OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

SIGNOS Y OBRAS

 

  

"MANHATTAN TRANSFER", DE JOHN DOS PASOS1

I

John dos Pasos es como Waldo Frank un norteamericano que ha vivido en España y que ha estudiado amorosamente su psicología y sus costumbres. Pero aunque después de sus hermosas novelas La iniciación de un hombre y Tres soldados, John dos Pasos se cuenta entre los valores más altamente cotizados de la nueva literatura norteamericana, sólo hoy comienza a ser traducido al español. La Editorial Cenit acaba de publicar su Manhattan Transfer, libro en el que las cualidades de novelista de John dos Pasos alcanzan su plenitud. La iniciación de un hombre y Tres soldados son dos libros de la guerra, asunto en el que dos Pasos sobresale pero que, quizás, han perdido su atracción de hace algunos años. Manhattan Transfer, además de corresponder a un período de maduración del arte y espíritu de John dos Pasos, refleja a Nueva York, la urbe gigante y cosmopolita, la más monumental creación norteamericana. Es un documento de la vida yanqui de mérito análogo, quizá, al de El Cemento de Gladkov como documento de la vida rusa.

En Manhattan Transfer no hay una vida, morosamente analizada, sino una muchedumbre de vidas que se mezclan, se rozan, se ignoran, se agolpan. Los que gustan de la novela de argu­mento, no se sentirán felices en este mundo heterogéneo y tumultuoso, antípoda del de Proust y de Giraudoux. Ninguna transición tan violenta tal vez para un lector de hoy como de Eglantine a Manhattan Transfer. Es la transición del baño tibio y largo a la ducha enérgica y rápida La técnica novelística, bajo la conminatoria del tema, se hace cinematográfica. Las escenas se suceden con una velocidad extrema; pero no por esto son menos vivas y plásticas. El traductor español, que se ha permitido una libertad indispensable en la versión del diálogo, escribe lo siguiente en el prefacio: «Como en la pantalla del cine la acción que abarca veintitantos años, cambia bruscamente de lugar. Los personajes, más de ciento, andan de acá para allá, subiendo y bajando en los ascensores, yendo y viniendo en el metro, entrando y saliendo en los hoteles, en los vapores, en las tiendas, en los music-halls,2 en las peluquerías, en los teatros, en los rascacielos, en los teléfonos, en los bancos. Y todas estas personas y personillas que bullen por las páginas de la novela, como por las aceras de la gran metrópoli, aparecen sin la convencional presentación y se despiden del lector "a la francesa". Cada cual tiene su personalidad bien marcada, pero todos se asemejan en la falta de escrúpulos. Son gente materialista, dominada por el sexo y por el estómago, cuyo fin único parece ser la prosperidad económica. A unos los sor-prendemos emborrachándose discretamente; a otros, cohabitando detrás de las cortinas; a otros estafando al prójimo sin salir de la ley. Los abogados viven de chanchullos, los banqueros seducen a sus secretarias, los policías se dejan sobornar y los médicos hacen abortar a las actrices. Los más decentes son los que atracan las tiendas con pistola de pega. Entre toda esta gentuza, se destaca Jimmy Herf, tipo de burgués idealista, repetido en otras obras de Dos Pasos. Pero el verdadero protagonista no es Jimmy sino Manhattan mismo, con sus viejas iglesias empotradas entre geométricos rascacielos, con sus cabarets resplandecientes, con sus puertos brumosos y humeantes y con sus carteles luminosos que parpadean de noche en las avenidas donde la gente se atropella ensordecida por el tre­pidar de los trenes elevados. Estas líneas dan, en apretado esquema, una idea de la novela.

John dos Pasos continúa y renueva, con todos los elementos de una sensibilidad rigurosamente actual, la tradición realista. Manhattan Transfer es una nueva prueba de que el realismo no ha muerto sino en las rapsodias retardadas de los viejos realistas que nunca fueron realistas de veras. También, bajo este aspecto, hace pensar en El Cemento. Pero mientras El Cemento, en su realismo, tiene el acento de una nueva épica, en Manhattan Transfer, reflejo de un magnífico e imponente escenario de una vida cuyos impulsos ideales se han corrompido y degenerado, carece de esta contagiosa exaltación de masas creadoras y heroicas.

El decorado de Manhattan Transfer es simple y esquemático como en el teatro de vanguardia. La descripción, sumaria y elemental, es sostenida a grandes trazos. John dos Pasos emplea imáge­nes certeras y rápidas. Tiene algo del expresionismo y del suprarrealismo. Pero, vertiginoso como la vida que traduce, no se detiene en ninguna de las estaciones de su itinerario.

II

Esta novela, en apariencia incongruente, de, sordenada, tumultuaria, en verdad tiene una es­tructura sólida de block-house.3 "Es un rascacielos", me sopla al lado J. Eugenio Garro, traductor de Waldo Frank, algo familiarizado ya con esta arquitectura de hierro y cemento armado. John dos Pasos ha construido su novela, desde sus cimientos, con arte de ingeniero yanqui. La estética de su trabajo obedece a las líneas y los materiales de su estructura. Todo es geométricamente cubista en Manhattan Transfer, sin barroquismo y sin arabescos. Por su puerta giratoria, que no se detiene un segundo, entran y salen los habitantes de una urbe mecanizada y vertiginosa. Las estancias monótonamente iguales de este rascacielos alojan dramas distintos; pero todos estos dramas son elementos de una sola balzaciana expresión de Nueva York.

La primera escena de Manhattan Transfer es una anónima y muda, escena de maternidad. Una enfermera deposita una cesta con un recién nacido al lado de otras, en una sala recalentada, con olor de alcohol y desinfectante. Minutos des­pués que otras criaturas, de las que en esta novela no volveremos a encontrar el rastro ignoto, llega al mundo Ellen Thatcher. La primera nota de Manhattan Transfer es un vagido. Joyce en Ulyses, con ritmo lento, nos lleva también a una clínica de partos; pero en Manhattan todo transcurre en tiempo cinematográfico. Ed. Thatcher, contador, sueña con un porvenir apacible para su primera hija. No es un hombre ambicioso, en esta feria de codicia y de deseos. Le gustaría retirarse del trabajo con algunos aho­rros, a una casita a orillas del Hudson, cuyo jardín cuidaría en las tardes. Ellen sería una muchacha casera y tranquila. Honesto y tímido programa de clase media, acariciado horas después del alumbramiento en un bar de Manhattan, delante de un vaso de cerveza. Nueva York no es todavía sino un informe y confuso embrión de la urbe futura. Este día se firma el proyecto de ensanche que hará de Nueva York la segunda metrópoli del mundo. Ellen, Nueva York, crecen ignorantes de su destino.

Los personajes de la novela aparecen, uno tras otro, ligados al destino de la urbe. El inmigrante que desembarca en este puerto, porque sólo en él podían vararse su desesperanza y su incertidumbre; el homicida, fugitivo del campo, que ingresa con paso torpe y temeroso en esta babilonia que digerirá sin dificultad su remordimiento. George Baldwin, abogado novel y pobre, espía la ocasión de debutar con fortuna, ganando un pleito de cuantía; Augustus Mc Niel, repartidor de una lechería, arrollado y mal heri­do por un tren de mercancías, que le ofrece la oportunidad buscada, gana con este accidente una indemnización y una cojera que lo jubilan en tan pobre oficio, para hacer más tarde de él un equívoco capataz de huelgas y uniones obreras, capaces de jugar un rol en el mercado de valores. Los dos obtienen de este azar lo que les hacía falta. Nellie, la mujer del lechero, es joven y bonita, y Baldwin, ayuno de placeres, hace presa en ella con el mismo apetito que en la compañía ferroviaria. Jimmy Herf, otro protagonista, arriba a Nueva York con su madre en el Harabic. No es sino un niño, que viene de Europa. El lector sigue las etapas de su desarrollo; pero, lo mismo que en Ellen Thatcher: en esos instantes en que las almas de los niños tie­nen ya un par de alas nuevas o un par de alas menos. John dos Pasos necesita prescindir de todo moroso proceso narrativo. La técnica y el tiempo de su novela son los del cinema. Entre las escenas de Ellen y Jimmy infantiles, dos Pasos nos presentan muchos personajes, nos descubre muchas vidas. Todos, como Ellen recién nacida en el cesto de la Maternidad, parecen "retorcerse débilmente entre algodones como un hervidero de gusanos". Ellen, en un nuevo capítulo, no es ya una niña. Tiene excesiva belleza, juventud y dinamismo para corresponder a la ambición dulce y avara del contador Thatcher. Se ha casado, por lo pronto, con John Oglethorpe; pero se siente que esta boda no es sino la primera etapa, la ini­ciación de una muchacha neoyorkina. Ellen, actriz afortunada, dejará a Oglethorpe. La sitian muchas tentaciones; ella se enamora de Stan, joven, rico, alcohólico, en quien no ama sino la juventud; pero Stan, durante una borrachera, se casa en Niagara Falls4 con Pearline, una rubia anodina e insignificante, con "un par de ojos azules como leche aguada". Stan y Pearline amanecen un día quemados entre los escombros de un incendio como otro día amanecieron casados en Niagara Falls. Y una noche en que el empresario Harry Goldweiser, elegante y rendido, le habla de su arte, de la Bernhardt, de la Duse, Ellen mordida por su derrota, en vez de discurrir sobre estas cosas, que no consiguen ahora sino irritarla, le dice: «¿Puede Ud. comprender que una mujer quiera a veces ser una prostituta, una vulgar zorra?». Más tarde, nauseada de esta vida, Ellen no ambicionará sino una maternidad hon­rada, un amor sereno. Dejará el teatro, para mar­char a Europa a servir en la Cruz Roja americana. Se casará en Europa con Jimmy Herf. Los dos regresarán a Nueva York, con un niño, felices y esperanzados todavía. Pero Nueva York devorará implacablemente los restos de su ilusión y de su dicha. Jimmy Herf, idealista, atormentado, revolucionario, es extraño al destino de esta mujer que se reintegrará, fatalmente, al mundo bri­llante e inmoral del que la guerra y el amor temporalmente la arrancaron. Ellen deja a Jimmy por el abogado Baldwin, rico, poderoso, que la ha asediado y la ha deseado siempre. George Baldwin, que ha llegado a donde ha querido, que se ha pagado el lujo de .amantes espléndi­das, personifica una burguesía victoriosa a la que únicamente el placer puede hacer tolerable una existencia desierta, fallida, triste. Espera a Ellen, sonriendo "como una celebridad en la sección de rotograbados de un periódico". Pero le confiesa fatigado: «¡Si supiera usted cuán vacía ha sido mi vida durante años y años! He sido una especie de juguete mecánico, todo hueco por dentro». Y Herf, conversando con Congo, el in­migrante francés, anarquista y aventurero, que se enriquece traficando en champaña y licores, hace este inventario de su existencia: «La dife­rencia entre usted y yo, Armand, es que usted va subiendo en la escala social y yo voy bajando... Cuando usted era pinche en un vapor yo era un niño bien, con cara de papel mascado, que vivía en el Ritz. A mis padres les dio por el mármol de Vermont, por el nogal oscuro, la ca­sa era un bazar babilónico. Yo no puedo hacer nada más. Las mujeres son como ratas: aban­donan el barco que se hunde. Va a casarse con ese Baldwin, que acaba de ser nombrado fiscal del distrito... Se dice que le apadrinan para alcalde en una candidatura fusionada... La ilu­sión del poder, eso es lo que le come. Todas las mujeres se mueren por eso. Si creyera que me servía de algo, le juro que tendría energía bastante para amasar un millón de dólares… Pero ya todo me da lo mismo. Necesito algo nuevo, diferente. Sus hijos serán así, Congo. Si me hubieran dado una educación decente y si hubiera empezado a tiempo, ahora sería quizá un gran sabio. Si hubiera tenido un temperamento más sexual sería artista o tal vez religioso... Pero aquí estoy, Cristo, con casi treinta años y ansio­so de vivir. Si fuera lo bastante romántico supongo que me hubiera matado hace ya tiempo, sólo para que la gente hablara de mí. Ya ni si­quiera tengo la esperanza de llegar a ser un perfecto borracho».

El estilo de John dos Pasos, en esta novela, se identifica con la escena y el asunto. El autor extrae de la cantera de Nueva York el material de sus imágenes. Sus metáforas son siempre las que puedan pensarse en un bar de Broadway o en el muelle de Down Town. El estilo de dos Pasos se alimenta directamente de la prosa callejera de Nueva York. Sus imágenes son visuales, auditivas, olfativas, cuantitativas, mecánicas. Citaré, al azar, algunas: «Bajo la presión cada vez más fuerte de la noche, las ventanas escurren chorros de luz, los arcos voltaicos derraman leche brillante. La noche comprime los sombríos bloques de casas hasta hacerles gotear luces rojas, amarillas, verdes, en las calles donde resuenan millones de pisadas. La luz chorrea de los letreros que hay entre las ruedas, colorea toneladas de cielo». «La oficina olía a engrudo, a manifiestos y a hombres en mangas de camisa». «Burbujas luminosas en un sandwich de mar y negrura». «El crepúsculo de plomo pesa sobre los secos miembros de un viejo que marcha hacia Broadway. Al doblar la esquina, ocupada por un puesto de Nedik, algo salta en su ojos como un muelle. Muñeco roto entre las filas de muñecos barnizados, articulados, se lanza cabizbajo al horno palpitante, a la incandescencia de los letreros luminosos». «Recuerdo cuando todo esto era campo», murmura al pequeño. «La octava Avenida estaba llena de una niebla que se les agarraba a la garganta. Las luces brillaban mortecinas a través de ella, las caras se esfumaban, se perfilaban en silueta y desaparecían como peces en un acuario turbio». «En la noche de hierro colado el viento soplaba más frío». «Se instalan refunfuñando en el fondo de sus lemosinas y se dejan llevar rápidamente hacia la calle cuarenta y tantas, calles sonoras, inundadas de luces blancas como gin, amarillas como whisky, efervescentes como sidra». «Rojo crepúsculo que perfora la niebla de Gulf Stream.5 Vibrante garganta de cobre que brama por las calles de dedos ateridos. Atisbadores ojos vidriados de los rascacielos. Salpicaduras de minio sobre los férreos muslos de los cinco puentes. Irritantes maullidos de remolcadores coléricos bajo los árboles de humo que vacilan en el puerto». «En su interior efervescencia como gaseosa en dulces jarabes abrileños de fresa, de zarzaparrilla, de chocola­te, de cereza, de vainilla, goteando espuma en el aire tenue, azul como gasolina».

Epopeya prosaica y desolante de un Nueva York sin esperanza. En esta urbe, no hay sino gente que sufre, goza, cae, codicia, trabaja desesperadamente. Jimmy Herf y su impotente idealismo, perdidos en esta babilonia, no son por fortuna el único fermento de un Nueva York nuevo, futuro. El himno que cantan los extranjeros undesirables,6 al dejar Nueva York en los barcos que los deportan, es en Manhattan Transfer, la única voz de esta esperanza: International shall be the human rase.7  

 

 


NOTAS:

 

1 Las dos partes de que consta el presente ensayo fueron publicadas en las ediciones de Mundial y Variedades correspondientes al 8 de agosto y 4 de setiembre de 1929, respectivamente.

2 Salones donde se oye música.

3 Conjunto de casas con unidad arquitectónica.

4 Las Cataratas del Niágara.

5 Corriente del Golfo.

6 Indeseables.

7 "La raza humana será internacional".