OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

PERUANICEMOS AL PERÚ

 

DON PEDRO LOPEZ ALIAGA* 

I 

Don Pedro López Aliaga era, de la bue­na y vieja estirpe romántica. No le atrajo nunca la Civilización de la Potencia. Guardó siempre en su ánima la nostalgia de la Civilización de la Sabiduría. No quiso ser político ni comerciante. Tuvo gustos solariegos. Y amó, con hidalga distinción espiritual, cosas que su generación amó muy poco: la música, la pintura. Fue amigo de Baca Flor, de Astete, de Valle Riestra. Baca Flor le hizo aquel retrato que queda como el mejor documento de la personalidad de don Pedro. En ese retrato, don Pedro parece un caballero de otra edad. El continente, el ademán, la barba, la mirada, pertenecen a un evo en que don Pedro habría preferido vivir. 

II 

López Aliaga visitó París, por primera vez en una época en que París era la ciudad de la bohemia de Mürger. La urbe ignoraba todavía un elemento, una sensación de la vida moderna: la velocidad. El boulevard no conocía case sino el paso del fiacre, digno y grave como el de un decaído y noble señor. En el pescante, el cochero, con sombrero de copa, tenía el mismo aire grave y digno. Nada auguraba aún el escándalo de los tranvías y de los automóviles. La carretilla de mano de Crainquebille no habría encontrado en la rue Montmartre un policía tan preocupado de la circulación como el que hizo conocer la justicia burguesa. Y, por consiguiente, la vida del humilde personaje de Anatole France se habría ahorrado un drama. A don Pedro le gustaba París así. París le reveló a Berlioz. Y don Pedro permaneció fiel, todo su vida, a Berlioz y a los fiacres. Era con sus cocheros con sombrero de copa como a don Pedro le complacía evocar París cuando, en los últimos años, le tocaba atravesar, entre el estruendo de mil claxons, la Plaza de la Opera.

Como Ruskin, don Pedro no amaba la máquina. Como Ruskin, no habria querido que las sirenas y las hélices de los botes a vapor violasen los dormidos canales de Ve­necia. Detestaba los túneles, los "elevadores", los rascacielos. Todos los alardes materiales del Progreso le eran antipáticos. No se sentía cómodo en medio de la modernidad, pero tampoco era el suyo un espíritu medieval. Más que la penumbra gótica le atraía la luz latina. Entre todas las épocas habría elegido, probablemente, para su vida, el Renacimiento. En esto don Pedro no coincidía absolutamente con Ruskin. A don Pedro le seducía no sólo el arte del Renaci­miento sino también el arte barroco. Tintoretto era uno de sus pintores predilectos. 

III 

La música fue uno de sus grandes amo­res. Poseía, en música, un gusto ecléctico. No le interesaba, como a otros, una música. Le interesaba la música. Ningún genio, ningún estilo, ninguna escuela musical acapararon, como en otros amadores de este arte, la to­talidad de su admiración. Palestrina, Haen­del, Beethoven, Wagner, Berlioz, no le im­pedían comprender y estimar a Debussy, a Strauss. En la música italiana de hoy esti­maba a los más modernos: a Casella, a Mali­piero. La música rusa era, últimamente, una de sus músicas dilectas.

La cultura musical limeña le debe más de lo que generalmente se conoce. Don Pedro fue uno de los fundadores y uno de los animadores sustantivos de la Sociedad Fi­larmónica. A la Sociedad Filarmónica y a la Academia Nacional de Música dio, durante mucho tiempo, una colaboración eminente. Don Pedro no era responsable de la anemia de ambas instituciones. Le correspondía, en cambio, el mérito de haber inspirado, con recto espíritu, sus comienzos. 

IV 

Este hombre bueno, noble, sentimental, no pudo, naturalmente, conquistar el éxito. No lo ambicionó siquiera. Asistió, sin envi­dia, con una sonrisa, al encumbramiento de sus más mediocres contemporáneos. Mien­tras los hombres de su generación escala­ban las más altas posiciones, en la política, don Pedro gastaba sus veladas en líricas empresas y románticos trabajos. Escribía críticas musicales. Discurría sobre tópicos del arte y de la vida. Dialogaba con su fra­ternal amigo el pintor Astete.

La mala, política le tendió una vez sus redes. Don Pedro, solicitado amistosamente por don Manuel Candamo, aceptó ser nom­brado Prefecto de Huánuco. Pero Romana, presidente entonces, quiso conversar con el joven candidato de Candamo. Y descubrió, en el coloquio, que don Pedro no era del paño de las "bonnes a tout faire" de la polí­tica. El nombramiento resultó misteriosamente torpedeado en el consejo de minis­tros. Don Pedro se salvo de ser prefecto. Y se salvó, por ende, de llegar a diputado o a ministro. 

En Roma, durante dos años, don Pedro frecuentó estudios, exposiciones y tertulias de artistas. El escultor Ocaña y yo fuimos, muchas veces, compañeros de sus andanzas. Don Pedro adquiría cuadros, esculturas, ob­jetos de arte. Enriquecía su colección de pintura italiana. Reparaba sus Amatos, sus Guarnerius y sus otros viejos y nobles ins­trumentos de música. De estas andanzas no lo distraían sino los conciertos del Augusteo.

Conocí, entonces, en este ambiente, ba­jo esta luz, a don Pedro López Aliaga. Pronto, nos estimamos recíprocamente. Mi tem­peramento excesivo, mi ideología revolucionaria, no asustaban a don Pedro. Discutíamos, polemizábamos, sin conseguir casi nunca que nuestras ideas y nuestros gustos se acordasen. Pero, por la pasión y la sinceridad que poníamos en nuestro diálogo, nos sentíamos muy cerca el uno del otro hasta cuando nuestras tesis parecían más irreductiblemente adversarias y opuestas. No he conocido, en la burguesía peruana, a ningún hombre de tolerancia tan inteligente.

Ahora que don Pedro López Aliaga ha muerto, sé que he perdido a uno de mis mejores amigos. Sé, también, que Lima ha perdido a uno de los representantes más puros de su vieja estirpe. Don Pedro no ha sido, en su generación, un hombre de talla común, Quedan en su casa, de ambiente solariego, diversos testimonios de la distinción de su espíritu, de sus aficiones y hasta de sus manías: sus cuadros, sus estatuas, sus instrumentos musicales, sus libros. Su colección de cuadros —en la cual se cuentan un Tintoretto, dos Claude Lorrain— es, probablemente, la más valiosa colección que existe en Lima. Con menos de la décima parte del esfuerzo invertido en formar esta colección, don Pedro habría podido formar un latifundio. Pero don Pedro no puso nunca ningún empeño en devenir millonario. Prefirió seguir siendo sólo un gentilhombre.

 

 


 

NOTA:

 

* Publicado en Mundial, Lima, 3 de abril de 1925.