Volver al Indice del Archivo

 

Flora Tristán

de

Paseos en Londres (1840)

 

 

XVIII

Asilos

 

Los grandes descubrimientos están siempre proporcionados a las necesidades de la época. Por todas partes la historia nos revela esta verdad. La mano de Dios se deja ver en el establecimiento de las salas de asilo; y estoy convencida que es de todas las instituciones recientes la más fecunda en resultados, aquella que responde mejor a las necesidades de Europa y del mundo entero. Por el sistema seguido en las salas de asilo, la educación, que comienza en cierta forma con la vida es tan superior a aquella que el niño no importa de qué clase, pueda recibir en su familia y esta primera educación tiene una influencia tal sobre aquellos que la reciben, que los niños del proletario enviados desde la edad de dos años a la sala de asilo aventajarán indudablemente a aquellos de los ricos que continuarán siendo educados en casa.

En las salas de asilo la ley de la reciprocidad y el respeto por lo que está para uso de todos se inculca en el corazón del niño. Las distinciones sociales se borran a sus ojos y no distingue sino a los instructores. La necesidad que hay de que se dé cuenta de lo que sabe, de enseñar lo que ha aprendido, le hace adquirir una gran facilidad para expresar sus pensamientos. Se habitúa a la asociación, a comparar las cosas con sus resultados, a los hombres con lo que ellos saben, y adquiere una gran justeza en el juicio. Llegado a la escuela primaria, la educación del niño continuada según el mismo método, podría permitirle saber, a los dieciséis años, leer, escribir, la aritmética, el dibujo lineal, la geometría descriptiva y, además, la práctica de la mayoría de los procedimientos usados en las artes mecánicas, o en la agricultura, de suerte que no sería condenado, como lo ha sido su padre, a la repetición durante toda su vida de la misma tarea para ganar su pan. Este método puede aplicarse con igual éxito, a la adquisición de todas las ciencias, porque nosotros no aprendemos nada tan bien como aquello que estamos obligados a enseñar a los otros. Educados así, los hombres trabajarían en grandes asociaciones, porque hallarían placer y facilidad en la ejecución del trabajo.

Si los niños fuesen, desde la edad de dos años, enviados a las instituciones públicas, la necesidad del orden se haría sentir menos; la mujer, por la naturaleza de la educación que hubiera recibido, podría también, como el hombre, proveer a su subsistencia con su trabajo y este estado de cosas nos llevaría hacia la organización falansteriana. En 1440, mientras que se hacían en Strasburgo los primeros ensayos de imprenta, la predicción del imperio que, cuatrocientos años después, debía ejercer esta invención renovadora, no habría encontrado sino incrédulos.

Cuando se observa la suerte de los niños de todas las clases, se sorprende uno de que las salas de asilo no hayan sido inventadas sino hoy día, y que no se establezcan más rápido, en número correspondiente a las necesidades de la población. Los proletarios, obligados a un trabajo diario para alimentar a su familia, no pueden vigilar a sus niños; cuando estos son muy pequeños, se les encierra o se paga a alguien para que los cuide, y, cuando tienen más edad, se les deja vagabundear por las calles. Encerrados solos, en habitaciones estrechas, húmedas, privadas de aire y de calor, si los muchachos sobreviven a las enfermedades y los accidentes, son débiles, achacosos, a menudo quedan lisiados para el resto de su vida. En las calles, los peligros que amenazan su existencia son más numerosos todavía y casi siempre en medio de esta cloaca de vicios que encierran las grandes urbes, los niños son pervertidos y dirigidos al robo, antes de haber podido trabajar.

Además, si se considera los numerosos accidentes que comprometen los medios de existencia del proletariado, la disminución de salarios y la ausencia de trabajo el sobre-enriquecimiento de los arrendadores y el alza de las subsistencias, las enfermedades y el crecimiento de su familia, quedará uno convencido que haría falta que tuviera un raro amor al trabajo, una sobriedad y una economía poco comunes, mucho de suerte y de fuerza de ánimo, para no ser nunca presa de la miseria. Mientras tanto ¿en qué se convierten los niños hijos del obrero entre las horribles tribulaciones que lo asedian?

Por la noche, el padre y la madre regresan de su jornada, fatigados con exceso, amargados por las contrariedades y con el espíritu atormentado por la inquietud. ¡Ah! Las escenas que pasan dentro de esas casas, son suficientes para embrutecer al niño nacido más afortunadamente. A menudo golpeado, porque caerá y habrá roto sus vestidos o dejado comer su almuerzo por el perro, el desdichado niño, injuriado y brutalizado sin cesar, se vuelve disimulado, mentiroso y alimenta un odio sordo contra el padre y la madre. De otro lado la estrechez extrema de dinero de los padres, los deseos de gastos en que se habrán comprometido para aturdirse de los males que sufren, apagarán en su corazón todo sentimiento afectuoso; ellos tomarán aversión por los niños que les imponen continuas privaciones, los abandonarán al vagabundeo, y llevarán al recién nacido al hospicio.

Estableced la sala de asilo, y, como por encanto, cambiaréis al niño y la economía del obrero. Habrá ante todo alivio en la inquietud y miseria; el niño sale desde la mañana del domicilio paterno y es bien acogido en el lugar donde, bajo la dirección de una persona afable que se interese en él, pasa el día en medio de los camaradas de su edad, en una sucesión no interrumpida de entretenimientos; ahí su atención es cautivada por las demostraciones; después él canta en coro, marcha en procesión, reciben lecciones de los más instruídos, que las dan a aquellos que son menos, y goza de toda importancia que adquiere como miembro de la escuela. Se dirige todos los días a la asociación, ejerce sus facultades para llenar allí un rol más elevado, aprende a conocerse, a apreciar a los otros y toma el hábito de respetar a los demás a fin de poder exigir respeto. Él goza de buena salud, porque los juegos gimnásticos desarrollan sus fuerzas y su agilidad, se convierte en una persona limpia, reservada, y puede dar el motivo de cada una de sus acciones.

De regreso a su casa, al final del día, este niño, es visto con placer por sus padres. Nos les ha dado ningún disgusto, ni tomado un minuto de su tiempo; satisfechos de su buen cuidado, le interrogan mientras cenan en la noche y cada vez se sorprenden más por la exactitud y los progresos de la razón del niño. Viendo como su conducta es regular, ellos estarán obligados a reflexionar sobre la suya y no querrán exponerse al desprecio del niño, al verlo brillar en la estima pública, y para merecerla ellos también se aplicarán a reformarse. Ellos apreciarán la ventaja de la educación, irán a menudo a la sala de asilo para asistir a los ejercicios de los niños, y el maravilloso espectáculo del desarrollo moral de la escuela infantil mejorará la moral de los padres.

Si se lleva la observancia sobre esta parte de la población que vive en la comodidad por el ejercicio de una profesión, clase en la cual sin duda se encuentra más de instrucción y habilidad que en las clases de la opulencia ociosa, se reconocerá que los niños de esta clase no reclaman menos que aquellos de los proletarios, la educación de las salas de asilo.

La mayor parte de los moralistas se han pronunciado por la educación pública, porque les ha sido demostrado que la enseñanza tiene más de poder en acción que en precepto, que las lecciones prácticas que los escolares se dan entre ellos tiene más influencia sobre el desarrollo moral e intelectual de los niños que no podrán tener los más hábiles maestros. Si se reflexiona en la infalibilidad, en el irresistible impulso que la educación mutua recibe de la clasificación de los niños, del grado extremo de emulación que excita la realización diaria de los progresos efectuados; si, de otro lado, se considera cuán profundas son las primeras impresiones y qué cantidad de causas corruptoras rodean a los niños en la casa paterna, no se podrá explicar la repugnancia de la clase media, no se concebirá por qué no acepta la educación de las salas de asilo para sus niños y los deshereda así de las ventajas sociales que, en definitiva, son la razón de las superioridades.

De los diversos sistemas de educación que han estado más o menos en boga en los tiempos modernos, la única verdad que ha tomado la difusión de un imperio universal es la ventaja que presenta la educación pública sobre la de la familia. Jenofonte, Plutarco, Montaigne, están plenos de observaciones tan exactas, que parece inconcebible que no se nos haya hecho llegar más temprano a la educación verdadera, completa y única eficaz, a la cual se guía por las indicaciones de la naturaleza, que toma al hombre en la cuna y lo conduce hasta la pubertad. Rousseau no debió su influencia más que a la verdad de las ideas que tomó; desgraciadamente no supo utilizarla y no hizo progresar la primera de las ciencias sociales: su extravagante sistema alla los prejuicios más falsos de la sociedad a las revelaciones de la naturaleza. La moda, lo ha hecho vigente por algunos años, pero está bien muerto y si se exhumara algunas páginas, sería únicamente para señalar de nuevo las absurdidades a las cuales daba curso. Después de Rousseau, el público ha intentado numerosos planes de educación y nuevos métodos de enseñanza, acogidos o rechazados sin examen según las personas que los apoyan. Actualmente los pequeños seminarios y los conventos luchan contra las instituciones del gobierno. Las personas que se ocupan de la marcha social no tienen sobre esta inmensa cuestión una opinión fija; cada uno se ha hecho su pequeño sistema. La anarquía en las ideas sobre la educación subsiste todavía, y la gente, como de costumbre, obedece al impulso que recibe.

Vivimos en una época en la que el pensamiento político preocupa universalmente; la filosofía, la educación, la religión, hasta las modas, todo está coloreado. En las familias hay sobre cada cosa tantas maneras de ver como individuos. ¿En qué se convierten los niños en esta confusión de ideas, de deseos, de caprichos, de pasiones? Existe hoy día tan poca unión en las familias, que los esposos parecen dominados por el deseo de ser en todo del parecer contrario: la palabra del padre es invariablemente desmentida por la madre. Luego son los abuelos que vienen a deslizar sus rancias ideas en las orejas de los niños; los amigos que ven las cosas desde el punto de vista de su posición social, y que seguros de estar en lo cierto, imponen también sus opiniones; finalmente son todavía las nodrizas, las amas, las domésticas, cuyas ideas y acciones impresionan a los niños. ¿Cómo estas jóvenes inteligencias podrían discernir en el caos inexplicable alrededor de ellas? ¿No es evidente que en medio de las contradicciones que se entrechocan, el juicio privado de base, de punto de partida, no puede manifestarse entre los niños sino por las inconsecuencias; que, necesariamente, ellos deben ser discutidores y voluntariosos; que su carácter debe estar agriado, porque ellos tienen frecuentemente que sufrir las voluntades no motivadas; que en fin no podrían tener ideas justas sobre nada, porque no reciben ninguna noción de la verdad?  Las personas de las cuales están rodeadas hablan sobre las mismas cosas en formas diversas; ellos no ven por todas partes sino voluntades individuales y aspiran el egoísmo por todos los poros.

No puede esperarse un buen ciudadano de un niño educado de este modo, él será esclavo de las pasiones, de los prejuicios, de los hombres y de todas las cosas. No se elevará por encima del mediocre, o descenderá al nivel de los facinerosos por el curso desenfrenado de sus vicios: para que crezca distinto, sería preciso que facultades extraordinarias le hubieran hecho sobrepasar los obstáculos que se oponían al desarrollo racional de su inteligencia.

Si ahora dirigimos nuestras observaciones sobre esta parte de la población que la fortuna hace vivir en el lujo, reconocemos que no existe niño que sufra más y cuya moral y físico se deteriora tanto por la vida de familia como el niño del rico. La Providencia puede salvar al del pobre de los peligros del vagabundo y a veces vemos surgir del seno de la miseria a los hombres que honran la humanidad. Los niños de la clase media están casi siempre bajo los ojos de sus padres, reciben continuas muestras de afecto y en ellos, las cualidades del corazón pueden desarrollarse no obstante los defectos del espíritu y los vicios el carácter; pero entre los ricos, las cosas ocurren de otra manera. Hay certeza para que los niños se perviertan y ninguna opción para que adquieran una cualidad. Son las nodrizas, los preceptores, las domésticas quienes los educan. Todos estos esclavos buscan complacer a los pequeños seres, cuyos llantos tienen a menudo el poder de hacerlos despedir. Previenen todos sus deseos, ceden en todo, se ingenian incluso para crearles necesidades facticias; y estas desgraciadas pequeñas criaturas, arrulladas en la ociosidad, engreídas por la adulación, henchidas de orgullo, contraen todos los defectos de los tiranos, todos los hábitos del despotismo; son exigentes, coléricos e incapaces de resistir a la menor fantasía. Los padres los ven raramente y según el humor del día los reprenden, los castigan sin razón o les prodigan recompensas no merecidas. Las domésticas, temiendo los informes de los niños, los adiestran en la mentira, y cuando los pequeños déspotas están descontentos, inventan ellos mismos la calumnia, imputan a los sirvientes que los han molestado las faltas por las que ellos temen por encima de todo ser motivo de sospecha. ¡Todo es deletéreo en la atmósfera que respira el niño del rico! La hipocresía se ofrece sin cesar a sus ojos, es la máscara que llevan los domésticos en presencia de sus padres, esas son las dos fisonomías que alternadamente toman los padres mismos, según estén en familia o frente a los extraños. Escuchan también dos lenguajes: el de la bajeza y de la insolencia. Su aya, para cautivar su atención, le relata mil cuentos absurdos. En su casa, todo el mundo está a sus pies. Si se enfada o quiere llorar, inmediatamente cada uno se pone en acción y se inquieta por calmarlo; cuando él sale es saludado con deferencia por todos aquellos que lo conocen. Se le corteja y se le manifiesta orgullo de acogerlo; que es el medio para que el niño se sienta un personaje y toma las maneras duras y altaneras de sus padres. Las afecciones tiernas no han podido crecer en su corazón, la vanidad es el sólo acceso. Su orgullo susceptible exige cada día más de aquellos que lo rodean. La huella de la naturaleza está completamente borrada, se busca en vano al niño en esta marioneta vestida de ricos trajes. Si es el hijo de un Lord, de un hombre que habita un palacio con numerosos sirvientes, no sale sino en carro, y saludan muy humildemente todos los tenderos del barrio.

La salud de este niño no ha experimentado las menores alteraciones por el exceso de alimento y por la demasía de precauciones que se usa para resguardarlo del frío, del calor, de la lluvia, del aire y de toda especie de fatiga. Bajo la influencia de este régimen, su constitución se debilita, y, llegado a la edad de ir al colegio está sin fuerzas físicas y morales. Transportado a este mundo nuevo, no será sino con pena que él se acostumbrará a la regla de la casa, al espíritu de igualdad de sus camaradas; se quejará a sus padres, que renovarán las recomendaciones a los maestros; estas recomendaciones no serán infructuosas: este niño tendrá toda indulgencia, será siempre excusado y jamás contrariado; algún escolar pobre e inteligente a quien él le pagará los pasteles, le hará su tema. Vendrá el domingo a ver a sus padres con buenas notas, tendrá a menudo la cruz y a fin de año se le dará premios. Al cabo de siete u ocho años, saldrá del colegio, ignorante como ha entrado, con nuevos vicios y sin haber aprendido nada.

¡Ah! No temo deslizar un sofisma afirmando que el hijo del rico tiene tanta necesidad de ser sustraído a las influencias de las cosas y de las personas en medio de las cuales vive como el niño del pobre a las influencias de la calle y a la brutalidad de sus padres.

En la sala de asilo, la educación es igual para todos. El niño más indócil, el más inestable sigue el movimiento que se le imprime, la falta de inteligencia en este caso no podría impedirlo. El niño al mismo nivel con los alumnos de su división, y la lección es la consecuencia inmediata del progreso que cada uno de los alumnos ha hecho. No recibe allí sino nociones justas, aprende a vivir en asociación, a ejecutar con placer su porción de tarea común, a no respetar, a no reconocer por verdadera sino a la aristocracia de la inteligencia y del talento. Se deja conducir sin resistencia por el hijo del pobre, si este es su monitor y prima sobre él en la jerarquía intelectual.

En tiempos de la tiranía, los altos valles de Vosges protegían, en sus retiros inaccesibles, a los intrépidos protestantes que habían abandonado sus campos a la expoliación para conservar la libertad del alma. Estos lugares no ofrecían alimentos sino a la cabra y a la gamuza: vivieron, ellos y sus descendientes, la vida del salvaje. En 1767, Oberlin, pastor de la iglesia protestante llegó al medio de esta población: este hombre tenía esa potente energía que da un gran amor por sus semejantes. Dominó, por sus trabajos, la esterilidad del suelo, estableció escuelas, hizo aprender oficios y el bienestar sucedió a la miseria. Como los padres, ocupados en los oficios o en los campos, no podían velar sobre sus hijos, Oberlin tuvo la inspiración de reunirlos en cámaras espaciosas, e hizo elección de conductoras que tomó a su cargo, así como su mujer, de formarlas: tal fue el origen de las salas de asilo. Los procedimientos de Oberlin, para la educación de la infancia, fueron imitados y perfeccionados en Suiza. Robert Owen, preocupado por la idea de la educación, dice que para ser eficaz debe comenzar desde la cuna y que debe proponerse como objetivo el preparar a los niños para la asociación a las cuales están destinadas a formar parte, fundó en 1816 su «infant school» en New-Lanark en Escocia. Pero no fue sino en 1827 y 1828, cuando esta institución había ya tomado raíz en Alemania, que Francia e Inglaterra quisieron adoptarla.

Owen, en su «infant school», sigue las indicaciones de la naturaleza, la instrucción que él da es proporcionada al grado de inteligencia, y hace uso del método Lancasteriano. Las explicaciones sucesivas de las cosas, los ejercicios de juicio, el aprendizaje gradual de los procedimientos de las artes y de la gimnasia, desarrollan a la vez, todas las facultades intelectuales, el amor racional al prójimo, la habilidad y las fuerzas corporales. Owen no admite la instrucción religiosa, funda su moral sobre la reciprocidad. Tuvo razón en decirme que no existía en Londres «infant-school» dirigido según el orden de ideas que él había seguido en la formación de la suya.

Cuando en Inglaterra era cuestión de imitar el ejemplo de Alemania, de establecer asilos para la niñez, Owen, consultado por Lord Brougham, le dijo que no admitía en su «infant-school» sino las ideas abstractas que no pasaban el alcance de la infancia, que las ideas susceptibles de ser explicadas por objetos sensibles; que él no conocía creencias religiosas, apropiadas a la inteligencia infantil; que los niños tienen, como todo lo que existe, el goce y el sufrimiento común por móviles, y son tan capaces como los hombres de comprender que su interés no puede jamás ser de aislarse de la observación de las reglas a las cuales obliga la reciprocidad; que él consideraba los dogmas del pecado original, del infierno y del paraíso, etc., como de naturaleza de crear ideas falsas sobre lo justo e injusto, de volver al espíritu disputador y hacer nacer prejuicios odiosos contra aquellos de otra opinión religiosa. Lord Brougham objetó a la introducción de este sistema el imperio que ejercen todavía las creencias religiosas. Las salas de asilo conocidas bajo las denominaciones de «National school» y de «British and foreign school», que el sabio lord ha favorecido con su patrocinio, admiten a muchachos de todas las comuniones, sin buscar inculcarles la doctrina particular de ninguna religión. Pero sin embargo se han dejado imponer por el fanatismo la lectura de la biblia; la lectura de la biblia a niños de dieciocho meses a siete años! Los convertidos de Otaíti y de la Nueva Zelandia no harían mejor.

Las escuelas y salas de asilo para la infancia prosperaban desde hace varios años en Suiza y en diferentes reinos de Alemania, cuando la opinión se ocupó de ellos en Inglaterra; porque, bajo la relación intelectual, Alemania está bastante adelante de Inglaterra. Después de un largo tiempo las controversias religiosas no excitan más el interés, y la inteligencia ha dejado miles de interpretaciones de la biblia para elevarse en el universo del pensamiento a alturas desconocidas hasta ahora. La institución de las salas de asilo, el método de conducir a la infancia, acogidas como necesidades, no han provocado disputas ni argumentaciones teológicas.

En los estados austríacos, todo el mundo está obligado a enviar a sus niños a las escuelas: esta exigencia del gobierno no es sino el cumplimiento del más imperioso de sus deberes; porque la sociedad está interesada en que cada uno de sus miembros reciba una educación en relación con la organización social.

Impresionada por la importancia de las salas de asilo, estaba yo muy empeñada en visitar los lugares donde los niños pobres encuentran refugio e instrucción. Hay todavía tan pocas verdaderas salas de asilo en Londres, que pedí a quince o veinte personas que me las indicaran, sin que ninguno supiera lo que yo quería decir. Finalmente me dirigí al mismo fundador de las salas de asilo, el respetable señor Owen, que yo había tenido la ventaja de conocer durante su estadía en París en 1837. «¡Ay!, -me respondió Owen-, no conozco en Londres una sola sala de asilo que sea en realidad una escuela para la infancia. Hay numerosas escuelas sostenidas por la caridad pública, pero ninguna ha sido establecida según mis principios». Esta respuesta tenía valor en boca de Owen, y me sorprendió. ¡No hay sala de asilo en Londres, la ciudad monstruo! ¿Pero dónde van los niños, cuyos padres trabajan durante el día? ¿Dónde van estos desgraciados niños, con los pies desnudos, apenas vestidos, por lo tanto a refugiarse durante un largo día de frío, de lluvia o de niebla? ¿Quién les enseña entonces la lectura, el cálculo, el dibujo lineal, les enseña la limpieza, el orden, la unión, quién les enseña esta multitud de cosas con las cuales la infancia se instruye jugando? Nadie. Londres no posee todavía lo que se puede llamar las salas de asilo, y los «infant-school» cuyo número es por otra parte muy insuficiente, están lejos de tener lugar. Esto explica por qué durante el verano entre las cinco y ocho horas, se ve tantos niños en las calles, particularmente en los barrios populosos. En estas horas, estando terminados los trabajos del día, y las calles menos colmadas de coches, se deja a los pequeños desgraciados salir de sus tugurios para tomar aire. En Londres, las familias pobres habitan el sótano o el desván de las casas. A menudo una misma pieza contiene al padre, la madre y siete u ocho niños: ¡qué aire tan insalubre debe reinar en esas moradas! El rostro de los niños es un testimonio. Nada más raquítico, más cadavérico que estos pequeños seres. La extremada delgadez, la tez muy pálida, los ojos melancólicos unido a la excesiva suciedad y a los andrajos que los cubren, ofrecen el espectáculo más digno de compasión. Siempre he habitado de preferencia en los barrios populosos; así, cada tarde, me encontraba yo en medio de estos niños, que veía salir de las casas, como las hormigas de los hormigueros; cuando las calles eran estrechas, sentía a menudo un olor infecto que se exhalaba de esta masa de niños. En invierno, no hay hora limitada en la cual puedan ser dejados en la calle y no sé adónde podrían ir a respirar: ¡pobre pueblo que no se cuenta para nada, con qué inhumanidad se te trata! La aristocracia que tiene, para tomar aire, sus magníficos parques, sus vastas tierras y todo el continente, donde va a gastar el dinero que le gana al pueblo; esta aristocracia, cuyos hoteles, suntuosos palacios, residencias para algunos meses, ocupan los más bellos barrios, se reserva todavía para ella sola todas las numerosas plazas públicas que decoran esos barrios. ¡Mientras que el niño del pobre, faltándole aire y espacio, vaga como un perro inflado de hidropesía, en un sótano húmedo o un miserable granero!

Iba a abandonar Londres sin haber podido descubrir una sala de asilo, cuando un día, hablando con fuego de la inutilidad de mis búsquedas, un tory que se encontraba presente me dijo: os engañáis, señora, Londres posee varias salas de asilo absolutamente parecidas a las vuestras, y si lo deseáis, voy a daros la dirección de dos o tres. Yo acepté con apresuramiento y me transporté al instante mismo. Una de las direcciones indicaba «Palmers village Westminster», es decir al extremo del arrabal de Westminster, a más de tres leguas del centro de la ciudad. Esta sala de asilo era tan poco conocida, que estuvimos obligados a emplear un guía, y, aunque este joven habitaba el barrio no fue sino después de haber preguntado veinte veces que vino a llevamos al asilo: al fin llegamos. Nos fue necesario atravesar una especie de patio, luego entramos en una pequeña pieza, baja de techo, mal embaldosada, amoblada con una vieja mesa y dos o tres bancos. Allí estaban los niños de corta edad; había una docena de pequeñuelos tan sucios en sus personas y tan andrajosos que hacía mal el verlos. De esta pieza pasamos a una habitación más grande, pero también demasiado baja; había ahí cincuenta y dos niños de tres a seis años, sucios y en harapos, como los primeros: el olor que despedían en la habitación era tan intolerable, que fuimos obligados a salir, la puerta quedó abierta y los examinamos desde el patio. Se les enseñaba diversas cosas, como en nuestras salas de asilo, pero particularmente a contar. La anciana mujer que regentaba este establecimiento se mostró muy honesta; nos dio todos los datos en su poder, nos hizo saber que la casa no era costeada por la parroquia y que el señor William Smith, miembro de la Cámara de los Comunes, sostenía solo los gastos: este hombre caritativo había construido la casa contribuyendo con una suma anual, de treinta libras esterlinas (setecientos cincuenta francos), más el carbón y la luz para las personas encargadas de conducirla. Eran la anciana señora, su marido y su hija a quienes se había confiado este cuidado. Además de la suma que da el fundador, cada niño debe pagar un penique por semana: esta retribución, aunque ligera, está a menudo por encima de los medios de los padres que tienen varios niños a enviar a la sala de asilo; sin embargo si la admisión no es enteramente gratuita, estos establecimientos no llenan en lo menor todo el objeto de su institución; pero lo que sería una caridad mezquina e incompleta de parte de una corporación cambia de aspecto desde el momento que un simple particular es el autor y se convierte en un bello acto, más susceptible que ningún otro de suscitar el celo de las parroquias y de reanimar la caridad, si por lo menos la última chispa no está apagada en el clero anglicano, el más rico de Europa. Desgraciadamente, en Inglaterra, las parroquias son independientes; no hay administración central de la cual ellas teman la censura o la supervigilancia. En Londres, como en todas partes, los consejos e las parroquias están compuestos de gentes ricas que tienen a su disposición jardín, plaza, casa de campo, adonde envían sus hijos a tomar aire, ejercitan sus miembros, y que se ocupa muy poco de la suerte de los niños del pobre.

La vieja directora de la sala de asilo nos indicó otra debida también a la caridad individual y a la benevolencia de una venerable dama (la Srta. Mary Doyle).

Conducidos por nuestro guía, nos metimos intrépidamente en los caminos no empedrados, donde a cada instante nuestro coche corría el riesgo de romperse; ¡sin embargo estábamos en Londres, muy cerca de los barrios elegantes y de las suntuosas plazas! Recorrimos las calles sucias, miserables, tales como sería difícil de ver en ningún otro país de Europa. La mayoría de las casas no tienen ventanas, no tienen baldosas y junto a la puerta de cada una existe un hueco en el que el estiércol, las aguas, y todas las inmundicias en fermentación exhalan miasmas que apestan el aire. Por lo demás, el nombre de las calles dice más que las descripciones que se podrían hacer. Una se llama «Pond-street» (calle de la charca); la otra, «Dunghill-street» (la calle del desierto); ésta, «Hog-Lane» (la calle del cochino); aquella, Gut-Lane (de la Tripa); Sewer-street (la calle del albañil); enseguida la calle del ahorcado, de los suicidas, etc.

El rostro, el traje, el lenguaje de los habitantes de este barrio responden al nombre de las calles. Los ladrones y las prostitutas no son mayoría, sin embargo la mayor parte son obreros cargados de familia que vienen a alojarse en este barrio a causa del bajo precio de los alquileres. ¡Qué miseria!, un muladar no es tan repugnante; ¡oh, cuánto sufre el pobre al costado de la opulencia! Al fin, después de muchas idas y venidas, de encuestas infructuosas, nuestro guía nos hizo detener frente a una callejuela que se distinguía de las otras por una mayor suciedad todavía. Allí nos fue preciso dejar nuestro coche que no habría podido pasar en las callejuelas que debíamos atravesar. Aquella donde se encontraba la sala de asilo era de una longitud interminable; formaba varios recodos y a cada diez pasos nos encontrábamos con charcas donde el agua era conservada con cuidado para emplearse en el lavado de ropa. Este camino, verdadera cloaca, es muy peligroso para las personas mayores y debe de serlo bastante más para los niños que van a la sala de asilo. No fue sino después de mil penas y muchas precauciones que llegamos a la casa. Había llovido por la mañana y la tierra, de una naturaleza grasosa, se había vuelto muy resbalosa por la mezcla de agua y jabón; veinte veces estuvimos a punto de caer en las charcas.

Una joven de unos veinte a veinticinco años dirigía esta sala de asilo. Era presentable y decente, hablaba con dulzura, mucha cortesía y parecía bien educada; se puso un poco confusa con nuestra visita. «Esta casa está mal situada», nos dice, casi en el momento que la abordamos. Este rincón es pantanoso y las lavanderías que le rodean hacen la estadía completamente malsana. La señora caritativa que ha fundado este establecimiento es una amiga del pobre, pero no es rica. ¡Esta casa era la única que poseía y, todo lo mezquina y mal situada que sea, su caridad no es menos bella! Además ella se priva de las cosas más esenciales de la vida, a fin de poder pagarme veinte libras esterlinas por cuidar la clase de las niñas, y otro tanto a mi padre para cuidar la de los niños. ¡Oh!, sí, repetía yo con la joven institutriz esta caridad es bella; y yo me preguntaba si en los tres reinos existía un rico que fuera capaz de un acto de esta belleza. El local se componía de dos piezas demasiado pequeñas para el número de niños (eran ochenta), y de techo tan bajo que todo el tiempo había la necesidad de tener las ventanas abiertas para tener aire. La clase de los muchachos se hacía en el primer piso y el de las muchachas en el segundo. Era a través de una escalera de madera que se pasaba de una a la otra; los niños de dos años, trepaban y se agarraban de una cuerda.

Este establecimiento, considerado bajo la reseña de su situación del local, del mobiliario, era ciertamente muy miserable, pero todo ello desaparecía en presencia de la caridad inteligente y afectuosa que le dirigía. Los niños estaban bien limpios, así como sus gastados vestidos donde no se distinguía la menor desgarradura. Las niñas sobre todo eran bien cuidadas; las grandes trabajaban en confeccionar los trajes de los niños; cada una con el título de madre supervigilaba a dos pequeños, los lavaba, peinaba y arreglaba con orden y limpieza. Es a la señorita Doyle, me dijo la señorita, que estos niños deben sus trajes. Esta respetable dama pasa su tiempo en ir a las grandes casas a pedir para sus niños y comprar ropa para vestirlos con lo que le dan.

Estos tres seres, el padre la hija y la señorita Doyle, que consagran todo su tiempo, todos sus medios, todas sus facultades en aliviar la miseria del pueblo, se elevan a mis ojos, en medio de la aridez de esta muchedumbre dorada, como las palmeras en un oasis.

Yo habría regresado a Francia firmemente persuadida de que la ciudad monstruo no poseía ninguna sala de asilo, cuando el anuncio de una sociedad denominada: «Home and colonial infant school Society», me cayó en las manos.

La tercera asamblea anual de esta institución tuvo lugar en la sala «d'Hanover Square», en el mes de mayo del año pasado; era numerosa y de la más alta respetabilidad, lo que quiere decir que estaba exclusivamente compuesta de aristocracia feudal.

Después de unas formalidades exigidas por la etiqueta el conde de Chischester dirigió algunas palabras a la asamblea acerca del objetivo de la asociación. A juzgar por su discurso, no parece de ninguna manera que el objeto social sea de desarrollar la inteligencia de los niños del pueblo, a fin de prepararlos en el aprendizaje y el ejercicio de las profesiones o de salvarlos de los peligros del abandono, nada de eso; el único objeto de la sociedad, es la educación bíblica («scriptural education»), y el noble lord hizo alusión contra los sabios que fundan los principios de educación, de la infancia sobre las indicaciones de la naturaleza y contra las escuelas normales, que no forman sino profesores de impiedad o de insurrecciones.

El señor J. S. Reynolds, secretario de la sociedad, sucedió al noble lord. Informó a la asamblea de los trabajos del comité para propagar la «scriptural education» entre los niños. El comité teme, dijo, que si el gobierno interviene en la educación de la infancia, no sea aquella lo suficientemente religiosa. Y a nombre del comité, el señor Reynolds comprometió a la noble asamblea a usar toda su influencia a fin de que el parlamento no se ocupe de la educación de los niños sino en los distritos manufactureros, teniendo en cuenta que la sociedad no puede esperar de hacer adoptar la «scriptural education» por los cartistas para sus niños. El secretario terminó su informe anunciando que el comité ha enviado maestros a Esmirna, a Siria y al Egipto, a fin de difundir la «scriptural education» entre los osmanlíes y los árabes.

El capitán V. Harcourt, después de un discurso tal como lo pudo hacer un fanático del siglo XVI, llamó la atención de la asamblea sobre el número considerable de niños que vagan en los grandes caminos y en las calles de las metrópolis, sin que nadie se ocupe de hacerles leer la biblia, y añade que los católicos aprovechan del abandono de los niños protestantes para hacerlos educar gratuitamente en sus escuelas. Que incluso ellos proveen de vestidos a los que no tienen, en la esperanza de efectuar conversiones, y que él conoce a familias enteras convertidas así al catolicismo.

El reverendo James Cumming propuso a la asamblea el declarar que el bienestar presente y eterno de los individuos, el buen orden de todas las clases de la sociedad, y la estabilidad de las más preciosas instituciones de este imperio, no pueden existir sino por la «scriptural education». Él se sorprende de escuchar a ciertas personas sostener que las santas Escrituras superan la capacidad de la infancia. Pretende que el bautismo dado a los recién nacidos implica la obligación de iniciarlos en la doctrina religiosa, y consecuentemente de hacerles balbucear la Biblia al enseñarles a hablar. Se opone a la opinión de Rousseau que dice «que la instrucción religiosa del niño no debe comenzar antes de la edad de nueve a diez años». El reverendo dijo que más de seiscientas mil personas en Londres no tienen lugar en las iglesias, y que más de novecientas mil no tienen ningún conocimiento de Dios ni de las Santas Escrituras. La cuestión, exclama el reverendo, no es de saber si los niños serán educados en su casa o en los colegios, sino más bien si recibirán una educación para el infierno o para el cielo. Si los niños del pueblo no reciben una educación por las Escrituras, serán educados por uno de los dos grandes principios que luchan contra nosotros, y caerán entre las manos del ateísmo o de los sacerdotes de Roma. Y el Reverendo Cumming dejándose arrastrar por tanto fanatismo como lo hubieran tenido Lutero y Calvino, da libre curso a su odio contra el catolicismo. «Los niños de Inglaterra, dice, están expuestos a los más graves peligros; van hacía su ruina, porque el papismo nos invade por tosas partes. Los curas católicos recorren las provincias, construyen escuelas y atraen a los niños de los protestantes con el objeto de corromperlos, de seducirlos, de hacerles abandonar la iglesia anglicana, la única depositaria de la verdad, ¡de la verdad bien probada! Así nuestros desgraciados niños serán desviados de la buena vida por esos curas idólatras; serán educados en la idolatría, la absurdidad y todas las estúpidas ceremonias del catolicismo; adorarán las estatuas y los cuadros y se les hará aprender las palabras blasfematorias, «Ave María».

«Los riesgos que corren la iglesia protestante, continúa el reverendo Cumming, deben hacer establecer en todos lugares los «Infant School» donde todos los niños que nacerán recibirán la «scriptural education». Si Irlanda tuviera escuelas dirigidas según este principio, presentaría un espectáculo bastante diferente. Se puede ver en efecto que produce la «scriptural education», por el ejemplo de Escocia, donde se les enseña la Biblia a los recién nacidos («in Scotland they taught the bible from the earliest hours of infancy»); mientras que en Irlanda la Biblia es, sino totalmente rechazada, por lo menos excluida de la enseñanza».

El reverendo Cumming ha hablado durante más de dos horas, y durante ese largo discurso su voz ha sido siempre animada por una santa indignación contra el papismo. Termina así:

«En cuanto a mí no deseo que se diga que he extendido el dominio de la ciencia, instruido a mis conciudadanos, brillado en la literatura o electrizado a la muchedumbre ansiosa de escucharme. Creería haber cumplido dignamente mi tarea, si un simple epitafio inscrito sobre mi tumba anunciara que he enseñado a un sólo niño a pronunciar el nombre de Jesús».

Este discurso fue cubierto de salvas numerosas de aplausos.

El señor Labouchére, Ministro actual de comercio, que se habría creído demasiado circunspecto para tomar parte en una sociedad que confiesa que su objeto es el de hacer aprender la Biblia a niños de dos a siete años, o demasiado independiente para no sostener el valor de su opinión sin someterse a hacer la corte a la aristocracia, asistía a esta sesión y hablaba en el sentido del reverendo Cumming. El reverendo J. Stratten se mostró más tolerante, y dijo que aplaudía el establecimiento de todas las escuelas para la educación de la infancia. Este loable filántropo no encontró la simpatía de la noble asamblea.

Después de algunos otros discursos todos hechos dentro del espíritu de la educación bíblica, se levantó la sesión.

En verdad, no es sino en Inglaterra que se encuentra todavía personas tan simples como para intentar hacer propaganda religiosa con las Biblias, y de la religión con el razonamiento. Proponer, para detener el progreso del catolicismo, de distribuir la Biblia y de hacerla aprender a los niños con nodriza, es una idea, que es preciso confesar bastante ridícula y absurda para una asamblea tan grave. ¡Eh! Reverendo Cumming, el clero católico, en Irlanda, lucha con el pueblo y para el pueblo, del cual sostiene el coraje y la fe, comparte el legado de la miseria y los sufrimientos; he allí el secreto del éxito. Aprended, muy reverendo, que para persuadir al pueblo es necesario ante todo ganar su afecto. El clero anglicano es muy rico, y el pueblo no cree en la caridad del sacerdote rico.

Independientemente de la sociedad de la que vengo de dar cuenta, existen varias otras sostenidas por las suscripciones de la aristocracia; pero, a pesar de todos esos esfuerzos, la iglesia anglicana tiene que sostener una ruda lucha.

 


Primera vez publicado: Promenades dans Londres. París: H.L. Delloye, 1840.
Versión en castellano: Paseos en Londres. Lima: Bibloteca Nacional del Perú, 1972.
Versión Digital: Paseos en Londres, edición en formato pdf en Biblioteca Digital Andina de la Comunidad Andina, en base a la edición en castellano de 1972 suministrada por la Biblioteca Nacional del Perú.
Esta edición: Marxists Internet Archive, enero de 2008, tomada de la versión digital citada.