Pierre Proudhon

CAPÍTULO V
EXPOSICIÓN PSICOLÓGICA DE LA IDEA DE LO JUSTO E INJUSTO Y DETERMINACIÓN DEL PRINCIPIO DE LA AUTORIDAD Y DEL DERECHO

La propiedad es imposible; la igualdad no existe. La prime- ra nos es odiosa, y sin embargo, la queremos; la segunda atrae nuestros pensamientos y no sabemos realizarla. ¿Quién sabrá explicar este profundo antagonismo entre nuestra conciencia y nuestra voluntad? ¿Quién podrá descubrir las causas de ese error funesto que ha llegado a ser el más sagrado principio de la jus- ticia y de la sociedad?

Yo me atrevo a intentarlo y espero conseguirlo. Pero antes de explicar cómo ha violado el hombre la justicia, es necesario determinar el concepto de ella.

PRIMERA PARTE
I. - D EL SENTIDO MORAL EN LOS HOMBRES Y EN LOS ANIMALES

Los filósofos han planteado con frecuencia el problema de investigar cuál es la línea precisa que separa la inteligencia del hombre de la de los animales. Según su costumbre, han perdido el tiempo en decir tonterías, en vez de resolverse a aceptar el único elemento de juicio seguro y eficaz: la observación. Estaba reservado a un sabio modesto, que no se preocupase de filoso- fías, poner fin a interminables controversias con una sencilla distinción, una de esas distinciones luminosas que ellas solas valen más que todo un sistema. Federico Cuvier ha diferencia- do el instinto de la inteligencia.

Pero todavía no se ha ocupado nadie de este otro problema. El sentido moral, en el hombre y en el bruto, ¿difiere por la naturaleza o solamente por el grado? Si a alguno se le hubiese ocurrido en otro tiempo sostener la segunda parte de esta proposición, su tesis hubiera parecido escandalosa, blasfema, ofensiva a la moral y a la religión. Los tribunales eclesiásticos y seculares lo habrían condenado por unanimidad. ¡Con cuánta arrogancia no se despreciaría esta inmoral paradoja! "La conciencia -se diría-, la conciencia, esa gloria del hombre, sólo al hombre ha sido concedida; la noción de lo justo y de lo injusto, del mérito y del demérito, es su más noble privilegio. Sólo el hombre tiene la sublime facultad de sobreponerse a sus perversas inclinaciones, de elegir entre el bien y el mal, de aproximarse cada vez a Dios por la libertad y la justicia... No, la santa imagen de la virtud sólo fue grabada en el corazón del hombre." Palabras llenas de sentimiento, pero vacías de sentido.

"El hombre es un animal inteligente y social", ha dicho Aristóteles. Esta definición vale más que todas las que después se han dado, sin exceptuar la famosa de M. de Bonald, el hom- bre es una inteligencia servida por órganos, definición que tie- ne el doble defecto de explicar lo conocido por lo desconocido, es decir, el ser viviente por la inteligencia, y de guardar silencio sobre la cualidad esencial del hombre, la animalidad. Quien dice sociedad dice conjunto de relaciones, en una palabra, sis- tema. Pero todo sistema sólo subsiste bajo determinadas condi- ciones: ¿cuáles son estas condiciones, cuáles son las leyes de la sociedad humana? ¿Qué es el derecho entre los hombres? ¿Qué es la justicia?

De nada sirve decir con los filósofos de diversas escuelas: "Es un instinto divino, una voz celeste e inmortal, una norma dada por la Naturaleza, una luz revelada a todo hombre al ve- nir al mundo, una ley grabada en nuestros corazones; es el grito de la conciencia, el dictado de la razón, la inspiración del senti- miento, la inclinación de la sensibilidad; es el amor al bien aje- no, el interés bien entendido; o bien es una noción innata, es el imperativo categórico de la razón práctica, la cual tiene su fuente en las ideas de la razón pura; es una atracción pasional", etc., etc. Todo esto puede ser tan cierto como hermoso, pero es per- fectamente anodino. Aunque se emborronaran con estas frases diez páginas más, la cuestión no avanzaría una línea.

La justicia es la utilidad común, dijo Aristóteles; esto es cierto, pero es una tautología. El principio de que el bien público debe ser el objeto del legislador, ha dicho Ch. Comte en su Tratado de legislación, no puede ser impugnado en modo alguno; pero con sólo enunciarlo y demostrarlo no se logra en la legislación más progreso que el que obtendría la medicina con decir que la curación de las enfermedades debe ser la misión de los médicos. Sigamos otro rumbo. El derecho es el conjunto de los princi- pios que regulan la sociedad. La justicia, en el hombre, es el respeto y la observación de esos principios. Practicar la justicia es hacer un acto de sociedad. Por tanto, si observamos la con- ducta de los hombres entre sí en un determinado número de circunstancias diferentes, nos será fácil conocer cuándo viven en sociedad y cuándo se apartan de ella, y tal experiencia nos dará, por inducción, el conocimiento de la ley.

Comencemos por los casos más sencillos y menos dudosos. La madre que defiende a su hijo con peligro de su vida y se priva de todo por alimentarlo, hace sociedad con él y es una madre buena. La que, por el contrario, abandona a su hijo, es infiel al instinto social, del cual es el amor maternal una de sus numerosas formas, y es una madre desnaturalizada. Si me arro- jo al agua para auxiliar a un hombre que está en peligro de perecer, soy su hermano, su asociado: si en vez de socorrerlo lo sumerjo, soy su enemigo, su asesino.

Quien practica la caridad, trata al indigente como a un aso- ciado; no ciertamente como su asociado en todo y por todo, pero sí por la cantidad de bien de que le hace partícipe. Quien arrebata por la fuerza o por la astucia lo que no ha producido, destruye en sí mismo la sociabilidad y es un bandido. El sama- ritano que encuentra al caminante caído en el camino, que cura sus heridas, lo anima y le da dinero, se declara asociado suyo y es su prójimo. El sacerdote que pasa al lado del mismo cami- nante sin detenerse es, a su vez, insociable y enemigo. En todos estos casos, el hombre se mueve impulsado por una interior inclinación hacia su semejante, por una secreta sim- patía, que lo hace amar, sentir y apenarse por él. De suerte que para resistir a esta inclinación, es necesario un esfuerzo de la voluntad contra la Naturaleza.

Pero todo esto no supone ninguna diferencia grande entre el hombre y los animales. En éstos, cuando la debilidad de los pequeños los retiene al lado de sus madres, y en tal sentido forman sociedad, se ve a ellas defenderlos con riesgo de la vida, con un valor que recuerda el de los héroes que mueren por la patria. Ciertas especies se reúnen para la caza, se buscan, se llaman, y como diría un poeta, se invitan a participar de su presa. En el peligro se los ve auxiliarse, defenderse, prevenirse.

El elefante sabe ayudar a su compañero a salir de la trampa en que ha caído; las vacas forman círculo, juntando los cuernos hacia afuera y guardando en el centro sus crías para rechazar los ataques de los lobos; los caballos y los puercos acuden al grito de angustia lanzado por uno de ellos. ¡Cuántas descrip- ciones podrían hacerse de sus uniones, del cuidado de sus ma- chos para con las hembras y de la fidelidad de sus amores! Hay, sin embargo, que decir también, para ser justos en todo, que esas demostraciones tan extraordinarias de sociedad, fraterni- dad y amor al prójimo no impiden a los animales querellarse, luchar y destrozarse a dentelladas por su sustento y sus amores. La semejanza entre ellos y nosotros es perfecta. El instinto social, en el hombre y en la bestia, existe más o menos; pero la naturaleza de ese instinto es la misma. El hom- bre está asociado más necesaria y constantemente; el animal parece más hecho a la soledad. Es en el hombre la sociedad más imperiosa, más compleja; en los animales parece ser me- nos grande, variada y sentida. La sociedad, en una palabra, tiene en el hombre como fin la conservación de la especie y del individuo: en los animales, de modo preferente la conserva- ción de la especie.

Hasta el presente nada hay que el hombre pueda reivindicar para él solo. El instinto de sociedad, el sentido moral, es común al bruto, y cuando aquél supone que por alguna que otra obra de caridad, de justicia y de sacrificio se hace semejante a Dios, no advierte que sus actos obedecen simplemente a un impulso animal. Somos buenos, afectuosos, compasivos, en una pala- bra, justos, por lo mismo que somos iracundos, glotones, lujuriosos y vengativos, por simple animalidad. Nuestras más elevadas virtudes se reducen, en último análisis, a las ciegas excitaciones del instinto. ¡Qué bonita materia de canonización y de apoteosis!

¿Hay, pues, alguna diferencia entre nosotros, bimanobípedos, y el resto de los demás seres? De haberla, ¿en qué consiste? Un estudiante de filosofía se apresuraría a contestar: "La diferen- cia consiste en que nosotros tenemos conciencia de nuestra so- ciabilidad y los animales no la tienen de la suya; en que noso- tros reflexionamos y razonamos sobre las manifestaciones de nuestro instinto social, y nada de esto realizan los animales". Yo iría más lejos: afirmaría que por la reflexión y el razona- miento de que estamos dotados sabemos que es perjudicial, tanto a los demás como a nosotros mismos, resistir al instinto de so- ciedad que nos rige y que denominamos justicia; que la razón nos enseña que el hombre egoísta, ladrón, asesino, traiciona a la sociedad, infringe a la Naturaleza y se hace culpable para con los demás y para consigo mismo cuando realiza el mal vo- luntariamente; y por último, que el sentimiento de nuestro ins- tinto social de una parte, y de nuestra razón de otra, nos hace juzgar que todo semejante nuestro debe tener responsabilidad por sus actos. Tal es el origen del principio del remordimiento, de la venganza y de la justicia penal.

Todo esto implica entre los animales y el hombre una di- versidad de inteligencia, pero no una diversidad de afeccio- nes, porque si es cierto que razonamos nuestras relaciones con los semejantes, también igualmente razonamos nuestras más triviales acciones, como beber, comer, la elección de mujer, de domicilio; razonamos sobre todas las cosas de la tierra y del cielo y nada hay que se sustraiga a nuestra facultad de razonar. Pero del mismo modo que el conocimiento que ad- quirimos de los fenómenos exteriores no influye en sus cau- sas ni en sus leyes, así la reflexión, al iluminar nuestro instin- to, obra sobre nuestra naturaleza sensible, pero sin alterar su carácter.

Nos instruye acerca de nuestra moralidad, pero no la cam- bia ni la modifica. El descontento que sentimos de nosotros mismos después de cometer una falta, la indignación que nos embarga a la vista de la injusticia, la idea del castigo merecido y de la satisfacción debida son efectos de reflexión y no efectos inmediatos del instinto y de las pasiones afectivas. La inteligen- cia (no diré privativa del hombre, porque los animales también tienen el sentimiento de haber obrado mal y se irritan cuando uno de ellos es atacado), la inteligencia infinitamente superior que tenemos de nuestros deberes sociales, la conciencia del bien y del mal, no establece, con relación a la moralidad, una dife- rencia esencial entre el hombre y los animales.

II. - D EL PRIMERO Y DEL SEGUNDO GRADO DE SOCIABILIDAD

Insisto en el hecho que acabo de indicar, y que considero uno de los más importantes de la antropología.

El sentimiento de simpatía que nos impulsa a la sociedad es, por naturaleza, ciego, desordenado, siempre dispuesto a seguir la impresión del momento, sin consideración a derechos ante- riores y sin distinción de mérito ni de propiedad. Se muestra en el perro callejero, que atiende a cuantos lo llaman; en el niño pequeño, que toma a todos los hombres por sus papás y a cada mujer por su nodriza; en todo ser viviente que, privado de la sociedad de animales de su especie, acepta la compañía de otro cualquiera. Este fundamento del instinto social hace insoporta- ble y aun odiosa la amistad de las personas frívolas, ligeras, que siguen al primero que ven, oficiosas en todo, y que, por una amistad pasajera y accidental, desatienden las más antiguas y respetables afecciones. La sociabilidad en este grado es una es- pecie de magnetismo, que se produce por la contemplación de un semejante, pero cuya energía no se manifiesta al exterior de quien la siente, y que puede ser recíproca y no comunicada. Amor, benevolencia, piedad, simpatía, llámese ese sentimiento como se quiera, no tiene nada que merezca estimación, nada que eleve al hombre sobre el animal.

El segundo grado de sociabilidad es la justicia, que se puede definir como reconocimiento en el prójimo de una personali- dad igual a la nuestra. En la esfera del sentimiento, este grado es común al hombre y a los animales; en el de la inteligencia, sólo nosotros podemos tener idea acabada de lo justo, lo cual, como antes decía, no altera la ciencia de la moralidad. Pronto veremos cómo el hombre se eleva a un tercer grado de sociabi- lidad, al que los animales son incapaces de llegar. Pero antes debo demostrar metafísicamente que sociedad, justicia, igual- dad, son tres términos equivalentes, tres expresiones sinónimas, cuya mutua sustitución es siempre legítima.

Si en la confusión de un naufragio, ocupando yo una barca con algunas provisiones, veo a un hombre luchar contra las olas, ¿estoy obligado a socorrerlo? Si; lo estoy, bajo pena de hacerme culpable de un crimen de lesa sociedad, de homicidio. Pero ¿estoy obligado igualmente a partir con él mis provisio- nes? Para resolver esta cuestión es necesario cambiar los térmi- nos. Si la sociedad es obligatoria en cuanto a la barca, ¿lo será también en cuanto a los víveres? Sin duda alguna, el deber de asociado es absoluto; la ocupación de las cosas por parte del hombre es posterior a su naturaleza social y está subordinado a ella. La posesión no puede convertirse en exclusiva, desde el momento en que la facultad de ocupación es igual para todos. Lo que obscurece las condiciones de nuestro deber es nuestra misma previsión, que, haciéndonos temer un peligro eventual, nos impulsa a la usurpación y nos hace ladrones y asesinos. Los animales no calculan el deber del instinto, ni los inconvenientes que pueden ocasionárseles, y sería muy extraño que la inteli- gencia fuese para el hombre, que es el más sociable de los ani- males, un motivo de desobediencia a la ley social. Ésta no debe aplicarse en exclusivo beneficio de nadie. Sería preferible que Dios nos quitase la prudencia, si sólo ha de servir de instrumen- to a nuestro egoísmo.

Mas para esto, diréis, será preciso que yo parta mi pan, el pan que he ganado con mi trabajo y que es mío, con un desco- nocido, a quien no volveré a ver y que quizá me pague con una ingratitud. Si al menos este pan hubiera sido ganado en común, si ese hombre hubiese hecho algo para obtenerlo, podría pedir su parte, puesto que fundaría su derecho en la cooperación; pero ¿qué relación hay entre él y yo? No lo hemos producido juntos, y por tanto, tampoco lo comeremos juntos.

El defecto de ese razonamiento está en la falsa suposición de que un productor no es necesariamente el asociado de otro.

Cuando dos o varios particulares forman sociedad con todos los requisitos legales, conviniendo y autorizando las bases que han de regirla, ninguna dificultad existirá desde entonces sobre las consecuencias del contrato. Todo el mundo está de acuerdo en que asociándose dos hombres para la pesca, por ejemplo, si uno de ellos no tiene éxito, no por ello perderá su derecho a la pesca de su socio. Si dos negociantes forman sociedad de co- mercio, mientras la sociedad dure, las pérdidas y las ganancias son comunes. Cada uno produce, no para sí, sino para la socie- dad, y al llegar el momento de repartir los beneficios, no se atiende al productor, sino al asociado. He aquí por qué el escla- vo, a quien el señor da la paja y el arroz, y el obrero, a quien el capitalista paga su salario, siempre escaso, no son los asocia- dos de sus patronos, y aunque producen para él, no figuran para nada en la distribución del producto. Así el caballo que arrastra nuestros coches y el buey que mueve nuestras carretas producen con nosotros, pero no son nuestros asociados. Toma- mos su producto, pero no lo partimos con ellos. La condición de los animales y de los obreros que nos sirven es igual: cuando a unos y a otros les hacemos un bien, no es por justicia, es por simple benevolencia. 1

¿Pero hay aún quien sostenga que nosotros, los hombres, no estamos asociados? Recordemos lo que hemos dicho en los dos capítulos precedentes: aun cuando no quisiéramos estar asocia- dos, la fuerza de las cosas, las necesidades de nuestro consumo, las leyes de la producción, el principio matemático del cambio, nos asociarían. Un solo caso de excepción tiene esta regla: el del propietario que al producir, por su derecho de albarranía, no es asociado de nadie, ni, por consiguiente, comparte con nadie su producto, de igual modo que nadie está obligado a darle parte del suyo. Excepto el propietario, todos trabajamos unos para otros, nada podemos hacer para nosotros mismos sin el auxilio de los demás, y de continuo realizamos cambios de productos y de servicios. ¿Y qué es todo esto sino actos de sociedad?

Una sociedad de comercio, de industria, de agricultura, no puede concebirse fuera de la igualdad. La igualdad es la condi- ción necesaria de su existencia, de tal suerte que en todas las cosas que a la sociedad conciernen, faltar a la sociedad, a la justicia o a la igualdad, son actos equivalentes. Aplicad este principio a todo el género humano. Después de lo dicho, os supongo con la necesaria preparación para hacerlo por cuenta propia.

Según esto, el hombre que se posesiona de un campo y dice: Este campo es mío, no comete injusticia alguna mientras los demás hombres tengan la misma facultad de poseer como él; tampoco habrá injusticia alguna si, queriendo establecerse en otra parte, cambia ese campo por otro equivalente. Pero si en vez de trabajar personalmente pone a otro hombre en su puesto y le dice: Trabaja para mí mientras yo no hago nada, entonces se hace injusto, antisocial, viola la igualdad y es un propietario.

Del mismo modo el vago, el vicioso, que sin realizar ninguna labor disfruta como los demás, y muchas veces más que ellos, de los productos de la sociedad, debe ser perseguido como la- drón y parásito; estamos obligados con nosotros mismos a no darle nada. Pero como, sin embargo, es preciso que viva, hay necesidad de vigilarlo y de someterlo al trabajo.

La sociabilidad es como la atracción de los seres sensibles. La justicia es esta misma atracción, acompañada de reflexión y de inteligencia. Pero ¿cuál es la idea general, cuál es la catego- ría del entendimiento en que concebimos la justicia? La catego- ría de las cantidades iguales. De ahí la antigua definición de la justicia: Justum aequale est, injustum inaequale.

¿Qué es, por tanto, hacer justicia? Es dar a cada uno una parte igual de bienes, bajo la condición igual del trabajo. Es obrar societariamente. En vano murmura nuestro egoísmo. No hay subterfugio posible contra la evidencia y la necesidad. ¿Qué es el derecho de ocupación? Un modo natural de dis- tribuir la tierra entre los trabajadores a medida que existen. Este derecho desaparece ante el interés general que, por ser in- terés social, es también el del ocupante.

¿Qué es el derecho al trabajo? El derecho de participar de los bienes llenando las condiciones requeridas. Es el derecho de sociedad, es el derecho de igualdad.

La justicia, producto de la combinación de una idea y de un instinto, se manifiesta en el hombre tan pronto como es capaz de sentir y de pensar; por esto suele creerse que es un sentimien- to innato y primordial, opinión falsa, lógica y cronológicamente. Pero la justicia, por su composición híbrida, si se me permite la frase, la justicia nacida de una facultad afectiva y otra intelec- tual, me parece una de las pruebas más poderosas de la unidad y de la simplicidad del yo, ya que el organismo no puede produ- cir por sí mismo tales mixtificaciones, del mismo modo que del sentido del oído y de la vista no se forma un sentido binario, semiauditivo y semivisual.

La justicia, por su doble naturaleza, nos confirma definiti- vamente todas las demostraciones expuestas en los capítulos II, III y IV. De una parte, siendo idéntica la idea de justicia a la de sociedad, e implicando ésta necesariamente la igualdad, debía hallarse la igualdad en el fondo de todos los sofismas inventa- dos para defender la propiedad. Porque no pudiendo defender- se la propiedad sino como justa y social, y siendo desigual la propiedad, para probar que la propiedad es conforme a la so- ciedad, sería preciso demostrar que lo injusto es justo, que lo desigual es igual, proposiciones por completo contradictorias.

Por otra parte, la noción de igualdad, segundo elemento de la justicia, se opone a la propiedad, que es la distribución desigual de los bienes entre los trabajadores, y al destruirse mediante ella el equilibrio necesario entre el trabajo, la producción y el consumo, debe considerarse imposible.

Todos los hombres son, pues, asociados; todos se deben la misma justicia; todos son iguales. Pero ¿se sigue de aquí que las preferencias del amor y de la amistad sean injustas? Esto exige una explicación.

He supuesto ya el caso de un hombre en peligro, al que de- biera socorrer. Imaginemos que soy ahora simultáneamente lla- mado por dos hombres expuestos a perecer. ¿Me estará permi- tido favorecer con mi auxilio a aquel a quien me ligan los lazos de la sangre, de la amistad, del reconocimiento o del aprecio, a riesgo de dejar perecer al otro? Sí. ¿Por qué? Porque en el seno de la universalidad social existen para cada uno de nosotros tantas sociedades particulares como individuos, y en virtud del principio mismo de sociabilidad debemos llenar las obligacio- nes que aquéllas nos imponen según el orden de proximidad en que se encuentran con relación a nosotros. Según esto, debe- mos preferir, sobre todos los demás, a nuestros padres, hijos, amigos, etcétera. Pero ¿en qué consiste esta preferencia? Si un juez tuviera que decidir un pleito entre un amigo y un enemigo suyos, ¿podría resolverlo en favor del primero, su asociado próximo, en contra de la razón del último, su asociado remoto? No, porque si favoreciera la injusticia de ese amigo, se conver- tiría en cómplice de su infidelidad al pacto social, y formaría con él una alianza en perjuicio de la masa general de los asocia- dos. La facultad de preferencia sólo puede ejercitarse tratándo- se de cosas que nos son propias y personales, como el amor, el aprecio, la confianza, la intimidad, y que podemos conceder a todos a la vez. Así, en caso de incendio, un padre debe socorrer a su hijo antes que al del vecino; y no siendo personal y arbitra- rio en un juez el reconocimiento de un derecho, no puede favo- recer a uno en perjuicio de otro. Esta teoría de las sociedades particulares, constituidas por nosotros, a modo de círculos concéntricos del de la sociedad en general, es la clave para re- solver todos los problemas planteados por el aparente antago- nismo de diferentes deberes sociales, cuyos problemas constitu- yen la tesis de las tragedias antiguas.

La justicia de los animales es casi siempre negativa. Aparte de los casos de defensa de los pequeñuelos, de la caza y del merodeo en grupos, de la lucha en común, y alguna vez de auxi- lios aislados, consiste más en no hacer mal que en hacer bien. El animal enfermo que no puede levantarse y el imprudente que ha caído en un precipicio no reciben ayuda ni alimentos; si no pueden curarse a sí mismos ni salvar los obstáculos, su vida está en peligro; nadie los asistirá en el lecho ni los alimentará en su prisión. La apatía de sus semejantes proviene tanto de la falta de inteligencia como de la escasez de sus recursos. Por lo demás, las diferencias de aproximación, que los hombres apre- cian entre sí mismos, no son desconocidas a los animales. Tie- nen éstos también sus amistades de trato, de vecindad, de pa- rentesco y sus preferencias respectivas. Comparados con noso- tros, su memoria es débil, su sentimiento oscuro, su inteligencia casi nula; pero existe identidad en la cosa, y nuestra superiori- dad sobre ellos en esta materia proviene exclusivamente de nues- tro entendimiento.

Por la intensidad de nuestra memoria y la penetración de nuestro juicio, sabemos multiplicar y combinar los actos que nos inspira el instinto de sociedad y aprendemos a hacerlos más eficaces y a distribuirlos según el grado y la excelencia de los derechos. Los animales que viven en sociedad practican la in- justicia, pero no la conocen ni la razonan; obedecen ciegamen- te a su instinto sin especulación ni filosofía. Su yo no sabe unir el sentimiento social a la noción de igualdad de que carecen, porque esta noción es abstracta. Nosotros, por el contrario, partiendo del principio de que la sociedad implica participa- ción y distribución igual, podemos, por nuestra facultad de ra- zonamiento, llegar a un acuerdo en punto a la regulación de nuestros derechos. Pero en todo esto nuestra conciencia desem- peña un papel insignificante, y la prueba de ello está en que la idea del derecho, que se muestra como entre sombras en los animales de inteligencia más desarrollada, no alcanza un nivel mucho más alto en la mente de algunos salvajes, y llega a su más elevada concepción en la de los Platón y los Franklin. Síga- se atentamente el desenvolvimiento del sentido moral en los individuos y el progreso de las leyes en las naciones, y se com- probará que la idea de lo justo y de la perfección legislativa están siempre en razón directa de la inteligencia. La noción de lo justo, que los filósofos han creído simple, resulta verdadera- mente compleja. Es efecto, por una parte, del instinto social y por otra de la idea de mérito igual, del mismo modo que la noción de culpabilidad es producto del sentimiento de la justi- cia violada y de la idea de la acción voluntaria.

En resumen: el instinto no se altera por el conocimiento que del mismo se tiene, y los hechos de sociedad que hasta aquí hemos observado son de sociabilidad animal. Sabemos que la justicia es la sociabilidad concebida bajo la razón de igualdad; pero en nada nos diferenciamos de los animales.

III.-D EL TERCER GRADO DE SOCIABILIDAD

Quizá no haya olvidado el lector lo que acerca de la división del trabajo y de la especialidad de las aptitudes he dicho en el capítulo III. Entre los hombres, la suma de talentos y de capaci- dades es igual, y su naturaleza semejante. Todos, sin excepción, nacemos poetas, matemáticos, filósofos, artistas, artesanos, la- bradores; pero no tenemos estas aptitudes iguales, y de un hom- bre a otro en la sociedad, y de una facultad a otra, en un mismo hombre, las proporciones son infinitas. Esta variedad de gra- dos en las mismas facultades, esta preponderancia de talento para ciertos trabajos, es, según hemos dicho anteriormente, el fundamento de nuestra sociedad. La inteligencia y el genio na- tural han sido distribuidos por la Naturaleza con tan exquisita economía y de modo tan providencial, que en el organismo so- cial no puede haber jamás exceso ni falta de talentos especiales, y cada trabajador, limitándose a su función propia, puede siem- pre adquirir el grado de instrucción necesaria para disfrutar de los trabajos y descubrimientos de todos sus asociados. Por esta previsión tan sencilla como sabia de la Naturaleza, el trabaja- dor no está aislado en su labor; por el contrario, se halla por el pensamiento en comunicación con sus semejantes antes de unirse a ellos por el corazón; de suerte que el amor en él nace de la inteligencia.

No sucede lo mismo en las sociedades de los animales. En cada especie las aptitudes, de suyo limitadas, son iguales entre los individuos; cada uno sabe hacer lo que los demás, y tan bien como ellos, y así busca su alimento, huye del enemigo, guarda su cueva, hace su nido, etcétera. Ninguno, entre ellos, espera ni solicita el concurso de su vecino, el cual, por su parte, prescinde igualmente de toda cooperación.

Los animales asociados viven agrupados sin comercio de ideas, sin relación íntima. Haciendo todos las mismas cosas y no teniendo nada que enseñarse, se ven, se sienten, se tocan, pero no se compenetran jamás. El hombre mantiene con el hom- bre un cambio constante de ideas y sentimientos, de productos y servicios. Todo lo que se enseña y practica en la sociedad le es necesario; pero de esa inmensa cantidad de productos y de ideas, lo que cada uno puede hacer y adquirir por sí solo nada repre- senta aisladamente, es como un átomo comparado con el sol. El hombre no es hombre sino por la sociedad, la cual, por su parte, no se sostiene sino por el equilibrio y armonía de las fuerzas que la componen.

He demostrado, con demasiada extensión quizá, por el es- píritu de las mismas leyes que colocan la propiedad como base del estado social y por la economía política, que la desigualdad de condiciones no puede justificarse ni por la prioridad de ocu- pación ni por la superioridad de talento, de servicio, de indus- tria y de capacidad. Pero si la igualdad de condiciones es una consecuencia necesaria del derecho natural, de la libertad, de las leyes de producción, de las condiciones de la naturaleza físi- ca y del principio mismo de la sociedad, esta igualdad no detie- ne el vuelo del sentimiento social en el límite del debe y del haber. El espíritu de beneficencia y de amor se extiende más allá, y cuando la economía ha establecido el equilibrio, el alma disfruta de su propia justicia y el corazón se expande en el infi- nito de sus afecciones.

El sentimiento social toma, según las relaciones de las per- sonas, un nuevo carácter. En el fuerte, es el placer de la genero- sidad; entre iguales, es la franqueza y amistad sincera; en el débil, es la dicha de la admiración y de la gratitud.

El hombre superior por la fuerza, el talento o el valor, sabe que se debe por entero a la sociedad, sin la cual no es ni puede ser nada; sabe que tratándolo como al último de sus indivi- duos, la sociedad nada le debe. Pero al mismo tiempo no podrá desconocer la excelencia de sus facultades. No podrá por me- nos de tener conciencia de su fuerza y de su grandeza, y por el homenaje voluntario que de tales condiciones ofrece a la hu- manidad, se ennoblece a sí mismo. Por esa confesión simultá- nea del corazón y del espíritu, verdadera adoración del Ser Su- premo, el hombre se distingue, se eleva y alcanza un grado de moralidad social que la bestia no puede conseguir. Hércules, abatiendo monstruos y castigando bandidos para la salud de Grecia; Orfeo, civilizando a los Pelasgos rudos y temibles, sin percibir remuneración alguna a cambio de sus servicios, son las más nobles creaciones de la poesía y la expresión más elevada de la justicia y la virtud.

Las satisfacciones del sacrificio son inefables. Si me atreviese a comparar la sociedad humana con el coro de las tragedias griegas, diría que la falange de los espíritus sublimes y de las grandes almas representa la estrofa y que la multitud de los pequeños y de los humildes es la antistrofa. Encargados de los trabajos penosos y vulgares, y omnipotentes por su número y por el conjunto armónico de sus funciones, estos últimos ejecutan lo que los otros imaginan. Guiados por ellos, nada les deben; los admiran, sin embargo, prodigándoles sus aplausos y sus elogios.

El reconocimiento tiene sus adoraciones y sus entusiasmos. Pero la igualdad satisface a mi corazón. La beneficencia dege- nera en tiranía, la admiración en servilismo. La amistad es hija de la igualdad. Amigos míos, quiero vivir en medio de vosotros sin emulación y sin gloria, quiero que la igualdad nos reúna y que la suerte determine nuestros puestos. ¡Muera yo antes de saber a quién de vosotros debo admirar! La amistad es preciosa en el corazón de los hijos de los hombres.

La generosidad, el reconocimiento (y sólo me refiero al que nace de la admiración de una capacidad superior) y la amistad, son tres aspectos distintos de un sentimiento único, que yo lla- maría equidad o proporcionalidad social. 2 La equidad no alte- ra la justicia; pero tomando siempre la equidad por base, une a aquélla la estimación y constituye al hombre en un tercer grado de sociabilidad. Por la equidad, es para nosotros un deber y una satisfacción auxiliar al débil que necesita de nosotros y hacerlo nuestro igual; rendir al fuerte un justo tributo de grati- tud y admiración, sin constituirnos en su esclavo; amar a nues- tro prójimo, a nuestro amigo, a nuestro semejante, por lo que de él recibimos, aun a titulo de cambio. La equidad es la socia- bilidad elevada por la razón y la justicia hasta el ideal. Su ca- rácter más corriente es la educación, que en determinados pue- blos resume en sí misma casi todos los deberes de sociedad.

Pero este sentimiento es desconocido de los animales, los cuales aman, se juntan y sienten algunas preferencias, sin com- prender la mutua estimación, no existiendo tampoco en ellos generosidad, ni admiración, ni verdadera sociedad.

Este sentimiento no procede de la inteligencia, que por sí misma calcula, razona, piensa, pero no ama; que ve, pero no siente. Así como la justicia es un producto combinado del ins- tinto social y de la reflexión, la equidad es también un producto mixto de la justicia y del sentimiento, es decir, de nuestra facul- tad de apreciar y de idealizar. Este producto, tercero y último grado de sociabilidad en el hombre, obedece a nuestro modo de asociación compuesta, en el cual la desigualdad, o mejor dicho, la divergencia de facultades y la especialidad de funciones, en cuanto tiende a aislar a los trabajadores, requiere ser compen- sada con un acrecentamiento de energía en la sociabilidad. He aquí por qué la fuerza que para proteger oprime es exe- crable; por qué la ignorancia imbécil, que mira con la misma atención las maravillas del arte que los productos de la más grosera industria, despierta un indecible desprecio; por qué el tonto orgulloso que triunfa diciendo te he pagado, nada te debo, es soberanamente aborrecible.

Sociabilidad, justicia, equidad, tal es, en su tercer grado, la exacta definición de la facultad instintiva que nos fuerza a bus- car el comercio con nuestros semejantes, y cuya fórmula gráfi- ca se contiene en esta expresión: Igualdad en los productos de la Naturaleza y el trabajo.

Estos tres grados de sociabilidad se complementan unos a otros. La equidad, sin la justicia, no existe; la sociedad, sin la justicia, es un imposible. En efecto, si para recompensar el ta- lento tomo el producto de uno para dárselo a otro, al despojar al primero no hago de su talento el aprecio debido. Si en una sociedad me adjudico una participación mayor que la de mi asociado, no estamos verdaderamente asociados. La justicia es la sociabilidad que se manifiesta por el disfrute igual de las co- sas materiales, únicas susceptibles de peso y de medida. La equi- dad es la justicia acompañada de admiración y de afecto, cosas que no pueden medirse.

Dedúcense de aquí varias consecuencias:

1ª) Si somos libres para conceder nuestra estimación a unos más que a otros, y en todos los grados imaginables, no lo so- mos para participar ni hacer participar a unos más que a otros de los bienes comunes, porque siendo el deber de justicia ante- rior al de equidad, debe cumplirse antes que éste. Aquella mu- jer, admirada por los antiguos, que en la necesidad de elegir entre la muerte de su hermano o de su esposo, impuesta por un tirano, abandona al segundo bajo el pretexto de que podía vol- ver a hallar otro marido, pero no un hermano; aquella mujer, digo, al obedecer a un sentimiento de equidad, faltó a la justicia y cometió una acción censurable, porque la sociedad conyugal es de derecho más íntimo que la sociedad fraternal, y la vida del prójimo no nos pertenece.

Conforme a este mismo principio, la desigualdad de los sa- larios no puede admitirse en las leyes, so pretexto de la des- igualdad de aptitudes, porque dependiendo de la justicia la dis- tribución de los bienes, ésta debe hacerse según la economía social, no según el criterio individual.

Finalmente, en lo que se refiere a las donaciones, testamen- tos y sucesiones, la sociedad, atendiendo a los afectos familia- res y a sus propios derechos, no debe permitir que el amor y el favor destruyan nunca la justicia. Aun admitiendo que el hijo, asociado por mucho tiempo a los trabajos de su padre, sea más capaz que otros para proseguirlos; que el ciudadano a quien sorprende la muerte en la realización de su obra, pueda saber, en provecho de la obra misma, quién es más apto para termi- narla; aun admitiendo que el heredero debe optar por una de las varias herencias a que sea llamado, la sociedad no puede tolerar ninguna concentración de capitales ni de industrias en beneficio de un solo hombre, ningún acaparamiento del traba- jo, ninguna detentación. 3

2º) La equidad, la justicia, la sociedad, no pueden existir en ningún ser, sino con relación a los individuos de su especie. Tales conceptos son inadaptables de una raza a otra, por ejemplo, del lobo a la cabra, de la cabra al hombre, del hombre a Dios, y todavía menos de Dios al hombre. La atribución, de la justicia, de la equidad, del amor, al Ser Supremo, es un mero antropomorfismo, y los epítetos de justo, clemente, misericor- dioso y demás que dedicamos a Dios, deben ser borrados de nuestras letanías. Dios no puede ser considerado como justo, equitativo y bueno sino en relación a otro dios; pero Dios es único, y por consiguiente, no puede sentir afecciones sociales, como son la bondad, la equidad y la justicia. Acaso se arguya que el pastor es justo para con sus carneros y sus perros, pero esto no es exacto. Si pretendiese esquilar tanta lana en un cor- dero de seis meses como en un carnero de dos años, si quisiera que un perrillo atendiese a la vigilancia del rebaño como un viejo dogo, no se diría de él que era injusto, sino que estaba loco. Y es que entre el hombre y la bestia no hay sociedad posi- ble, aun cuando pueda haber afecciones entre ellos. El hombre ama a los animales como cosas, como cosas sensibles si se quie- re, pero no como personas. La filosofía, después de haber eli- minado de la idea de Dios las pasiones que la superstición le ha atribuido, tendrá forzosamente que excluir además esas virtu- des que piadosa y liberalmente le otorgamos. 4

Si Dios viniese al mundo a habitar entre nosotros, no po- dríamos amarlo si no se hiciera nuestro semejante; ni darle nada, si no produjera algún bien; ni creerle, si no probase que estábamos equivocados; ni adorarlo, si no nos manifestara su omnipotencia. Todas las leyes de nuestro ser, afectivas, econó- micas, intelectuales, nos mandarían tratarle como a los demás hombres, es decir, según la razón, la justicia y la equidad. De aquí deduzco la consecuencia de que si alguna vez se pone Dios en comunicación inmediata con el hombre, deberá hacer- se hombre. También si los reyes son imágenes de Dios y ejecutores de su voluntad, no pueden recibir de nosotros amor, riquezas, obediencias ni gloria, sino a condición de trabajar como nosotros, de asociarse a nosotros, de producir en pro- porción a su gasto, de razonar con sus servidores y de realizar grandes empresas. A mayor abundamiento de razón, si, como algunos pretenden, los reyes son simples funcionarios públi- cos, el amor que se les debe ha de medirse por su amabilidad personal; la obligación de obedecerles, por la justicia de sus órdenes; su sueldo, por la totalidad de producción social divi- dida entre el número de ciudadanos.

Todo corrobora la ley de igualdad: jurisprudencia, econo- mía política, psicología. El derecho y el deber, la recompensa debida al talento y al trabajo, las ansias del amor y del entu- siasmo, todo está de antemano regulado por inflexible metro, todo tiende al número y al equilibrio. La igualdad de condicio- nes, he ahí el principio de las sociedades; la solidaridad univer- sal, he ahí la sanción de esta ley.

La igualdad de condiciones no ha existido jamás, por culpa de nuestras pasiones y nuestra ignorancia; pero nuestra oposi- ción a esta ley hace ver más y más su necesidad. La historia es un constante testimonio de ello. La sociedad avanza de ecua- ción en ecuación; las revoluciones de los imperios ofrecen a los ojos del observador economista, ya la reducción de cantidades algebraicas que recíprocamente se compensan, ya el esclareci- miento de una incógnita, por la operación infalible del tiempo. Los números son la providencia de la historia. Es indudable, sin embargo, que el progreso de la humanidad cuenta con otros elementos; pero en el sinnúmero de causas ocultas que conmue- ven a los pueblos no hay ninguna más potente, más regular ni más significada que las explosiones periódicas del proletariado contra la propiedad. La propiedad, actuando simultáneamente por la eliminación y la detentación al mismo tiempo que la po- blación se multiplica, ha sido el principio generador y la causa determinante de todas las revoluciones. Las guerras de religión y de conquista, cuando no llegaron hasta la exterminación de las razas, fueron solamente perturbaciones accidentales, cuyo inmediato restablecimiento procuró el progreso natural de la vida de los pueblos. Tal es el poder de acumulación de la propie- dad; tal es la ley de degradación y de muerte de las sociedades.

Ved el ejemplo de Florencia en la Edad Media, república de mercaderes y negociantes, siempre agitada por la lucha de los partidos, tan conocidos con los nombres de güelfos y gibelinos, los cuales no eran, después de todo, sino el pueblo bajo y la aristocracia, armados uno contra otro. Florencia, dominada por los usureros, sucumbió, al fin, bajo el peso de sus deudas. 5 Ved, en la antigüedad, a Roma, devorada desde su nacimiento por la usura, floreciente, sin embargo, mientras todo el mundo de en- tonces facilitó trabajo a sus terribles proletarios; ensangrenta- da por la guerra civil en cada período de calma, y desfallecida y muerta cuando el pueblo hubo perdido con su antigua energía el último destello de sentido moral; Cartago, ciudad comercial y rica, dividida incesantemente por luchas intestinas; Tiro, Sidón, Jerusalén, Ninive, Babilonia, arruinadas por rivalidades de co- mercio, y, como diríamos hoy, por falta de salida a los produc- tos. Todos estos conocidísimos ejemplos, ¿no indican cuál es la suerte que espera a las naciones modernas, si el pueblo, hacien- do oír su voz potente, no proclama, con gritos de reprobación, la abolición del régimen propietario?

Debería terminar aquí mi trabajo. He demostrado el dere- cho del pobre; he probado la usurpación del rico; he pedido justicia; la ejecución de la sentencia no me incumbe. Si para prolongar durante algunos años un disfrute ilegítimo se alegase que no basta justificar la igualdad, que es, además, necesario organizarla, que sobre todo es preciso establecerla sin violen- cias, tendría derecho para replicar. El derecho del proletario es superior a las dificultades de los ministros; la igualdad de con- diciones es una ley primordial. El derecho al trabajo y a la par- ticipación igual de los bienes no puede ceder ante las perpleji- dades del poder. No es el proletario el llamado a conciliar las contradicciones de los Códigos, y menos aún a compartir los errores del gobierno; es, por el contrario, el poder civil y admi- nistrativo el que debe reformarse con arreglo al principio de igualdad política y económica. El mal conocido debe ser con- denado y destruido; el legislador no puede alegar en favor de la iniquidad patente su ignorancia del orden que haya de estable- cerse. No se transija sobre ello. Justicia, justicia; reconocimien- to del derecho, rehabilitación del proletario; después de esto, vosotros, jueces y cónsules, cuidaréis del orden y proveeréis al gobierno de la República.

Creo que ninguno de mis lectores me dirá que sé destruir, pero no edificar. Al demostrar el principio de igualdad, he colo- cado la primera piedra del edificio social, y he hecho más toda- vía, he dado el ejemplo de la conducta que hay que seguir en la solución de los problemas de política y legislación. En cuanto a la ciencia, declaro que de ella solamente conozco sus comien- zos, y no sé que nadie pueda hoy jactarse de haber llegado más allá. Hay muchos que gritan: -Venid conmigo y os enseñaré la verdad-. Esos hombres toman por verdad su íntima convicción, su convicción ardiente, y se equivocan por completo. La ciencia social, como todas las ciencias humanas, estará siempre sin con- cluir. Las cuestiones que comprende son infinitas. Apenas esta- mos en el preliminar de esta ciencia. La prueba es que aún no hemos pasado del período de las teorías, y que seguimos acep- tando la autoridad de las mayorías deliberantes en sustitución de los hechos. Una corporación académica decide sobre cues- tiones de lingüística por pluralidad de votos; los debates de nues- tras Cámaras, si no fueran tan funestos para el país, moverían a risa. La misión del verdadero publicista, en el tiempo en que vivimos, es imponer silencio a los inventores y a los charlatanes y acostumbrar al público a no satisfacerse más que con demos- traciones, no con símbolos ni programas. Antes de discutir so- bre la ciencia, es preciso determinar su objeto, hallar el método y el principio: es necesario desechar los prejuicios que la ocul- tan. Tal debe ser la misión del siglo XIX .

En cuanto a mí, he jurado ser fiel a mi obra de demolición, y no cesaré de buscar la verdad, aunque sea entre ruinas y escom- bros. No gusto de dejar nada a medio hacer, y quiero que se sepa que si me he atrevido a poner la mano en el arca santa, no ha sido para contentarme con tirar de su cubierta. Preciso es ya que los misterios del santuario de la iniquidad sean esclareci- dos, las tablas de la antigua alianza despedazadas y todos los objetos del culto primitivo arrojados al cuchitril de los cerdos. Poseemos una Constitución, resumen de toda la ciencia políti- ca, símbolo de veinte legislaciones, y un Código que es orgullo de un conquistador y sumario de la antigua sabiduría. Pues bien; de esa Constitución y de ese Código no quedará artículo sobre artículo; desde este momento pueden los doctos preparar los planes de una reconstitución general.

Como todo error destruido supone necesariamente una ver- dad contraria, no terminaré este trabajo sin haber resuelto el primer problema, que es el que preocupa hoy a todas las inteli- gencias: Una vez abolida la propiedad, ¿cuál será la forma de la sociedad? ¿Será acaso la comunidad de bienes?

SEGUNDA PARTE
I. - D E LAS CAUSAS DE NUESTROS ERRORES : ORIGEN DE LA PROPIEDAD

La determinación de la verdadera forma de la sociedad hu- mana exige la previa solución de la cuestión siguiente: no sien- do la propiedad nuestra condición natural, ¿cómo ha llegado a establecerse? ¿Cómo el instinto de sociedad, tan seguro entre los animales, se ha extraviado en el hombre? ¿Cómo habiendo nacido el hombre para la sociedad, no está todavía asociado? He afirmado que el hombre está asociado de modo com- puesto, y aun cuando esta expresión no sea del todo exacta, no por ello será menos cierto el hecho que con ella quiero signifi- car, a saber: la mutua dependencia y relación de los talentos y de las capacidades. Mas ¿quién no ve que esos talentos y esas capacidades son a su vez, por su infinita variedad, causas de una variedad infinita en las voluntades; que su influjo altera inevitablemente el carácter, las inclinaciones y la forma del yo, por decirlo así, de tal suerte que en la esfera de la libertad, lo mismo que en el orden de la inteligencia, existen tantos tipos como individuos, cuyas aficiones, caracteres, ideas, modifica- das por opuestos conceptos, son forzosamente irreductibles? En las sociedades de animales, todos los individuos hacen exactamente las mismas cosas. Diríase que un mismo genio los dirige, que una misma voluntad los anima. Una sociedad de bestias es una agrupación de átomos redondos, cúbicos o trian- gulares, pero siempre perfectamente idénticos; su personalidad es uniforme; parece como que un solo yo impulsa a todos ellos.

Los trabajos que realizan los animales, bien aislados, bien en sociedad, reproducen rasgo por rasgo su carácter. Así como un enjambre de abejas se compone de unidades abejas de la misma naturaleza e igual valor, así el panal se forma de la unidad al- véolo, constante e invariablemente repetida.

Pero la inteligencia del hombre, formada para atender a la vez el destino social y a las necesidades individuales, es de dife- rente factura, y a esto se debe que la voluntad humana sea in- finitamente varia. En la abeja, la voluntad es constante y uni- forme, porque el instinto que la guía es inflexible, y ese instinto único constituye la vida, la felicidad y todo el ser del animal. En el hombre, el talento varía, la razón es indecisa, y por tanto, la voluntad múltiple e indeterminada. Busca la sociedad, pero rehúye la violencia y la monotonía; gusta de la imitación, pero no abdica de sus ideas y siente afán por sus propias obras.

Si como la abeja, tuviera todo hombre al nacer un talento igual, conocimientos especiales perfectos de las funciones que debía realizar, y estuviese privado de la facultad de reflexionar y de razonar, la sociedad se organizaría por sí misma. Veríase a un hombre labrar el campo, a otro construir casas, a éste forjar metales, a aquél confeccionar vestidos y a algunos almacenar los productos y dirigir su distribución. Cada cual, sin indagar la razón de su trabajo, sin preocuparse de si hacía más o menos del debido, aportaría su producto, recibiría su salario, descan- saría las horas necesarias, todo ello sin envidiar a nadie, sin proferir queja alguna contra el repartidor, que, por su parte, no cometería jamás una injusticia. Los reyes gobernarían y no rei- narían, porque reinar es ser propietario en grande escala, como decía Bonaparte; y no teniendo nada que mandar, puesto que cada uno estaría en su puesto, servirían más bien de centros unitarios que de autoridades. Habría en tal caso una comuni- dad, pero no una sociedad libremente aceptada.

Pero el hombre no es hábil sino por la observación y la ex- periencia. Por consiguiente, el hombre reflexiona, puesto que observar y experimentar es reflexionar; razona, porque no pue- de dejar de razonar. Pero al reflexionar, es víctima muchas ve- ces de la ilusión, y al razonar suele equivocarse, y creyendo tener razón se obstina en su error, se aferra a su criterio y recha- za el de los demás. Entonces se aísla, porque no podría some- terse a la mayoría sino sacrificando su voluntad y su razón, es decir, negándose a sí mismo, lo cual es imposible. Y este aisla- miento, este egoísmo racional, este individualismo de opinión, subsisten en el hombre mientras la observación y la experiencia no le demuestran la verdad y rectifican el error.

Un ejemplo aclarará todos estos hechos.

Si al instinto ciego, pero convergente y armónico, de un en- jambre de abejas se uniesen de repente la reflexión y el razona- miento, la pequeña sociedad no podría subsistir. Las abejas en- sayarían en seguida algún nuevo procedimiento industrial para construir, por ejemplo, las celdas del panal redondas o cuadra- das en sustitución de su antigua forma hexagonal. Sucederíanse los sistemas y los inventos hasta que una larga práctica, auxi- liada por la geometría, les demostrase que la figura hexagonal primitiva es la más ventajosa. Además, no faltarían insurrec- ciones. Se obligaría a los zánganos a procurarse su sustento y a las reinas a trabajar; se despertaría la envidia entre las obreras; no faltarían discordias continuas; cada cual querría producir por su propia cuenta, y finalmente, el panal sería abandonado y las abejas perecerían. El mal se introduciría en esa república por lo mismo que debiera hacerla feliz, por el razonamiento y la razón.

Así, el mal moral, o sea, en la cuestión que tratamos, el des- orden de la sociedad, se explica naturalmente por nuestra fa- cultad de reflexión. El pauperismo, los crímenes, las revolucio- nes, las guerras han tenido por madre la desigualdad de condi- ciones, que es hija de la propiedad, la cual nació del egoísmo, fue engendrada por el interés privado y desciende en línea recta de la autocracia de la razón. El hombre no empezó siendo cri- minal, ni salvaje, sino cándido, ignorante, inexperto. Dotado de instintos impetuosos, aunque templados por la razón, re- flexionó poco y razonó mal en un principio. Después, a fuerza de observar sus errores, rectificó sus ideas y perfeccionó su ra- zón. Es, en primer término, el salvaje que todo lo sacrifica por una bagatela y después se arrepiente y llora. Es Esaú cediendo su derecho de primogenitura por un plato de lentejas, y luego deseoso de anular la venta. Es el obrero civilizado, trabajando a título precario y pidiendo constantemente un aumento de sa- lario, sin comprender, ni él ni su patrono, que fuera de la igual- dad el salario, por grande que sea, siempre es insuficiente. Des- pués es Valot, muriendo por defender su hacienda; Catón, des- garrando sus entrañas para no ser esclavo; Sócrates, defendien- do la libertad del pensamiento hasta apurar la copa fatal; es el tercer estado de 1789, reivindicando la libertad; será muy pronto el pueblo reclamando la igualdad en los medios de producción y en los salarios.

El hombre es sociable por naturaleza, busca en todas sus relaciones la igualdad y la justicia; pero ama también la inde- pendencia y el elogio. La dificultad de satisfacer a un mismo tiempo estas diversas necesidades es la primera causa del des- potismo de la voluntad y de la apropiación, que es su conse- cuencia. Por otra parte, el hombre tiene constantemente preci- sión de cambiar sus productos. Incapaz de justipreciar los va- lores de las diferentes mercancías, se contenta con fijarlos por aproximación, según su pasión y su capricho, y se entrega a un comercio traidor, cuyo resultado es siempre la opulencia y la miseria. Los mayores males de la humanidad provienen, pues, del mal ejercicio de la sociabilidad del hombre, de esa misma justicia de que tanto se enorgullece y aplica con tan lamenta- ble ignorancia. La práctica de lo justo es una ciencia cuyo co- nocimiento acabará pronto o tarde con el desorden social, po- niendo en evidencia cuáles son nuestros derechos y nuestros deberes. Esta educación progresiva y dolorosa de nuestro ins- tinto, la lenta e insensible transformación de nuestras percep- ciones espontáneas en conocimientos reflejos no se observa entre los animales, cuyo instinto permanece siempre igual y nunca se esclarece.

Según Federico Cuvier, que tan sabiamente ha sabido distin- guir el instinto de la inteligencia, el "instinto es una fuerza pri- mitiva y propia, como la sensibilidad, la irritabilidad o la inte- ligencia. El lobo y el zorro, que advierten los lazos que se les preparan y los rehúyen; el perro y el caballo, que conocen la significación de muchas palabras nuestras y nos obedecen, ha- cen esto por inteligencia. El perro, que oculta los restos de su comida; la abeja, que construye su celda; el pájaro, que teje su nido, sólo obran por instinto. Hay instinto hasta en el hombre; sólo por instinto mama el recién nacido. Pero en el hombre casi todo se hace por inteligencia, y la inteligencia suple en él al instinto. Lo contrario ocurre a los animales; tienen el instinto para suplir su falta de inteligencia". (Flourens, Resumen analí- tico de las observaciones de F. Couvier.)

"No es posible dar una idea clara del instinto sino admitien- do que los animales tienen en su sensorium imágenes o sensa- ciones innatas y constantes que los mueven a obrar del mismo modo que las sensaciones ordinarias y accidentales. Es una es- pecie de alucinación o de visión que los persigue siempre; y en todo lo que hace relación a su instinto se los puede considerar como sonámbulos." (F. Cuvier, Introducción al reino animal.) Siendo, pues, comunes al hombre y a los animales la inteli- gencia y el instinto, aunque en grados diversos, ¿qué es lo que distingue a aquél? Según F. Cuvier, la reflexión, o sea la facul- tad de considerar intelectualmente, volviendo sobre nosotros mismos, nuestras propias modificaciones.

Conviene explicar esto con mayor claridad. Si se concede que los animales tienen inteligencia, será preciso concederles también la reflexión en un grado cualquiera; porque la primera no existe sin la segunda, y Cuvier mismo lo ha demostrado en un sinnúmero de ejemplos. Pero recordemos que el ilustre ob- servador definió la especie de reflexión que nos distingue de los animales como facultad de apreciar nuestras propias modifica- ciones. Esto es lo que procuraré dar a entender, supliendo de buen grado el laconismo del filósofo naturalista.

La inteligencia adquirida de los animales jamás les hace al- terar las operaciones que realizan por instinto. Solamente la emplean con objeto de proveer a los accidentes imprevistos que puedan dificultar esas operaciones. En el hombre, por el con- trario, la acción instintiva se transforma continuamente en ac- ción refleja. Así, el hombre es sociable por instinto, y cada día lo es más y más por razonamiento y por voluntad. Inventó en su origen la palabra instintivamente 6 y fue poeta por inspira- ción. Hoy hace de la gramática una ciencia y de la poesía un arte. Cree en Dios y en la vida futura por una noción espontá- nea, que yo me atrevo a llamar instintiva; y esta noción ha sido siempre expresada por él bajo formas monstruosas, extrava- gantes, elevadas, consoladoras o terribles. Todos estos cultos diversos, de los que se ha burlado con frívola impiedad el siglo XVIII , son la expresión del sentimiento religioso. El hombre se explicará algún día qué es ese Dios a quien busca su pensa- miento y qué es lo que puede esperar en ese otro mundo al que aspira su alma.

No hace el hombre caso alguno, antes bien, lo desprecia, de todo cuanto realiza por instinto. Si lo admira alguna vez, lo hace, no como cosa suya, sino como obra de la Naturaleza. De ahí el misterio que oculta los nombres de los primeros invento- res, de ahí nuestra indiferencia por la religión y el ridículo en que han caído sus prácticas. El hombre sólo aprecia los produc- tos de la reflexión y el raciocinio. Las obras admirables del ins- tinto no son, a sus ojos, más que felices hallazgos; en cambio, califica de descubrimientos y creaciones a las obras de la inteli- gencia. El instinto es la causa de las pasiones y del entusiasmo; la inteligencia hace el crimen y la virtud.

Para desarrollar su inteligencia, el hombre utiliza, no sólo sus propias observaciones, sino también las de los demás; acu- mula las experiencias, conserva memoria de las mismas; de modo que el progreso de la inteligencia existe en las personas y en la especie. Entre los animales no se da ninguna transmisión de conocimientos; los recuerdos de cada individuo mueren con él.

No bastaría decir por tanto que lo que nos distingue de los animales es la reflexión, si no entendiésemos por ésta la tenden- cia constante de nuestro instinto a convertirse en inteligencia. Mientras el hombre está sometido al instinto no tiene la menor conciencia de sus actos; no se equivocaría nunca, ni existiría para él el error, ni el mal, ni el desorden, si como los animales, fuera el instinto el único móvil de sus acciones. Pero el Creador nos ha dotado de reflexión a fin de que nuestro instinto se con- vierta en inteligencia, y como esta reflexión y el conocimiento que de ella resulta tienen varios grados, ocurre que en su origen nuestro instinto es contrariado más bien que guiado por la re- flexión, y por consiguiente, nuestra facultad de pensar nos hace obrar en oposición a nuestra naturaleza y a nuestro fin. Al equi- vocarnos, realizamos un mal y somos nuestras propias vícti- mas, hasta que el instinto que nos conduce al bien y la reflexión que nos hace caer en el mal son reemplazados por la ciencia del bien y del mal, que nos permite con certeza buscar el uno y evitar el otro.

Así el mal, es decir, el error y sus consecuencias, es el primer hijo de la unión de dos facultades antagónicas, el instinto y la reflexión, y el bien o la verdad debe ser su segundo e inevitable fruto. Sosteniendo el símil, puede decirse que el mal es produc- to de un incesto entre dos potencias contrarias, y el bien es el hijo legítimo de su santa y misteriosa unión.

La propiedad, nacida de la facultad de razonar, se fortifica por las comparaciones. Pero así como la reflexión y el razona- miento son posteriores a la espontaneidad, la observación a la sensación y la experiencia al instinto, la propiedad es posterior a la comunidad. La comunidad, o asociación simple, es el fin necesario, el primer grado de la sociabilidad, el movimiento es- pontáneo por el cual se manifiesta. Para el hombre es, pues, la primera fase de civilización. En este estado de sociedad, que los jurisconsultos han llamado comunidad negativa, el hombre se acerca al hombre, parte con él los frutos de la tierra, la leche y la carne de los animales. Poco a poco esta comunidad, de negativa que es, en cuanto el hombre nada produce, tiende a convertirse en positiva, adaptándose al desarrollo del trabajo y de la indus- tria. Entonces es cuando la autonomía del pensamiento y la te- mible facultad de razonar sobre lo mejor y lo peor enseñan al hombre que si la igualdad es la condición necesaria de la socie- dad, la comunidad es la primera clase de servidumbre.

Para decir todo esto con una fórmula hegeliana, diré:

La comunidad, primer modo, primera determinación de la sociabilidad, es el primer término del desenvolvimiento social, la tesis; la propiedad, expresión contradictoria de la comuni- dad, constituye el segundo término, la antítesis. Queda por des- cubrir el tercer término, la síntesis, y tendremos la solución pe- dida. Ahora bien, esa síntesis resulta necesariamente de la co- rrección de la tesis por la antítesis; por tanto es preciso, por un último examen de sus caracteres, eliminar lo que encierran de hostil a la sociabilidad; los dos restos formarán al reunirlos el verdadero modo de asociación humanitaria.

II. - C ARACTERES DE LA COMUNIDAD Y DE LA PROPIEDAD

I. No debo ocultar que fuera de la propiedad o de la comu- nidad nadie ha concebido sociedad posible. Este error, nunca bastante sentido, constituye toda la vida de la propiedad. Los inconvenientes de la comunidad son de tal evidencia, que los críticos no tenían necesidad de haber empleado toda su elo- cuencia en demostrarlos. Lo irreparable de sus injusticias, la violencia que ejerce sobre la simpatía y antipatía naturales, el yugo de hierro que impone a la voluntad, la tortura moral a que somete la conciencia, la atonía en que sume a la sociedad y, en una palabra, la uniformidad mística y estúpida con que en- cadena la personalidad libre, activa, razonadora e independiente del hombre, han sublevado el buen sentido general y condena- do irrevocablemente la comunidad.

Las opiniones y los ejemplos que en su favor se alegan, se vuelven contra ella. La república comunista de Platón supone la esclavitud; la de Licurgo se fundaba en la explotación de los ilotas, que, encargados de producirlo todo para sus señores, dejaban a éstos en libertad de dedicarse exclusivamente a los ejercicios gimnásticos y a la guerra. Asimismo Rousseau, con- fundiendo la comunidad y la igualdad, ha afirmado que sin la esclavitud no consideraba posible la igualdad de condiciones. Las comunidades de la Iglesia primitiva no pudieron subsis- tir más allá del siglo I, degeneraron bien pronto en órdenes monásticas. En las de los jesuitas del Paraguay, la condición de los negros ha parecido a todos los viajeros tan miserable como la de los esclavos; y es un hecho que los reverendos padres se veían obligados a rodearse de fosos y de murallas para impedir que los neófitos se escaparan. Los bavoubistas, inspirados por un horror exaltado contra la propiedad más que por una creen- cia claramente formulada, han fracasado por la exageración de sus principios; los saintsimonianos, sumando la comunidad a la desigualdad, han pasado como una mascarada. El peligro mayor para la sociedad actual es naufragar una vez más contra ese escollo.

Y cosa extraña, la comunidad sistemática, negación reflexi- va de la propiedad, está concebida bajo la influencia directa del prejuicio de la propiedad, y esto es porque la propiedad se halla siempre en el fondo de todas las teorías de los comunistas. Los miembros de una comunidad no tienen ciertamente nada propio; pero la comunidad es propietaria, no sólo de los bienes, sino también de las personas y de las voluntades. Por este prin- cipio de propiedad soberana, el trabajo, que no debe ser para el hombre más que una condición impuesta por la Naturaleza, se convierte en toda comunidad en un mandato humano, y por tanto, odioso. La obediencia pasiva, que es irreconciliable con una voluntad reflexiva, es observada rigurosamente. La obser- vancia de reglamentos siempre defectuosos, por buenos que sean, impide formular toda reclamación; la vida, el talento, todas las facultades del hombre son propiedad del Estado, el cual tiene derecho de hacer de ellas, en razón del interés general, el uso que le plazca. Las sociedades particulares deben ser severamen- te prohibidas, a pesar de todas las simpatías y antipatías de talentos y caracteres, porque tolerarlas sería introducir peque- ñas comunidades en la sociedad grande, y por tanto, equival- dría a consentir otras tantas propiedades. El fuerte debe reali- zar el trabajo del débil, aunque ese deber sea puramente moral y no legal, de consejo y no de precepto; el diligente debe ejecu- tar la tarea del perezoso, aunque esto sea injusto; el hábil la del idiota, aunque resulte absurdo; el hombre, en fin, despojado de su yo, de su espontaneidad, de su genio, de sus afecciones, debe inclinarse humildemente ante la majestad y la inflexibilidad de la ley común.

La comunidad es desigual, pero en sentido inverso que la propiedad. La propiedad es la explotación del débil por el fuer- te; la comunidad es la explotación del fuerte por el débil. En la propiedad, la desigualdad de condiciones resulta de la fuerza, cualquiera que sea el nombre con que se disfrace: fuerza física e intelectual; fuerza de los sucesos (azar, fortuna); fuerza de pro- piedad adquirida, etc. En la comunidad, la desigualdad viene de la inferioridad del talento y el trabajo, elevada al nivel de la fuerza. Esta ecuación injusta subleva la conciencia, porque si bien es deber del fuerte socorrer al débil, lo hará voluntaria- mente, por generosidad, pero no podrá tolerar que se le compa- re con él. Bien está que sean iguales por las condiciones del trabajo y del salario, pero hay que procurar que la sospecha recíproca de negligencia en la labor común no despierte la envi- dia entre ellos.

La comunidad es opresión y servidumbre. El hombre quiere de buen grado someterla a la ley del deber, servir a su patria, auxiliar a sus amigos, pero quiere también trabajar en lo que le plazca, cuando le plazca y cuanto le plazca; quiere disponer de su tiempo, obedecer sólo a la necesidad, elegir sus amistades, sus distracciones, su disciplina; ser útil por el raciocinio, no por mandato imperativo; sacrificarse por egoísmo, no por obliga- ción servil. La comunidad es esencialmente contraria al libre ejercicio de nuestras facultades, a nuestros más nobles pensa- mientos, a nuestros sentimientos más íntimos. Todo lo que se imaginase para conciliarla con las exigencias de la razón indivi- dual y de la voluntad, sólo tendería a cambiar el nombre, con- servando el sistema; pero quien busque la verdad de buena fe debe procurar no discutir palabras, sino ideas. Así, la comuni- dad viola la autonomía de la conciencia y la igualdad. La pri- mera, mermando la espontaneidad del espíritu y del corazón, el libre arbitrio en la acción y en el pensamiento; la segunda, re- compensando con igualdad de bienestar el trabajo y la pereza, el talento y la necedad, el vicio y la virtud. Además, si la propie- dad es imposible por la emulación de adquirir, la comunidad lo sería bien pronto por la emulación de no hacer nada.

II. La propiedad, a su vez, viola la igualdad por el derecho de exclusión y de albarranía, y el libre arbitrio por el despotis- mo. El primer efecto de la propiedad ha sido suficientemente expuesto en los tres capítulos precedentes, por lo que me limi- taré a establecer aquí su perfecta identidad con el robo. Ladrón en latín es fur y latro; fur procede del griego phôr, de pherô, en latín fero, yo robo; latro, de lathaô, bandidaje, cuyo origen primitivo es lêthô, en latín lateo, yo me oculto. Los griegos tienen, además, kleptês, de kleptô, yo hurto, cuyas con- sonantes radicales son las mismas que las de kaluptô, esconder- se. Con arreglo a estas etimologías, la idea de robar es la de un hombre que oculta, distrae una cosa que no le pertenece, de cualquier manera que sea. Los hebreos expresaban la misma idea con la palabra ganab, ladrón, del verbo ganab, que signifi- ca poner a recaudo, robar. No hurtarás, dice el Decálogo, es decir, no retendrás, no te apoderarás de lo ajeno. Es el acto del hombre que ingresa en una sociedad ofreciendo aportar a ella cuanto tiene y se reserva secretamente una parte, como hizo el célebre discípulo Ananías.

La etimología del verbo robar (voler en francés) es aún más significativa. Robar (voler), del latín vola, palma de la mano, es tomar cartas en el juego; de modo que el ladrón es el que todo lo toma para sí, el que hace el reparto del león. Es probable que este verbo robar deba su origen al caló de los ladrones, y que luego haya pasado al lenguaje familiar, y por consecuencia, al texto de las leyes.

El robo se comete por infinidad de medios, que los legisla- dores han distinguido y clasificado muy hábilmente, según su grado de atrocidad o de mérito, a fin de que en unos el robo fuese objeto de honores y en otros causa de castigo. Se roba: 1º, con homicidio en lugar público; 2º, solo o en cuadrilla; 3º, con fractura o escalamiento; 4º, por sustracción; 5º, por quiebra fraudulenta; 6°, por falsificación en escritura pública o priva- da; 7º, por expendio de moneda falsa.

Esta escala comprende a todos los ladrones que ejercen su oficio sin más auxilio que la fuerza y el fraude descarado: ban- didos, salteadores de caminos, piratas, ladrones de mar y tie- rra. Los antiguos héroes se gloriaban de llevar esos nombres honorables y consideraban su profesión tan noble como lucra- tiva. Nemrod, Teseo, Jasón y sus argonautas, Jefté, David, Caco, Rómulo, Clovis y todos sus descendientes merovingios, Rober- to Guiscard, Tancredo de Hauteville, Bohemond y la mayoría de los héroes normandos, fueron bandidos y ladrones. El carác- ter heroico del ladrón está expresado en este verso de Horacio, hablando de Aquiles:

Jura neget sibi nata, nihil non arroget armis. 7 y en estas palabras de Jacob (Génesis, cap. 48), que los ju- díos aplican a David y los cristianos a Cristo: Manus ejus con- tra omnes; su mano hace el robo. En nuestros días, el ladrón, el hombre fuerte de los antiguos, es perseguido furiosamente. Su oficio, según el Código, se castiga con pena aflictiva e infaman- te, desde la de reclusión hasta el cadalso. ¡Que triste cambio de opiniones hay en los hombres!

Se roba: 8º, por hurto; 9º, por estafa; 10°, por abuso de confianza; 11º, por juegos y rifas.

Esta segunda clase de robos estaba consentida en las leyes de Licurgo, con objeto de aguzar el ingenio de los jóvenes. La practicaron Ulises, Dolón, Sinón, los judíos antiguos y moder- nos, desde Jacob hasta Dentz; los bohemios, los árabes y todos los salvajes. En tiempo de Luis XII y Luis XIV no era deshonro- so hacer trampas en el juego. Aun reglamentado éste, no falta- ban hombres de bien que sin el menor escrúpulo enmendaban, con hábiles escamoteos, los caprichos de la fortuna. Hoy mis- mo, en todos los países, es un mérito muy estimable entre la gente, tanto en el grande como en el pequeño comercio, saber hacer una buena compra, lo que quiere decir engañar al que vende. El ratero, el estafador, el charlatán, hacen uso, sobre todo, de la destreza de su mano, de la sutilidad de su genio, del prestigio de la elocuencia y de una extraordinaria fecundidad de invención. A veces llegan a hacer atractiva la concupiscen- cia. Sin duda por esto, el Código penal, que prefiere la inteli- gencia a la fuerza muscular, ha comprendido estas cuatro espe- cies de delitos en una segunda categoría, y les aplica solamente penas correccionales, no infamantes. ¡Y aún se acusa a la ley de materialista y atea!

Se roba: 12º, por usura.

Esta especie de ganancia, tan odiosa desde la publicación del Evangelio, y tan severamente castigada en él, constituye la transición entre los robos prohibidos y los robos autorizados. Da lugar, por su naturaleza equívoca, a una infinidad de con- tradicciones en leyes y en la moral, contradicciones hábilmente explotadas por los poderosos. Así, en algunos países, el usurero que presta con hipoteca al 10, 12 y 15 por 100, incurre en un castigo severísimo cuando es descubierto. El banquero que per- cibe el mismo interés, aun cuando no a título de préstamo, pero sí al de cambio o descuento, es decir, de venta, es amparado por privilegio del Estado. Pero la distinción del banquero y del usu- rero es puramente nominal; como el usurero que presta sobre muebles o inmuebles, el banquero presta sobre papel moneda u otros valores corrientes; como el usurero, cobra su interés por anticipado; como el usurero, conserva su acción contra el pres- tatario, si la prenda perece, es decir, si el billete no tiene curso, circunstancia que hace de él precisamente un prestamista, no un vendedor de dinero. Pero el banquero presta a corto plazo, mientras la duración del préstamo usurario puede ser de un año, de dos, de tres, de nueve, etc.; y es claro que la diferencia en el plazo del préstamo y algunas pequeñas variedades en la forma del acto no cambian la naturaleza del contrato. En cuan- to a los capitalistas que colocan sus fondos, ya en el Estado, ya en el comercio, a 3, 4 ó 5 por 100, es decir, que cobran una usura menor que la de los banqueros o usureros, son la flor de la sociedad, la crema de los hombres de bien. La moderación en el robo es toda la virtud. 8

Se roba: 13º, por constitución de renta, por cobro de arren- damiento o alquiler.

Pascal, en su Provinciales, ha divertido extraordinariamen- te a los buenos cristianos del siglo XVII , a costa del jesuita Esco- bar y del contrato Mohatra. "El contrato Mohatra -decía Es- cobar- es aquel por el cual se compra cualquier cosa a crédito, para revenderla seguidamente a la misma persona, al contado y a mayor precio." Escobar había hallado razones que justifica- ban esta especie de usura. Pascal y todos los jansenistas se bur- laban de él. Pero yo no sé qué hubieran dicho el satírico Pascal, el doctor Nicole y el invencible Arnaud, si el P. Antonio Esco- bar de Valladolid les hubiese presentado este argumento: "El arrendamiento es un contrato por el cual se adquiere un inmue- ble, en precio elevado y a crédito, para revenderlo al cabo de cierto tiempo a la misma persona y en mayor precio, sólo que, para simplificar la operación, el comprador se contenta con pagar la diferencia entre la primera venta y la segunda. O ne- gáis la identidad del arrendamiento y del Mohatra y os confun- do al instante, o, si reconocéis la semejanza, habréis de recono- cer también la exactitud de mi doctrina, so pena de prescribir al propio tiempo las rentas y el arriendo".

A esa concluyente argumentación del jesuita, el señor de Montalde hubiera tocado a rebato exclamando que la sociedad estaba en peligro y que los jesuitas minaban sus cimientos. Se roba: 14º, por el comercio, cuando el beneficio del co- merciante excede del importe legítimo de su servicio. La defini- ción del comercio es bien conocida. Arte de comprar por 3 lo que vale 6, y de vender en 6 lo que vale 3. Entre el comercio así definido y la estafa, la diferencia está no más en la proporción relativa de los valores cambiados; en una palabra, en la cuantía del beneficio.

Se roba: 15º, obteniendo un lucro sobre un producto, acep- tando una sinecura, percibiendo grandes salarios. El arrendatario que vende al consumidor su trigo y en el momento de medirlo mete su mano en la fanega y saca un pu- ñado de granos, roba. El profesor a quien el Estado paga sus lecciones y las vende al público por mediación de un librero, roba. El funcionario, el trabajador, quienquiera que sea, que produciendo como 1 se hace pagar como 4, como 100, como 1.000, roba. El editor de este libro y yo, que soy su autor, roba- mos al cobrar por él el doble de lo que vale.

En resumen: la justicia, al salir de la comunidad negativa, llamada por los antiguos poetas edad de oro, empezó siendo el derecho de la fuerza. En una sociedad de imperfecta organiza- ción, la desigualdad de facultades revela la idea del mérito; la equidad sugiere el propósito de proporcionar al mérito perso- nal, no sólo la estimación, sino también los bienes materiales; y como el primero y casi único mérito reconocido entonces es la fuerza física, el más fuerte es el de mayor mérito, el mejor, y tiene derecho a la mayor parte. Si no se le concediese, él natu- ralmente se apoderaría de ella. De ahí a abrogarse el derecho de propiedad sobre todas las cosas, no hay más que un paso. Tal fue el derecho heroico conservado, al menos por tradi- ción, entre los griegos y los romanos hasta los últimos tiempos de sus repúblicas. Platón, en el Gorgias, da vida a un tal Callides que defiende con mucho ingenio el derecho de la fuerza, el cual, Sócrates, defensor de la igualdad, refuta seriamente. Cuéntase que el gran Pompeyo, que se exasperaba fácilmente, dijo en una ocasión: ¿Y he de respetar las leyes cuando tengo las armas en la mano? Este rasgo pinta al hombre luchando entre el sen- tido moral y la ambición y deseoso de justificar su violencia con una máxima de héroe y de bandido.

Del derecho de la fuerza se derivan la explotación del hom- bre por el hombre, o dicho de otro modo, la servidumbre, la usura o el tributo impuesto por el vencedor al enemigo venci- do, y toda esa familia tan numerosa de impuestos, gabelas, tri- butos, rentas, alquileres, etc., etc.: en una palabra, la propie- dad. Al derecho de la fuerza sucedió el de la astucia, segunda manifestación de la justicia; derecho detestado por los héroes, pues con él nada ganaban, y en cambio perdían demasiado. Sigue imperando la fuerza, pero ya no vive en el orden de las facultades corporales, sino en el de las psíquicas. La habilidad para engañar a un enemigo con proposiciones insidiosas, tam- bién parece ser digna de recompensa. Sin embargo, los fuertes elogian siempre la buena fe. En esos tiempos el respeto a la palabra dada y al juramento hecho, era de rigor... nominalmen- te. Uti lingua nuncupassit, ita jus esto: como ha hablado la len- gua, sea el derecho, decía la ley de las Doce Tablas. La astucia, mejor dicho, la perfidia inspiró toda la política de la antigua Roma. Entre otros ejemplos, Vico cita el siguiente, que también refiere Montesquieu: los romanos habían garantizado a los cartagineses la conservación de sus bienes y de su ciudad, em- pleando a propósito la palabra civitas, es decir, la sociedad, el Estado. Los cartagineses, por el contrario, habían entendido la ciudad material, urbs, y cuando estaban ocupados en la reedifi- cación de sus murallas, y so pretexto de que violaban lo pacta- do, fueron atacados por los romanos que, conforme el derecho heroico, no creían hacer una guerra injusta engañando a sus enemigos con un equívoco.

En el derecho de la astucia se fundan los beneficios de la industria, del comercio y de la banca; los fraudes mercantiles; las pretensiones, a las que suele darse el nombre de talento y de genio, y que debiera considerarse como el más alto grado de la trampa y de la fullería, y, finalmente, todas las clases de des- igualdades sociales.

En el robo, tal como las leyes lo prohíben, la fuerza y el engaño se manifiestan a la luz del día, mientras en el robo auto- rizado se disfrazan con la máscara de una utilidad producida que sirve para despojar a la víctima.

El empleo directo de la violencia y de la astucia ha sido uná- nimemente rechazado; pero ninguna nación se ha desembara- zado del robo unido al talento, al trabajo y a la posesión. De ahí todas las incertidumbres de la realidad y las innumerables contradicciones de la jurisprudencia.

El derecho de la fuerza y el derecho de la astucia, cantados por los poetas en los poemas de la Ilíada y la Odisea, inspiran todas las leyes griegas y romanas, que, como es sabido, han pasado a nuestras costumbres y a nuestros Códigos. El cristia- nismo no ha alterado en nada ese estado de cosas. No acusa- mos de ello al Evangelio, que los sacerdotes, tan mal orientados como los legistas, no han sabido nunca explicar ni comprender.

La ignorancia de los Concilios y de los pontífices, en todo lo que concierne a la moral, ha igualado a la del faro y a la de los pretores; y esta profunda ignorancia del derecho, de la justicia, de la sociedad, es lo que mata a la Iglesia y desacredita sus enseñanzas. La infidelidad de la Iglesia romana y de las demás iglesias cristianas es manifiesta. Todas han desconocido el pre- cepto de Jesucristo; todas han errado en la moral y en la doctri- na; todas son culpables de proposiciones falsas, absurdas, lle- nas de iniquidad y de crimen. Pida perdón a Dios y a los hom- bres esa Iglesia que se reputa infalible y que ha corrompido la moral; humíllense sus hermanas reformadas... y el pueblo, des- engañado, pero religioso y clemente, las rehabilitará. 9 El desenvolvimiento del derecho, en sus diversas manifesta- ciones, ha seguido la misma gradación que la propiedad en sus reformas. En todas partes la justicia persigue el robo y lo redu- ce a límites cada vez más estrechos. Hasta el presente las con- quistas de lo justo sobre lo injusto, de la equidad sobre la des- igualdad se han realizado por instinto y por la misma fuerza de las cosas. El último triunfo de nuestra sociabilidad será debido a la reflexión, so pena de caer de nuevo en el feudalismo. Aque- lla gloria está reservada a nuestra inteligencia, este abismo de miseria a nuestra indignidad. El segundo efecto de la propiedad es el despotismo. Pero como el despotismo se une necesaria- mente en el pensamiento a la idea de autoridad legítima, inves- tigando las causas naturales del primero, se pone de manifiesto el principio de la segunda.

¿Qué forma de gobierno es preferible? -¿Y aún lo pregun- táis -contestará inmediatamente cualquiera de mis jóvenes lec- tores-, ¿no sois republicano? -Republicano soy, en efecto, pero esta palabra no precisa nada. Res publica es la cosa pública, y por esto quien ame la cosa pública, bajo cualquier forma de gobierno, puede llamarse republicano. Los reyes son también republicanos. -¿Sois entonces demócrata? -No. -¿Acaso sois monárquico? -No. -¿Constitucional? - Dios me libre. -¿Aris- tócrata? -Todo menos eso. -¿Queréis, pues, un gobierno mix- to? -Menos todavía. -¿Qué sois entonces? -Soy anarquista.

-Ahora os comprendo; os estáis mofando de la autoridad.

-En modo alguno: acabáis de oír mi profesión de fe seria y detenidamente pensada. Aunque amigo del orden, soy anarquis- ta en toda la extensión de la palabra. En las especies de anima- les sociales, "la debilidad de los jóvenes es la causa de su des- obediencia a los mayores, que poseen la fuerza. La costumbre, que en ellos resulta una especie particular de conciencia, es la razón por la cual el poder es atributo siempre del de más edad, aunque no sea el más fuerte. Cuando la sociedad está sometida a un jefe, éste es casi siempre el más viejo del grupo. Y digo casi siempre, porque esa jerarquía puede ser alterada por pasiones violentas. En ese caso, la autoridad se transmite a otro, y ha- biendo comenzado a ejercerse por la fuerza, se conserva luego por el hábito. Los caballos salvajes caminan en grupos; tienen un jefe que va a la cabeza, a quien los demás siguen confiados, y él es quien les da la señal de la fuga y del ataque. El carnero que hemos criado nos sigue, pero también sigue al rebaño en que ha nacido. No ve en el hombre más que el jefe de su gru- po... El hombre no es para los animales domésticos más que un miembro de su sociedad: todo su arte se reduce a hacer que lo acepte como asociado, y pronto se convierte en su jefe por ser- les superior en inteligencia. El hombre no altera, pues, el estado natural de estos animales, como ha dicho Buffon: no hace más que aprovecharse de él. En otros términos, encuentra animales sociables y los convierte en domésticos, haciéndose él su aso- ciado y su jefe. La domesticidad de los animales es, por tanto, un caso particular, una simple modificación, una consecuencia determinada de la sociabilidad. Todos los animales domésticos son, por naturaleza, animales sociables". (Flourens, Resumen de las observaciones de F. Cuvier.)

Los animales sociables siguen a un jefe por instinto. Pero (y esto no lo ha dicho F. Cuvier) la función que este jefe desempe- ña es puramente intelectiva. El jefe no enseña a los demás a asociarse, a reunirse bajo su dirección, a reproducirse, a huir ni a defenderse; sobre estos extremos sus subordinados saben tan- to como él. Pero el jefe es quien, con su mayor experiencia, atiende a lo imprevisto, y con su inteligencia suple, en circuns- tancias difíciles, al instinto general. Él es quien delibera, quien decide, quien guía; él es, en una palabra, quien con su mayor prudencia dirige al grupo en bien de todos.

El hombre, al vivir naturalmente en sociedad, sigue también naturalmente a un jefe. En su origen, este jefe era el padre, el patriarca, es decir, el hombre prudente, sabio, cuyas funciones son por consecuencia, de reflexión y de inteligencia. La especie humana, como las demás razas de animales sociales, tiene sus instintos, sus facultades innatas, sus ideas generales, sus cate- gorías del sentimiento y de la razón. Los jefes, legisladores o reyes, nunca han inventado ni ideado nada; no han hecho otra cosa que guiar a las sociedades según su experiencia, pero siem- pre adaptándose a las opiniones y creencias generales.

Los filósofos que, reflejando en la moral y en la historia su sombrío humor de demagogos, afirman que el género humano no ha tenido en su principio ni jefes ni reyes, desconocen la naturaleza del hombre. La realeza, la monarquía absoluta, es, tanto o más que la democracia, una forma primitiva de gobier- no. El hecho de que en los tiempos más remotos no faltan hé- roes, bandidos y aventureros que conquistan tronos y se pro- claman reyes, suele ser causa de que se confundan la monar- quía y el despotismo. Pero la primera data de la creación del hombre y subsiste en los tiempos de la comunidad negativa; el heroísmo y el despotismo se inician con la primera determina- ción de la idea de justicia, es decir, con el reinado de la fuerza. Desde el momento en que por la comprobación de los méritos se reputó mejor al más fuerte, éste ocupó el lugar del más an- ciano y la monarquía se constituyó en despotismo.

El origen espontáneo, instintivo, y por decirlo así, fisiológi- co de la monarquía, le presta en sus principios un carácter so- brehumano; los pueblos la atribuyen a los dioses, de quienes, según afirmaban, descendían los primeros reyes: de ahí las ge- nealogías divinas de las familias reales, las humanizaciones de los dioses, las fábulas del Mesías. De ahí la doctrina del derecho divino, que aun cuenta tan decididos campeones. La monar- quía fue en un principio electiva, porque en el tiempo en que el hombre producía poco y apenas poseía algo, la propiedad era demasiado débil para sugerir la idea de la herencia y para ga- rantizar al hijo el cetro de su padre. Pero cuando se roturaron los campos y se edificaron las ciudades, las funciones sociales, como las cosas, fueron apropiadas. De ahí las monarquías y los sacerdocios hereditarios; de ahí la herencia impuesta hasta en las profesiones más vulgares, cuya circunstancia implica la divi- sión de castas, el orgullo nobiliario, la abyección de todo traba- jo físico, y confirma lo que he dicho del principio de sucesión patrimonial, que es un medio indicado por la Naturaleza para proveer a funciones vacantes y proseguir una obra comenzada.

La ambición hizo que de tiempo en tiempo apareciesen usurpadores que suplantaran a los reyes, lo que obligó a distin- guir a los unos como reyes de derecho, legítimos, y a los otros como tiranos. Pero no hay que atenerse exclusivamente a los nombres, porque ha habido siempre reyes malos y tiranos so- portables. Toda monarquía puede ser buena cuando es la única forma posible de gobierno, pero legítima no lo es jamás. Ni la herencia, ni la elección, ni el sufragio universal, ni la excelencia del soberano, ni la consagración de la religión y del tiempo, legitiman la monarquía. Bajo cualquier forma que se manifies- te, el gobierno del hombre por el hombre es ilegal y absurdo. El hombre, para conseguir la más rápida y perfecta satisfac- ción de sus necesidades, busca la regla. En su origen, esta regla es para él viviente, visible y tangible; es su padre, su amo, su rey. Cuanto más ignorante es el hombre, más obediente es y mayor y más absoluta la confianza que pone en quien lo dirige. Pero el hombre, cuya ley es conformarse a la regla, llega a razo- nar las órdenes de sus superiores, y semejante razonamiento es ya una protesta contra la autoridad, un principio de desobe- diencia. Desde el momento en que el hombre trata de hallar la causa de la voluntad que manda, es un rebelde. Si obedece, no porque el rey lo mande, sino porque el mandato es justo, a su juicio, puede afirmarse que no reconoce ninguna autoridad y que el individuo es rey de sí mismo. Desdichado quien se atreva a regirlo y no le ofrezca como garantía de sus leyes más que los votos de una mayoría; porque, más o menos pronto, la minoría se convertiría en mayoría, y el imprudente déspota será depues- to y sus leyes aniquiladas.

A medida que la sociedad se civiliza, la autoridad real dis- minuye; es éste un hecho comprobado por la historia. En el origen de las naciones, los hombres no reflexionan y razonan torpemente. Sin métodos, sin principios, no saben ni aun hacer uso de su corazón; no distinguen claramente lo justo de lo in- justo. Entonces la autoridad de los reyes es inmensa, ya que no puede ser contradicha por los sometidos. Pero poco a poco la experiencia forma el hábito, y éste determina luego la costum- bre, la cual se traduce en máximas, en principios, que al fin llegan a formularse en leyes, y ya el rey, la ley viva, se ve forza- do a respetarlas. Llega un tiempo en que las costumbres y las leyes son tan numerosas, que la voluntad del príncipe está como atada a la voluntad general, en forma tal, que al tomar la coro- na tiene que jurar que gobernará con arreglo a ellas, siendo ya sólo el poder ejecutivo de una sociedad cuyas leyes se estable- cieron sin su concurso.

Hasta ese momento todo sucede de modo instintivo, sin que los interesados se den cuenta exacta de ello; pero veamos el término fatal de ese movimiento. A fuerza de instruirse y de adquirir ideas, acaba el hombre por adquirir la idea de ciencia, es decir, la idea de un sistema de conocimientos adecuados a la realidad de las cosas y deducidos de la observación. Investiga entonces en la ciencia el sistema de los cuerpos inanimados, el de los cuerpos orgánicos, el del espíritu humano, el del mundo; ¿y cómo no investigar también el sistema de la sociedad? Una vez llegado a este punto, comprende que la verdad, en la ciencia política es independiente por completo de la voluntad del sobe- rano, de la opinión de las mayorías y de las creencias vulgares; y que reyes, ministros, magistrados y pueblos, en cuanto son voluntades, nada significan por la ciencia y no merecen consi- deración alguna. Comprende al mismo tiempo que si el hombre es sociable por naturaleza, la autoridad de su padre acaba des- de el día en que, formada ya su razón y completada su educa- ción, se convierte en su asociado; que su verdadero señor y rey es la verdad demostrada; que la política es una ciencia y no un convencionalismo, y que la función del legislador se reduce, en último extremo, a la investigación metódica de la verdad.

Así, en una sociedad, la autoridad del hombre sobre el hom- bre está en razón inversa del desarrollo intelectual conseguido por esa sociedad, y la duración probable de esta autoridad pue- de calcularse en razón directa de la mayor o menor aspiración a un verdadero gobierno, es decir, a un gobierno establecido con arreglo a principios científicos. Así coma el derecho de la fuerza y el de la astucia se restringen por la determinación cada vez mayor de la idea de justicia y acabarán por desaparecer en la igualdad, la soberanía de la voluntad cede ante la soberanía de la razón y terminará por aniquilarse en un socialismo científico. La propiedad y la autoridad están amenazadas de ruina desde el principio del mundo, y así como el hombre busca la justicia en la igualdad, la sociedad aspira al orden en la anarquía.

Anarquía, ausencia de señor, de soberano, 10 tal es la forma de gobierno, a la que nos aproximamos de día en día, y a la que, por el ánimo inveterado de tomar el hombre por regla y su voluntad por ley, miramos como el colmo del desorden y la expresión del caos. Refiérese que allá por el siglo XVII un vecino de París oyó decir que en Venecia no había rey alguno, y tal asombro causó al pobre hombre la noticia, que pensó morirse de risa al oír una cosa para él tan ridícula. Tal es nuestro prejui- cio. Cada uno de nosotros desea tener, sin darse a veces cuenta de ello, uno o varios jefes, no faltando comunistas que sueñan, como Marat, con una dictadura.

La legislación y la política son objeto de ciencia, no de opi- nión; la facultad legislativa sólo pertenece a la razón metódica- mente reconocida y demostrada. Atribuir a un poder cualquie- ra el derecho de veto y de la sanción es el colmo de la tiranía. La justicia y la legalidad son tan independientes de nuestro asen- timiento como la verdad matemática. Para obligar, basta que sean conocidas; para manifestarse al hombre, sólo requieren su meditación y su estudio. ¿Y qué representa entonces el pueblo, si no es soberano, si no se deriva de él la facultad legislativa? El pueblo es el guardián de la ley, es el poder ejecutivo. Todo ciu- dadano puede afirmar: "Esto es verdadero, aquello es justo"; pero tal convicción sólo a él lo obliga; para que la verdad se convierta en ley, es preciso que sea reconocida por todos. Pero ¿qué es reconocer una ley? Es realizar una operación matemáti- ca o metafísica, es repetir una experiencia, observar un fenó- meno, comprobar un hecho. Solamente la nación tiene derecho a decir: Ordeno y mando.

Yo confieso que todo esto es el derrumbamiento de las ideas recibidas, y que parece que tomo a mi cargo el trastorno de la política actual; pero ruego al lector que considere que habiendo comenzado por una paradoja, debía, si razonaba justamente, encontrar a cada paso paradojas. Por lo demás, no veo qué peligro correría la libertad de los ciudadanos si, en lugar de la pluma de legislador, la cuchilla de la ley fuese puesta en manos de los ciudadanos. Perteneciendo esencialmente a la voluntad la potencia ejecutiva, no puede ser confiada a demasiados man- datarios: está ahí la verdadera soberanía del pueblo. 11

El propietario, el ladrón, el héroe, el soberano, porque to- dos estos nombres son sinónimos, imponen su voluntad como ley y no permiten contradicción ni intervención, es decir, que intentan ejercer el poder legislativo y el ejecutivo a la vez. Por eso la sustitución de la voluntad real por la ley científica y ver- dadera no puede realizarse sin lucha encarnizada. Después de la propiedad, tal situación es el más poderoso elemento de la historia, la causa más fecunda de las alteraciones políticas. Los ejemplos de esto son demasiado numerosos y evidentes para que me detenga a enumerarlos.

La propiedad engendra necesariamente el despotismo, el gobierno de lo arbitrario, el imperio de una voluntad libidinosa. Tan esencial es esto en la propiedad, que para convencerse de ello basta recordar lo que la propiedad es y fijarse en lo que ocurre a nuestro alrededor. La propiedad es el derecho de usar y abusar. Por consiguiente, si el gobierno es economía, si tiene por único objeto la producción y el consumo, la distribución de los trabajos y de los productos, ¿cómo ha de ser posible con la propiedad? Si los bienes son objeto de propiedad, ¿cómo no han de ser reyes los propietarios, y reyes despóticos, según la proporción de sus derechos dominicales? Y si cada propietario es soberano en la esfera de su propiedad, rey inviolable en toda la extensión de su dominio, ¿cómo no ha de ser un caos y una confusión un gobierno constituido por propietarios? Por tanto, no es posible gobierno, ni economía política, ni administración pública que tenga la propiedad por fundamento.

III. - DETERMINACIÓN DE LA TERCERA FORMA SOCIAL . - CONCLUSIÓN

La comunidad pretende la igualdad y la ley. La propiedad, nacida del sentimiento del mérito personal, aspira frecuente- mente a la independencia y a la proporcionalidad.

Pero la comunidad, tomando la uniformidad por la ley y la nivelación por la igualdad, llega a ser tiránica e injusta, y a su vez la propiedad, por su despotismo y sus detentaciones, se muestra pronto opresiva e insociable. El propósito de la comu- nidad y de la propiedad es bueno; el resultado de una y otra es pésimo. ¿Por qué? Porque ambas son exclusivistas y descono- cen, cada una de ellas por su parte, dos elementos de la socie- dad. La comunidad rechaza la independencia y la proporciona- lidad; la propiedad no satisface a la igualdad ni a la ley. Mas si imaginamos una sociedad fundada en estos cuatro principios, igualdad, ley, independencia y proporcionalidad, hallaremos:

1º) Que consistiendo la igualdad únicamente en la igualdad de condiciones, es decir, de medios, no en la igualdad de bienes- tar, la cual, mediante la igualdad de medios, debe ser obra del trabajador, no se atenta en forma alguna a la justicia ni a la equidad.

2º) Que la ley, como resultado que es de la ciencia de los hechos y fundada, por tanto, en la necesidad misma, no puede quebrantar jamás la independencia.

3°) Que la independencia recíproca de los individuos, o la autonomía de la razón privada, como derivada que es de la diferencia de talentos y capacidades, puede existir sin peligro dentro de la ley.

4º) Que no admitiéndose la proporcionalidad sino en la es- fera de la inteligencia y del sentimiento, pero no en el orden de las cosas físicas, puede observarse sin violar la justicia o la igual- dad social.

Esta tercera forma de sociedad, síntesis de la comunidad y de la propiedad, se llama libertad. 12

Para determinar la libertad, no reunimos, pues, sin discerni- miento la comunidad y la propiedad, lo cual sería un eclecticis- mo absurdo. Investigamos por un método analítico lo que cada una de ellas contiene de verdadero, conforme a la voz de la Naturaleza y a las leyes de la sociabilidad, y eliminamos lo que tienen de falso, como elementos extraños. El resultado ofrece una expresión adecuada a la forma natural de la sociedad hu- mana; en una palabra, la libertad.

La libertad es la igualdad, porque la libertad sólo existe en el estado social, y fuera de la igualdad no puede haber socie- dad. La libertad es la anarquía, porque no consiente el imperio de la voluntad, sino sólo la autoridad de la ley, es decir, de la necesidad. La libertad afirma la independencia en términos de infinita variedad, porque respeta todas las voluntades dentro de los límites de la ley. La libertad es la proporcionalidad, por- que ofrece plena latitud a la ambición del mérito y a la emula- ción de la gloria.

Podemos decir ahora lo mismo que dijo Cousin: "Nuestro principio es verdadero, es bueno, es social: no temamos deducir de él todas sus consecuencias".

La sociabilidad en el hombre, convirtiéndose en justicia por la reflexión, en equidad por la mutua dependencia de las capa- cidades, teniendo por fórmula la libertad, es el verdadero fun- damento de la moral, el principio y la regla de todas nuestras acciones. Es el móvil universal que la filosofía busca, que la religión corrobora, que el egoísmo suplanta, que la razón pura no puede suplir jamás. El deber y el derecho tienen su única fuente en la necesidad, la cual, según se considere en relación con los seres exteriores, es derecho, y en relación con nosotros mismos es deber.

Es una necesidad comer y dormir; tenemos un derecho a procurarnos las cosas necesarias al sueño y al sustento; es en nosotros un deber usar de ellas cuando la Naturaleza lo exige. Es una necesidad trabajar para vivir; es un derecho y un deber.

Es una necesidad amar a la mujer y a los hijos; es deber del marido ser su productor y su sostén; es un derecho de ser ama- do por ellos con preferencia a todos. La fidelidad conyugal es de justicia; el adulterio es un crimen de lesa sociedad. Es una necesidad cambiar unos productos por otros: no hay derecho a exigir que este cambio sea de valores iguales, y pues- to que consumimos antes de producir, es en nosotros un deber, en cuanto de nosotros dependa, producir con la misma cons- tancia que consumimos. El suicidio es una quiebra fraudulenta. Es una necesidad realizar nuestro trabajo según las luces de nuestra razón; es un derecho mantener nuestro libre albedrío; es un deber respetar el de los demás. Es una necesidad ser apre- ciados por nuestros semejantes; es un deber merecer sus elo- gios; es un derecho ser juzgados por nuestros actos.

La libertad no es contraria al derecho de sucesión heredita- ria; se limita a velar por que la igualdad no sea violada por él. Optad -nos dice- entre dos herencias, pero no las acumuléis nunca. Toda la legislación relativa a las transmisiones, sustitu- ciones, las adopciones, etcétera, está por hacerse.

La libertad favorece la emulación, lejos de destruirla. En la igualdad social, la emulación consiste en trabajar, en desenvol- verse en condiciones iguales. Su recompensa está en sí misma; el éxito ajeno a nadie perjudicará.

La libertad elogia el sacrificio y honra a quienes lo hacen; pero no necesita de él. La justicia basta para mantener el equi- librio social; el sacrificio es innecesario. Sin embargo, dichoso aquel que puede decir: Yo me sacrifico. 13

La libertad es esencialmente organizadora. Para asegurar la igualdad entre los hombres, el equilibrio entre las naciones, es preciso que la agricultura y la industria, los centros de instruc- ción, de comercio y de negocios, se distribuyan, según las con- diciones geográficas de cada país, la clase de sus productos, el carácter y las aptitudes naturales de sus habitantes, etcétera, en proporciones tan justas, tan sabias, tan bien combinadas, que en ninguna parte haya exceso ni falta de población, de consu- mo y de producción. Éste es el principio de la ciencia del dere- cho público y del derecho privado, la verdadera economía polí- tica. Corresponde a los jurisconsultos desembarazarlos ya del falso principio de la propiedad, redactar las nuevas leyes y pa- cificar al mundo. Ciencia y genio no les faltan; el punto de par- tida ya les es conocido. 14

He concluido la obra que me había propuesto; la propiedad está vencida: ya no se levantará jamás. En todas partes donde este libro se lea, existirá un germen de muerte para la propie- dad; y allí, más o menos pronto, desaparecerán el privilegio y la servidumbre. Al despotismo de la voluntad sucederá al fin el reinado de la razón. ¿Qué sofismas ni qué prejuicios podrán contrarrestar la sencillez de estas proposiciones?

I. La posesión individual 15 es la condición de la vida social. Cinco mil años de propiedad lo demuestran: la propiedad es el suicidio de la sociedad. La posesión es de derecho; la propie- dad es contra el derecho. Suprimid la propiedad conservando la posesión, y con esta sola modificación habréis cambiado por completo las leyes, el gobierno, la economía, las instituciones: habréis eliminado el mal de la tierra.

II. Siendo igual para todos el derecho de ocupación, la pose- sión variará con el número de poseedores: la propiedad no po- drá constituirse.

III. Siendo también igual para todos el resultado del traba- jo, es imposible la formación de la propiedad por la explota- ción ajena y por el arriendo.

IV. Todo trabajo humano es resultado necesario de una fuerza colectiva; la propiedad, por esa razón, debe ser colecti- va e indivisa. En términos más concretos, el trabajo destruye la propiedad.

V. Siendo toda aptitud para el trabajo, lo mismo que todo instrumento para el mismo, un capital acumulado, una propie- dad colectiva, la desigualdad de remuneración y de fortuna, so pretexto de desigualdad de capacidades, es injusticia y robo. VI. El comercio tiene por condiciones necesarias la libertad de los contratantes y la equivalencia de los productos cambia- dos. Pero siendo la expresión del valor la suma de tiempo y de gastos que cuesta cada producto y la libertad inviolable, los trabajadores han de ser necesariamente iguales en salarios, como lo son en derechos y en deberes.

VII. Los productos sólo se adquieren mediante productos; pero siendo condición de todo cambio la equivalencia de los productos, el lucro es imposible e injusto. Aplicad este princi- pio elemental de economía y desaparecerán el pauperismo, el lujo, la opresión, el vicio, el crimen y el hambre.

VIII. Los hombres están asociados por la ley física y mate- mática de la producción antes de estarlo por su asentimiento: por consiguiente, la igualdad de condiciones es de justicia, es decir, de derecho social, de derecho estricto; el afecto, la amis- tad, la gratitud, la admiración, corresponden al derecho equi- tativo o proporcional.

XI. La asociación libre, la libertad, que se limita a mantener la igualdad en los medios de producción y la equivalencia en los cambios, es la única forma posible de sociedad, la única justa, la única verdadera.

X. La política es la ciencia de la libertad. El gobierno del hombre por el hombre, cualquiera que sea el nombre con que se disfrace, es tiranía; el más alto grado de perfección de la sociedad está en la unión del orden y de la anarquía.

La antigua civilización ha llegado a su fin: la faz de la tierra va a renovarse bajo un nuevo sol. Dejemos pasar una genera- ción, dejemos morir en el aislamiento a los antiguos prevaricadores: la tierra santa no cubrirá sus huesos. Si la co- rrupción del siglo te indigna, si el deseo de justicia te enaltece, si amas la patria, si el interés de la humanidad te afecta, abraza, lector, la causa de la libertad. Abandona tu egoísmo, húndete en la ola popular de la igualdad que nace; en ella tu alma puri- ficada hallará energías desconocidas; tu carácter débil se forta- lecerá con valor indomable; tu corazón rejuvenecerá. Todo cam- biará de aspecto a tus ojos, iluminados por la verdad; nuevos sentimientos despertarán en ti ideas nuevas. Religión, moral, arte, idioma, se te representarán bajo una forma más grande y más bella, y seguro de tu fe, saludarás la aurora de la regenera- ción universal.

Y vosotros, pobres víctimas de una ley odiosa, vosotros a quienes un mundo estúpido despoja y ultraja, vosotros, cuyo trabajo fue siempre infructuoso y vuestro esperar sin esperan- za, consolaos; vuestras lágrimas están contadas. Los padres han sembrado en la aflicción, los hijos cosecharán en la alegría. ¡Oh, Dios de libertad! ¡Dios de igualdad! ¡Tú, que has puesto en mi corazón el sentimiento de la justicia antes que mi razón llegase a comprenderla, oye mi ardiente súplica! Tú eres quien me ha inspirado cuanto acabo de escribir. Tú has formado mi pensamiento, dirigido mi estudio, privado mi corazón de ma- las pasiones, a fin de que publique tu verdad ante el amo y ante el esclavo. He hablado según la energía y capacidad que tú me has concedido; a ti te corresponde acabar tu obra. Tú sabes, Dios de libertad, si me ha guiado mi interés o tu gloria. ¡Perezca mi nombre y que la humanidad sea libre! ¡Vea yo, desde un oscuro rincón, instruido al pueblo, aconsejado por leales protectores, conducido por corazones desinteresados! Acelera, si es posible, el tiempo de nuestra prueba; ahoga en la igualdad el orgullo y la avaricia; confunde esta idolatría de la gloria que nos retiene en la abyección; enseña a estos pobres hijos tuyos que en el seno de la libertad no habrá héroes ni grandes hombres.

Inspira al poderoso, al rico, a aquel cuyo nombre jamás pro- nunciarán mis labios en presencia tuya, sentimientos de horror a sus rapiñas; sean ellos los que pidan que se les admita la res- titución y absuélvalos su inmediato arrepentimiento de todas sus culpas. Entonces, grandes y pequeños, sabios e ignorantes, ricos y pobres, se confundirán en inefable fraternidad, y todos juntos, entonando un himno nuevo, te erigirán el altar, ¡oh Dios de libertad y de igualdad!

NOTAS

1 Ejercitar un acto de beneficencia hacia el prójimo se dice en hebreo hacer justicia; en griego hacer compasión o misericordia (eleémosinen, de ahí la palabra limosna); en latín, hacer amor o caridad; en francés, faire l'aumône. La degradación del principio es sensible a través de esas diversas expresio- nes: la primera designa el deber; la segunda solamente la simpatía; la tercera el afecto, virtud de consejo, no de obligación; la cuarta el capricho.

2 Entiendo aquí por equidad lo que los latinos llamaban humanitas, es decir la especie de sociabilidad que es propia del hombre. La humanidad suave y afable para con todos, sabe distinguir sin causar injuria, los rangos, las virtudes y las capacidades: es la justicia distributiva de la simpatía social y del amor universal.

3 La justicia y la equidad no han sido jamás comprendidas. "Supongamos que haya que repartir o que distribuir entre Aquiles y Ajax un botín de 12 tomado al enemigo. Si las dos personas eran iguales, el botín deberá ser también aritméticamente igual. Aquiles tendrá 6, Ajax 6: y si se siguiese esa igualdad aritmética, Tersites mismo tendría una parte igual a la de Aquiles, lo cual es soberanamente injusto y repulsivo. Para evitar esta injusticia, comparemos el valor de las personas, a fin de darles las partes proporcionalmente a su valor. Supongamos que el valor de Aquiles sea doble del de Ajax: la parte del primero será 8, la de Ajax 4. No habrá igualdad aritmética sino igualdad proporcional. Es esta comparación de los méritos, rationum, la que Aristóteles llama justicia distributiva; tiene lugar según la proporción geométrica." (Toullier, Droit français selon l'ordre du Code.)

Aquiles y Ajax ¿son asociados o no lo son? Toda la cuestión está ahí. Si Aquiles y Ajax, lejos de estar asociados, están ellos mismos al servicio de Agamenón que no les paga, no hay nada que objetar a la regla de Aristóteles: el amo que manda sobre los esclavos puede permitir doble ración de aguardiente al que haga el doble de tarea. Es la ley del despotismo, es el derecho de la servidumbre. Pero si Ajax y Aquiles son asociados, son iguales. ¿Qué importa que Aquiles sea fuerte como cuatro, y Ajax solamente fuerte como dos? Éste puede siempre responder que es libre; que si Aquiles es fuerte como cuatro, cinco pueden matarlo; en fin, que al servirse de su persona, él, Ajax, corre tanto riesgo como Aquiles. El mismo razonamiento es aplicable a Tersites: si no sabe batirse que se haga cocinero, abastecedor, sumiller; si no vale para nada, que se lo ponga en el hospital: en ninguno de esos casos puede hacérsele violencia e imponerle leyes.

No hay para el hombre más que dos estados posibles: estar en la sociedad o fuera de la sociedad. En la sociedad, las condiciones son necesariamente iguales, salvo el grado de estima y de consideración al que cada uno puede llegar. Fuera de la sociedad, el hombre es materia explotable, un instru- mento capitalizado, a menudo un mueble incómodo e inútil.

4 Entre la mujer y el hombre puede existir amor, pasión, lazos de hábito y todo lo que se quiera, no hay verdaderamente sociedad. El hombre y la mujer no van en compañía. La diferencia de los sexos eleva entre ellos una separación de la misma naturaleza que la que la diferencia de razas pone entre los animales. Así, muy lejos de aplaudir lo que se llama hoy emancipación de la mujer, me inclinaría más bien, si hubiese que llegar a ese extremo, a poner a la mujer en reclusión. El derecho de la mujer y sus relaciones con el hombre han de ser determinados todavía; la legislación matrimonial, lo mismo que la legisla- ción civil, quedan por hacer.

5 "El arca de caudales de Cosme de Médicis fue la tumba de la libertad florentina", ha dicho en el Colegio de Francia el señor Michelet.

6 El problema del origen del lenguaje es resuelto por la distinción que Federico Cuvier ha hecho del instinto y de la inteligencia. El lenguaje no es una intervención premeditada, arbitraria o convencional; no nos viene de Dios ni por comunicación ni por revelación: el lenguaje es una creación instintiva y no deliberada del hombre, como la colmena es una creación instintiva y no reflexiva de la abeja. En este sentido se puede decir que el lenguaje no es la obra del hombre, puesto que no es la obra de su razón; así el mecanismo de las lenguas parece tanto más admirable e ingenioso cuanto que la reflexión tiene menos parte en eso. Este hecho es uno de los más curiosos y menos discutibles que la filología haya observado. Véase entre otras cosas una disertación latina de F. G. Bergmann, Strassburgo, 1839, en la cual el sabio autor explica cómo se engendra por la sensación el germen fonético; cómo se desarrolla el lenguaje en tres períodos sucesivos; por qué el hombre, dotado al nacer de la facultad instintiva de crear su lenguaje, pierde esa facultad a medida que la razón se desarrolla, cómo al final el estudio de las lenguas es una verdadera historia natural, una ciencia. Francia posee hoy varios filólogos de primer orden, de un raro talento y de una filosofía profunda: sabios modestos que crean la ciencia casi al margen del público, y cuya consagración a estudios vergonzosamen- te desdeñados parece escapar de los aplausos con tanto cuidado como otros los buscan.

7 Mi derecho es mi lanza y mi escudo. - El general de Brossard decía como Aquiles: "Tengo vino, oro y mujeres con mi lanza y mi escudo".

8 Sería un gran tema curioso y fértil una revista de los autores que han tratado de la usura, o como algunos dicen, por eufemismo sin duda, del préstamo a interés. Los teólogos han combatido en todo tiempo la usura; pero como han admitido siempre la legitimidad del arriendo o del alquiler, y como la identidad del alquiler y del préstamo a interés es evidente, se han perdido en un laberinto de sutilezas y de distingos, y han acabado por no saber lo que debían pensar de la usura. La Iglesia, esa maestra de moral, tan celosa y tan orgullosa de la pureza de su doctrina, ha permanecido en una ignorancia perpetua sobre la verdadera naturaleza de la propiedad y de la usura: incluso por boca de sus pontífices ha proclamado los más deplorables errores. Non potest mutuum -dice Benedicto XIV-, locationi ullo pacto comparari. "La constitución de rentas, según Bossuet, está tan distante de la usura como el cielo lo está de la tierra". ¿Cómo, con tales ideas, condenar el préstamo a interés? ¿Cómo sobre todo justificar el Evangelio, que prohíbe formalmente la usura? El esfuerzo de los teólogos es extremo: no pudiendo refutar la evidencia de las demostraciones económicas, que asimilan con razón el préstamo a interés al alquiler, no se atreven a condenar el préstamo a interés, y son reducidos a decir que, puesto que el Evangelio prohíbe la usura, es preciso por tanto que alguna cosa sea usura. ¿Pero qué es usura? Nada es más grato que ver a esos maestros de las naciones vacilar entre la autoridad del Evangelio que, dice, no puede haber hablado en vano, y la autoridad de las demostraciones económicas; nada, según mi opinión, pone más alta la gloria de ese mismo Evangelio, que esa vieja infidelidad de sus pretendidos doctores. Saumaise, habiendo asimilado el interés del préstamo al provecho del alquiler, fue refutado por Grocio, Puffendorf, Burlamaqui, Wolf, Heineccius; y lo que es más curioso todavía, Saumaise reconoció su error. En lugar de concluir de esa asimilación de Saumaise que toda albarranía es ilegítima, y de avanzar por ello a la demostración de la igualdad evangélica, se saca una consecuencia del todo opuesta: que siendo el arriendo y el alquiler, según la opinión de todo el mundo, permitidos, si se concede que el interés del dinero no difiere de ellos, no hay nada que se pueda llamar usura y por tanto el mandamiento de Jesucristo es una ilusión, un nada, lo que no se podría admitir sin impiedad.

Si esta memoria hubiese aparecido en tiempos de Bossuet, ese gran teólogo habría probado por la escritura, los padres, la tradición, los concilios y los papas, que la propiedad es de derecho divino, mientras que la usura es una invención del diablo; y la obra herética habría sido quemada, y el autor encerrado en la Bastilla.

9 "Yo anuncio el Evangelio, yo vivo del Evangelio " , decía el Apóstol, significando por eso que vivía de su trabajo: el clero católico ha preferido vivir de la propiedad. Las luchas de las comunas de la Edad Media contra los abades y los obispos grandes propietarios y señores son famosas: las excomuniones papales fulminadas en defensa de las albarranías eclesiás- ticas no lo son menos. Hoy mismo, los órganos oficiales del clero galicano sostienen todavía que el salario del clero es, no un salario, sino una indemnización por los bienes de que era antes propietario, y que el tercer estado en 1789 le ha quitado. El clero prefiere deber subsistencia al derecho de albarranía que al trabajo.

Una de las más grandes causas de la miseria en que está sumergida Irlanda, son los inmensos ingresos del clero anglicano. Así, heréticos y ortodoxos, protestantes y papistas, no tienen nada que reprocharse: todos han errado igualmente en la justicia, todos han desconocido el octavo mandamiento del Decálogo: No robarás.

10 El sentido que vulgarmente se atribuye a la palabra anarquía es ausencia de principio, ausencia de regla, y por esta razón se tiene por sinónimo de desorden.

11 Si tales ideas penetran alguna vez en los espíritus, habrá terminado el gobierno representativo y la tiranía de los habladores. En otro tiempo la ciencia, el pensamiento, la palabra, eran confundidos bajo una misma expresión; para designar a un hombre fuerte de pensamientos y saber, se decía un hombre pronto a hablar y poderoso en el discurso. Desde hace largo tiempo la palabra ha sido separada por abstracción de la ciencia y de la razón; poco a poco esa abstracción, como dicen los lógicos, se ha realizado en la sociedad; es verdad que hoy tenemos sabios de muchas especies que no hablan apenas, y habladores que no son siquiera sabios en la ciencia de la palabra. Así un filósofo no es ya un sabio; es un hablador. Un legislador, un poeta, fueron en otro tiempo hombres profundos y divinos: hoy son habladores. Un hablador es un timbre sonoro, a quien el menor choque hace dar un sonido indeterminable; en el hablador, el flujo del discurso está siempre en razón directa de la pobreza del pensamiento. Los habladores gobiernan el mundo; nos aturden, nos abruman, nos saquean, nos chupan la sangre y se burlan de nosotros: en cuanto a los sabios, ellos se callan, si quieren decir una palabra, se les corta la palabra. Que escriban.

12 Libertas, libertare, libratio, libra, libertad, liberar, libración, balance (libro), expresiones todas cuya etimología parece común. La libertad es la balanza de los derechos y de los deberes: libertar a un hombre es balancearse con los otros, es decir, ponerlo a su nivel.

13 En una publicación mensual, cuyo primer número acaba de aparecer bajo el título de l'Égalitaire se propone la abnegación como principio de igualdad: es confundir todas las nociones. La abnegación en sí misma supone la más alta desigualdad; buscar la igualdad en la abnegación es confesar que la igualdad es contraria a la naturaleza. La igualdad debe ser establecida sobre la justicia, sobre el derecho estricto, sobre los principios invocados por el propietario mismo; de otro modo no existirá nunca. La abnegación, el sacrificio es superior a la justicia; no pueden ser impuestos como ley, porque su naturaleza consiste en no tener recompensa. Cierta- mente, habría que desear que todo el mundo reconociese la necesidad de la abnegación, y el pensamiento de l'Égálitaire es muy buen ejemplo; desgraciadamente no me parece que conduzca a nada. ¿Qué responder, por ejemplo, a un hombre que os dice: "No quiero sacrificarme"? ¿Habrá que obligarlo a ello? Cuando el sacrificio, la abnegación son forzados, se llama a eso opresión, servidumbre, explotación del hombre por el hombre. Es así como los proletarios son sacrificados a la propiedad.

14 De todos los socialistas modernos, los discípulos de Fourier me han parecido hace tiempo los más avanzados y acaso los únicos dignos de este nombre. Si hubiesen sabido comprender su tarea de hablar al pueblo, despertar simpatías, callarse sobre lo que no entendían; si hubiesen presentado pretensiones menos orgullosas y mostrado más respeto hacia la razón pública, quizás la reforma, gracias a ellos, habría comenzado. Pero ¿no están esos reformadores tan resueltos sin cesar de rodillas ante el poder y la opulencia, es decir ante aquello que hay de más antirreformista? ¿Cómo no comprenden en un siglo razonador que el mundo quiere ser convertido por razón demostrativa, no por mitos y alegorías? ¿Cómo adversarios implacables de la civilización toman de ella sin embargo lo que ha producido de más funesto: la propiedad, la desigualdad de fortuna y de rangos, la glotonería, el concubinato, la prostitución, qué sé yo qué más? ¿La teurgia, la magia y la brujería? ¿Por qué esos interminables declama- dores contra la moral, la metafísica, la psicología, cuando esas ciencias, de las que no entienden nada, constituyen todo su sistema? ¿Por qué esa manía de divinizar a un hombre cuyo principal mérito fue desvariar sobre una multitud de cosas que no conocía más que de nombre, en el más extraño lenguaje que haya habido jamás? Cualquiera que admita la infalibilidad de un hombre, se vuelve por eso mismo incapaz de instruir a los demás; el que abdica de su razón, pronto proscribirá el libre examen. Los falansterianos no dejarían de hacerlo si fuesen los amos. Que se dignen en fin razonar, que procedan con método, que nos den demostraciones, no revelaciones, y los escucharemos de buena gana; después que organicen la industria, la agricultura, el comercio; que hagan atractivo el trabajo, honrosas las funciones más humildes, y nuestros aplausos estarán con ellos. Sobre todo, que se deshagan de ese iluminismo que les da un aire de impostores o de víctimas, mucho más que de creyentes y de apóstoles.

15 La posesión individual no es un obstáculo al gran cultivo y a la unidad de explotación. Si no he hablado de los inconvenientes de la parcelación, es que he creído inútil repetir después de tantos otros lo que debe ser para todo el mundo una verdad adquirida. Pero estoy sorprendido de que los economistas, que han hecho destacar tan bien las miserias del pequeño cultivo, no hayan visto que el principio de ellas está enteramente en la propiedad, sobre todo que no hayan sentido que su proyecto de movilizar el suelo es un comienzo de abolición de la propiedad.

 


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