencia. Su considerable patrimonio la ponía a cubierto de estrecheces.

La crisis económica de la Beneficencia, por sus efectos en los servicios hospitalarios, claramente que esa institución ha llegado, cargada de años y de benemerencias, a la edad de la jubilación forzosa. Las instituciones, como los individuos, envejecen. La Beneficencia no puede evadir su destino. Su ancianidad y su patriotismo, no son títulos bastantes para que se le prorrogue una misión que desde hace tiempo no está en aptitud de desempeñar. Hoy se encuentra en la imposibilidad de pagar cinco libras mensuales a los médicos asistentes. Con los años, —por eficaz que sea la gestión de su actual director— sus dificultades y sus tropezones tendrán que multiplicarse. Si algún servicio se quiere reservar a la Beneficencia para conservarla por algún tiempo más como una reliquia histórica, que se le encargue la asistencia de los ancianos indigentes y de los mendigos. Esta sería tal vez una ocupación adecuada a su tradición y a sus aficiones.) Pero los hospitales deben pasar a manos más seguras y robustas.

La supresión de los haberes de los asistentes, como en general la crisis económica de la Beneficencia, refleja un estado de decadencia orgánica que ni el más milagroso taumaturgo acertaría a curar con el paliativo de las economías. Con el ahorro, la Beneficencia no ha hecho más que ponerse a dieta. Pero ni éste ni otro tratamiento lograrán rejuvenecerla y vigorizarla. Lo menos que hay que hacer con ella, de urgencia, es aliviarla de trabajo y de responsabilidades.

 

 


 

NOTA:

 

* Publicado en Mundial, Lima, 23 de marzo de 1928.