Charles Rappoport

 

Los reformistas de hace veinte años

 


Primera vez publicado: L'humanite, Agosto 1928.
Traducido para marxists.org por: José Carlos Rosario Sánchez, 2018.
Esta edición: Marxists Internet Archive, febrero de 2019.


 

 

A veces es útil, incluso indispensable, hacer una revisión rápida del pasado, para ver cómo los hombres y las ideas que estaban en el centro del movimiento se han movido, no hacia adelante, sino hacia atrás.

Comencemos con el Congreso Socialista en Toulouse de 1908. La reunión resultaba algo emocionante. Los contendientes fueron corteses pero firmes. Sin embargo, esta reunión no fue más que un débil eco del fermento entre los trabajadores. El anarcosindicalismo y el hervéismo, entonces en la primera flor de la juventud, estaban en pleno apogeo. Léon Jouhaux, ahora un disciplinado funcionario de un gobierno burgués, estaba entonces del lado de los militantes anarquistas y anarcosindicalistas, como Griffuehles, Pouget, Yvetot, quienes por cierto ese momento lideraban las "grandes campañas proletarias". Todos ellos, inclusive el periódico Le Matin (véase el artículo de Griffuehles en la víspera de la masacre de Draveil-Villeneu) predicaron en ese momento la "gimnasia revolucionaria", "boicot y sabotaje": una "huelga general" (sin huelguistas) una vez cada quincena. En resumen, produjeron todos los truenos de la guerra, extinguidos desde hace mucho tiempo que los marxistas llamamos en su momento en “Socialisme”, el pequeño semanario de Jules Guesde, "humo sin pólvora".

Junto a los obreros militantes, entusiastas y sinceros, había un grupo completo de intelectuales, entusiastas breves, que solamente aceptaban las teorías de Georges Sorel y del señor Bergson, del cual llevaron al terreno de la clase trabajadora sus teorías del “principio vital” y “la creación evolutiva”. Ernest Lafon, ahora miembro de la Sección Francesa de la Internacional Obrera, Morizet, hoy senador, y Dormo, hoy desaparecido, publicaron una hoja informativa incendiaria que tenía por título y programa “Acción directa”.

En cuanto a Gustave Hervé, uno de los líderes del movimiento, se retiró y solamente salió para atacar a Aristide Briand, su ex defensor, o para desarrollar, en la “Guerre Sociale”, tesis que tenían por lema "Abajo la República" y que instaban al Partido a expulsar a todos aquellos que, como yo, no se inclinaron ante su espada de madera y los ruidos marciales que saboreaban solo la vanidad y el melodrama.

Mientras tanto que eso pasaba, los reformistas cortejaron a los anarcosindicalistas, los apoyaron y engatusaron al mismo tiempo en que se burlaban secretamente de ellos. Ellos tenían su lugar de honor, su rúbrica especial en “L'Humanité” de aquellos días, nominalmente diario del Partido, pero en realidad órgano de los seguidores de Jaurès. Los reformistas podían atacar al Partido en él, criticar su programa, sus tácticas y su composición. Estaban alegres de ser la vanguardia de la clase obrera y, sobre todo, de tener de su lado a los guesdistas en la batalla en contra de los marxistas franceses. Los verdaderos guesdistas, como Bracke y Compère-Morel, a veces mostraban rastros de impaciencia con los reformistas, pero ya estaban, en la práctica, apartados del viejo Guesde, el cual se mantuvo intransigente en los temas del reformismo y el anarquismo: ya no pudiendo escribir, alentó nuestra campaña en contra de estas formas aliadas de confusionismo, ayudándonos a defender la única verdadera doctrina revolucionaria, el marxismo.

Jules Guesde estaba enfermo y estaba siendo atendido en Berlín. El verdadero líder del Partido, entonces, fue Jaurès. Como luchador fue y sigue siendo maravilloso. Durante muchas generaciones será objeto de apasionada admiración. Esto habría sido así incluso sin el halo de mártir de la paz mundial.

Pero ¿y qué pasa con su teoría política y social? Ahora podemos decir con bastante objetividad que no es digno de su gran personalidad, tan lleno, como era, de vigor, brillantez y generosidad. Su perspectiva optimista y su filosofía panteísta lo llevaron a una insaciable fe (una verdadera fe de carboncillo) en el reformismo democrático. Se ha convertido en el verdadero apóstol del reformismo, y, como poseía en el más alto grado una mente filosófica sintética, trató de construir un sistema lógico y armonioso a partir de su reformismo, de acuerdo con sus concepciones idealistas.

En Toulouse le preocupaba demostrar el valor de las reformas al socialismo, siempre un tema favorito de él. Según Jaurès, las reformas no son simplemente paliativas, sino preparativas para un nuevo régimen. Las reformas orgánicas, una sobre otra, amenazan cada vez más al sistema capitalista, destruyen sus fortalezas, piedra por piedra, y finalmente conducen a la meta final que, para hacerle justicia, siempre se mantuvo firme incluso en oposición a su amigo Edward Bernstein, el líder del revisionismo.

Cuando hablé en nombre de la minoría marxista y critiqué las dos tendencias confusionistas: el reformismo y el anarcosindicalismo, el actual senador, André Morizet, el que informaba sobre el Congreso para “L'Humanité” de Jaurès, cruzó ostentosamente sus brazos, y no tomó ni una sola nota de mi discurso, el cual duró más de una hora. Como mi intervención, en esta ocasión, fue muy aprobada por el Congreso, me aplaudieron vigorosamente, Jaurès, Renaudel y Bracke vinieron a pedirme que hiciera un informe de mi discurso, el cual el editor de “Acción Directa” (que en mi caso más se pareció a una completa inacción) saboteó de conformidad con el programa de los Jouhaux de aquella época.

Mi crítica del reformismo fue bastante simple. Ningún revolucionario abandona la lucha por las reformas inmediatas, aunque sean tantas como sea posible. Pero los reformistas auxilian sus hipotéticas reformas con la afirmación de que estas hacen certera la revolución. Las reformas, cualquiera que sea su número, nunca llevan a una transformación del sistema. En cuanto la reforma amenaza la base del sistema, la clase dominante opone tal resistencia que es inevitable una revolución.

Además, hay reformas y reformas. Hay aquellas que la clase dominante lleva a cabo para salvar el sistema capitalista (como las que hacen Jouhaux, Boncour y sus tantos amigos que ahora se podrían agregar) y las que el proletariado extorsiona mediante la lucha, el poder, la organización y la eficacia de la acción. Los capitalistas, si son claros de vista, consienten en mejorar la suerte de los trabajadores para mantenerlos en sujeción, mientras que los trabajadores, aunque ciertamente deben demandar una mejora de las condiciones de su cautiverio, deben esforzarse más aún por romper los barrotes de la prisión capitalista. En cualquier caso, uno no tiene derecho para, por el bien de uno o dos paliativos, hacer que el proletariado olvide su situación de penitenciario.

A estas observaciones generales, que se basan en hechos incontestables, agregaré una observación puramente práctica. Incluso si tuviéramos que admitir la buena voluntad de los capitalistas, la sociedad capitalista involucrada, como está actualmente, en un laberinto de paz armada, imperialismo y colonialismo se ha privado de la posibilidad material de llevar a cabo grandes reformas, las cuales son muy costosas. La guerra imperialista, que ha arruinado a Europa, le ha agregado peso a este argumento. Es tan válido entonces como ahora.

En cuanto al confusionismo anarcosindicalista, este ha logrado justificar todas las críticas de los marxistas. Ha conducido a los trabajadores a un callejón sin salida, a agitarse en el vacío, a trabajar en contra de sus propios objetivos. De hecho, utiliza, cuando lleva a cabo su propio método de forma lógica, el máximo esfuerzo para lograr el resultado mínimo, sino negativos.

La respuesta de Jaurès, a pesar de su extraordinaria elocuencia y su evidente sinceridad, no refutó un solo argumento serio en contra del oportunismo y el reformismo. Inclusive, en la comisión en la que participé, Jaurès aceptó la adhesión de la mayoría de mis comentarios. Pero la resolución, la cual fue forzada a la unanimidad, llevó la marca del reformismo. Me negué a votar por ella, en oposición a mis amigos, los guesdistas, quienes no pudieron resistir los encantos de Jaurès.

Lo saludo, Marquet, ahora alcalde de Burdeos, y futuro ministro del gabinete de Blum-Boncour. Veinte años después usted también se ha negado a votar por una resolución unánime. Pero sus razones son exactamente opuestas a las mías. Encontraste en la resolución un programa escandalosamente reformista no tan suficientemente reformista. Los bordeleses son muy particulares. Es que ponen, tal vez, demasiada agua en el vino. Señor le Maire, piense en la reputación de su buena ciudad por su vino….

Sin embargo, sería injusto para Jaurès ponerlo al nivel de los pequeños reformistas de la actualidad. Jaurès vivió en la época de la prosperidad capitalista. Estaba rodeado de grandes demócratas, como Pelletan, Ranc, Combes y el Clemenceau de esa época. Todavía creía en la posibilidad de evitar la locura de la guerra. Ejerció una influencia real sobre los gobiernos democráticos de su tiempo. Tenía el ardor de una fe y talento inusuales.

¿Es esa la posición de nuestros reformistas actuales? Seguramente no. La guerra ha arruinado y trastornado al mundo capitalista. Los grandes demócratas están muertos. Los radicales de hoy entregan sus almas mercenarias a Poincaré a cambio de la garantía de la reelección. La guerra, la última y la más terrible, está a nuestras puertas. La burguesía se ha vuelto, o se está volviendo fascista, es decir, antidemocrática.

Lo que era comprensible, y quizás excusable en Jaurès antes de la guerra, es absolutamente inconcebible en Blum después de la guerra. Uno debe alcanzar la agudeza para el cargo de un Boncour, o la ignorancia de un Renaudel para alimentar las ilusiones reformistas y democráticas y combatir a las fuerzas revolucionarias viriles y activas.

Y en cuanto a los marxistas, Paul Faure y Compère-Morel quienes, a pesar de comprender la posición y no apreciar el amor de Blum, se dejan vendar los ojos debido a su odio al comunismo organizado, les depara un destino mucho peor.

La historia ridiculizará esta muestra de unanimidad, que no engaña a nadie, ni siquiera a los autores de esta mescolanza, que se distingue de otras por su sabor desagradable. Afortunadamente, los trabajadores ahora tendrán una tarifa más sana.