OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

SIGNOS Y OBRAS

 

   

"LA VIDA DE DISRAELI" POR ANDRE MAUROIS1

 

El método biográfico de André Maurois ofrece, al lado de muchas ventajas del dominio sólo del escritor de fina y diestra técnica psicológica, un riesgo que estas mismas dotes no consienten evitar. La biografía novelada, en su afán de explicarnos al hombre, no al héroe, al ser interior e íntimo, no al exterior e histórico, tiende inexorablemente a sacrificar, a disminuir esta parte de la personalidad del biografiado. Las exquisitas biografías que han dado tanto renombre a André Maurois —Shelley y Disraeli— son la mejor confirmación de este aserto. En Ariel o la vida de Shelley, Maurois reconstruye deliciosamente, con un poco de sorna francesa, el mecanismo de la existencia del poeta, pero se le escapa del todo la clave de su poesía; la biografía de Maurois se preocupa del hombre hasta olvidar al poeta. ¿Y cuál de los dos es el personaje más real e histórico? La realidad de Shelley está más en su pensamiento y en su arte que en las vicisitudes sentimentales y pecuniarias que el biógrafo puede narrarnos con arte prolijo y dejo escéptico e irónico. A la misma reflexión invita la Vida de Disraeli. Está ahí expresada con arte cautivador la existencia del dandy, más setecentista que byroniano; pero no está propiamente la existencia del político, del estadista. Disraeli era, probablemente, el judío mimetista y aristocrático, extraordinariamente próximo al gusto francés, que Maurois nos presenta; pero era, al mismo tiempo, y seguramente, algo más que Maurois descuida. Y ese "algo más" es, sin duda, lo más disraeliano, lo más individual de Disraeli, la esencia misma de su personalidad política e histórica.

El retrato de Disraeli está hecho con más adhesión que el de Shelley: Se siente a André Maurois, en esta biografía, más enamorado de su personaje. El primer ministro conservador setecentista y victoriano del Imperio Británico, es necesariamente, para Maurois, un personaje de mayor sugestión que un gran poeta romántico. Shelley, nacido aristócrata, vive y piensa como un declassé;2 su liberación intelectual, su creación artística le exigen el desprecio de sus privilegios y sentimientos de clase. Disraeli, salido de una familia de burgueses judíos, emplea toda su sagacidad y su tacto mundanos en elevarse a la clase desertada voluntaria y bizarramente por Shelley y en adoptar su estilo y sus pre­juicios.

Mas, la complacencia con que Maurois diseña la figura de Disraeli tiene paradójicamente un efecto opuesto al humour con que trata el romanticismo de Shelley. El retrato es de un gusto perfecto. Pero Disraeli, después de habernos encantado con la elegancia displicente de sus peripecias, nos parece disminuido. Y esta no era, evidentemente, la intención de Maurois, absolutamente interesado en obtener el más gentil y nítido Disraeli.

Disraeli se apasiona por la política como por el deporte. La política no es para él sino el medio de triunfar más pomposamente. No le inte­resan las ideas que servirá como político. Adoptará las que entonen más con su temperamento de mundano, con su escepticismo de dandy, en la era victoriana. ¿Conservador, liberal, radical? ¿Qué partido conviene más a la ambición de un hebreo elegante y sarcástico, bienquisto a las mas penas y graciosas ladies,3 ávido de gloria fastuosa, lleno de deudas? That is the question.4 Disraeli no habría podido ser sino conservador o radical. Entre estos dos extremos osciló desganada y práctica su fantasía. El liberalismo exi­gía cierta seriedad calvinista, cierta convicción manchesteriana, cierto fondo burgués, industrial y puritano, de que carecía este hebreo humanista, enamorado de la aristocracia inglesa, respetuoso por hedonismo y sensualidad de la tradición y las castas, reacio a la abstracción y a la doctrina. En la Inglaterra imperial del Siglo XIX, el conservantismo podía ser descreído, el liberalismo no. La política liberal no era concebida sin hombres como Gladstone, severos, macizos, teológicos, dotados de una energía física de guarda­bosques a lo Thoreau y de un rigor moral y pro­testante de fabricantes de Manchester.

La juventud de Disraeli es una serie de alec­cionadores fracasos. Disraeli tenía excesiva fan­tasía para ser un hombre de negocios. No pudo ser un Rotschild. Participó del interés de la In­glaterra de su época por la América Española; pero perdió siempre en las especulaciones sobre valores hispano-americanos. Jugó a la baja, cuando aun no era tiempo; jugó al alza, cuando ya no era el momento. Pero esta fantasía resultaba insuficiente en la novela. Disraeli escribía novelas porque las circunstancias no lo dejaban actuar. Su temperamento lo empujaba de preferencia a la acción, y únicamente después de haber perdido un negocio o una elección, intentó en su juventud buscar la inmortalidad en la literatura. Si Disraeli, en su juventud, hubiese ganado especulando con valores sudamericanos, una fabulosa fortuna, ¿habría escrito novelas y poemas? Y, si sus novelas hubiesen merecido clasificarse al lado de las de Sir Walter Scott, ¿habría llegado a ser diputado y líder tory?5 La biografía de André Maurois nos impone estas preguntas, a fuerza de insistir en el dandysmo, en la inseguridad, en la nonchalance6 de Dísraeli político.

La subconciencia política de esta biografía, como la de otras, en las que no por aprensión se descubre el empeño de rebajar al héroe, tiende a presentar la obra del hombre de Estado, como algo que se puede hacer casi por azar, sin convicción, sin principios. Del mismo modo que se intenta la teorización de un arte deportivo, se ensaya el elogio de una política deportiva. Qui­zá en la Inglaterra victoriana y ochocentista, no se podía ya actuar con una política conservadora sino con una íntima indiferencia por los principios tories. Esto podría explicar el éxito de Disraeli, Primer Ministro de la Reina Victoria. Pero, sin duda, lo que André Maurois se propone vagamen­te es, más bien, la apología de una escuela o de un estilo que la interpretación de un hecho.

Disraeli pone en boca de un personaje de una de sus novelas palabras que no permiten suponerlo tan escéptico como Maurois se obstina en verlo. «El destino es nuestra voluntad y nuestra voluntad es la naturaleza. Todo es misterio, pero sólo un esclavo se niega a luchar para penetrar en el misterio». El espíritu de su estirpe, la filosofía de su raza se expresa en esta frase con demasiada elocuencia, para que, después de medi­tarla, Disraeli no nos parezca más disminuido que exaltado por esta biografía apologética y reverente.

 

 


NOTAS:

 

1 Publicado en Variedades: Lima, 3 de Julio de 1929.

2 Sin clase social, "desclasado".

3 Damas aristócratas.

4 Esa es la cuestión.

5 Ala derecha del Parlamento Inglés

6 Indolencia.