J. J. Morales Hernández

Memorias de un guerrillero

 

 

CAPITULO I

Del rancho a la ciudad

Nací el 18 de junio de 1947 en una ranchería cercana a la población de Arandas, Jalisco. Mi padre, Jesús Morales Padilla, era campesino y luchador agrarista. Mi madre, Agripina Hernández Hernández, se dedicaba al hogar y al cuidado de sus 14 hijos, de los cuales solamente quedamos mi hermana Maria Guadalupe, Josefina, Miguel, Manuel, Maria y mi hermano Raúl, el menor de todos y yo, el resto ya había fallecido, la mayoría pequeñitos, es lo que sucede en las rancherías marginadas al igual que en los pueblos indígenas (una simple diarrea es causa de muerte). Nuestra casa no era sino un cuarto de cuatro paredes de piedra con los agujeros tapados con lodo, con su techo de teja y en el patio un aguacate y un capulín, árboles que había sembrado mi padre. Un arroyo corría como a cincuenta o sesenta metros y la única casa que se miraba en los alrededores era la de mis abuelos maternos.

 

 


Casa donde nacimos doce de los catorce hijos, ranchería ubicada a tres horas a pie de la población de Arandas Jalisco.

 

De ese rancho nos trasladamos a vivir al rancho Las limas, en el municipio de Degollado, Jalisco. A la edad de tres años allí desarrollé mi primera actividad laboral cuidándole las chivas a un señor vecino de la ranchería. Yo las llevaba a pastar. Solamente una vez se me perdió una chiva y fue una movilización de toda mi familia hasta que la encontramos. Mis padres y mis hermanos se dedicaban a la siembra y a mí me encantaba ayudarles cuando veía que el resultado del esfuerzo empezaba a dar frutos y brotaba de esas incipientes semillas su producto, la milpita, el jitomate, melón, sandía, y los primeros jitomates que salían me los comía. En ese ambiente transcurrió mi infancia, entre juegos y trabajo, sobre todo al lado de mi hermano Raúl, hasta la edad de siete años que fue cuando emigramos a la ciudad de Guadalajara, vendiendo mis papás la casita que teníamos en busca de mejores oportunidades. Llegamos a Guadalajara en un camión de volteo con nuestras pocas pertenencias y todos amontonados arriba. Nuestro nuevo hogar fue una casita que compraron mis padres con la venta de la casa del rancho. Estaba en el barrio de San Andrés, casa demasiado humilde donde durante muchísimos años nos iluminábamos con velas para leer o estudiar o simplemente para tener un poco de luz hasta que falleció mi hermano Manuel, y cuando estábamos velando su cuerpo vieron que no teníamos luz eléctrica y nos la pusieron los compañeros de trabajo de mi hermano fallecido. Como mi padre había emigrado a los Estados Unidos, mi madre trabajaba en una tortillería para sostenernos y al irnos a la escuela mi hermano Raúl y yo pasábamos con ella, nos daba unas tortillas con sal, que nos sabían riquísimas, y nos íbamos muy contentos a la escuela primaria Lázaro Cárdenas, vestidos de pantalón roto y huarachitos. A lo largo de mis estudios de primaria siempre tuve el deseo de estrenar unos zapatos, deseo que se me cumplió hasta que entramos a la secundaria.

Cuando nos sentábamos a la mesa a comer, era una alegría estar todos juntos y mi madre muy al pendiente de que todos comiéramos lo suficiente, aunque eran más tortillas que frijoles las que teníamos que comer para llenarnos. Pero era hermosa esta convivencia, disfrutar del cariño de mi madre y mis hermanos, extrañando la ausencia de mi padre.

Posteriormente, mi hermano y yo nos fuimos a estudiar a la Escuela secundaria Número 2 para varones que tenía como director al profesor que más he querido en toda mi vida por su sencillez y su humildad y por el apoyo incondicional que les daba sobre todo a los más humildes, el profesor Víctor Manuel Cadena Aguayo. Este maestro que yo quise tanto me impartía la clase de matemáticas y cuando me hacía alguna pregunta referente a la clase y no le sabía contestar por estar distraído, él se molestaba y me llamaba: “¡Muerto..!”, y como no le escuchaba, me gritaba: “¡Momia!”. Y así hasta la fecha se me quedó lo de El Momia. Un día estando yo en la planta alta de la escuela observando hacía abajo a mis compañeros jugar en el patio, ví que mi hermano andaba trenzado a los golpes con otro compañero de la escuela, cuando de pronto llega uno de los maestros al que le apodábamos El Chocolate, por prieto, el cual no nos quería por rebeldes, y les grita que se separaran pero pegándole con el puño a mi hermano. Al ver esto corrí y le quito la escoba al mozo que barría el patio y me lanzo sobre el maestro a cobrarle la afrenta, pero al ver que voy corriendo sobre de él garrote en mano, arranca hacía la dirección a refugiarse. Me quedo al lado de la puerta esperando a que salga, le avisan al director y me manda llamar, reclamándome muy enojado:

—¿Así que palitos para tus maestros?

Contestándole yo, llorando de rabia e impotencia:

—Pos, maestro, este cabrón le pegó a mi hermano.

Y me dice:

—¡Lárgate a tu casa! ¡Te vienes mañana a clases!

Me fui entre muy enojado y asustado... y desilusionado, porque vi que el maestro que admiraba tanto no era lo justo que yo creía, pues me estaba reprimiendo delante del maestro que le había pegado a mi hermano. Y asustado porque si se enteraba mi madre de mi expulsión de la escuela, le iba a hacer pasar un mal rato y yo también iba a pasar un mal rato, pues mi madre era de carácter fuerte. Yo no le comenté nada hasta ver si el director me iba a expulsar o no.

Al día siguiente estaba el director esperándome en su carro a la bajada del camión.

—¡Morales, ven súbete!— me llamó.

A lo que yo contesté con cierto sentimiento hacía él porque no me había apoyado ante la injusticia del maestro:

—No, maestro, aquí me voy a pie.

—¡Te digo que te subas!— me insistió con voz más firme.

Y por fin me subí. Y comenzó a decirme:

—Mira, yo sé lo que tú sientes por tu hermano. Está bien, pero acuérdate que un maestro es como nuestro padre, hay buenos y hay malos, pero lo tienes que respetar.

Al decirme esto, lo vi de reojo y volví a sentir el mismo afecto y admiración que sentía por ese hombre justo y comprensivo.

En ese tiempo Guadalajara era una ciudad grande, pero no tanto como ahora. No llegaba ni al millón de habitantes. Y San Andrés era un pueblo que se lo fue tragando la ciudad hasta convertirse en un barrio más con su gran parque arbolado, el San Rafael, su alberca siempre cubierta de hojas, sus frontones, sus canchas de fut y de basket. Hasta ahí llegaba la ciudad. Las calles eran empedradas o de tierra, y alrededor del parque y más allá eran milpas, un viejo balneario, y detrás corrían arroyos de aguas cristalinas, con un remanso conocido como Las piedrotas.

En esa etapa de mi vida, que rondaba entre los 17 o 18 años, ya nos reuníamos un numeroso grupo de amigos en el jardín de San Andrés, que era el corazón del barrio, franqueado por sendos templos a cada lado, con su kiosko al centro, su delegación municipal a un costado, sus portales de arquería antiquísimos, con su banda musical tocando en el kiosko cada ocho días agregando los días festivos, como el 15 de septiembre, viendo las peleas de box con un ring improvisado ahí. No por otra cosa el barrio dio boxeadores de la talla de Efrén El Alacrán Torres, Vicente El Tortas García, Jesús Papelero Estrada. Y después de las funciones de box subía a otro entarimado el grupo musical orgullo del barrio, Los Freddy’s, interpretando aquellas canciones románticas, siendo uno de sus miembros mi amigo y compañero desde la primaria, Artemio Chávez, que tocaba el requinto y hacía la segunda voz. Y en la esquina del jardín había una nevería donde se escuchaba música, que por lo general era el rock and roll.

Esa era nuestra vida. Y nuestras reuniones eran para hablar de la novia y de la escuela. Nadie usaba drogas, porque era parte de la formación que nos habían inculcado nuestros padres y porque no lo aceptábamos y si algún otro barrio golpeaba a alguno de nuestros amigos íbamos por la revancha y les metíamos tremendas garrotizas. Se fue creando entre nosotros un sentimiento de hermandad, territorial, incluso de clase. El nombre de los vikingos surgió como surge la necesidad de identificarse para cualquier barrio y nosotros, considerando que los vikingos nórdicos como conquistadores habían sido bravos, bueno, pues con ese nos quedamos. Nunca imaginamos lo que sucedería a esos amigos de adolescencia y a nuestras familias.

 

 

La ignorancia y la pobreza.

Si yo he nacido de un vientre

desdichado y con pobreza fue tan solo

para hacerme defensor de los humildes.

Miguel Hernández.

Era tanta nuestra pobreza que en el mes de junio de 1970 mi madre se sentía muy enferma y me pidió que le trajera al sacerdote para que la confesara, contestándole yo:

—No, mamá, ellos no curan, te traigo al medico.

Y me dice muy alterada:

—¡Que me traigas al padre!

Y voy y lo traigo, pero, al momento de estar confesando a mi mamá, yo pensaba recargado en la puerta de la casa: “¿con que le voy a pagar al padre, si no tenemos dinero?”. En eso sale el sacerdote, saco mi pistola 45 y le digo:

—¡No le voy a pagar, padre!

Contestándome asustado:

—¿De qué, hijo?

—Pues de la confesión— le digo.

A lo que me respondió todavía blanco del susto:

—No es nada, las confesiones no se cobran.

En ese momento sentí que me tragaba la tierra por la ignorancia a la que te orilla la pobreza.

 

 

Comienzos de mi participación política

Ya como estudiantes de preparatoria, mi hermano estaba en la Preparatoria de Jalisco y yo en la Preparatoria Número 2, comenzando así mi actividad y participación en política estudiantil, lanzando candidatos a las presidencias de sus respectivas sociedades de alumnos, lo que abarcaba desde secundarias hasta facultades. Aún no teníamos ninguna organización estudiantil, simplemente eran candidatos vikingos en contra de la organización oficial denominada Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG).

No era cuestión electorera, sino de luchar y manifestar nuestra inconformidad que por tu condición de clase te crea una rebeldía natural, de esta forma se estaba dando una trinchera de lucha.

Los primeros presidentes de escuelas que logramos imponer a sangre y fuego fueron: Oscar González en la Escuela Preparatoria de Jalisco, con otros grandes dirigentes vikingos como Bonifacio Mejía Segundo, Enrique Bustos, mi propio hermano Raúl Morales, Jorge Gutiérrez, conocido como Jorge Prieto, Julito, El Bruce, El Tonalá, El Guicho Puya. Estas elecciones lograron ganarse incluso en contra de la decisión del propio Carlos Ramírez Ladewig, el ideólogo de la FEG, al término de las elecciones en las que incluso no hubo candidato por ellos. Nos fuimos a celebrar el triunfo al parque San Rafael, que se llenó de miles y miles de jóvenes participando al lado de los vikingos. ¡Que hermoso se veía el parque!. En la Preparatoria número 2 se logró imponer también por la fuerza como presidente a Javier Prieto Aguilar en el turno matutino y por la tarde se logró también triunfar de manera violenta en las elecciones quedando como presidente Sergio Aguayo Quezada El Monaguillo. En el nivel de secundaria venían despuntando muy fuerte ya incorporándose a la preparatoria varios dirigentes excelsos entre los que más destacaban eran Arnulfo Prado Rosas El Compa, Enrique Guillermo Pérez Mora El Tenebras, José Luís Carrillo El Vaquita, Joel El Cuernavaca, Raúl López Melendres El Petro, El Pelagallos, El Jericallo, etc. De todos estos compañeros, especialmente El Compa y El Tenebras, ingresaron a la Preparatoria número 4 y lograron de manera natural imponer su liderazgo junto con Efraín González Cuevas El Borre, y Eligio Álvarez Carvajal.

Para estas alturas, entre conquistas de escuelas dentro de la Universidad de Guadalajara y la suma de la mayoría de los barrios, se conforma lo que sería gran parte del núcleo vikingo, el cual vio la necesidad de organizarse. Y se pensó en una forma de organización. Se nombraba un representante por cada barrio que se sumaba a nosotros (que normalmente era el líder natural que se distinguía por ser el mejor para los golpes) y teníamos reuniones cada semana con todos los jefes de barrio y los presidentes de escuelas, en fin todo lo que se sumaba organizativamente a nosotros lo llamábamos Los Vikingos de San Andrés. Llegamos a un punto culminante cuando de todos los barrios de Guadalajara sólo dos no eran nuestros. Uno era el de Los cuquis, que controlaba el tristemente celebre Carlos Morales García, alias El Pelácuas. El otro era el que controlaba el barrio de Los trojes, controlado por Rigoberto Palacios, que había sido luchador de lucha grecorromana, y Jaime Abundio, que era instructor del pentatlón, organización paramilitar de extrema derecha. Ambos barrios y sus dirigentes eran pilares de la nefasta organización paramilitar llamada FEG.

Cuando nosotros apoyamos las candidaturas de los tres compañeros que eran los candidatos vikingos a las presidencias de Preparatoria Jalisco, Preparatoria 2, Escuela vocacional, estando yo por la tarde en la Preparatoria número 2 apoyando a nuestro candidato Sergio, se hizo una batalla campal contra los candidatos opositores y la FEG que los apoyaba, de la cual salí con un brazo roto consecuencia de un tubazo que me pegaron y me lo rompieron y un rozón de bala en la pierna izquierda. Duró tanto rato la campal que hubo tiempo para que llegaran nuestros amigos de los barrios más cercanos para apoyarnos y la balanza se inclinó a nuestro favor. Ya con mi brazo enyesado, continuamos por la noche con la cacería de los golpeadores de la FEG y al que encontrábamos se llevaba tremenda garrotiza. Uno de los que encontramos fue subido a una camioneta y desnudo se le abandonó a la orilla de la ciudad, después de darle su merecido.

Al día siguiente fuimos al edificio central de la Universidad de Guadalajara no recuerdo a qué, como unos cinco o seis compañeros, entre los que iba El Compa, Giblas, Fernando El karateca, al cual con toda intención lo habíamos invitado, y yo. Llevábamos unas varillas debajo de las chamarras porque presentíamos que ahí nos encontraríamos en su guarida a nuestros constantes enemigos, lo cual se confirmó. Nos rodearon y nos pidieron que nos fuéramos a la vuelta a darnos de golpes con ellos, les pedimos que escogieran cada uno a su rival y así fue. Perdimos la primera pelea, que fue Jaime Giblas. Cayó con la nariz rota nuestro amigo, y anímicamente nos mermó porque no estábamos acostumbrados a perder, pero la segunda pelea la ganamos con Fernando El Karateca, que con sus conocimientos en las artes marciales rápidamente dejó fuera de combate a su oponente. Yo esperaba dentro de mí que no me retaran porque traía mi brazo enyesado a consecuencia de la fractura. Con este triunfo nos sentimos un poco mejor, aunque íbamos empatados, una perdida y una ganada. De pronto salta uno de nuestros mejores líderes, Arnulfo Prado Rosas El Compa.

—¡Tú conmigo!— señaló con el índice a un tipo muy corpulento.

Yo pensé: “Hubieras escogido a otro”. Pero en eso gritó:

—¡Para que veas como se rifan los vikingos!

Y diciéndolo y soltándole una ráfaga de patadas y golpes, con lo que el otro rápidamente se rindió, diciendo:

—Ahí muere.

Pero El Compa le contestó:

—No, nada de que muere, tú eres el presidente de la Preparatoria 3 y allá sigue.

Pero no, El Compa se inscribió en la Preparatoria número 4, no por temor, sino por un acuerdo que tuvieron él y El Tenebras de conquistar dicha preparatoria que no era nuestra, pues ya teníamos conquistadas la preparatoria de Jalisco, la preparatoria número 2, la Vocacional y ellos se fueron a conquistar la cuatro, con su liderazgo y combatividad no había duda de que lo iban a lograr y lo lograron.

Estas golpizas se convirtieron en una costumbre ya que por lo regular casi a diario se desarrollaban en las escuelas, en los barrios, porque donde los amigos de los barrios pidieran el apoyo de los vikingos ahí estábamos siempre. Esto nos fue curtiendo físicamente y a no tenerle miedo a la policía. Sin quererlo se fueron dando una de las condiciones necesarias para el desarrollo y fortalecimiento de un movimiento revolucionario: el enfrentamiento con la policía en la pelea callejera, lo que va proporcionando experiencia y a no temerles. Si a esto se le suma una formación ideológica tenemos como resultado un potencial cuadro dirigente. Sin siquiera darnos cuenta, esto nos fue proporcionando una presencia, un prestigio y un crecimiento. Por ello, cuando por las circunstancias, estas confrontaciones contra un brazo armado del Estado como lo era la FEG, se fueron sumando, hasta convertirse en movimiento armado, todas las organizaciones que surgieron de él o que se aproximaron a él, querían entre sus filas a los militantes del FER con descendencia vikinga. Siempre que participaban en una operación militar ellos se sentían muy seguros del éxito si participaba en la operación un ex miembro vikingo o del FER. Quiero aclarar que política e ideológicamente estábamos bastante atrasados, pero ya en nuestras filas sentíamos gran simpatía por el figura del Che, por Ricardo Flores Magón, por la pureza de Zapata, y quisimos darle forma y sentido y comenzamos a abrevar de ellos para dar esa lucha diaria al interior de la misma Universidad y democratizarla, conformando un frente común de todas las corrientes de lucha, ya que las condiciones así lo exigían. Para éste momento ya se habían incorporado compañeros con más claridad ideológica, académica, provenientes de todas las corrientes políticas de izquierda que había en el interior de la Universidad y que veían el potencial que éramos en masa haciendo esa conjugación del pensador con el forjado en la lucha diaria.

Los entonces dirigentes de la Universidad de Guadalajara en la persona de Carlos Ramírez Ladewig ante el crecimiento cualitativo y cuantitativo que estábamos teniendo optaron por expulsar del seno de la misma a los dirigentes mas identificados por su liderazgo para así truncar el avance que se venía dando y liquidar el desarrollo de nuestra lucha.

Uno de los primeros expulsados fui yo. Pero eso no sería suficiente para detenerme.