OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

PERUANICEMOS AL PERÚ

 

EL ROSTRO Y EL ALMA DEL TAWANTINSUYU*

 

I

En los diversos escritos que componen su reciente libro De la Vida Inkaica, Luis E. Valcárcel nos ofrece, en trozos tallados distintamente, —leyenda, novela, ensayo— una sola y cabal imagen del Tawantinsuyu. El libro de Valcárcel no es un pórtico monolítico. Valcárcel ha labrado amorosamente piedras de diferente porte. Pero luego ha sabido combinarlas y ajustarlas en un bloque único. La técnica de su arquitectura es la misma de los quechuas. ¿Quién dice que se ha perdido el secreto indígena de soldar y juntar las piedras en un monumento granítico? Valcárcel lo guarda en el fondo de su subconciencia y lo usa con sigilo aborigen en su literatura.

Este libro, en el cual late una emoción persistente e idéntica, así cuando su prosa es poemática como cuando es critica, contiene los elementos de una interpretación total del espíritu de la civilización incaica. Valcárcel reconstruye imaginativamente el Tawantinsuyu en una mayestática mole de piedra. Ahí están todos los rostros, todos los perfiles, todos los contornos del Imperio. Valcárcel suprime de su obra el detalle bal­dío y la esfumatura prolija. Su visión es una síntesis. Y, como en el arte incaico, en su libro, la imagen del Imperio es esquemática y geométrica.

En las páginas del escritor cuzqueño se siente, ante todo, un hondo lirismo indíge­na. Este lirismo de Valcárcel, en concepto de otros comentaristas, perjudicará tal vez el valor interpretativo de su libro. En con­cepto mío, no. No sólo porque me parece deleznable, artificial y ridícula la tesis de la objetividad de los historiadores, sino, porque considero evidente el lirismo de todos las más geniales reconstrucciones históri­cas. La historia, en gran proporción, es puro subjetivismo y, en algunos casos, es ca­si pura poesía. Los sedicentes historiadores objetivos no sirven sino para acopiar pacientemente, expurgando sus amarillos fo­lios e infolios, los datos y los elementos que más tarde, el genio lírico del reconstructor empleará, o desdeñará en la elaboración de su síntesis, de su épica.

Sobre el pueblo incaico, por ejemplo, los cronistas y sus comentadores han escri­to muchos cosas fragmentarias. ero no nos han dado una verdadera teoría, una comple­ta concepción de la civilización incaica. Y en realidad, ya no nos preocupa demasiado el problema de saber cuántos fueron los incas ni cual fue la esposa predilecta de Huayna Capac, cuyo romance erótico no nos interesa sino muy relativamente. Nos preocupa, más bien, el problema de abarcar íntegramente, aunque sea a costa de secundarios matices, el panorama de la Vida que­chua. Por esto, los ensayos de interpretación que Valcárcel define y presenta como "algunas captaciones del espíritu que la ani­mó", poseen un fuerte y noble interés.

Valcárcel, henchido de emoción quechua, parece destinado a escribir el poema del pueblo del sol más que su historia. Su libro no es en ningún instante una crítica. Es siempre una apología. Tiene una constante entonación de canto. Domina su pro­sa y su pensamiento el afán de poetizar la historia del Tawantinsuyu y la vida del indio. Pero ésta lírica exaltación logra acercarnos a la íntima verdad indígena mucho más que 1a gélida crítica del observador ecuánime. Valcárcel Interpreta a su pueblo con la mis­ma pasión que los poetas judíos interpretan al Pueblo del Señor. 

II 

Si Valcárcel  fuese un racionalista y un positivista, de esos que exasperan la ironía de Bernard Shaw, nos hablaría, después de calarse las gruesas gafas del siglo XIX, de "animismo" y de "totemismo" indígenas. Su erudita investigación habría sido, en ese ca­so, un sólido aporte al estudio científico de la religión y de los mitos de los antiguos peruanos. Pero entonces Valcárcel no ha escrito, probablemente, "Los hombres de piedra". Ni habría señalado con tan religiosa convicción, como uno de los rasgos esenciales del sentimiento indígena, el franciscanismo del quechua. Y, por consiguien­te, su versión del espíritu del Tawantinsuyu no sería total.

La teoría del "animismo" nos enseña que los indios, como otros hombres primiti­vos, se sentían instintivamente inclinados a atribuir un ánima a las piedras. Esta es, cier­tamente, una hipótesis muy respetable de la ciencia contemporánea. Pero la ciencia mata la leyenda, destruye el símbolo. Y, mientras la ciencia, mediante la clasificación del mito de los "hombres de piedra" como un simple caso de animismo, no nos ayuda eficazmente a entender el Tawantinsuyu, la leyenda o la poesía nos presentan, cuajado en ese símbolo, su sentimiento cósmico.

Este símbolo está preñado de ricas su­gestiones. No sólo porque, como dice Valcár­cel, ese símbolo expresa que el indio no se siente hecho de barro vil sino de piedra pe­renne, sino sobre todo porque demuestra que el espíritu de la civilización inkaica es un producto de los Andes.

El sentimiento cósmico del indio está íntegramente compuesto de emociones an­dinas. El paisaje andino explica al indio y explica al Tawantinsuyu. La civilización in­kaica no se desarrolló en la altiplanicie ni en las cumbres. Se desarrolló en los valles templados de la sierra —Valcárcel, certe­ramente, lo remarca—. Fue una civilización crecida en el regazo abrupto de los Andes. El Imperio Inkaico, visto desde nuestra épo­ca, aparece en la lejanía histórica como un monumento granítico. El propio indio tie­ne algo de la piedra. Su rostro es duro como el de una estatua de basalto. Y, por esto, es también enigmático. El enigma del Ta­wantinsuyu no hay que buscarlo en el indio. Hay que buscarlo en la piedra. En el Tawan­tinsuyu, la vida brota de los Andes.

La ciencia misma, si se le explota un poco, coincide con la poesía respecto a los orígenes remotos del Perú. Según la pala­bra de la ciencia, el Ande es anterior a la floresta y a la costa. Los aludes andinos han formado la tierra baja. Del Ande han des­cendido, en seculares avalanchas, la piedra y la arcilla, sobre las cuales fructifican aho­ra los hombres, las plantas y las ciudades.

Y la dualidad de la historia y del alma peruanas, en nuestra época, se precisa así como un conflicto entre la forma histórica que se elabora en la costa y el sentimiento indígena que sobrevive en la sierra honda­mente enraizado en la naturaleza. El Perú actual es una formación costeña. La nueva peruanidad se ha sedimentado en la tierra baja. Ni el español ni el criollo supieron ni pudieron conquistar los Andes. En los An­des, el español no fue nunca sino un pio­neer o un misionero. El criollo lo es tam­bién hasta que el ambiente andino extin­gue en él al conquistador y crea, poco a poco, un indígena. Este es el drama del Perú contemporáneo. Drama que nace, como es­cribí hace poco, del pecado de la Conquista. Del pecado original trasmitido a la Repúbli­ca, de querer constituir una sociedad y una economía peruana "sin el indio y contra el indio". 

III 

Pero estas constataciones no deben conducirnos a la misma conclusión que a Valcárcel. En una página de su libro, Valcárcel quiere que repudiemos la corrompida, la decadente civilización occidental. Esta es una conclusión legítima en el libro lírico de un poeta. Me explico, perfectamente, la exaltación de Valcárcel. Puesto en el camino de la alegoría y del símbolo, como medió de entender y de traducir el pasado, es natural pretender, por el mismo camino, la búsqueda del porvenir. Mas, en esta dirección, los hombres realistas tienen que desconfiar un poco de la poesía pura.

Valcárcel va demasiado lejos, como casi siempre que se deja rienda suelta a la imaginación. Ni la civilización occidental está tan agotada y putrefacta como Valcárcel su pone ni una vez adquirida su experiencia, su técnica y sus ideas, el Perú puede renunciar místicamente a tan válidos y preciosos instrumentos de la potencia humana, para volver, con áspera intransigencia, a sus antiguos mitos agrarios. La Conquista, mala y todo, ha sido un hecho histórico. La República, tal como existe, es otro hecho histórico. Contra los hechos históricos poco o nada pueden las especulaciones abstractas de la inteligencia ni las concepciones puras del espíritu. La historia del Perú no es sino una parcela de la historia humana. En cuatro siglos se ha formado una realidad nueva. La han creado los aluviones de Occidente. Es una realidad débil. Pero es, de todos modos, una realidad. Sería excesivamente romántico decidirse hoy a ignorarla.

 

 


NOTA:

* publicado en Mundial, Lima. 11 de setiembre de 1925.