OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

PERUANICEMOS AL PERÚ

 

 

POETAS NUEVOS Y POESÍA VIEJA*

 

 

Los juegos florales me han comunicado con la nueva generación de poetas peruanos. Mis andanzas y mis estudios cosmopolitas me tenían desconectado de las cosas y de las emociones que aquí se riman. Hoy no me creo todavía muy enterado de la calidad ni del número de los poetas jóvenes; pero sí de la temperatura y del humor de su poesía. Naturalmente, los juegos florales no han atraído a todos los poetas nuevos. Los más íntimos, los más recatados, los más originales, les han rehusado hurañamente su contribución.

Parcialmente comprendo y comparto el sentimiento que los ha alejado de la fiesta. Los juegos florales son una ceremonia pro­vinciana, cursi, medieval. Aquí resultan, además, una costumbre extranjera y postiza. Me explico que su coreografía anacrónica no seduzca a todos los poetas. El fallo del jurado último no debe ser tomado, por consiguiente, como un juicio sumario sobre la poesía de la última generación.

Fuera de los juegos florales he conocido varios poetas que merecen ser tratados de otra suerte. Sobre ninguno de ellos se puede decir aún una palabra definitiva. Sus personalidades están en formación. Pero nos han dado ya algunas anticipaciones muy nobles de su porvenir. Luis Berninzone posee una fantasía poderosa que no necesita sino encontrar una forma menos retórica y un gusto menos ornamental. Armando Bazán, que apenas si ha tenido algún furtivo contacto con el público, es ya un intérprete honda del sentimiento trágico de la vida. Juan María Merino Vigil acusa en sus versos y en su prosa un temperamento lírico y panteísta de insólitos matices. Juan Luis Velásquez, niño-poeta o poeta-niño; tiene la divina incoherencia de los inspirados. Hay en su pequeño libro algunos bellos disparates y dos o tres notas admirables. Jacobo Hurwitz no debe ser juzgado por su incipiente libro, que contiene, sin embargo, algunas emociones originales y sutiles. Magda Portal es algo muy raro y muy precioso en nuestra literatura: una poetisa. Mario Chávez gusta del funambulismo agresivo y pintoresco de los futuristas. Su poesía es un cohetes de luces policromo y estridente; En torno mío se habla mucho y muy bien de Juan José Lora, inédito hasta ahora. Y probablemente, el número de los poetas de esta generación es mayor aún. Yo no intento enumerarlos ni calificarlos a todos en mi elenco.

No nos faltan poetas nuevos. Lo que nos falta, más bien, es nueva poesía. Los juegos florales reunieron, sobre la mesa del jurar do, un muestrario exiguo de baratijas sentimentales, de ripios vulgares y de trucos desacreditadas. La monotonía de este paisaje poético movió, sin duda, a Luis Alberto Sánchez a negar en su vigoroso discurso que la tristeza sea el elemento esencial de nuestra poesía. Esta poesía, dice Sánchez, no es triste sino melancólica. Triste es Vallejo; pero no Ureta. Yo agrego que, más que melancólico, el tono de nuestra poesía es hipocondríaco. Pero no acepto la tesis de que estos versos sean extraños al ambiente. No es cierto que nuestra gente sea alegre. Aquí no hay ni ha habido alegría. Nuestra gente tiene casi siempre un humor aburrido, asténico y gris. Es jaranera pero no jocunda. La jarana es una de las formas de su astenia. Nos falta la euforia, nos falta la juventud de los occidentales. Somos más asiáticos que europeos. ¡Qué vieja, qué cansada, parece esta joven tierra sudamericana al lado de la anciana Europa! No es posible saberlo, no es posible sentirlo, sino cuando, en un ambien­te occidental, confrontamos nuestra psicología con la psicología europea. El europeo tiene una espontánea aptitud orgánica para creer que la vida es bella; nosotros para suponerla triste, aburrida, pesada. "La vita e bella e degna di essere magnificamente vis­suta" dice D'Annunzio y su frase refleja el optimismo de su pueblo apasionado, voluptuoso y panteísta. El criollo es insensible a la ingenuidad de los "lieder" alemanes y es­candinavos. No entiende la efusión, la plenitud con que el europeo se entrega íntegro, sin reserva a la alegría y al placer de una fiesta. Tampoco sabe que el europeo con la misma efusión y la misma plenitud. se da entero a la vida. Aquí la embriaguez es melancólica o pendenciera y los borrachos, sin saber por qué, lloran o riñen. Aunque una convención literaria y ridícula nos anexe a la raza latina —¡latinos, nosotros!— nuestra alma amarilla o cetrina no fraternizará jamás con el alma blonda de los occidentales. Nunca comprenderemos el valor eufórico del cielo azul ni de los verdes racimos del Litium. Hasta la voluptuosidad, hasta el placer son aquí un poco malhumorados y descontentos. Eres es regañón y agridulce. Nuestra gente, parece, casi siempre fastidiada. desalentada, nostálgica. Flotan los chistes sobre una laguna enferma, sobre una palude de tedio.

La tristeza, como todas las cosas, tiene sus calidades y sus jerarquías. Nuestra gente padece de una tristeza superficial e insípida. Por eso, Luis Alberto, la llama melancolía. Por la literatura y la vida europeas ha pasado una gélida ráfaga de pesimismo y de desesperanzas. Andrehiew, Gorky Block, Barbusse, son tristes. El mismo Pirandello, en su actitud escéptica y relativista, también lo es. El humorismo y el escepticismo contemporáneos son amargos. Aparecen como la sonrisa de un alma desencantada. Pero los criollos no son tristes así. No son tampoco desesperada, trágica, wertheríanamente tristes. Nuestra poesía no ha destilado, por eso, el acre zumo, las "gotas amargas" de la poesía de José Asunción Silva; las raíces de la melancolía criolla, sobre todo de la melancolía limeña, no son muy profundas ni muy excelsas. Sus gérmenes son la pobreza, la anemia, la limitación, el provincianismo del ambiente. La gente tiene aquí muy modestos horizontes espirituales y materiales. Y es, en parte, por esta causa trivial, que se aburre y bosteza Está además demasiado nutrida de malas lecturas españolas. Abundan en nuestra poesía mediocres rapsodias de motivos musicales flamencos o castellanos: El clima y la me­teorología deben influir también en esta crónica depresión de las almas. La melancolía peruana es la neblina persistente e invencible de un trópico sin gran sol y sin grandes tempestades. El Perú no es solo Lima; en el Perú hay como en otros países, ortos y tramontos suntuosos, cielos azules, nieves cándidas, etc. Pero Lima da el ejemplo e impone las modas. Su irradiación sobre la vida espiritual de las provincias es intensa y constante. Sólo los temperamentos fuertes —César Vallejo, César Rodríguez, etc.— saben resistir a su influencia mórbida. Finalmente, ¿no será acaso esta melancolía un simple producto biliar? "En el amor y en otras cosas de menor cuantía todo depende de la digestión" dice Luis C. López, Lo evi­dente es que vivimos dentro de un circulo vicioso. La poesía melancólica aburre a la gente y el aburrimiento de la gente segrega poesía melancólica. A algunos de nuestros poetas les convendría confesarse con un médico y, como en los versos de Silva, decirle: "Doctor, un desencanto de la vida, etc.", El médico les daría, también como en los versos de Silva, varios consejos, higiénicos y un diagnóstico doloroso.

Es cierto que el mundo moderno anda neurasténico y un poco cansado, pero la neurastenia de las grandes urbes es de otro género y es además muy compleja, muy honda y muy pintoresca. La neurastenia de nuestra gente es artificial y monótona. Su cansancio es el cansancio de los que no han hecho nada.

Y no es el caso de hablar de modernismo. El modernismo no es sólo una cuestión de forma, sino, sobre todo, de esencia. No es modernista el que se contenta de una audacia o una arbitrariedad externas de sintaxis o de metro. Bajo el traje huachafa­mente nuevo, se siente intacta la vieja sustancia. ¿Para qué transgredir la gramática si los ingredientes espirituales de la poesía son los mismos de hace veinte o cincuenta años? "Il faut étre absolument moderne", como decía Rimbaud; pero hay que ser mo­derno espiritualmente. Aquí se respira, generalmente, en los dominios del arte y la inteligencia, un pasadismo incurable y enfermizo. Nuestros poetas se refugian, voluptuosamente, en la evocación y en la nostal­gia más pueriles, como si su contorno actual careciese de emoción y de interés. No osan domar la belleza sino cuando la suponen suficientemente doméstica. El futurismo, el dadaísmo, el cubismo, son en las grandes urbes un fenómeno espontáneo, un producto genuino de la vida. El estilo nuevo de la poesía es cosmopolita y urbano. Es la espuma de una civilización ultrasensible y quintaesenciada. No es asequible por ende a un ambiente provinciano. Es una moda que no encuentra aquí los elementos necesarios para aclimatarse. Es el perfume, es el efluvio lírico del espíritu humorista, escéptico, relativista de la decadencia burguesa. Esta poesía, sin solemnidad y sin dramaticidad, que aspira a ser un juego, un deporte, una pirueta, no florecerá entré nosotros.

No es tampoco el caso de hablar de decadencia de la poesía peruana. No decae sino lo que alguna vez ha sido grande. Y una rápida investigación nos persuadirá de que la poesía de ayer no era mejor que la poesía de hoy. Los poetas de hoy no usan como los de ayer, unas melenas muy largas y unas camisas muy sucias. Su higiene y su estética han ganado mucho. Las brisas y los barcos de occidente traen un polen nuevo. Algunos artistas de la nueva generación comprenden ya que la torre de marfil era la triste celda de un alma exagüe y anémica. Abandonan el ritornello gris de la melancolía, y se aproximan al dolor social que les descubrirá un mundo menos finito. De estos artistas podemos esperar una poesía más huma­na, más fecunda, más espontánea, más biológica.

 

 


 

NOTA:

 

* Publicado en Mundial, Lima, 31 de octubre de 1924.