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Flora Tristán

de

Paseos en Londres (1840)

 

 

XVII 

Las mujeres inglesas

¡Qué indignante contraste hay en Inglaterra entre la extrema servidumbre de las mujeres y la superioridad intelectual de las mujeres autoras! No existen males, dolores, desorden, injusticia, miserias resultantes de los prejuicios de la sociedad, de sus organizaciones, de sus leyes, que hayan escapado a la observación de las mujeres autoras. Es un fenómeno brillante los escritos de estas inglesas que aclaran el mundo moral con tan vivo resplandor, y sobre todo cuando se considera la educación absurda que ellas han debido sufrir, y la influencia embrutecedora del medio en el cual han vivido.

Es suficiente residir algunos meses en Inglaterra para ser impresionado por la inteligencia y la sensibilidad de las mujeres, además son capaces de una atención sostenida y tienen memoria; con estas disposiciones no hay nada de inaccesible en la esfera intelectual. Ellas son nobles y grandes a su manera, pero ¡ay!, todas estas bellas cualidades nativas son ahogadas por un sistema de educación fundado sobre falsos principios y por la atmósfera de hipocresía, de prejuicios y de vicios que rodean su vida.

La existencia de las inglesas es todo lo que se puede imaginar de más monótono, de más árido y de más triste. Para ellas, el tiempo no tiene medida y los días, los meses, y los años no traen ningún cambio a esta agobiante uniformidad.

Las jóvenes son educadas según la posición social de sus padres; pero cualquier rango que deban ocupar está siempre bajo el imperio de los mismos prejuicios con que se dirige la educación.

En este país del despotismo más atroz, y donde ha estado de moda mucho tiempo el alabar la libertad, la mujer está sometida por los prejuicios y la ley a las desigualdades más indignantes. Ella no hereda sino cuando no tiene hermanos; está privada de derechos civiles y políticos, y la ley la sujeta en todo a su marido. Formada bajó la hipocresía, llevando sobre sí el yugo pesado de la opinión, todo lo que impresiona a sus sentidos al salir de la infancia, todo lo que desarrolla sus facultades, todo lo que ella sufre tiene como resultado inevitable el materializar sus gustos, el entorpecer su alma y el endurecer su corazón.

Los novelistas ingleses, conmovidos con las escenas que veían en el interior de las familias, han soñado otras en las cuales han creado sobre el testimonio de su imaginación. También en tanto que son verdaderas cuando pintan las ridiculeces del común de los «gentlemen», los santurrones pretenciosos de la burguesía, las tiranías del padre y del esposo, el insultante orgullo de los superiores, la bajeza de los subalternos, otro tanto se alejan de la realidad en sus lienzos de felicidad doméstica. ¡La felicidad sin la libertad! ¡La felicidad por lo tanto jamás ha existido en la sociedad del amo y del esclavo!

He aquí como ocurren las cosas en las familias que gozan de bienestar.

Los niños están confinados al cuarto piso con su ama o aya. La madre los pide cuando quiere verlos y solamente entonces los niños vienen a hacerles una corta visita durante la cual la madre les habla en tono ceremonioso.  La pobre niñita estando así privada de caricias, sus facultades amantes quedan inertes; ella ignora enteramente la dulzura de la intimidad, de la confianza, del esparcimiento, que toda niña naturalmente espera tener de parte de un padre que la quiera. Tiene por su padre, al que apenas conoce, un respeto mezclado de temor y por su hermano una consideración y una deferencia que, desde muy corta edad, se le obliga a mostrarle.

El sistema seguido por la educación de los jóvenes me parece que tiene por objeto embrutecer al muchacho más inteligente.

Jacotot dice: todo está en todo. La educación inglesa parece mostrar, al contrario, que en el todo no hay nada.  No se ocupa sino de imprimir sobre los jóvenes cerebros palabras de todas las lenguas europeas; en cuanto a las ideas nada cambia. En esta extravagante manía la barbarie iguala a la estupidez. Se da a un niño una nodriza alemana, una institutriz francesa, una ama española, a fin de que aprenda desde la edad de cuatro a cinco años tres o cuatro lenguas. He visto a unas pequeñas criaturas de estas, cuya suerte era verdaderamente digna de compasión; no podían hacerse comprender por las personas que las rodeaban. Toda travesura, toda gracia en el lenguaje les estaba terminantemente prohibido. Incapaces de comunicarse verbalmente, estaban obligados a hacerse comprender por signos. Este estado hacía nacer, según la naturaleza de las organizaciones, la irritación o la apatía: las unas eran vocingleras, irritables, perversas; las otras silenciosas y tristes. El niño forzado a sobrecargar su memoria de palabras de tres o cuatro lenguas no adquiere sino una concepción confusa del sentido que las palabras expresan; retiene el oral y deja escapar la idea que representa. La memoria de las palabras se desarrolla fuera de medida, pero la inteligencia necesaria para concebir el pensamiento se destruye. El conocimiento de las lenguas es, sin duda, necesario para un pueblo cuya codicia invade la tierra entera; pero es preciso antes subordinar toda especie de instrucción al desarrollo de la organización; luego considerar la utilidad del lenguaje que se hace aprender al niño. Es raro, sino imposible, que se pueda expresar con pureza y elegancia en tres o cuatro lenguas. Ahora bien, como las locuciones son irregulares e incorrectamente unidas al acento extranjero chocan en todo país y como las mujeres raramente son llamadas a tener relaciones de asuntos con las naciones extranjeras, pienso que en general existe para ellas cosas más útiles de aprender.

Todo el que aprende, es enseñado con el mismo método de las lenguas. Es preciso que la joven aprenda música, aunque tenga o no aptitud para este arte; que dibuje, que dance, etc. Resulta de esta educación que las señoritas saben un poco de todo y no tienen en nada un talento con el cual se puedan servir aunque fuera para distraerse. Sin embargo se encuentran excepciones, pero son raras. [180]

En cuanto a la educación moral, ella se forma en la Biblia. Este libro encierra buenas cosas. Todo el mundo está de acuerdo; pero qué de impurezas, de historias indecentes, de imágenes obscenas que habría que quitar para poner en manos de la juventud, si se quiere evitar que su imaginación ensucie y que vea la justificación de todas las acciones que la sociedad reprueba: el robo, el asesinato, la prostitución, etc. Porque, digan lo que digan los reverendos, la educación por las escrituras es la más antisocial de las educaciones. Entre las mil y mil contradicciones inglesas aquella no es la menos chocante. Exigir que una joven sea pura, casta, inocente y prescribirle la lectura de un libro donde se encuentran las historias de Lot, de David, de Absalón, de Ruth, el cantar de los cantares etc.; y cuando sepa las predicaciones de San Pablo sobre los fornicadores, que su memoria será adornada de escenas de violaciones, de amor adúltero, de prostitución y de orgía que representa la Biblia y las expresiones de las cuales se sirve el santo libro, se le dirá que no debe pronunciar las palabras camisa, calzoncillos, calzón, muslo de pollo, perra, etc. Es por lo tanto la apariencia de castidad, de inocencia, y la realidad del vicio lo que se enseña a las jóvenes, así como se enseña al pueblo la apariencia de religión y la realidad de la ociosidad y de los desórdenes que ella produce prescribiéndole la observación del domingo. ¡Cosa extraña! La moral no existe de ninguna parte; no se cree más en la castidad, en la probidad y en ninguna de las acepciones de la palabra virtud. Nadie se deja engañar por las apariencias, y sin embargo ellas continúan envolviendo las costumbres nacionales.

Las jóvenes tienen muy pocas distracciones. Como el interior de las familias es frío, árido y mortalmente pesado, se lanzan impetuosamente a la lectura de novelas. Desgraciadamente estas novelas ponen en primer plano amantes tales que Inglaterra no los presenta, y la influencia de esta lectura hace nacer esperanzas que no podrían realizarse. La imaginación de las jóvenes toma un cariz novelesco, ellas no sueñan sino en el rapto, pero con la particularidad que caracteriza este siglo de confort, de comodidad y de lujo, que el raptor debe ser hijo de un nabab o de un lord, heredero de una inmensa fortuna y que el rapto se haga en una soberbia calesa de cuatro caballos. Las jóvenes ricas lejos de responder a los deseos de que son objeto, tienen los sentidos cerrados, el corazón endurecido, y su espíritu frío y positivo, somete todo al cálculo. Las decepciones que experimentan estas señoritas no tendrían lugar si se les hubiera dado el gusto de los goces intelectuales, inspirado en el desprecio por las satisfacciones de la vanidad y ellas hubiesen sido formadas en el hábito de vivir de poco. Si se les hubiera explicado el Evangelio, ellas sabrían que las grandes riquezas corrompen el corazón casi siempre, y ellas no desearían en lo menor ser amadas por jóvenes que pasan su vida en las casas de juego y mezclados con las prostitutas. Estas señoritas, después de esperar vanamente, la calesa de cuatro caballos, llegadas a la edad de veintiocho y treinta años, se casan con los pequeños negociantes, con los empleados pobres o con los equivalentes. Muchas también quedan señoritas.

A la verdad, la suerte de la mujer casada es mucho más triste que la de la muchacha soltera. Por lo menos esta goza de una cierta libertad, puede salir al mundo, viajar con parientes y amigos, mientras que una vez casada, no pueden salir sin el permiso de su marido. El marido inglés es el tipo de señor y amo de los tiempos feudales. Se cree y ello de buena fe, en el derecho de exigir a su mujer la obediencia pasiva del esclavo, la sumisión y el respeto. Aquel, la encierra en su casa, no porque es amoroso y celoso como el turco, sino porque la considera como su cosa, como un mueble que no debe servir sino para su uso, y a quien debe siempre encontrar bajo su mano. No entra de ningún modo en sus ideas el deber de la fidelidad a su mujer. Esta manera de ver, que deja el campo libre a las pasiones, muchos la motivan sobre la Biblia. El marido inglés se acuesta con su sirvienta, la arroja cuando está encinta o va a dar a luz, y no se cree más culpable que Abraham enviando al destierro a Agar y a su hijo Ismael.

La mujer, en Inglaterra, no es en lo menor como en Francia, el ama de casa, ella es casi siempre enteramente extranjera. El marido tiene el dinero y las llaves, él es el que ordena los gastos, contrata o despide a las domésticas, ordena el almuerzo todas las mañanas, invita a los comensales; él solo decide la suerte de los niños; en una palabra, se ocupa exclusivamente de todo. Muchas de las mujeres no saben con precisión qué género de asuntos tienen sus esposos, a qué profesión son destinados sus niños y generalmente ignoran el estado de su fortuna. La mujer inglesa no pregunta jamás a su marido lo que él hace, qué sociedad ve, como gasta él, y dónde pasa su tiempo. No hay una sola mujer que ose permitirse el dirigir muchas preguntas. De esta extrema dependencia, de este respeto, de las mujeres inglesas por la voluntad de su señor y amo, a la familiaridad, al interés activo de las mujeres francesas para con sus maridos, hay todo el espacio que separa la civilización francesa de hoy día de la de San Luis. La mujer inglesa no tiene garantía alguna para su fortuna y puede ser despojada de ella sin saberlo. Es por el periódico ordinariamente que ella sabe que su marido ha tenido pérdidas, que está arruinado, y a veces que se ha levantado la tapa de los sesos.

He dicho ya que es de costumbre que los niños vivan con su aya en una pieza aparte; la madre no va ahí jamás. No es de ella que aprenden a hablar, no es ella la que desarrolla gradualmente su espíritu y su corazón. Cuando la aya o gobernanta le lleva los niños al salón, ella examina si están bien limpios, si sus vestidos están frescos; terminada esta inspección, ella los abraza y los despide hasta el día siguiente. Cuando están más grandes, los niños viven en pensión, la madre entonces no los ve sino raramente, y una vez casados, las relaciones cesan casi enteramente: se escriben y eso es todo. Esta frialdad, esta indiferencia como madre y esposa, no resulta solamente de la educación petrificante que ha sufrido, es también la consecuencia, natural de la posición que la mujer inglesa ocupa en la casa conyugal: ¿qué interés puede tomar en una asociación que se conduce en todo sin que su voluntad y sus consejos participan en nada? ¿La buena o mala fortuna del amo no deja siempre a los esclavos en una indiferencia completa?

Creo adivinar aquello que les ha valido, a estas mujeres la reputación, de mujeres de entre casa es su vida sedentaria. En efecto, como suponer que quedándose siempre en casa no se ocupen de algo. Sis embargo eso es lo que tiene lugar: no solamente las mujeres inglesas no hacen nada en su casa, sino que todavía piensan y creen rebajarse a la condición de obreras si agarran una aguja; para ellas el tiempo es una carga abrumadora. Se levantan muy tarde, desayunan lentamente, leen los periódicos, se visten; después a las dos, llega la segunda comida. Después leen la novela y escriben cartas de doce a quince páginas. Para comer hacen un segundo arreglo personal. Después de la comida, hacia las siete o las ocho, toman el té siempre muy lentamente. A las diez de la noche, cenan y finalmente se quedan solas en un rincón de la chimenea.

Nada manifiesta tanto el materialismo de esta sociedad inglesa que el estado de nulidad al que los hombres reducen a sus compañeras. ¿Las cargas sociales no son comunes a la mujer tanto como el hombre, para que estos señores crean poder excluirla y la condenan a vivir la vida de la planta? ¡Oh! ¡Es preciso convenirlo, la educación bíblica produce maravillosos efectos! ¿Este orden inglés no hace la sátira más amarga del matrimonio indisoluble? ¿Podrá inventarse algo más fuerte para hacer resaltar la extravagancia de la institución? Bajo el imperio de circunstancias parecidas, es necesario, para que exista en Inglaterra un número tan grande de mujeres de mérito que Dios haya impartido a las inglesas mucho más fuerza moral y de inteligencia que a sus amos, de otra manera llegarían a ser necesariamente criaturas completamente estúpidas.

Las causas de todos los matrimonios en Inglaterra son del lado de las muchachas, el deseo de sustraerse del poder paternal; de aligerar el yugo de los prejuicios que pesan tan fuertemente sobre las jóvenes, y la esperanza de gozar en el mundo de más importancia. Porque para las almas elevadas es una necesidad tomar parte en el movimiento de la sociedad. Del lado de los hombres es únicamente el deseo de apoderarse de la dote, con la cual se pagan las deudas, hacen especulaciones, o, si esta dote es una fortuna, de comer las rentas en los clubes, en los Finishes, o con las amantes.

Dentro de este mercado la mujer es la que es engañada. Los prejuicios la conducen al altar y la concupiscencia la espera para despojarla. Los hombres llevan la misma existencia que antes de estar casados; el lazo del matrimonio, que es tan pesado para las mujeres, no les impone ninguna obligación, y según como lo quieran ellos, viven con mujeres alegres, sirvientas y actrices. La mayor parte mantiene suntuosamente a una amante en una bella casa pequeña de los arrabales. Esta costumbre es universal, entre los hombres ricos tanto de la «cité» como del«West-end». Forman una segunda familia; todo lo que tienen de afecto en el corazón se lo dan a esta mujer elegida y para los hijos que ella les dé, mientras la pobre mujer legítima que han tomado únicamente como un socio capitalista, es a sus ojos una compañía incómoda, desabrida: las atenciones que ella exige, la consideración, el respeto que el mundo les obliga a mostrarle, son deberes que lo importunan y a los cuales escapan manteniéndose fuera el mayor tiempo posible. ¿En qué se convierte la mujer a contrato? ¡Ay! ¡Ella está reducida al estado de máquina para fabricar niños, «y los veinticinco años más bellos de su vida se la pasa teniendo niños»! 

El aislamiento lleva a la mujer inglesa a observar, a meditar. Un gran número de ellas, se dedican a escribir. Hay en Inglaterra mucho más mujeres autoras que en Francia, porque las francesas tienen una vida más activa y son menos excluidas que las inglesas del movimiento social. Muchas mujeres autoras han descrito Inglaterra y desde Lady Montagu, que ha escrito sus impresiones de viaje en un estilo tan puro, tan elegante, una cantidad de otras se han lanzado, a su ejemplo, en la carrera literaria y han dado prueba de un mérito incontestable. Es sobre todo en la novela y en los cuadros de costumbre que estas mujeres sobresalen. Todo el mundo conoce las obras de Lady Morgan. Nadie antes de ella había trazado tan bien el carácter irlandés y dado tanta vida a la pintura de Irlanda. Las obras de Lady Blissington, se hace notar por la exactitud en la observación, lo picante de su pensamiento; y yo podría citar muchos otros nombres. Últimamente una joven ha aparecido y su comienzo ha sido de lo más brillante, jamás una autora literaria ha brillado con tan vivo resplandor, ni ha dado tan bellas esperanzas, y Lady Litton- Bulwer se ha colocado en el primer puesto de la literatura. Esta mujer de élite, es una de las numerosas víctimas de la indisolubilidad del matrimonio. Así su primer libro es un largo quejido de dolor; ella lo ha titulado «Escenas de la vida real». No se muestra impunemente el talento: no pudiendo la gente contestarle se ha elevado contra el escándalo de semejantes divulgaciones. Pobres mujeres no se les permite sino sufrir... este mundo les ha prohibido hasta la queja.

El marido de Lady Bulwer, conocido como célebre novelista, llegó al parlamento y a título de barón, cuando Lady Bulwer vino a revelar el bello genio con que Dios la ha dotado. Desde entonces Sir Litton-Bulwer se siente destrozado por los demonios de la envidia; ha recurrido a la calumnia para empañar un resplandor que lo ciega. Rodea a su mujer de espías, y como la autora se agranda, quiere mancillar a la esposa. A la verdad, corre un rumor entre el público de Londres que explica la envidia devoradora y el odio activo conque persigue a su mujer. Se dice que es Lady Bulwer la autora de todas las novelas que ha publicado bajo el nombre de Sir Litton-Bulwer. Lo que da a esta afirmación la consistencia de un hecho probado, es que después de la separación de los dos esposos, el señor Litton-Bulwer no ha publicado nada de notorio, y que en la Cámara de los Comunes no se ha elevado jamás por encima de la cantidad de mediocridades parlamentarias. Después la elegante simplicidad, la altura de pensamiento, la marcha de la acción en las «Escenas de la vida real», por Lady Bulwer, hace ver en ella el autor de Rienzi y de Pethan, las dos novelas publicadas bajo el nombre de Sir Litton-Bulwer y que han tenido gran éxito.

Uno se consuela de la pérdida de su mujer; ¡pero perder una fuente de riqueza! Perder su hada creadora!, ¡caer de las alturas del Olimpo...!

¡Oh, Lady Bulwer, hago votos para que el odio de vuestro marido sea para siempre impotente; para que, más feliz que yo, escapéis de toda bala homicida; pero ¡ay de mí! ¡Conozco lo suficiente el corazón humano como para poder predecir que su odio será implacable, y que os perseguirá hasta la tumba!

Las mujeres autoras se ocupan también, en Inglaterra, de los temas más graves. La señorita Martineau ha escrito unas obras muy notables sobre economía política; la señora Trollope ha publicado un viaje a América del Norte que ha tenido mucho éxito; la señora Gore ha escrito novelas cortas muy bellas acerca de las costumbres y la historia polaca, la señora Shilly hace versos plenos de melodía y de sentimiento. Muchas de estas damas escriben en revistas y periódicos; pero veo con profunda aflicción que todavía ninguna ha abrazado la causa de la libertad de la mujer, de esta libertad sin la cual todas las otras son de tan corta duración, de esta libertad por la cual conviene a las mujeres autoras especialmente que combatan. Las mujeres autoras en Francia, desde este punto de vista, han aventajado a las inglesas. Sin embargo, una voz de mujer se hizo escuchar en Inglaterra hace medio siglo, voz que toma en esta verdad con la cual Dios ha marcado nuestra alma, un poder irresistible y una energía resplandeciente; voz que no tiene miedo de atacar uno a uno los prejuicios y de demostrar la mentira y la iniquidad. Mary Wollstonecraft, ha titulado su libro: «A vindication of the rights of woman» (Defensa de los derechos de la mujer); apareció en 1792.

Este libro fue agotado desde su aparición, lo cual no le ahorró a su autora el suplicio de la calumnia. No fue publicado sino el primer volumen y se ha vuelto extremadamente raro. No pude encontrarlo para comprarlo y de no haber tenido un amigo que me lo prestó me habría sido imposible leerlo. La reputación de este libro inspira tal horror que, si vos habláis aun a las mujeres del dicho progreso, ellas os responderán con un movimiento de horror: ¡Oh, es un libro muy malo! ¡Ah! La calumnia cae a menudo sobre la celebridad de mayor mérito; trasmite sus odios de generación en generación y no respeta la tumba, ni la gloria misma la detiene.

Mary Wollstonecraft dedicó su libro al señor de Talleyrand-Périgord. Escuchad a esta mujer, a esta mujer inglesa que fue la primera que osó decir que los derechos civiles y políticos pertenecen igualmente a los dos sexos y que hace un llamado a una opinión profesada por Talleyrand en la tribuna para demostrarle que es su deber, de hombre de Estado, de actuar conforme a esta opinión, de hacer triunfar las consecuencias de ella y de establecer la completa emancipación de la mujer.

He aquí algunos pasajes de esta obra:

«Reclamando por los derechos de la mujer, mi principal argumento, para demostrar su utilidad, está fundado sobre aquella razón bien simple, que, si la educación no prepara a la mujer para convertirse en la compañera del hombre, ella detendrá el progreso; porque si los conocimientos humanos son derecho exclusivo del hombre, su influencia no tendrá eficacia sobre la marcha de la sociedad.

»Si queréis que vuestro niño aprenda a comprender el verdadero patriotismo, es preciso que su madre sea una patriota esclarecida. Y el amor de la humanidad, fuente de toda virtud, no podría desarrollarse en ellos sino por la apreciación del interés moral y político del género humano; pero la educación actual de la mujer la excluye de tales investigaciones.

»Me dirijo a vos, señor, como un legislador, y os pregunto si, ¿cuándo los hombres combaten por su libertad y porque se les deje decidir a ellos mismos lo que conviene a su propia felicidad, no es inconsecuente e injusto sujetar a las mujeres a leyes en las cuales ellas no han participado? ¿Quién ha constituido al hombre en juez exclusivo para decidir si la mujer está, como él, dotado de razón?

»Los tiranos de todas las denominaciones, desde los reyes hasta los padres de familia actúan y razonan igual; ellos se apresuran en destruir la razón, en usurpar los derechos, y afirman que es por la utilidad general que ahogan la voz de todo. ¿Vuestra conducta no se parece a aquella de los tiranos cuando negáis a las mujeres derechos civiles y políticos, y las forzáis a quedar encerradas en sus familias y a moverse en medio de las tinieblas?

»Si la mujer debe continuar en estar excluida de la participación de los derechos naturales de la humanidad, vos debéis antes que todo probar, a fin de rechazar la acusación de injusticia e inconsecuencia, que ella carece de razón, de otra manera vuestra nueva Constitución llevará siempre la huella de la iniquidad, y testimoniará que el hombre, librándose al despotismo ha quedado tirano él mismo, y vos lo sabéis señor, la tiranía en cualquier parte de la sociedad en la que se muestre, aniquila toda moral.

[...] »Si no se permite a las mujeres gozar de derechos legítimos, ellas pervertirán a los hombres y a ellas mismas para obtener privilegios ilícitos».

Ahora he aquí como habla ella a las mujeres:

«Espero que las mujeres me excusarán si las trato como seres racionales, en lugar de hablarles de sus gracias encantadoras y de considerarlas como si estuviesen en un perpetuo estado de infancia, incapaces de actuar por ellas mismas. Deseo ardientemente indicarles, en qué consisten la verdadera dignidad y la felicidad. Deseo persuadirlas de la necesidad de desarrollar sus fuerzas intelectuales y físicas. Deseo convencerlas que aquellas dulces expresiones de susceptibilidad de corazón, delicadeza de sentimiento y refinamiento de gusto, son casi sinónimos de debilidad; y que esas criaturas débiles, que son objeto de la piedad o de aquella especie de amor que la piedad hace nacer, son pronto abandonadas por el hombre y se convierten en objeto de su desprecio.

»Rechazando por lo tanto esas frases gentiles para uso de las damas de las cuales la condescendencia de los hombres quiere aprovecharse bien para suavizar el yugo de nuestra dependencia, y despreciando esta elegancia de espíritu, esta sensibilidad exquisita y esta blanda docilidad de maneras, que se supone son los rasgos característicos de nuestro sexo, deseo mostrar que la elegancia es inferior a la verdad moral, deseo mostrar que el primer objeto de una ambición loable debe ser para todos, sin distinción de sexos, ser útil a sus semejantes; que el bien que resulta para el prójimo de las acciones de los hombres es la piedra de toque del mérito de estas acciones».

Mary Wollstonecraft reclama la libertad de la mujer como un derecho, a nombre del principio sobre el cual las sociedades fundan lo justo y lo injusto. Ella la reclama porque sin la libertad no puede existir obligación moral de ninguna especie, como demuestra igualmente que sin la igualdad de estas obligaciones, para uno y otro sexo, la moral carece de base, cesa de ser verdadera.

Mary Wollstonecraft dice que considera a las mujeres bajo el punto de vista elevado de criaturas que son, al igual que los hombres, colocadas sobre esta tierra para desarrollar sus facultades intelectuales. La mujer no es ni inferior, ni superior al hombre; estos dos seres no se diferencian, desde el punto de vista del espíritu y de la forma, sino para guardar armonía, y sus facultades morales, estando destinadas a completarse por la unión, deben recibir el mismo grado de desarrollo. Mary Wollstonecraft se levanta contra los escritores que consideran a la mujer como un ser de naturaleza subordinada y destinada a los placeres del hombre. A este respecto hace una crítica muy justa de Rousseau, quien establece que la mujer debe ser débil y pasiva, y el hombre activo y fuerte; que la mujer ha sido formada para estar sujeta al hombre, y finalmente que la mujer debe hacerse agradable y obedecer a su amo y que tal es el objeto de su existencia. Mary Wollstonecraft demuestra que según estos principios las mujeres son educadas para la astucia, para la doblez y para la galantería, mientras que su espíritu queda sin cultura, y la sobre-excitación de su sensibilidad dejándolas sin defensa hace que se vuelvan víctimas de todas las opresiones. La autora prueba que la alteración de toda moral es la consecuencia rigurosa de estos principios. La tendencia, perniciosa de estos libros, añade, en los cuales los escritores degradan insidiosamente a las mujeres, en el momento mismo en que están prosternados frente a sus encantos, no serán nunca suficientemente señalados ni tan severamente censurados.

«...Curs'd vassalage
First idoliz'd till love's hot fire be o'er
Then slaves to those Who courtd us before»

                                - Dryden.

Mary Wollstonecraft se yergue con coraje y energía contra toda especie de abuso. «Los homenajes y el respeto, dice, cuya propiedad es el objeto, son las fuentes envenenadas de las que provienen la mayor parte de los males que hacen del mundo una horrible escena a contemplar.

«...Porque todos buscan obtener el respeto por las riquezas, y las riquezas ganadas, no importa cómo, obtendrán el respeto que no es debido sino al talento y a la virtud. Los hombres desatienden todos los deberes del hombre, y sin embargo son tratados como semidioses. La religión está también aislada de la moral, y los hombres se sorprenden de que el mundo no es más que una cueva de ladrones y de opresores».

Mary Wollstonecraft publicaba en 1792 los mismos principios que Saint Simon ha difundido más tarde, y que se propagaron con tanta rapidez después de la revolución de 1830. Su crítica es admirable; ella hace resaltar en todas sus verdades que los males provienen de la organización actual de la familia; y la fuerza de su lógica deja a los contradictores sin réplica. Ella denuncia atrevidamente la cantidad de prejuicios de los que la gente está rodeada; quiere para los dos sexos, la igualdad de derechos civiles y políticos, su igual admisión en los empleos, la educación profesional para todos, y el divorcio a voluntad de las partes. «Fuera de estas bases, dice ella, toda organización social que prometiera la felicidad pública, mentiría a sus promesas».

¡El libro de Mary Wollstonecraft es una obra imperecedera! Es imperecedera, porque la felicidad del género humano está ligada al triunfo de la causa que defiende la reivindicación de los derechos de la mujer.

¡Sin embargo existe desde hace medio siglo, y nadie lo conoce!...

 


Primera vez publicado: Promenades dans Londres. París: H.L. Delloye, 1840.
Versión en castellano: Paseos en Londres. Lima: Bibloteca Nacional del Perú, 1972.
Versión Digital: Paseos en Londres, edición en formato pdf en Biblioteca Digital Andina de la Comunidad Andina, en base a la edición en castellano de 1972 suministrada por la Biblioteca Nacional del Perú.
Esta edición: Marxists Internet Archive, enero de 2008, tomada de la versión digital citada.