Natalia Sedova

 

Recuerdos del destierro

 


Historiald de publicacion:  Escrito por Natalia Sedova en 1929.  Publicado en el capitulo 43 de la autobiografia de Leon Trotsky (1930).
Versión dígital en castellano: Leon Trotsky, Mi Vida, publicado por Izquierda Revolucionaria, España.
Esta edición: Marxists Internet Archive, 2012.


 

 

El día 16 de enero de 1928, desde las primeras horas de la mañana, nos pusimos a recoger y empaquetar las cosas. Tengo temperatura, y entre la fiebre y la debilidad se me va la cabeza en este caos de los objetos que acaban de traer del Kremlin y de los demás que hay que empaquetar para llevar con nosotros. Aquello era una algarabía de muebles, cajones, ropas y libros. Póngase, además, la sucesión constante de visitas, de amigos, que venían a despedirse. Nuestro médico y amigo F. A. Guetier nos aconseja candorosamente que aplacemos el viaje a causa de mi enfriamiento. No tiene la menor idea de la causa a que este viaje responde y de lo que significaría aplazarlo. Confiemos en que me repondré un poco en el tren, pues en las condiciones de los "últimos días" era completamente imposible reponerse en casa. Desfilan por allí una serie de caras nuevas, muchas de las cuales era la primera vez que las veía. Abrazos, apretones de manos, manifestaciones de simpatía, votos porque nos fuese bien. 

Vienen a aumentar aquel caos los envíos de flores, de libros, de dulces, de cosas calientes, etcétera. Va expirando el último día de batida, de tensión, de excitación. Ya se han llevado a la estación todas nuestras cosas. Los amigos se han trasladado también a la estación para despedimos. La familia está toda reunida en el comedor, preparada para el viaje. Esperamos a los agentes de la GPU. Miramos al reloj... Son las nueve, las nueve y media..., no aparece nadie. Las diez, la hora de salida del tren. ¿Qué ocurre? ¿Es que han cambiado de plan? Suena el teléfono. De la GPU. comunican que el viaje queda aplazado. No nos dan razones.

-¿Por mucho tiempo?- pregunta L. D.

-Por dos días-le contestan-, hasta pasado mañana.

A la media hora, empiezan a llegar los amigos de la estación. Primero los jóvenes, luego Rakovsky y otros. Nos dicen que en la estación se había formado una manifestación gigantesca. La gente nos esperaba gritando: ¡Viva Trotsky! Pero Trotsky no aparecía. ¿Dónde estaba? Delante del departamento que se nos había destinado, se apelotonaba una muchedumbre excitada. Unos cuantos jóvenes alzaron sobre el techo del vagón un retrato grande de L. D., que fue saludado con vivas estentóreos. El tren gimió, dio una arrancada, otra, una sacudida, y de pronto se quedó parado. Los manifestantes corrían delante de la máquina y se aferraban a los coches, hasta que consiguieron detener el tren, siempre vitoreando a Trotsky. Entre la muchedumbre empezó a correr el rumor de que los agentes d e la GPU. tenían escondido al viajero en el vagón y que le impedían asomarse para saludar a la multitud. En la estación reinaba una excitación indescriptible. Se produjeron choques con la milicia y los agentes de la GPU., que causaron heridos en los dos bandos; practicáronse varias detenciones. Era ya pasada hora y media de la de salida, y el tren no conseguía arrancar. Al cabo de un rato, volvieron a traernos el equipaje de la estación. A cada paso estaban telefoneando los amigos para preguntarnos si estábamos en casa e informarnos de lo ocurrido en la estación. No pudimos acostarnos hasta mucho después de las doce. Rendidos por las emociones del día anterior, nos quedamos dormidos hasta cerca de mediodía. Nadie llamaba a la puerta. Todo estaba tranquilo. La mujer de nuestro hijo mayor se fué al trabajo; aún quedaban dos días. Pero acabábamos de desayunarnos cuando llamaron. Primero se presentó F. W. Beloborodova y luego M. M. Joffe. Volvieron a llamar y la casa se nos llenó de agentes de la GPU., de uniforme y de paisano. Comunicaron a L. D. la orden de detención y de inmediata conducción con una escolta a Alma-Ata. ¿Y los dos días de que nos hablara ayer la GPU? ¡Una mentira más! Esta astucia de guerra tenía por finalidad evitar que se repitiesen las manifestaciones de despedida. El timbre del teléfono suena incesantemente. Pero un agente apostado junto a él nos impide, con un gesto bonachón, atender a las llamadas. Por una casualidad, conseguimos comunicar con Beloborodof, dándole cuenta de que teníamos la casa ocupada por la GPU, y de que pretendían sacarnos de ella por la fuerza. Más tarde, supimos que habían encargado a Bujarin de "dirigir políticamente" el transporte de L. D. En aquello se veía la mano de Stalin y sus maquinaciones... Los agentes estaban visiblemente emocionados. L. D. se negó a partir voluntariamente y aprovechó la ocasión para poner en claro la realidad de la situación. El Buró político aspiraba dar al destierro-al menos, al de los elementos más destacados de la oposición-la apariencia de un pacto voluntario. Así se les había hecho creer a los obreros. Tenía, pues, su importancia el poder destruir esta leyenda y presentar las cosas en su verdadera faz, dándoles además una forma que hiciese imposible silenciarlas o falsearlas. Esto fué lo que decidió a L. D. a obligar al adversario a que le aplicase la fuerza. Nos metimos con las dos visitas en un cuarto y cerramos por dentro. Las negociaciones cm los agentes se entablaron a través de una puerta cerrada. No sabían que hacer, vacilaban, todo se volvían sostener conferencias telefónicas con sus superiores y recibir instrucciones, hasta, que al cabo declararon que echarían abajo la puerta, pues no tenían más remedio que ejecutar las órdenes recibidas. Entre tanto, L. D. dictaba las instrucciones a que habría de atenerse en lo futuro la oposición. No abrimos. Dieron un mazazo a la puerta y un trozo de ella saltó hecho astillas. Asomó una manga de uniforme.

-¡Dispare usted contra mí, camarada Trotsky, dispare usted!-gritaba, todo excitado, Kitchkin, un antiguo oficial que había acompañado a L. D. muchas veces en sus viajes al frente.

-¡No diga usted tonterías, Kitchkin-le contestó serenamente L. D.-, que nadie pretende disparar contra usted, pues sabemos que no hace más que cumplir las órdenes que le dan!

Abrieron la puerta y entraron al cuarto, todos excitados y confusos. Al ver que L. D. estaba en zapatillas, los agentes le buscaron las botas y se las calzaron. Luego, se fueron a buscar el abrigo y la gorra de piel y se los pusieron también. L. D. se negaba a dar un paso. En vista de esto, le cogieron en brazos y se lo llevaron. Yo me eché encima, corriendo, el abrigo de pieles, y me calcé las sobrebotas. Bajamos a la carrera. Al salir oí detrás de mí un portazo. Detrás de la puerta se oía ruido. Llamé a gritos a los agentes que se llevaban a L. D. por las escaleras abajo y los mandé que dejasen salir a los chicos. El mayor había de acompañarnos al destierro. Se abre la puerta y salen los chicos, y con ellos, Beloborodova, Joffe y las dos amigas que habían ido a visitarnos. Todos se colaron por la puerta entreabierta. Sergioska echó mano a sus trucos de deportista. Al bajar por la escalera, Liova fué llamando a todas las puertas y gritando:

-¡Que se llevan al camarada Trotsky!

Por las puertas y por el hueco de la escalera se asoman una serie, de caras asustadas. En esta casa no viven más que altos funcionarios soviéticos. El automóvil va abarrotado. Las piernas de Sergioska no encuentran sitio dónde acomodarse. Beloborodova nos acompaña. Cruzamos las calles de Moscú. Está cayendo una terrible helada. Sergioska va descubierto. Con las prisas, no le ha dado tiempo a coger la gorra; todo el mundo está sin galochas y sin guantes. No llevamos una sola maleta; ni siquiera un maletín de mano. El auto no se dirige a la estación de Kazán, sino que toma una dirección distinta, camino de la estación de Iaroslavia, como pronto hubimos de comprender. Sergioska, intenta saltar del automóvil para ir a dar aviso a nuestra nuera de que nos llevan conducidos. Pero los agentes le cogen fuertemente de la mano y se vuelven a L. D., rogándole que le persuada a no salir del coche. Llegamos a la estación, que está completamente desierta. Los agentes sacan a L. D. del automóvil en brazos, como antes le sacaran de casa. Liova grita a los pocos obreros ferroviarios que hay por allí: ¡Camaradas, mirad cómo se llevan al camarada Trotsky! Un agente, de la GPU., que en otros tiempos acompañó varias veces a L. D. yendo de caza, coge a Liova por el cuello, gritando: "¡Cállate, mocoso!" Sergioska le contesta con una bofetada de deportista. Estamos ya en el departamento. En las ventanillas y en las puertas montan la guardia varios centinelas. Los demás departamentos van llenos de agentes de la GPU. ¿Adónde nos llevan? No lo sabemos. Vamos sin equipa e alguno. La locomotora se pone en marcha, arrastrando nuestro vagón, al que se reduce todo el tren. Son las dos de la tarde. Averiguamos que nos llevan, dando un rodeo, a una pequeña estación, donde empalmarán nuestro coche al tren correo que hace el recorrido de Moscú, saliendo de la estación de Kazán, hasta Tachkent. Hacía las cinco nos despedimos de Sergioska y de Beloborodova, que se vuelven a Moscú en el tren descendente. Seguimos viaje. Yo iba tiritando de frío. L. D. iba de buen humor, casi alegre. La situación se había aclarado. La atmósfera era tranquila. Los centinelas de vista eran atentos y corteses. Nos comunicaron que el equipaje llegaría en el próximo tren y que nos alcanzaría en Frunse (la última estación del ferrocarril), es decir, al noveno día de viaje. íbamos sin ropa y sin libros. Sermux y Posnansky habían clasificado atenta y amorosamente los libros, separando cuidadosamente los destinados al viaje y los que habían de servirnos para los primeros días después de llegar al punto de destino. Sermux, que conoce bien los hábitos y los gustos de L. D., había empaquetado celosamente los materiales de escribir. Este colaborador acompañó a L. D. como taquígrafo y secretario en muchos de sus viajes, durante los años de la revolución. En los viajes, L. D. trabajaba con energía redoblada, aprovechando la circunstancia de verse libre de visitas y llamadas telefónicas, asistido principalmente, primero por Glasmann y más tarde por Sermux. De pronto, nos veíamos lanzados a un largo viaje sin un libro, sin un lápiz, sin una hoja de papel. Sergioska nos había buscado, antes de salir de Moscú, el libro de Semionof-Tianchanski, una obra científica sobre el Turquestán. Queríamos informarnos por el camino acerca de nuestra futura residencia, de la que no sabíamos apenas nada. Pero el libro de Semionof-Tianchanski se había quedado con los otros en Moscú, metido en la maleta. Y allí nos íbamos, sentados en el departamento, con una mano encima de otra, como si hiciésemos un viaje en tranvía. Por la noche, nos tendíamos a descansar en los bancos,, con la cabeza apoyada en el brazo. En la Puerta del departamento, que quedaba entreabierta, montaba la guardia sin perdemos de vista un centinela.

¿Qué nos esperaba? ¿Qué faz iba a presentar nuestro viaje? ¿Y el destierro? ¿Con qué condiciones de vida nos íbamos a encontrar allí? Los comienzos no prometían nada bueno. Pero, a pesar de todo, no perdíamos la serenidad. El coche se columpiaba ligeramente. íbamos tendidos en los bancos. La puerta entreabierta nos recordaba constantemente que íbamos allí en calidad de prisioneros. Estábamos fatigados de todas las emociones y sorpresas del viaje, de la incertidumbre y la tensión de espíritu de los últimos días; ahora, descansábamos. Reinaba un gran silencio. Los centinelas no hablaban. Yo me sentía mal. L. D. hacía todo lo posible por aliviarme el malestar, pero no disponía más que de su buen humor que, poco a poco, iba comunicándome. Acabamos por no darnos cuenta del ambiente que nos rodeaba y gozamos del descanso. Liova iba en el departamento de al lado. En Moscú se había consagrado por entero a los trabajos de la oposición. Ahora partía con nosotros al destierro, para ayudarnos en todo lo que pudiera, sin haber tenido siquiera tiempo para despedirse de su mujer. A partir de este momento, era el único medio de que disponíamos para comunicarnos con el mundo exterior. En el coche reinaba una oscuridad casi completa, pues las velas de estearina que alumbraban encima de la puerta no daban más que un débil resplandor. Nos íbamos adentrando por el Oriente.

Cuanto más nos alejábamos de Moscú, más atenta se mostraba con nosotros la escolta. En Samara bajó a comprarnos ropa interior para la muda, jabón, cepillos de dientes y algunos otros objetos de que necesitábamos. En las estaciones nos servían de comer a nosotros y a los centinelas. L. D., que tiene que seguir un régimen riguroso de alimentación, comía ahora de todo lo que nos daban, y nos infundía ánimos a mí y a Liova. Yo observaba aquel apetito con asombro y con miedo. Los objetos de uso doméstico que nos habían comprado en Samara fueron bautizados cada cual con su nombre. Había, por ejemplo, un pañuelo de bolsillo que se llamaba Menchinsky, y unos calcetines a los que habíamos puesto por nombre Jagoda (que así se llamaba el sustituto de Menchinsky). Con esto, aquellos objetos cobraban un carácter alegre. El tren se detenía largamente a cada paso por las tormentas de nieve. Pero día por día, nos íbamos internando, poco a poco. Asia adentro.

Antes de partir, L. D. había pedido que dejasen ir con él a dos de sus antiguos colaboradores. Pero no lo autorizaron. En vista de esto, Sermux y Posnansky decidieron ponerse en viaje por su cuenta y se embarcaron en el mismo tren en que habíamos de ir nosotros. Se habían acomodado en otro coche; habían sido testigos de la manifestación, pero no abandonaron su puesto, pues creían que nosotros íbamos en el tren. Al cabo de algún tiempo, descubrieron que no íbamos allí, se bajaron en Arissi y esperaron al tren próximo. Nos encontramos allí con ellos. Es decir, el único que los vió fué Liova, que gozaba de una cierta libertad de movimientos; pero todos tuvimos, al saberlo, una gran alegría. Reproduzco a continuación un apunte tomado por mi chico a raíz de aquello: "Por la mañana, fui a la sala de espera, con la esperanza de encontrarme allí a los camaradas de cuya suerte habíamos venido hablando, preocupados, durante todo el trayecto. Y, en efecto, allí estaban los dos, en la fonda, sentados en una mesita, jugando al ajedrez. Sería difícil pintar la alegría que tuve al verlos. Les hice seña de que no se acercasen, pues apenas presentarme yo comenzó a maniobrar en la fonda, como de costumbre, la GPU. Volví corriendo al tren a dar cuenta del descubrimiento. Alegría general. Ni el propio L. D. les podía tomar a mal aquello, a pesar de que habían faltado a sus instrucciones, quedándose a esperarlos aquí, en vez de seguir viaje. Esto les exponía a peligros inútiles. Después de cambiar impresiones con L. D., escribí una esquela, con el propósito de entregársela al caer las sombras de la noche. En ella les daba las siguientes instrucciones: Posnansky debe continuar viaje solo hasta Tachkent y esperar allí hasta que le avisemos. Sermux continuará viaje directo hasta Alma-Ata, sin ponerse en contacto con nosotros. Conseguí citar a Posnansky y tener una entrevista con él en un rincón oculto detrás de la estación, que no estaba alumbrado por ningún farol. Se presentó en el lugar convenido, pero no pudimos vemos de pronto; cuando conseguimos encontrarnos, estábamos los dos excitadísimos y nos pusimos a hablar a toda velocidad, interrumpiéndonos el uno al otro. Los agentes-le dije-hicieron saltar la puerta y le sacaron en brazos. Pero él no comprendía. ¿Quién saltó la puerta y por qué y a quién sacaron en brazos? Pero no había tiempo para hablar con más claridad, pues podían descubrimos. De modo que la entrevista resultó estéril..."

Después de la revelación que nos hizo Liova en Arissi, seguimos viaje, ya con la conciencia de que iba en el mismo tren que nosotros un amigo leal. Esto nos daba ánimos. Al décimo día, nos encontramos con el equipaje. Lo primero que hicimos fué sacar el libro de Semionof-Tianchanski. Nos pusimos a leer con gran interés la descripción que hacía de Alma-Ata, su naturaleza, sus gentes, sus pomaradas, y nos enteramos, que era lo más importante, de que había caza en abundancia. L. D. sacó, muy contento, los utensilios de escribir que le había preparado Sermux. Llegamos a Frunse (Pichpek) por la mañana temprano. Era la última estación de ferrocarril. Hacía mucho frío. La nieve, blanca, limpia, apetitosa, sobre la que se derramaban los rayos del sol, cegaba los ojos. Nos trajeron abrigos de pieles, de los que usan los campesinos, y botas de fieltro. A pesar de que las ropas me agobiaban, todavía tuve frío por el camino. El autobús se desplazaba lentamente sobre la calzada crujiente, cubierta de nieve; el aire de hielo le mordía a uno la cara. A los treinta kilómetros de camino, nos detuvimos. Estaba oscuro y parecía que habíamos hecho alto en la estepa nevada. Dos soldados de la escolta (nos acompañaban de doce a quince hombres) se acercaron a nosotros, a comunicarnos, con cierta timidez, que allí no había grandes "comodidades" para pasar la noche. Nos apeamos pesadamente del autobús y, a tientas en la noche, dimos con la puerta baja del edificio en que estaba la estafeta de Correos, donde nos desprendimos, muy contentos, de las pesadas envolturas. El local estaba frío, sin calefacción. Las ventanucas practicadas en las paredes, tapiadas completamente por el hielo, para desdicha nuestra. Nos calentamos con té y comimos algo. Conversamos con la hostelera de la estafeta, que era una mujer cosaca. L. D. se informó de la vida en aquella comarca y le hizo algunas preguntas, de pasada, acerca de la caza que había por allí. Todo presentaba un aire de misterio. Y lo peor era la incertidumbre de cómo acabaría aquella aventura. Nos pusimos a preparar modo de dormir. La escolta fue a buscar albergue por la vecindad. Liova se instaló sobre un banco. L. D. y yo hicimos cama en la mesa grande, tendidos sobre los abrigos de pieles de los aldeanos. Al vernos acostados en aquel cuarto oscuro y frío, pegando casi al techo, no pude por menos de echarme a reír, exclamando:

-¡Esta alcoba no se parece en nada a las del Kremlin!

L. D. y Liova me hicieron coro. Al amanecer seguimos viaje. Nos quedaba todavía la parte más dura del camino, que era la que remontaba las montañas del Kurdai. Helaba de un modo terrible. El pesado ropaje era una carga agobiadora: parecía como si llevásemos encima un muro. En el siguiente alto, trabamos conversación con el chófer y un agente de la GPU que había salido a nuestro encuentro desde Alma-Alta. Poco a poco, iban abriéndose ante nosotros los horizontes de aquella vida desconocida y extraña. El camino era difícil para el automóvil. La calzada estaba devastada por las nieves. Pero el chófer guiaba diestramente, pues conocía bien todos los secretos del camino, y de vez en cuando entraba en calor con un trago de vodka. Conforme iba anocheciendo, hacíase más intensa la helada. Alentado por la conciencia de que en aquel desierto de nieve todo dependía de él, el chófer daba rienda suelta a sus murmuraciones, criticando desembarazadamente a las autoridades y al régimen... El agente de la autoridad de Alma-Ata, que iba sentado a su lado, procuraba contestarle con buenas palabras, deseoso de salir con bien de aquel trance. Hacia las tres de la mañana, en medio de la más completa oscuridad, el coche hizo alto. Habíamos llegado. ¿Pero a dónde? Según se averiguó después, a la calzada de Gogol, delante del hotel "Dchetysu" que procedía realmente de los tiempos del novelista. Nos dieron dos cuartos. El cuarto inmediato al nuestro fue requisado por la escolta y por los agentes locales de GPU. Al revisar Liova los equipajes, se encontró con que, dos maletas con ropa y libros se habían caído por el camino, entre la nieve. Habíamos vuelto a quedarnos sin el libro de Semionof-Tianchanski. Se habían perdido también los mapas y libros de L. D. sobre China y la India, así como los utensilios de escribir. Quince pares de ojos no habían sido bastantes a evitar que se cayesen las maletas...

Liova se lanzó a la calle a la mañana siguiente a enterarse de las cosas. Dió varias vueltas inspeccionando la villa y se informó, en primer término, del estado del Correo y el Telégrafo, que, a partir de aquel momento, habían de ser el centro de nuestra vida. Dió también con una botica. Revolvió infatigablemente hasta reunir los objetos más necesarios, tales como plumas, lápices, pan, manteca. En los primeros días, ni L. D. ni yo salíamos del cuarto; más tarde, lo abandonábamos para dar unas vueltas al atardecer. Era nuestro chico el que nos servía de enlace con el mundo exterior. La comida nos la traían de la fonda más próxima. Liova se pasaba días enteros sin aparecer. Esperábamos siempre su regreso con gran impaciencia. Al cabo, se presentaba trayéndonos periódicos y dándonos toda clase de detalles interesantes acerca de los usos y costumbres de la villa. Estábamos inquietos sin saber dónde podría estar escondido Sermux. Por fin, al cuarto día, oímos en el pasillo su voz, aquella voz para nosotros tan grata. Nos pusimos a escuchar detrás de la puerta, con gran emoción, las palabras y los pasos de nuestro amigo. Su aparición abría ante nosotros nuevas perspectivas. Consiguió que le diesen un cuarto pegando al nuestro. Salí al pasillo, le vi, y me saludó con un gesto mudo. No nos atrevíamos todavía a entrar en conversación, pero estábamos muy contentos con tenerle cerca. Al día siguiente, pudo deslizarse furtivamente en nuestro cuarto, le comunicamos en pocas palabras todo lo ocurrido y nos pusimos a concertar medidas para el porvenir común. Pero este porvenir había de ser muy breve. Al día siguiente, hacia las diez de la noche, sobrevino el desenlace. El hotel permanecía silencioso. Yo estaba con L. D. en el cuarto, con la puerta que daba al frío pasillo abierta, pues la estufa de hierro despedía un calor insoportable. Liova se había metido en su habitación. Sentimos unos pasos suaves, cautelosos, blandos, como de botas de fieltro, en el pasillo y nos pusimos los tres a escuchar (pues también Liova se puso al acecho, según después averiguamos, adivinando en seguida lo que pasaba). ¡Ahí están!: tal fué la idea que cruzó como un rayo por nuestra mente. Oímos cómo entraban, sin llamar, en el cuarto de Sermux, cómo le decían:

-¡Dése usted prisa! Y su voz que contestaba:

-¿Por lo menos, me permitirán ustedes que me calce las botas?

Le habían sorprendido, sin duda, en zapatillas. Volvieron a oírse los pasos cautelosos y retornó el silencio profundo de antes. Poco después, el portero cerró la puerta del cuarto de Sermux. A éste, no volvimos a verle. Le tuvieron recluído varias semanas en los calabozos de la GPU de Alma-Ata, mezclado con criminales de delitos comunes y pasando hambre o poco menos, hasta que le reexpidieron a Moscú con veinticinco copeques por día para que se mantuviese. Una cantidad que no le habría alcanzado ni para pan. Más tarde, supimos que a Posnansky le habían detenido en Tachkent, enviándole también a Moscú. Pasados unos tres meses, tuvimos noticias de ellos, ya desde el destierro. Por una feliz casualidad, se encontraron en el mismo coche, en el tren, en que les llevaban conducidos hacia Oriente; iban sentados frente a frente. Después de haber pasado una temporada separados, volvían a reunirse, para separarse de nuevo a los pocos días, pues iban destinados a dos lugares distintos.

L. D. se quedó, pues, sin colaboradores ni auxiliares para sus trabajos. Sus adversarios se vengaban así cruelmente de la lealtad con que, los dos habían servido a su lado a la revolución. A Glasmann, aquel hombre modesto a quien tanto queríamos, le habían obligado ya, fuerza de acosarlo, a suicidarse en 1924. A Sermux y a Posnansky los mandaron al destierro. A Butof, aquel silencioso trabajador Butof, le encarcelaron, y como quisieran obligarle a prestar falso testimonio le forzaron a defenderse por la huelga del hambre, huelga que terminó con su muerte en el hospital de la cárcel. Con esto, quedaba aniquilado el "secretariado", al que los enemigos de L. D. perseguían con un odio fanático como a la fuente de todo mal. El adversario creía haber desarmado por entero y para siempre a L. D. en aquel lejano rincón de Alma-Ata. Woroshilof se jactaba públicamente de ello diciendo: "Si se muere allí, el mundo tardará en enterarse." Pero L. D. no estaba desarmado. Entre los tres formábamos un pequeño balansterio. Sobre nuestro chico pesaba, principalmente, la tarea de sostener las comunicaciones con el mundo exterior. Era el que dirigía nuestra correspondencia. L. D. te llamaba algunas veces "Ministro de Negocios Extranjeros" y otras "Ministro de Comunicaciones". Pronto la correspondencia adquirió un volumen considerable y seguía pesando, en su parte principal, sobre Liova. Asimismo corría de su cargo el montar el servicio de vigilancia. Además, reunía el material de que necesitaba L. D. para sus trabajos. Revolvía en los antiguos fondos de las bibliotecas, conseguía periódicos extranjeros, sacaba extractos. él era el encargado de entablar todo género de negociaciones con las autoridades locales, de organizar las cacerías, de cuidar del perro de caza y de la escopeta, y todavía le quedaba tiempo para dedicarse a estudiar celosamente Geografía económica e idiomas extranjeros. A las pocas semanas de llegar a Alma-Ata, L. D había reanudado todos sus trabajos científicos y políticos. Poco tiempo después, Liova descubrió también una mecanógrafa. La GPU la dejó trabajar con nosotros, con la obligación, seguramente, de informarles de todo cuanto le diésemos a escribir. Sería divertidísimo, probablemente, oír lo que esta pobre chica, tan poco experta en la lucha contra el trotskismo, pudiera contarles.

La nieve, en Alma-Ata, es muy hermosa, blanca, limpia, seca; como allí hay muy poco tráfico, conserva su frescura durante todo el invierno. En la primavera, vienen a sustituirla las rojas amapolas, que florecen en muchedumbre gigantesca, formando sábanas imponentes de varios kilómetros, de un rojo resplandeciente. En el verano, las manzanas, las famosas manzanas de Alma-Ata, grandes y coloradas. La villa carecía de conducción de aguas, de luz, de calles pavimentadas. En el centro, a lo largo de la plaza, toda sucia, sentados delante de las tiendas, tomaban el sol los kirgises, tentándose el cuerpo en busca de insectos. La malaria hacía grandes estragos. De vez en cuando, se presentaban también casos de peste. En el verano, había muchos perros rabiosos. Los periódicos daban también cuenta, bastante frecuentemente, de casos de lepra. A pesar de todo esto, no pasamos mal el verano. Alquilamos a un hortelano una cabaña que daba vista a las montañas cubiertas de nieve, las últimas estribaciones del Tian-Chan. Observábamos atentamente, día por día, en unión del casero y de su familia, cómo iba madurando la fruta y colaborábamos intensamente en la recolección. La huerta se nos presentó en varias fases. Primero, cubierta de flores blancas. Luego, con las ramas de los árboles doblándose pesadamente y apoyadas en puntales. Luego, la fruta extendida como una alfombra de colores debajo de los árboles, sobre una capa de paja, y las ramas libres de la carga, que volvían a erguirse. La huerta, en aquellos días, olía a manzanas y peras maduras, y por encima de nuestras cabezas giraban, zumbando, las abejas y las avispas. Pusimos fruta en conserva.

Durante los meses de junio y julio, trabajamos intensamente en la huerta, bajo los pomares, y en la cabaña, debajo del techo de junco; la máquina de escribir tecleaba infatigable, produciendo un ruido que era bastante desacostumbrado en aquellos parajes. L. D. dictaba su trabajo de crítica al programa de la Internacional comunista, corregía las cuartillas y una vez corregidas, mandaba volver a copiarlas. Recibíamos una correspondencia voluminosa, diez a quince cartas al día, con todo género de tesis, críticas, polémicas intestinas, novedades de Moscú; llegaban también una porción de telegramas de carácter político y preguntando por nuestra salud. Los grandes problemas mundiales se mezclaban con los pequeños asuntos de carácter local, que, vistos desde aquí, no dejaban de presentar ciertas proporciones grandiosas. Las cartas de Sosnovsky trataban siempre de asuntos cotidianos y se distinguían por su ingenio y agudeza. Las magníficas cartas de Rakovsky eran copiadas y enviadas a los amigos. Aquel cuartito de techo bajo estaba lleno de mesas cubiertas de originales, de carteras con papeles, de periódicos, de extractos y recortes. Liova se pasaba días enteros sin salir de su cuarto, que caía al lado de la cuadra, escribiendo a máquina, corrigiendo lo escrito por la mecanógrafa, poniendo direcciones en los sobres, preparando el correo, recibiendo las cartas que llegaban y buscando las citas que necesitaba su padre. Nos traía el correo de la villa un propio, medio tullido, a caballo. Al atardecer, L. D., muchos días, cogía la escopeta y se iba con el perro al monte, acompañado unas veces por mí y otras por Liova. Volvíamos con las codornices, las palomas, las gallinas monteses o los faisanes que habíamos cobrado. Todo iba bien, hasta que no volvía a presentarse el consabido ataque periódico de la malaria.

Así pasamos un año entero en Alma-Ata, la ciudad de los terremotos y las inundaciones, al pie de las últimas estribaciones del Tian-Chan, junto a la frontera china, a 250 kilómetros del ferrocarril y a 4.000 kilómetros de Moscú, rodeados de cartas, libros y la naturaleza.

A pesar de que no dábamos un solo paso sin tropezar con un amigo secreto-todavía es demasiado pronto para hablar de esto-, vivíamos completamente aislados, exteriormente, de la gente que nos rodeaba, pues no había nadie que intentase acercarse a nosotros que no fuese castigado, a veces duramente...